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CAPÍTULO I Introducción

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JORDI E. OBIOLS

SUMARIO: 1. Concepto de psicopatología: 1.1. Ciencia y psicopatología.—1.2. Mente y conducta.—1.3. Lo anormal en psicopatología.—2. Causalidad en psicopatología.

1. CONCEPTO DE PSICOPATOLOGÍA

El ser humano ha sufrido, sufre y probablemente sufrirá estados mentales anormales en toda la gama de experiencias psicológicas subjetivas (emociones, percepciones, pensamientos, etc.). También su conducta objetiva, esto es, observable para sus congéneres, presenta anormalidades varias. El psicopatólogo pretende estudiar sistemáticamente esta amplia gama de fenómenos. Por tanto, partimos de la siguiente definición de psicopatología: la psicopatología es la ciencia que estudia el comportamiento humano anormal, en su doble vertiente mental y conductual. Esta definición nos lleva a la discusión de ciertos aspectos epistemológicos básicos: 1) el del método que debe emplear la psicopatología; 2) el tema de la subjetividad en los fenómenos psicológicos y 3) el concepto de anormalidad en psicopatología.

1.1. CIENCIA Y PSICOPATOLOGÍA

Un presupuesto básico en el concepto de psicopatología es sin duda el de su adscripción al ámbito de la ciencia. Sin embargo, ante esta aparente obviedad, son necesarias algunas puntualizaciones previas. Indicar que la psicopatología es una ciencia no es suficiente para aclarar al lector qué tipo de metodología proponemos como idónea para estudiar y comprender los fenómenos psicopatológicos. Ello sucede porque, inevitablemente, cuando se plantea esta cuestión en discusiones epistemológicas, siempre se va a parar al tema más general de ¿qué es ciencia? o ¿de qué tipo de ciencia estamos hablando?

Entendemos como método científico el método clínico-experimental, basado en la observación rigurosa y sistemática, la elaboración de hipótesis falsables, la comprobación de dichas hipótesis mediante procesamiento lógico y operaciones empíricas, en los cuales la medición y cuantificación ocupan un lugar relevante, la consiguiente validación o refutación en la tesis final y finalmente, la posibilidad de repetición del proceso por otro observador distinto (Bunge, 1988).

Con esta definición la psicopatología se adscribe a la tradición de la psicología científica y experimental, que empezaría en el siglo xix con Wundt y seguiría con Pavlov, Watson, Skinner, Eysenck y tantas otras célebres figuras. Por otro lado, esta definición desmarca a la psicopatología científica de otros abordajes que, si bien utilizan la descripción rigurosa (p.ej.: la psicopatología fenomenológica) y la formulación de teorías interpretativas (p.ej.: el psicoanálisis) no cumplen la mayor parte de requisitos que implica la noción de ciencia (*).

En el campo de la psicopatología experimental es importante, hoy día, el estudio el comportamiento animal. Es más, sin esta parcela de estudio, la psicopatología quedaría gravemente mermada en su potencial investigador y científico. Con ello, obviamente, indicamos que existe un paralelismo entre la conducta humana y la conducta animal. El estudio y la experimentación con la conducta animal han cimentado la psicología y la psicopatología científicas. Ello ha generado actitudes fuertemente críticas por parte de quienes creen que la psicopatología no puede nutrirse ni avanzar con el estudio de los animales al no tener estos las mismas características biológicas y, sobretodo, al no tener una vida «mental» igual a la humana. Pobre crítica, a nuestro entender. Siempre y cuando el psicopatólogo sea consciente del problema y no extrapole abusivamente resultados obtenidos con animales a lo humano, creemos que la investigación animal es enormemente fructífera. Es cierto que algunos aspectos de la conducta humana son difícilmente abordables en la experiencia animal: lenguaje, pensamiento, conciencia, subjetividad, etc. Pero no por ello desecharemos todo el enorme caudal de conocimientos que, en otras áreas, como el aprendizaje, la memoria, la motivación o la percepción aporta esta rama de la psicopatología.

Cabe argüir que el origen de la psicopatología es anterior al de la psicología científica, si consideramos que es paralelo al de la psiquiatría moderna, que nace a finales del siglo xviii con Pinel, Esquirol y la escuela de París. La labor clínica de observación rigurosa, repetida y sistemática de los hechos, la vocación ordenadora y nosográfica asi como la mentalidad, sin duda apuntan en estos pioneros hacia la ciencia. Sin embargo, faltan elementos básicos para hablar de una actividad realmente científica y es, quizás, más adecuado hablar de etapa protocientífica de la psicopatología. La psicología era, en aquellos tiempos, una rama de la filosofía, y consideraba que la vida psíquica era una expresión del mundo espiritual y por tanto, objeto inaccesible al análisis científico. Será la confluencia de la corriente clínico-psiquiátrica con la psicología científica, más reciente en la historia, lo que va a propiciar el nacimiento de una verdadera ciencia psicopatológica.

La psicopatología tiende a ser en su evolución reciente una «neuro-psicopatología», esto es, una ciencia cada vez más centrada en el estudio del cerebro enfermo o trastornado. Ello obedece muy posiblemente al formidable progreso de las neurociencias en los últimos decenios y a los conocimientos que han aportado sobre el funcionalismo tanto del cerebro sano como del cerebro enfermo en el hombre. G. Berrios (2000b), líder de la Escuela de Cambridge y defensor de la tradición clínico-descriptiva, sostiene que «…necesitamos ponernos al día para permitir que exista un encuentro entre la psicopatología descriptiva y las técnicas neurofisiológicas actuales (PET, RMN, marcadores biológicos, etc.)».

En la Tabla 1.I se listan algunas de las especialidades de las ciencias del cerebro que están influyendo y cambiando poderosamente nuestras ideas sobre los trastornos psicopatológicos

Tabla 1.I

Neurociencias y psicopatología

Neuroanatomía funcional Neurobiología del desarrollo Neurobioquímica Electrofisiología aplicada Psiconeuroendocrinología Psicoinmunología Cronobiología Neuroimagen Genética conductual Psicofisiología del sueño Psicofisiología del apetito

El fundamento biológico de la psicopatología queda claramente ilustrado, entre otras cosas, con los datos que aporta la genética de la conducta actual. Sabemos hoy día que los genes contribuyen poderosamente en prácticamente todas las condiciones picopatológicas tradicionales: las psicosis, los trastornos afectivos, las adicciones, los trastornos de la personalidad, etc. ¿Implica esto una creencia simplista de poder explicar todo el fenómeno humano con estos medios? Veamos la opinión de G. Claridge, psicólogo eysenckiano, poco sospechoso de veleidades acientíficas:

«En contra de la acusación de ser una visión (la mía) reduccionista y determinista del ser humano (y de su psicopatología), diré lo siguiente: una de las tareas de la psicopatología actual es la de integrar la evidencia fáctica de alteraciones biológicas con una visión de la persona que considere otros aspectos del individuo difícilmente reducibles a procesos cerebrales en nuestro estadio evolutivo del conocimiento. Métodos y teorías científicas como la llamada psicología cognitiva nos aproximan rigurosamente a una realidad que difícilmente podemos ignorar y que, por otra parte, escapa a un enfoque estrictamente «cerebral» (Claridge, 1985). Existen desde hace más de una década magníficos ejemplos de este ideal de síntesis en un enfoque neuropsicológico-cognitivo (Frith, 1995).

