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POR QUÉ LOS NIÑOS NECESITAN EL PENSAMIENTO CUIDADOSO

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Más que nunca, en este «mundo del espectáculo» nos hemos acostumbrado a juzgar cambiando de canal o haciendo clic con el ratón del ordenador. Es innegable que los valores sociales se encuentran en crisis, que incluso lo que parecía indiscutible —el respeto, la honestidad, etc.— hoy es puesto en tela de juicio. Hoy vemos a políticos que presumen de no respetar el pluralismo y defienden, sin asomo de vergüenza, el racismo, la xenofobia, la homofobia o el machismo... Son personas que prometen soluciones simples a problemas complejos. Sin duda es una democracia decadente la que otorga poder a los intolerantes en nombre de la tolerancia. El miedo es el medio, y el mesianismo más torpe y banal, la solución. El mundo es hoy más peligroso porque las voces de la serenidad y la reflexión parecen haber callado. «Muera la cultura y viva la muerte», exclamaba Millán-Astray no hace tanto tiempo en nuestro país. Los tiempos por venir serán difíciles, porque la verdad ya no cuenta y la mentira ya no siente vergüenza a ser proclamada.

Sin embargo, la humanidad tiene en sus manos diseñar un futuro mejor, y a ello debemos dedicar nuestros esfuerzos. Contamos para ello con muchos instrumentos, y la educación es uno de los más poderosos. Las familias y la escuela, fuentes de la educación primaria y secundaria, promueven valores como la ternura, la bondad, la solidaridad o la prudencia, valores cuestionados por un modelo de éxito que entroniza el egoísmo, la vanidad o la falta de integridad.

La inspiradora obra de Matthew Lipman, por ejemplo, nos lleva a concebir la filosofía como un saber indagador que duda de forma sistemática y permite trabajar con los niños la autonomía y la libertad, sin renunciar a la justicia. El proyecto Filosofía para Niños los invita a pensar y a sentir para disfrutar de una auténtica libertad de pensamiento y de acción. Desgranemos las utilidades de este aprendizaje para cimentar algunos valores:

1. Construir ciudadanía. Es importante que niños y adolescentes posean un concepto de ciudadanía integrador. Ya desde tiempos de la Grecia clásica, que excluía a los esclavos y a las mujeres, las diferentes definiciones de ciudadanía han servido para delimitar líneas que dejaban fuera a ciertos colectivos de personas. Ciro, rey de los persas (el mayor enemigo de los griegos), se refirió despectivamente a los atenienses afirmando que no los temía. Lo comenta, en un bello texto, el filósofo Carlos Fernández Liria (2007): «Ningún miedo tengo de esos hombres que tienen por costumbre dejar en el centro de sus ciudades un espacio vacío al que acuden todos los días para intentar engañarse unos a otros bajo juramento». Palabras que son en realidad una preciosa definición de la democracia. Poco sospechaba el rey persa la inmensa potencia que se ocultaba en ese espacio vacío, gracias a la cual los griegos no solo vencerían en dos guerras a los persas, sino que se convertirían en un modelo político para la humanidad entera. En esa plaza pública se asentaban dos realidades de potencia incalculable: la asamblea y el mercado. En ambos espacios los hombres intentaban engañarse bajo juramento y, en verdad, no han dejado de hacerlo hasta nuestros días. Pero en la asamblea, al tratar de engañarse, tienen que argumentar y contraargumentar, deben dialogar, y de ese diálogo surgen consensos, y de estos, leyes. Los griegos eran «ciudadanos» en la medida en que pisaban ese espacio vacío en el centro de sus ciudades. Era el espacio al que, en adelante, llamaremos el espacio de la ciudadanía.

He aquí lo que tiene de atrevido el proyecto de democracia heredado de la antigua Grecia: poner en el centro de la ciudad un espacio vacío es como pretender que todo aquello sobre lo que bascula el tejido social gire en torno a un lugar en el que no hay dioses ni reyes, un lugar sin amos ni siervos. La Filosofía para Niños, al reunir alrededor de un espacio vacío a «todas» las personas en situación de igualdad, sin jerarquías, permite interiorizar la idea de que la ciudadanía debe incluir a todos, sin distinción alguna. Cada uno tiene algún talento que aportar, algún servicio que prestar, alguna vivencia. Hay que educar a los niños en el reconocimiento de la validez de su propia voz.

2. Estimular la participación. El proyecto de Filosofía para Niños apuesta por una participación de calidad, cede la iniciativa a los niños sobre los temas que hay que tratar. Si la democracia debe evolucionar hacia una participación cualitativa de la ciudadanía, eso deberá empezar ya en la infancia, en la propia familia, donde padres y madres deben escuchar y preguntar más que responder a sus hijos, proporcionándoles espacio para reflexionar. Y por supuesto en la escuela, con los mismos presupuestos.

3. Cultivar la razonabilidad. Al potenciar que los buenos argumentos, lógicos, cuidadosos y creativos, proporcionen criterios de solidez a las opiniones y propuestas, se consigue que los niños desarrollen criterios para diferenciar hechos de meras opiniones, y que ordenen estas últimas según su debilidad o fortaleza. Se evita que el proceso de toma de decisiones quede subordinado solo a la mayoría o a la manipulación. Una democracia de calidad debe ser razonable e incluir a las minorías.