1.2. MENTE Y CONDUCTA

Otro tema crucial es el de la definición del objeto de estudio de la psicopatología. Hemos partido de la afirmación que la psicopatología es la ciencia que estudia «el comportamiento humano anormal en su doble vertiente mental y conductual». Nuestra comprensión del ser humano parte de un hecho esencial: la dicotomía, la doble faz de lo subjetivo y lo objetivo psicológicos. El psicopatólogo es un estudioso de un fenómeno humano. Será, en la práctica, un psicólogo clínico o un psiquiatra que van a tratar de estudiar y ayudar a individuos, que sufren de enfermedades o trastornos diversos. Por tanto, y ante todo, hay que considerar el problema de lo psicopatológico en su globalidad, en su doble dimensión. Estamos ante un fenómeno humano, y, como tal, complejo. Se ha hablado de «persona» para referirse a la dimensión trascendente, motivacional, social, del comportamiento de los individuos de la especie humana. Y, sin duda, el psicopatólogo trata y estudia personas. Quede claro, pues, que partimos de la asunción de la complejidad del hombre, del reconocimiento de unos mecanismos psicológicos que le son propios y que le diferencian del resto de las especies animales.

Ahora bien, históricamente se ha planteado un problema en psicología y en psicopatología de gran trascendencia: si queremos que estas ramas del conocimiento sean ciencia, hemos de emplear el método científico y este impone unas restricciones, unas condiciones de «objetividad». La psicología partía en sus inicios como un conocimiento filosófico interesado por lo «espiritual», por la «mente», objetos etéreos e inaccesibles a los sentidos por naturaleza. Cuando los psicólogos quisieron empezar a medir y a objetivar tuvieron que abandonar forzosamente tales objetos de estudio, volverse más modestos y empezar a estudiar fenómenos simples, objetivos, observables del comportamiento humano. La historia nos muestra que, a partir de entonces, han coexistido dos abordajes fundamentales en psicología, y, por extensión, en psicopatología: el dedicado a la investigación de los fenómenos subjetivos, intrapsíquicos, de la consciencia y el dedicado a lo contrario: a estudiar únicamente la conducta observable.

Respecto a los objetivos de la psicopatología de lo intrapsíquico, hay una escuela que ha sido fundamental en el siglo xx: la fenomenología (K. Jaspers, 1913?). Para el fenomenólogo la cuestión básica es la comprensión, o sea, el acceso a la experiencia subjetiva del otro. Ello se realiza por medio de la empatía, que consiste en pensar «como si estuviéramos» en su situación e intentar comprender por qué esta persona está comportándose de cierta forma. Es decir, nuestra propia introspección y la descripción objetiva y pormenorizada de los fenómenos que experimenta el paciente a través de la entrevista nos permiten el acercamiento a la realidad psicopatológica. La fenomenología pretende ser descriptiva y rehúye, a diferencia de la otra gran escuela psicopatológica del siglo xx, el psicoanálisis, la interpretación de los fenómenos. La fenomenología, de gran influencia en la psicopatología y la psiquiatría del siglo xx en Europa, ha aportado un importante caudal de conocimientos para el psicopatólogo clínico. Es preciso aquí remarcar, como bien hace Hamilton (1985), que la psicología empática, y más todavía la psicología intrepretativa, no son psicologías científicas. No obstante, es innegable que la psicopatología actual se nutre de forma importante de las aportaciones de la fenomenología.

Especialmente aleccionador y paradigmático del tema que nos ocupa es la historia y evolución de la psicología conductista. El conductismo nace como reacción ante una psicología acientífica, subjetivista, no empírica, teorizante. En una toma de postura sin duda radical, proclama en su nacimiento la exclusiva relevancia del estímulo y de la respuesta, esto es, de lo observable y controlable, en la conducta humana. Es el modelo de «caja negra». Con este modelo explicativo se avanzará y se conseguirán resultados fructíferos y provechosos, tanto en la comprensión del comportamiento humano como en su control y terapéutica. Pero, como hoy ya sabemos, el modelo se agota con el paso del tiempo y topa con un techo. El modelo es limitado y simple, le falta algo: le falta lo subjetivo o mental, y de ahí surge la heterodoxia conductista, es decir, el cognitivismo. La «caja» no puede ser (¡no es!) negra y en ella se producen fenómenos que llamamos psicológicos, mentales o cognitivos que van a ser objeto de estudio de la psicología cognitiva. Con ello, una vez más, volvemos a reconocer la inextricable dualidad del ser humano, la imposibilidad de «compartimentar» su esencia. J. Piaget (1973) dijo «sin imagen subjetiva del mundo objetivo no hay psicología» y «la psicología ha de estudiar la conciencia y la interioridad humana».

Por otra parte, aquella caja negra no era, obviamente, una caja hueca, vacía. En ella hay un soporte material, un «aparato» llamado cerebro que había permanecido inaccesible a la investigación científica y del que se van a ocupar las neurociencias. De modo paralelo a lo que hemos apreciado en la visión conductista radical se puede detectar en la postura «organicista» o biologicista radical un rechazo de lo subjetivo y lo intrapsíquico.

Pero, yendo más allá de posturas radicales, cabe plantearse la pregunta: ¿es posible el abordaje científico de la realidad subjetiva, intrapsíquica humana? En primer lugar, es fundamental no abandonar el método. O sea, es preferible renunciar momentáneamente a parte del objeto de estudio que renunciar a estudiarlo científicamente. Hay que aceptar constantemente los límites que nos imponen los instrumentos y nuestro grado de desarrollo epistemológico. El científico siempre debe ser consciente de que su posibilidad de conocimiento, en un momento dado, es forzosamente limitada. Como dice E. Domènech (1979): «... este problema de la limitación de los medios es común a toda ciencia. Y no por esto, por falta de instrumentos —y de conocimientos que con ellos lograríamos— se niega la posible realidad de ulteriores conocimientos. Repetimos, este es un problema global en todas las manifestaciones de la ciencia, desde el estudio de la prehistoria al de la astronomía; desde la física atómica a la bioquímica, y por tanto, naturalmente, a las ciencias de la mente».

Por otra parte, las técnicas de imagen cerebral funcional aplicadas a la neuropsicología y a la neurofisiología cognitivas, la psicofarmacología, los estudios de estimulación eléctrica del cerebro y los de sujetos «split-brain» demuestran las posibilidades de la ciencia actual de abordar el tema de la subjetividad humana, de las emociones y de la conciencia. Algunos ejemplos de ello: 1) la demostración por primera vez de correlatos cerebrales de alucinaciones auditivas en pacientes esquizofrénicos mediante imágenes de PET scan (McGuire y col., 1996); 2) el estudio, con potenciales evocados cognitivos como la onda P300, de procesos mentales como la «capacidad de sorpresa» y la «detección de novedad». Estos parámetros neurofisiológicos permiten evaluar el procesamiento de la información y demostrar sus alteraciones en distintas categorías diagnósticas como las demencias, la depresión y las psicosis; 3) estudios de enfermos «split-brain». Estos sujetos, epilépticos operados, tienen el cuerpo calloso seccionado y, por tanto, su cerebro queda dividido. Roger Sperry (1969) y algunos discípulos notables como M. Gazzaniga (1989) analizaron el funcionamiento psicológico peculiar y fascinante de estos sujetos, que muestran una «conciencia dividida», así como fenómenos alterados de la atención y de la experiencia subjetiva. El campo de la lateralidad y de la especialización hemisférica ha constituido, desde entonces, uno de los campos de investigación más importantes para la comprensión de los mecanismos psicológicos intrapsíquicos y de la conciencia*.

1.3. Lo anormal en psicopatología. Evolución y criterios

La polémica en torno a la definición de lo «anormal» o «patológico» es, quizás, la polémica más viva, más «en progreso» de los distintos aspectos de la definición de psicopatología y ello es porque, como veremos en detalle más adelante, la consideración de lo anormal depende de factores socio-culturales variables e inestables.

La discusión en torno a lo patológico nos forzará a revisar el concepto de enfermedad mental, estrechamente ligado a la historia de la psicopatología y a intentar definir qué es enfermedad, qué criterios existen para definir lo patológico de lo sano, cómo se aplican a lo «mental», etc. Esta es, sin duda, una discusión de envergadura y que genera, incluso hoy día, no pocas divergencias y confusas polémicas. Por otra parte también ilustrará la evolución histórica reciente del concepto de enfermedad en medicina y, concretamente, de su trayectoria en el campo de la psiquiatría / psicopatología.

El término psicopatología incluye la raíz ‘pato’, de clara resonancia médica. Ello obedece al hecho, ya mencionado, de la estrecha relación histórica entre la psicopatología y la medicina, concretamente con la psiquiatría. Así, en un primer período a finales del siglo xviii y en el siglo xix, en el de su nacimiento y primeros pasos, la psicopatología trata claramente con lo que se consideran enfermedades mentales. Lo psicopatológico es, en este sentido, lo que hoy calificaríamos de psicosis, retraso mental, demencia, etc. En cualquier caso, el mode-lo médico impera y se ajusta el desorden mental y conductual en el corsé conceptual de enfermedad. Este concepto ha sido posteriormente criticado, desde puntos de vista muy dispares. Pero antes de proceder al examen de estas críticas, parece conveniente hacer algunas consideraciones previas en torno al concepto mismo de enfermedad.

Incluso desde dentro del modelo médico, no es fácil definir lo que se entiende por enfermedad. Los criterios de sufrimiento, amenaza vital, incremento de la mortalidad o descenso de la fertilidad, patología orgánica clara, anormalidad estadística, búsqueda de ayuda y otros, han sido utilizadas para definirla. Ninguno de ellos es, por sí solo, enteramente satisfactorio. También se puede definir la enfermedad como un estado de ausencia de salud. De hecho, se traslada el problema a la definición de salud, concepto que ha sufrido y que seguramente seguirá sufriendo, un proceso de revisión. Se tiende, hoy día, a ampliar el concepto de salud y a contemplar que, más allá de la ausencia de enfermedad, la salud es un estado complejo en el que conceptos como «autonomía», «integración social» y «felicidad» se convierten en pilares de la definición. Esta claro que, en este contexto, no sólo es el médico el que está implicado en la salud. Lo está el psicólogo, el sociólogo, el asistente social, incluso lo está el político y, en el límite, lo está toda la ciudadanía. Este concepto de salud (y por extensión de salud mental) trasciende la actitud tradicional del médico interesado por la enfermedad individual. El concepto de normalidad ya no compete de forma exclusiva a la clase médica; es una responsabilidad colectiva. Se ha dicho, en este sentido, que extirpar las raices de lo patológico significa renovar la sociedad (Bayés, 1978).

Sin embargo, en medicina, la existencia de síntomas y signos claros, concretos y localizables es frecuente; además, el médico no psiquiatra se apoya, en general, en amplias posibilidades de diagnóstico complementario de tipo biológico que le permite afinar y delimitar el diagnóstico final, basado en una nosología rigurosa. Difícilmente, hasta ahora, el psiquiatra y el psicopatólogo han podido seguir un camino similar, incluso en las entidades más claramente patológicas. Es sabido que el modelo de la PGP* propició en su momento un desmesurado optimismo entre los psiquiatras más organicistas, que creyeron haber encontrado el modelo con el que todos los trastornos mentales podrían entenderse. Craso error, como la historia ha demostrado. El modelo infeccioso de enfermedad se ha revelado claramente insuficiente para la mayoría de trastornos psicológicos.

Uno de los focos de crítica más radical fue, sin lugar a dudas, el de la llamada «antipsiquiatría». Autores como R. Laing (1972), D. Cooper (1971) y especialmente T. Szasz (1973), atacaron duramente el concepto médico de enfermedad mental; según estos autores la psiquiatría tradicional ha estado viviendo en la ilusión de encontrar alteraciones cerebrales similares a las de la PGP, para todos los trastornos mentales importantes. El fracaso evidente de esta búsqueda, según estos autores, demuestra el error de la psiquiatría al pretender utilizar el modelo de enfermedad «física» para la comprensión de las alteraciones «psicológicas». La contrapropuesta de la psiquiatría radical estaba basada en una explicación sociogenética, psicodinámica y existencial que prescindía de cualquier andamiaje biológico/cerebral. Hay que aclarar que, si bien un mode-lo médico «infeccioso» estricto parece inadecuado para la comprensión de lo que entendemos hoy por psicopatológico, más inadecuado es un modelo que prescinde irreflexivamente del sentido común y de la abrumadora evidencia que ya ha aportado la investigación cerebral y que, en definitiva, no se ajusta en ningún momento a la metodología que proponemos como esencial, que es la científica.

Mucho más fructífera que la anterior es la crítica provinente de ciertas escuelas psicológicas, de la psicología experimental, de la psicología conductual, de la teoría de la personalidad (Eysenck y Wilson, 1980) Para entender y contextualizar adecuadamente esta crítica hay que introducir un dato previo: en la evolución histórica de la psicopatología y de la psiquiatría ha sucedido que la gama de trastornos y problemas psicológicos que son susceptibles de intervención y tratamiento especializado se ha ampliado considerablemente. En el quehacer habitual del clínico no aparece únicamente lo que entendemos por «enfermedad mental» sino toda una serie mucho más extensa y variada de problemas que escapan a los límites de esta denominación. El concepto de neurosis amplía el campo de lo psicopatológico pero no lo agota. Entre los problemas que se plantean diariamente en la clínica existen una serie de situaciones conflictivas que producen trastornos más o menos aparentes y que difícilmente pueden englobarse bajo la denominación de neurosis. Toda la gama de reacciones situacionales, de conflicto, familiares, laborales, producidas por la presión de los más diversos factores sociales son actualmente objeto de atención profesional. Este conjunto de situaciones rebasa, probablemente, el discutido concepto de K. Schneider (1975) de «reacciones vivenciales anormales», esto es, reacciones que se apartan de la normalidad por su intensidad, falta de adecuación con el estímulo o duración excesiva. En esta zona límite, auténtico cajón de sastre, compuesta por ciertos cuadros neuróticos, las reacciones vivenciales anormales, los actuales trastornos de la personalidad, los enfermos «físicos» funcionales, etc. hallamos un importante, cada día en aumento, contingente de individuos que llamarán a la puerta del psiquiatra o del psicólogo clínico. ¿Son enfermos? ¿Se puede comparar el problema del adolescente que se comporta de modo rebelde con sus padres por problemas de disciplina con el esquizofrénico agitado que delira? ¿Una depresión bipolar es tan «enfermedad» como una parafilia? ¿Las reacciones al estrés laboral constituyen una entidad nosológica? ¿Son incluibles en los trastornos de ansiedad?

Se ha hablado de «normo-psiquiatría», con su correspondiente y aparentemente contradictoria «normo-psicopatología», para designar esta nueva atención para «normales», en oposición a la concepción clásica y restringida que tenía como único objetivo el estudio de la enfermedad mental en sentido estricto. El repaso de los sistemas de clasificación más avanzados (DSM-IV-TR, ICD-10) confirma la oficialidad de esta tendencia histórica. Esta ampliación de los límites plantea diversos y difíciles problemas: 1) El que estamos discutiendo, o sea, el mismo concepto de «enfermedad mental» y de «normalidad» psicológica; 2) el de los casos «límite» que confunden al profano y excitan al crítico radical. La realidad, no obstante, es que, en la mayoría de los casos, la clínica se nutre de sujetos claramente anormales que plantean pocas dudas al clínico, al paciente y a su entorno; 3) El peligro de «medicalización» o «psicologización» de la sociedad y de los problemas cotidianos de los individuos y 4) La pugna gremial entre psiquiatras y psicólogos y otros especialistas para reivindicar el derecho de acción sobre estas nuevas psicopatologías.

Retomemos el hilo de la exposición para ver cuál es el concepto de normalidad/anormalidad en el modelo de la psicología experimental, en la línea eysenckiana. Algunos de los principios sobre los que se basa este modelo son:

1. Los individuos difieren de forma relevante en los tipos de sistema nervioso que poseen. Estas diferencias individuales son equiparables a las que hallamos en otros rasgos físicos, por ej., altura, color de piel, etc. Dichas diferencias pueden ser observadas en diversas manifestaciones funcionales cerebrales, como la reactividad emocional, respuesta a estímulos exteriores (incluyendo fármacos y drogas), interacción entre ambos hemisferios, etc.., basadas en diferencias anatómicas cerebrales y sesgadas por el dimorfismo sexual. También ciertas dimensiones básicas de la conducta como por ejemplo, la búsqueda de sensaciones o la evitación del dolor encajan en este principio.