4. Practicar la negociación. Las personas fijamos unos máximos y unos mínimos respecto a lo que queremos. El diálogo implica buscar puntos en común y gestionar de forma positiva los desacuerdos. Los desacuerdos, tanto en casa como en la escuela, enriquecen la negociación, una negociación que debe partir de los mínimos para tener éxito y hacer posible la convivencia. Una democracia de calidad debería permitir la negociación fluida de los agentes que la forman.

5. Darse tiempo para deliberar. Todos sabemos que hay decisiones que nos afectan y otras que no. La deliberación es el paso intermedio entre la intención y la decisión. La razón analiza los pros y contras de lo que se desea, antes de pasar a la acción. Los niños deben cultivar esa habilidad de pensamiento fundamental. Una democracia de calidad debe escuchar a los afectados y sopesar sus razones.

6. Celebrar la diversidad. Hay una gran diferencia entre diversidad y diferencia. En una comunidad de aprendizaje la diversidad enriquece y proporciona una visión poliédrica de la realidad, al entrecruzarse en el diálogo diferentes puntos de vista. Por desgracia, en las democracias occidentales se están produciendo propuestas demagógicas que acentúan las diferencias, que estigmatizan o marginan colectivos de personas.

7. Aprovechar el conflicto para aprender. Los conflictos tienen mala prensa. Suelen equipararse a los problemas, y hay propuestas utópicas que tienen como objetivo erradicarlos. Pero eso no es posible. El conflicto es inevitable en diversidad, y se entiende que es difícil gestionarlos porque en ellos las emociones y el estrés son elevados. Pero pueden ser fuente de aprendizaje. Razonar permite abordar el conflicto en el momento en que aparece, descomponerlo para encontrar la historia y las ideas previas, identificar los malentendidos y propiciar la reconciliación sobre unos mínimos. La democracia de calidad también debe hacerlo.

8. Promover la empatía. Convivir en la diversidad significa hacer el esfuerzo de ponerse en el lugar del otro, entender las razones que lo mueven y comprender sus sentimientos y emociones. Solo de este modo podrá construirse una democracia plena y justa.

9. Reconocer las creencias. La creencia es una posición mental que acepta como verdad una premisa que no se puede razonar, sea porque es indemostrable, sea porque no estamos dispuestos a cuestionarla. Compartirlas en el marco de un diálogo filosófico permite captar que hay todo un mundo dentro de cada persona, un mundo propio al que tiene derecho. Una democracia de calidad debe respetar todas las creencias, con el único límite de que estas permitan la existencia de las demás.

10. Construir el respeto. El respeto es un valor superior, en mi opinión, a la tolerancia. La tolerancia invita a dejar pasar, a permitir que el otro ejerza sus derechos, pero desde cierta superioridad. Parece que le digamos «te lo permito» antes que «es tu derecho». En cambio, el respeto implica considerar con atención, otorgar importancia a lo que el otro es, piensa o dice, en un plano de igualdad. Trabajar la filosofía con los niños supone lograr esa escrupulosa equidad que debería presidir todas las acciones en una democracia. Etimológicamente, respeto significa poner atención.

11. Impulsar la creatividad. Sabemos que proponer soluciones no consiste en seguir normas y modelos, sino en plantear variantes, alternativas, proyectos de futuro, caminos diversos que conducen a diferentes objetivos. La Filosofía para Niños invita a plantearse los problemas y los enigmas en clave de múltiples posibilidades. Esto es más necesario que nunca en nuestra democracia.

12. Intentar el consenso. Acuerdo no significa uniformidad. Decíamos antes que las personas tenemos unos mínimos en cuanto a deseos, sueños y expectativas. Si se quiere vivir en democracia, debemos aceptar que nuestros deseos no abarquen una dimensión tan grande que impida los deseos de los demás o, incluso, sus necesidades. Llegar a consensos no es fácil y requiere haberlo practicado antes en casa y en la escuela.

En conclusión, solo si trabajamos en la autonomía de criterio de los niños, en su pensamiento propio y su sensibilidad para arriesgarse con propuestas nuevas que no dejen a nadie atrás, podremos tener ciudadanos libres y responsables, capaces de guiar la transformación social hacia un horizonte de paz y justicia.

Vivimos en una sociedad que entroniza la utilidad, que desprecia el pensamiento crítico, que busca en la rapidez de lo líquido (Bauman, 2017) la respuesta más adaptativa a la formidable cantidad de estímulos que nos rodea. No hay tiempo que perder con la reflexión o el diálogo; vivimos bajo la tiranía de la inmediatez. Este sistema nos pide un flujo constante de trabajo y consumo, un círculo vicioso que el poder presenta como imprescindible para que la economía siga funcionando. Todo es obsolescente, todo debe ser sustituido. La economía de mercado lo mercantiliza todo y crea una peligrosa sociedad de mercado en la que las relaciones humanas se miden en términos de utilidad (Ordine, 2013), donde la democracia pierde los estándares de calidad y se pervierte en una libertad irreflexiva que olvida el bien común en favor de unos derechos individuales ejercidos a menudo desde la intolerancia.

Creo que la Filosofía para Niños, como saber crítico y liberador, puede aportar el necesario contrapunto de mejora frente a este estado de estupidez narcotizante que nos impide ser solidarios con los demás y nos condena a la soledad. El diálogo filosófico, socrático, ejercido en comunidad, en la escuela y en familia, potenciará sin duda una ciudadanía más participativa.

El niño filósofo y la ética

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