2. Estas diferencias en la organización cerebral se manifiestan externamente en el individuo como variaciones en la conducta y en la actividad psicológica. Estas diferencias incluyen, por supuesto, las funciones cognitivas, intelectuales y emocionales. Tradicionalmente este concepto se ha formulado con la noción de que el temperamento, carácter y la personalidad tienen raíces biológicas que reflejan el tipo de SNC que tiene un individuo determinado. Así, algunas personas son ansiosas, otras irritables, otras depresivas, y aún otras tendentes al pensamiento obsesivo. Incluso, sostienen los defensores de esta visión, la estructura de personalidad psicótica, esquizotípica, y por tanto la organización cerebral que la soporta, puede ser observada en individuos «normales».

3. Los rasgos biológicos que condicionan el temperamento son sinónimos de predisposición a los diferentes tipos de enfermedad mental. O sea, en la mayoría de casos, la gente desarrolla el tipo de trastorno psicopatológico al que su temperamento básico le hace susceptible: el ansioso desarrolla trastornos de ansiedad, el esquizofrénico ya estaba predispuesto para serlo debido a su SN esquizotípico, etc. Obviamente no todas las predisposiciones temperamentales abocan forzosamente a la franca enfermedad.

4. Finalmente, el modelo predica que estas disposiciones de carácter son de origen genético. Lo genético define unos límites entre los que se mueven las variables conductuales y la capacidad de cambio del individuo. En este sentido, lo genético, con ser condicionante, no es determinista. Todas las disposiciones caracteriales son heredadas como características variables continuas, que provocan diferencias matizadas, que sólo se hacen evidentes en los extremos del continuo, cuando la disposición se convierte en enfermedad.

Estas ideas convergen en el modelo de vulnerabilidad-estrés para las psicosis (Zubin y Spring, 1977) en el que se llega al enfermar o a la anormalidad a través de un proceso dinámico de interacción entre una vulnerabilidad genética, la presencia de unos factores de riesgo ambientales y, finalmente, la acción balanceada de unos factores precipitantes y de unos factores protectores (véase apartado causalidad y psicopatología).

Esquema 1.1

Modelo vulnerabilidad-estrés


Así, los conceptos de rasgos de carácter, predisposición, riesgo elevado, han hecho fortuna en los últimos decenios y han ido impregnando el pensamiento psicopatológico actual. Procedentes básicamente de las investigaciones genéticas y de la psicología diferencial, como hemos visto, estas ideas se están demostrando altamente heurísticas y adecuadas para entender la normalidad psicológica, la anormalidad psicológica y la transición entre ambas. Esta idea de transición es, pues, fundamental y conlleva la noción de continuum psicológico. Lo normal psicológico y lo patológico no son, pues, compartimentos estancos sino elementos de una misma dimensión. Desde este punto de vista, no hay enfermedades discretas, distintas por naturaleza de lo normal, sino que lo que llamamos enfermedad no es más que la acentuación y, en todo caso, desorganización, de mecanismos cerebrales/psicológicos preexistentes. Así, se establecería un gradiente de creciente anormalidad, que iría de una normalidad ideal, pasando por los llamados trastornos de personalidad y neurosis, para acabar con los trastornos psíquicos graves o enfermedades mentales. Algunos ejemplos de gradientes psicopatológicos serían: a) esquizotipia psicométrica- trastorno de personalidad esquizotípico-esquizofrenia; b) variaciones normales del humorciclotimia- psicosis bipolar; c) rasgos o fenómenos obsesivos normales- personalidad obsesiva- neurosis obsesiva- enfermedad obsesiva grave*.

Este modelo, a pesar de sus valores, no resuelve todos los interrogantes que teníamos planteados y, de hecho, genera nuevas incógnitas. Por ejemplo, ¿cómo explica el modelo el que sujetos con antecedentes caracteriales diversos y personalidad premórbida distinta acaben padeciendo un mismo cuadro psicopatológico? El debate entre lo categorial/taxonómico y lo dimensional en psicopatología no está cerrado y sigue plenamente vigente (véase cap. clasificación).

Más allá de los conceptos y discusiones teóricas, la consideración de «caso clínico» se realiza en la práctica siguiendo una serie de criterios de anormalidad más o menos rigurosos, pero defendibles todos. Una primera aproximación permite distinguir entre lo que serían criterios «subjetivos» y criterios «objetivos» de anormalidad psicológica (véase Tabla 1.II)

Tabla 1.II

Criterios de anormalidad

Criterios subjetivos Alguedónico Insight Demanda de ayuda Criterios objetivos Estadístico Sintomatológico Legal Socio-cultural

El criterio alguedónico, o criterio del sufrimiento, pone la frontera de la anormalidad en función de la presencia/ausencia de dolor. Se entiende, en este caso, el dolor psíquico o el sufrimiento moral, aunque, sin duda, el dolor físico no es ajeno a la enfermedad nerviosa. Este criterio implica que la anormalidad psicológica debe forzosamente pasar por una vivencia subjetiva dolorosa. Así, el depresivo profundo que sufre anímica y moralmente por su ánimo depresivo o sus ideas de culpabilidad o el psicótico presa de sus alucinaciones; así el sujeto devastado por una angustia incontrolable o corroído por obsesiones sin fin; también sufre el individuo que padece una disfunción sexual, por su incapacidad por alcanzar el placer, por sus problemas de relación de pareja, etc.

El segundo criterio subjetivo implica que el propio sujeto es el que dictamina si un fenómeno psicológico propio es normal o no. En este sentido, el criterio apela a la capacidad humana de autoanálisis y autovaloración. Es lo que, en terminología anglosajona de indudable penetración, llamaríamos insight (ver cap. 10). Parece claro que Robinson Crusoe en su isla desierta es capaz de detectar anormalidades de su propia conducta. Así, un sujeto aislado puede detectar, por ej., que ve u oye cosas que no debería ver ni oír, que se halla más angustiado que lo justificable por una situación determinada o que no puede conciliar el sueño de forma habitual.

Finalmente, se ha dicho que es «enfermo» todo aquel que acude al médico o, para el caso, al psicólogo clínico. El criterio de demanda de ayuda, criterio pragmático donde los haya, tiene sin duda una razón de ser, especialmente en el contexto, anteriormente comentado, de ampliación del espectro de lo psicopatológico. En este sentido, cualquier persona que tenga la necesidad subjetiva de ayuda, que se vea impotente para resolver sus problemas psicológicos o de relación, entra potencialmente en el terreno de lo anormal psicológico. Este criterio, por tanto, permite ampliar el concepto de anormalidad a casi cualquier estado o conducta. Un buen ejemplo es el de la homosexualidad. Todavía en la discusión del comité del DSM III, en los años setenta, se debatía la inclusión de criterios diagnósticos para esta condición. El criterio actual en psicopatología es considerar que esta conducta sólo debe considerarse como anormal y tributaria de tratamiento psicológico en tanto que «egodistónica» y siempre y cuando el propio homosexual pida ayuda o terapia. En caso contrario, se acepta que la conducta homosexual no es anormal ni psicopatológica.

Los criterios subjetivos repasados mantienen una clara interrelación. En general, el síntoma psicopatológico es desagradable (provoca sufrimiento), es, por tanto, vivido y entendido como tal (se asocia a insight) y conlleva la búsqueda de ayuda.

En cualquier caso, existen serias objeciones a dichos criterios. Es sabido que en psicopatología numerosos cuadros considerados francamente patológicos se asocian a la ausencia de criterios subjetivos fiables. O sea, no comportan sufrimiento subjetivo, cursan con falta absoluta o grave de insight y, lógicamente, no llevan al paciente a una demanda de ayuda de tipo profesional. La esquizofrenia, la manía, la demencia o ciertas patologías infantiles, por ejemplo, cumplen, en muchos casos, estas tres condiciones a la vez.

La falta de criterio subjetivo o de insight plantea, como en el caso referido del paciente psicótico o del paciente demenciado, uno de los problemas tradicionales de la psiquiatría, que tiene diversas facetas: teóricas (¿qué es patológico?), éticas (¿debe tratarse como enfermo a quien no se reconoce como tal?), prácticas (qué hacer con el sujeto que no se reconoce como enfermo o que rechaza la intervención?) y legales (¿qué dicta la ley en estos casos?).

Como último punto de crítica a estos criterios, citar lo paradójico que resulta el criterio de sufrimiento en los casos de estados maníacos que cursan con euforia o de estados psicóticos que cursan con experiencia de éxtasis o de grandeza. En estos casos la anormalidad, franca y objetiva, nos sitúa en el polo opuesto del criterio alguedónico. El paciente, en plena actividad patológica, se halla subjetivamente en el mejor de los mundos! Ello, sin duda, demuestra la limitación e insuficiencia de dichos criterios*.

Los criterios objetivos son, probablemente, los más complejos y utilizados para definir lo anormal psicológico. En primer lugar, podemos optar por un criterio clínico / sintomatológico, esto es, por el reconocimiento y el hallazgo de unas alteraciones objetivas cuya presencia convierten a un sujeto en enfermo, o en anormal.

En medicina parece poco problemático atribuir la condición de «síntoma» o «signo» a determinados hallazgos: así, la ictericia, la fiebre, los dedos en palillo de tambor, el dolor, son considerados sin más discusiones como anormales y producto de una enfermedad o trastorno subyacente. Cabe, incluso con más razón, incluir en este criterio todas aquellas alteraciones que, de una manera relevante, alteren la anatomía y fisiología normales del organismo: rotura, inflamación, degeneración, tumoración, etc. en tejidos corporales así como las anomalías en el hemograma, la glicemia, la tensión arterial, la temperatura, etc.

En psicopatología, la situación no es tan clara. En primer lugar porque nos enfrentamos muchas veces a síntomas de orden subjetivo (angustia, tristeza, alucinación, etc.) que, por tanto, pueden pasar desapercibidos al observador. En segundo lugar, porque una misma vivencia puede ser normal o anormal en función de diversos factores contextuales: así, podemos hablar de ansiedad «normal», de agresividad «justificada», etc. En una misma situación morbosa, el valor de normalidad / anormalidad de un mismo síntoma puede depender del momento evolutivo de la enfermedad o de la etapa del desarrollo del individuo. Otro problema estriba en la evaluación y acuerdo entre diversos observadores de un mismo síntoma. Es conocido el tradicional problema de la evaluación conductual en psicopatología que se ha visto paliado en los últimos años con la proliferación de instrumentos y escalas de evaluación objetivos.

A este problema se le suma otro que también contribuye a debilitar el criterio sintomatológico: la ausencia o escasez de signos en psicopatología. Por signo entendemos aquí no sólo las conductas observables (por ejemplo, rigidez catatónica o discurso descarrilado) sino también toda la gama de alteraciones biológicas (anatómicas, neurofisiológicas, bioquímicas, etc.) que puedan asociarse a la fisiopatología de un trastorno. En este sentido, deben ser considerados signos en psicopatología todas aquellas alteraciones cerebrales provocadas por enfermedades del SNC o enfermedades sistémicas que afectan al SNC y que subyacen a ciertos trastornos. Así, el infarto cerebral, signo de un Accidente Vascular Cerebral y que provoca el síndrome afasia; o la degeneración específica del córtex cerebral, signo de la enfermedad de Alzheimer que provoca el síndrome demencia; o la alteración electroencefalográfica típica, signo de una epilepsia del lóbulo temporal que provoca un cuadro psicótico o, finalmente, la alteración en el test de supresión de la dexametasona, indicativa, en cierto grado, de una depresión endógena.

Ahora bien, es sabido que para la mayoría de casos en la práctica, no disponemos todavía de signos objetivables de alteración cerebral que nos permitan certificar anormalidad. Parece, por el avance de las neurociencias en estas últimas décadas, que estamos en camino hacia ello. Pero la realidad, para un buen número de cuadros clínicos, es aún lejana a este desideratum y, en definitiva, este criterio objetivo continua cojeando ostensiblemente.

En parte para paliar esta deficiencia, se ha propuesto la utilización de un criterio estadístico para determinar la anormalidad psicológica. Este criterio, procedente de la psicología experimental, pretende resolver los problemas derivados de la incertidumbre sintomatológica ya revisada y de la relatividad de los criterios de norma social que veremos más adelante.

Lo normal estadístico es lo más frecuente, lo que hace o experimenta la mayoría de individuos de una población dada. El criterio es arbitrario en la definición de sus límites, puesto que en una curva de normalidad el punto de corte puede estar situado donde quiera el observador. Además, como es sabido, podemos establecer límites estadísticos de normalidad de «una cola» o de «dos colas», esto es, definiendo la normalidad como una franja y por tanto creando los anormales por defecto y anormales por exceso o bien dividiendo la población en dos partes, normales y anormales. A pesar de estas arbitrariedades, el criterio es útil por su precisión y muy adecuado para valorar parámetros biofísicos, como la talla de una población determinada, o, en psicometría, para valorar el resultado en pruebas de rendimiento intelectual.

En otros terrenos de la psicopatología, el criterio estadístico se revela claramente insuficiente o incluso peligroso. No siempre lo mayoritario en conducta humana ha sido forzosamente lo sano o normal. Ejemplos tiene la historia que demuestran que una creencia o actitud colectiva ha sido claramente errónea o nociva. El racismo, la persecución, incluso fenómenos catastróficos como el suicidio colectivo, demuestran que no siempre lo más frecuente, lo colectivo, es lo mejor o lo más deseable. En otro orden de cosas, también sabemos que en la historia del pensamiento y de la ciencia, las creencias populares y mayoritarias han sido muchas veces, podría decirse que sistemáticamente, refutadas por la obra de genios («locos» !) aislados que han pensado libremente y contra corriente*.

Todo ello no invalida el criterio estadístico, que se ha revelado imprescindible en ciencia y en medicina, pero lo sitúa en su debido lugar y nos lleva de la mano a considerar el criterio más genérico de anormalidad en psicopatología, el criterio de norma social, con todas sus ramificaciones.

Al repasar los criterios subjetivos, sintomatológico y el estadístico, hemos visto como nos topamos invariablemente con limitaciones e insuficiencias. El problema de fondo reside, probablemente, en que el concepto de anormalidad es complejo y que esta complejidad proviene de su naturaleza social. Es decir, lo anormal es, como su nombre indica, lo que está fuera de la norma y, más allá de la norma estadística, este concepto nos remite a criterios colectivos, consensuados más o menos explícitamente y sometidos a múltiples factores de variabilidad: los derivados de la compleja composición de la/s sociedad/es; los derivados del transcurrir histórico; los derivados de la existencia de culturas humanas muy dispares entre sí. En este contexto, se ha hablado de criterio sociobiológico, criterio de adaptación al medio, criterio situativo, criterio transcultural, criterio de alienación social, criterio legal, etc. No nos detendremos a analizar en detalle cada uno de estos criterios, que comparten la raíz de lo colectivo en el dictamen de la norma, y que difieren en el énfasis que ponen en el tipo de valor o rasgo a la hora de construir el criterio. En cualquier caso todos ellos remiten al hecho básico de que la conducta del sujeto es considerada como anormal por su entorno social. Este entorno (familiares, vecinos, policía, guardia urbana, etc.) será el que, en algunas ocasiones, buscará ayuda terapéutica. Sí haremos, no obstante, algunas consideraciones:

Diversos autores han propuesto algunos puntos concretos que configuran el criterio de normalidad psicológica (Vázquez, 1990). Entre otros se han mencionado la capacidad de servirse de experiencias pasadas, autocontrol, independencia de los demás, capacidad de comunicación, control de impulsos agresivos y tendencia general a adherirse o sujetar las normas y costumbres culturales del grupo. Page (1982) ha resumido estos aspectos en cuatro apartados:

a) una actividad psicológica útil

b) una adaptación social correcta

c) un autocontrol y una integración de la personalidad y

d) una conducta personalmente satisfactoria y socialmente aceptable.

Más allá del problema, evidente, de definición precisa de algunos de estos términos (por ej.: «adaptación social», «socialmente aceptable») hay que ponderar estas definiciones de normalidad psicológica y otras afines comprendiéndolas como resultantes, o sea, como conjuntos de rasgos y no como suma obligada de cada uno de ellos. Sin duda hay individuos psicológicamente normales que se desvían de la norma social; personas extravagantes, genios, disidentes, etc. Incluso, a nivel colectivo, fenómenos como el inconformismo juvenil y adolescente, en franca oposición a ciertas normativas sociales, no implican, obviamente, que todos sus protagonistas sean «anormales». Ahí radica uno de los peligros de la psiquiatría y de la psicopatología: el abuso del diagnóstico. Ha ocurrido y ocurre que la sociedad o ciertos estamentos de poder han utilizado el argumento de la locura para invalidar o anular conductas o actividades social y/o políticamente molestas: por ej. la psiquiatrización de disidentes políticos en la URSS o, a otro nivel, el abuso de diagnóstico de esquizofrenia en EEUU en los años 50 y 60, para estigmatizar conductas simplemente «raras» o socialmente inconvenientes. En este punto hay que reconocer la validez de la denuncia de ciertos críticos radicales como el filósofo M. Foucault (1967) o los antipsiquiatras.

La relatividad y uniformidad de lo psicopatológico puede también verse desde la perspectiva transcultural e histórica. Los estudios transculturales nos han demostrado la valoración muy distinta de un mismo síntoma en diversos etnias. Ackerknecht (1968) entre otros, ha demostrado que lo que en algunas etnias se considera plenamente normal, en otras, concretamente en nuestro medio cultural, tiene un significado psicopatológico. Así, por ejemplo, son normales entre los dobu las ideas persecutorias, las de grandeza entre los kwakiutl y las alucinaciones entre los mohare.

Sin embargo, los datos históricos y transculturales sirven a la vez para defender lo unitario psicopatología. Hay una notable y general persistencia a lo largo, como mínimo, de los últimos siglos, en la catalogación de anormal de las conductas psicóticas. No es descabellado sostener que los sujetos que en los siglos xvii, xviii, xix, eran denominados locos, insanos, alienados, y posteriormente dementes o neuróticos, serían hoy catalogados de esquizofrénicos, deficientes, epilépticos, etc. Dos hechos, en todo caso, parecen haberse producido en la evolución reciente.

1) El paso de considerar ciertas formas de conducta como transgresiones de carácter religioso o moral a considerarlas como «enfermedades».

2) La ampliación del ámbito de lo psicopatológico a estados subjetivos o conductas que en el pasado no recibían tal consideración (ciertos estados depresivos, trastornos de ansiedad, trastornos psicosexuales, etc.).

En el marco de lo transcultural se repite algo similar: por encima de diferencias de presentación, rasgos epidemiológicos diferenciales, patoplastias divergentes (e incluso valoración puntual de ciertos cuadros psicopatológicos), se observan unas notables coincidencias, en la conceptualización de lo psicopatológico. Ya Kraepelin (1903), pionero de la psicopatología transcultural, apreció la existencia en culturas primitivas de los cuadros de anormalidad mental que él mismo estudiaba en Múnich. Posteriormente, los estudios multicéntricos de la OMS (1973) han demostrado hechos ya indiscutibles como, por ej., la universalidad de la esquizofrenia y, en general, de los cuadros psicopatológicos mayores.

Finalmente, es importante considerar el criterio legal. El derecho civil debe valorar la capacidad del individuo para realizar un acto y el derecho penal valora la imputabilidad de un acto criminal y la existencia de circunstancias atenuantes, eximentes o agravantes. Diversas situaciones psicopatológicas pueden crear situaciones de conflicto y duda en este sentido, como la demencia, la esquizofrenia, la epilepsia, etc. El juez requerirá del perito una valoración de la anormalidad del caso y su veredicto dependerá de esta consideración. El criterio legal depende del criterio pericial y, en ambos casos, la búsqueda de elementos objetivos se convierte en una imperiosa necesidad.

La anormalidad en psicopatología es un concepto complejo, global, «gestáltico» podríamos decir, compuesto de múltiples factores y, por tanto, difícilmente reductible a un solo criterio discreto, el que sea. Como hemos visto, no se puede, aunque se intente, evitar de aplicar criterios culturales y sociales a nuestros juicios sobre la normalidad mental y puede suponerse que ello seguirá siendo cierto a pesar de que nuestro conocimiento de las bases neurofisiológicas de la conducta se vaya ampliando. Dicho de otro modo: la psiquiatría y la psicopatología no estarán nunca en la posición de tener criterios totalmente objetivos para juzgar la enfermedad / anormalidad, pero, en el proceso, irán perfeccionando los actuales.

2. CAUSALIDAD Y PSICOPATOLOGÍA

El objetivo final de la psicopatología es entender por qué aparecen las enfermedades y los trastornos mentales, entender cuál es su causa, su etiología. Este objetivo se justifica por dos motivos: 1) conocer y ordenar la realidad psicopatológica y, sobretodo, 2) poder actuar con la máxima eficacia terapéutica sobre dichos trastornos.

Si una persona pierde la memoria después de recibir un fuerte golpe en la cabeza (amnesia post-traumática), o experimenta raras visiones y alteraciones de su pensamiento después de ingerir una dosis de LSD (psicosis tóxica) o aun sufre un estado confusional, agitado, con seria alteración de la conducta general en el contexto de un cuadro febril grave (delirium), establecemos un nexo causal inmediato, claro, entre un agente causal (traumatismo, tóxico, fiebre) y el correspondiente síndrome clínico (amnesia, psicosis, delirium). Pero, ¿cuál es la causa de la esquizofrenia? ¿de la depresión? ¿de los trastornos de la personalidad? ¿del alcoholismo? La respuesta aquí no es tan clara y suscita una serie de reflexiones.

1) De entrada, la formulación de la pregunta, en singular, induce a una idea obsoleta. Estamos ya lejos del esquema simplista «una causa, una enfermedad». Hoy día tendemos a pensar en términos de multicausalidad y de variados factores de riesgo para una gran mayoría de trastornos mentales y conductuales. Tal como ocurre en los principales trastornos médicos (diabetes, hipertensión, cáncer, etc.), sabemos que cuando aparece el cuadro clínico, estamos ante la resultante de múltiples factores etiológicos (hereditarios, ambientales, hábitos, etc.) que se han conjugado y que han interactuado para provocar la anomalía. Incluso en trastornos cuya etiología es muy precisa y decisiva, como por ej. el sd. de Down (trisomía 21), la importancia de otros factores (de tipo educacional) no es desdeñable.

2) Los trastornos psicopatológicos tratan de fenómenos mentales, psicológicos, «nerviosos». La implicación del cerebro está, por lo tanto, fuera de toda duda. Pero es fundamental no olvidar que el cerebro forma parte de un sistema nervioso más amplio que, a su vez, está formando parte de una unidad con el resto del cuerpo y que esta «unidad», o sea, el individuo, está en interacción constante con un medio circundante, físico y social (véase Esquema 1 .II). Las interacciones e influencias mutuas entre estos elementos (cerebro-SN / cuerpo/ ambiente) serán fundamentales para entender la génesis de los trastornos psico- patológicos. En un sentido de la interacción, los procesos cerebrales, básicamente a través de las emociones, afectan a nuestro cuerpo a través del SN vegetativo, lo cual explica la tremenda importancia de la sintomatología «física» o «fisiológica» en psicopatología. En el otro sentido de la interacción, los trastornos de origen somático, por ejemplo un hipertiroidismo, pueden afectar el funcionalismo del SNC y provocar un cuadro de ansiedad (clásicamente este tipo de cuadros se denominaban «orgánicos» o «somatógenos»).

Esquema 1 .II

Interacción SNC/Organismo/Medio


3) El concepto etiológico clásico de «orgánico» se refería a la presencia de una alteración clara de un órgano. Esto suponía una alteración anatómica macroscópica o una alteración tisular microscópica. La aparición de la microscopía electrónica y, sobretodo, la comprensión de la neurobioquímica, muy ligada a la psicofarmacología, han ampliado el concepto de organicidad hasta los niveles celular y molecular. Hay que entender que los procesos fisiopatológicos se producen a distintos niveles de organización anátomo-funcionales (véase Tabla 1.III). La ausencia de lesiones cerebrales claras en muchos trastornos psicopatológicos (antes llamados «funcionales») no descarta pues su base «orgánica» ya que esta se produce en los niveles más sutiles, moleculares. La división «orgánico versus funcional» ha perdido sentido y así lo refleja el DSM-IV que ha eliminado el término «orgánico» como descriptor etiológico.

Tabla 1.III

Niveles de organización en el SNC

Molecular Sináptico Neuronal Red/Región Núcleo/Estructura (Ej: Hipocampo) Sistema (Ej: Sistema Límbico) Hemisférico

4) El viejo debate «herencia versus ambiente» también ha quedado obsoleto, al menos en su formulación radical o simplista (p.ej: ¿la esquizofrenia es hereditaria o adquirida?). La genética de la conducta es una de las ramas de intersección entre biología y psicología más florecientes y de mayor expansión en este principio de siglo. No caben dudas sobre la contribución de los genes en aspectos de la conducta normal como la inteligencia general, habilidades cognitivas específicas, personalidad, etc. También tenemos evidencia acumulada suficiente para afirmar que la herencia (las alteraciones en genes o cromosomas) es: decisiva en ciertos trastornos psicopatológicos como el sd. de Down, el sd. frágil X, el sd. de Alzheimer precoz, etc. hasta una docena de trastornos; muy importante en otros como la esquizofrenia o la enfermedad bipolar y que contribuye en la aparición de trastornos de la ansiedad, depresiones, trastornos de la personalidad, etc. En realidad, se hace difícil pensar en una condición psicopatológica en la que no influyan los genes en un grado u otro. El segundo aspecto que afirma la genética de la conducta es tan importante como el primero: las influencias del ambiente son decisivas para explicar diferencias individuales en psicología normal y anormal. La investigación genética proporciona la mejor prueba de la importancia de las influencias ambientales. Por tanto, el debate actual trasciende la fórmula «herencia o ambiente» para centrarse en comprender en qué medida y cómo influyen los distintos factores genéticos y ambientales. Las preguntas clave son, por tanto, ¿cómo actúan los genes durante el desarrollo vital? ¿cuál es la conexión biológica entre genes y comportamiento? ¿cómo interaccionan y correlacionan herencia y ambiente? (Plomin et al., 2002). Lo que parece imponerse es la noción que el camino entre los genes y los patrones conductuales o fenotipos no es precisamente ni directo ni sencillo. Conceptos como «heterogeneidad genética» (véase esquema 1.III), «epigénesis», «expresión genética», «factores estocásticos», etc., no hacen sino reflejar la idea de que los caminos desde el gen orna hasta la conducta son altamente variables y complejos (véase esquema 1.IV). Por otra parte, la genética molecular ha de permitir, en el futuro, la identificación de los genes vinculados a rasgos y trastornos específicos. Al hablar de heredabilidad de rasgos psicológicos, hay que entender claramente qué es lo heredado o transmitido. No es lo mismo, sin duda, la herencia para un rasgo físico simple como podría ser el color de la piel, o incluso el nivel de glicemia, que la herencia de rasgos más complejos como la inteligencia o la impulsividad*. Para los caracteres y trastornos complejos, se trata de identificar no un gen aislado sino múltiples genes (QTL o Quantitative Trait Loci) asociados a un patrón de conducta y que los efectos genéticos representan riesgos probabilísticos y nunca programas predeterminados.

Esquema 1.III

Heterogeneidad genética


Esquema 1.IV

Complejidad de la acción genética


5) Sócrates y sus seguidores pensaban que conocer era recordar, y que todo lo aprendido era preexistente ya en la mente. Es la filosofía innatista. Los empiristas, con Locke al frente, concebían la mente como una «tabula rasa», en la que se iba escribiendo el libro de la experiencia. Locke hubiera sostenido que el cerebro / mente es inespecífico y que carece de toda estructura previa. En los últimos años se ha planteado el debate ambientalismo-innatismo con una nueva terminología, la de la «selección versus instrucción». Para el seleccionista todo lo que hacemos en vida es descubrir lo que ya existe en nuestros cerebros. El ambiente puede moldear la forma en la que el organismo se desarrolla, pero sólo en la medida en que lo permitan las capacidades potenciales del organismo. Por tanto, el organismo no modifica sino que selecciona opciones ya preexistentes. Lo que aparece como «adaptación» en el mundo biológico resulta ser, en definitiva, un proceso de selección. N. Jerne (1967), lo demostró en el sistema inmunológico. Otro premio Nobel, G. Edelman (1989), con su teoría del «darwinismo neural», sostiene la misma idea aplicada esta vez a la plasticidad neural, la creatividad sináptica y a los «mapas corticales». ¿Puede este modelo aplicarse a la mente, a la conducta y a la cognición humanas? S. Pinker (1994), entre otros, ha aportado numerosas pruebas que apoyan al profundo anclaje biológico de la gramática y del lenguaje. Ya se ha dado el paso para interpretar todo el comportamiento, tanto normal como anormal, bajo el prisma de la teoría de la selección (Gazzaniga, 1992). Esta interpretación, no sólo del lenguaje, sino de la inteligencia, de las emociones de la conducta sexual humanas o la propia conciencia es altamente sugerente y cuestiona muchos de los supuestos que hemos heredado del pasado. Como ejemplo de este planteamiento, tomemos las toxicomanías: sabemos actualmente que el alcoholismo, especialmente el llamado tipo 2, es una enfermedad que se hereda a través de los genes. Pero, ¿qué es lo que se hereda? Probablemente una disfunción en los sistemas cerebrales encargados del refuerzo y mediados por sustancias como las endorfinas o afines. Cuando el sujeto se «expone» por primera vez al alcohol, su cerebro, o mejor, un determinado subsistema de él, reacciona de forma patológica con un desequilibrio que «fuerza» al individuo a reiniciar la conducta. Evidentemente este esquema de «selección» del ambiente de sujetos vulnerables no es aplicable a todos los patrones de consumo de alcohol. Pero probablemente sea la mejor explicación que podemos hacer del porcentaje constante de toxicómanos «familiares» que existen en todas las sociedades y culturas.

6) En el debate herencia-ambiente aplicado a la conducta se suele cometer un error de concepto: creer que el «ambiente» es sólo lo que concierne a los procesos de aprendizaje, de interacción social, de medio educativo, cultural, etc. El ambiente es mucho más: todas las influencias físicas y químicas que pueden alterar a nuestro SN, desde las radiaciones, los tóxicos, los agentes infecciosos, los traumatismos, la dieta, etc. (véase Esquema 1 .V)

Esquema 1.V

Interacción Individuo/Ambiente I


Estos factores físicos, puramente ambientales, ya actúan durante el embarazo, son a veces decisivos en el parto y siguen influyendo a lo largo del desarrollo del individuo. En la esquizofrenia, por ej., sabemos que, aparte del factor genético, existen factores ambientales biológicos (sobretodo infecciosos y traumáticos) que actúan durante la etapa fetal y en el parto y que son decisivos, al menos en algunas formas de la enfermedad. Esta «teoría del neurodesarrollo» de la esquizofrenia aúna pues la genética y los factores biológicos ambientales para explicar el por qué algunas personas presentan una alta vulnerabilidad a manifestar la enfermedad. Los factores ambientales biográficos de segundo orden (véase Esquema l.VI) (vínculos parentales y familiares, emoción expresada, relaciones sociales, educación, life-events, etc.) modulan y explican el desencadenamiento y el curso de la enfermedad, pero no su origen.

Esquema 1.VI

Interacción Ambiente/Individuo II


7) Todos estos conceptos confluyen en el modelo de la psicopatología del desarrollo {developmental psychopathology) que pretende estudiar los procesos causales, en su acción a lo largo del tiempo, del inicio, persistencia y desistencia de patrones individuales de desaptación conductual (Rutter, 1996). Este marco teórico aúna los conceptos de multicausalidad, de las influencias complejas y no deterministas de la genética, las influencias de los ambientes a lo largo de la vida, la importancia de las diferencias individuales, los factores de riesgo como caracteres dimensionales, el estudio de los factores de protección, etc. La aparición de este modelo ha sido paralela a la de las metodologías longitudinales y de alto riesgo en la investigación psicopatológica, o sea, el cambio de la perspectiva transversal a la diacrónica y biográfica.

8) El ser humano posee una capacidad simbólica muy desarrollada, vehicu- lada fundamentalmente por el lenguaje. Estas capacidades generan, en el contexto de la interacción social, unos peculiares y fascinantes fenómenos que se han enmarcado tradicionalmente en el llamado «problema mente /cuerpo» (Lader, 1983). Dicho de otro modo: la palabra y los símbolos tienen poder e influencia sobre el organismo. Este poder puede ser nocivo: a través de la comunicación, de las palabras, de los gestos, los seres humanos experimentan emociones negativas cuya intensidad puede ser origen de auténticos trastornos. También es cierto que la comunicación verbal y simbólica puede lograr restaurar desequilibrios y ejercer una acción terapéutica. El conocido efecto placebo es el más claro ejemplo de ello*.

Si las palabras /ideas desencadenan emociones y las emociones provocan reacciones somáticas y viscerales, no es extraño que puedan aparecer trastornos y /o síntomas psicosomáticos, esto es, trastornos corporales en los que detecta un claro factor etiológico de tipo psicógeno**. Esta interrelación compleja ha sido abordada históricamente desde puntos de vista estrictamente psicodinámicos pero también desde la perspectiva científica de la llamada medicina córtico-visceral (Colodrón, 1966).

9) La idea de multicausalidad, desde la genética hasta el poder de lo simbólico y de la palabra, nos aproxima al modelo bio-psico-social (Engel, 1977) como marco idóneo para explicar la aparición, mantenimiento y desaparición de los trastornos y enfermedades psicopatológicos. En este modelo se considera lo patológico como resultante de interacciones complejas entre los factores biológicos (hereditarios y ambientales) y los psicosociales (elementos biográficos, comunicación, educación, cultura, etc.). Es importante, no obstante, no caer en el error de pensar que este modelo implica una importancia homogénea de los distintos factores en las distintas enfermedades. Es obvio que en el Sd. de Down, por ejemplo, la influencia del factor genético es decisiva y que la importancia de la educación o de los life-events, sin ser desdeñables, son secundarios. En las psicosis esquizofrénicas, tendemos a pensar que los factores hereditarios y ambientales biológicos son determinantes, aunque también conocemos la importancia de factores ambientales y psicosociales (como el consumo de cannabis o la emoción expresada familiar) en la aparición, el curso y el pronóstico de la enfermedad. En cambio, hemos descartado el patrón de interacción madre-hijo como factor etiológico básico, igual que en el autismo infantil. Finalmente, si consideramos un cuadro depresivo-ansioso reactivo a un divorcio, es probable que la genética nos explique poco y que debamos primar los factores simbólicos y psicosociales para explicar su génesis. Este conocimiento y ponderación de los diversos factores etiológicos tiene una importancia trascendental tanto en la comprensión científica de la enfermedad como en la opción de la estrategia terapéutica óptima.

10) Finalmente, last but not least, es importante recordar el creciente interés por entender los orígenes de la conducta humana y sus trastornos desde una perspectiva filogenética y evolucionista. Es notable que la teoría de C. Darwin, probablemente la más importante teoría científica en la biología de todos los tiempos, haya tenido hasta ahora tan escasa repercusión en la psicopatología. Ha sido a través de la etología y, posteriormente, de la sociobiología de E. Wilson (1980), como ha ido calando la idea de que existen una conductas innatas o instintivas que se han ido forjando a la lumbre de la selección natural y a través de los tiempos. Los principios básicos de la psicología evolucionista serían: 1) hay una conducta humana universal más allá de las diferencias culturales; 2) los mecanismos psicológicos que definen dicha naturaleza se desarrollaron, al igual que en otras especies, por selección natural y 3) los factores ambientales que condicionan dicha selección natural ocurrieron en el pleistoceno y no en las circunstancias actuales (Sanjuán, 2000). Este marco teórico ha permitido ya mejorar nuestra comprensión de la etiología de las fobias (Marks, 1991) de la depresión (Bowlby, 1998; Beck, 1987), de la esquizofrenia (Crow, 1995) y, en general, de toda la psicopatología (McGuire y Troisi, 1990).

La tradición impone una visión de la psicopatología subdividida en «modelos», que, entre otras diferencias, implican teorías causales diferentes y, a veces, enfrentadas entre sí. Nuestra visión es afín a una integración o «mestizaje» epistemológico. Como ya se ha dicho, creemos que la psicopatología debe ser científica y debe tender a ser una neuro-psico-patología. Con este término pretendemos resumir el ideal de una psicopatología que aúne los avances y los conocimientos de: 1) la clínica, 2) la ciencia cognitivo- conductual y 3) la neurociencia y que enmarque la resultante en el contexto de las aportaciones que se hacen desde 4) el estudio de los procesos sociales y evolutivos. En este sentido, son particularmente atractivos conceptos o disciplinas, de reciente aparición, como la neuropsicología cognitiva clínica (Mc Carthy y Warrington, 1990) basada en una neurociencia cognitiva (Kosslyn, 1992) y los intentos, puntuales todavía, como el de C. Frith (1995) de hacer una neuropsicología cognitiva de enfermedades mentales clásicas como la esquizofrenia, aplicando conceptos novedosos y de síntesis como el de la cognición social. Probablemente no haya otro camino de futuro que no sea el de la síntesis y los enfoques multidisciplinarios. Parafraseando a M. Bunge (1988), no tienen sentido ni una psico(pato)logía sin cerebro ni una neurociencia sin alma.

GLOSARIO

CONDUCTISMO: escuela psicológica científica que considera que la observación del comportamiento es la mejor y única manera de investigar los procesos psicológicos.

COGNITIVISMO: escuela psicológica científica que considera que existen procesos mentales o cognitivos como la atención, la memoria o las intenciones, basados en el procesamiento de la información sensorial, que son fundamentales para investigar los procesos psicológicos.

ETIOLOGÍA: estudio de las causas y orígenes de las enfermedades.

FENOMENOLOGÍA: en psicopatología, escuela y método clínico que da primacía a las experiencias del paciente. El clínico evita teorías preconcebidas y sólo presta atención meticulosa a las experiencias subjetivas del paciente, con la finalidad de establecer relaciones de sentido entre lo normal y lo patológico. Karl Jaspers puso los cimientos de esta escuela con su obra Psicopatología General (1913).

NEUROCIENCIAS: conjunto de disciplinas científicas que estudian la estructura, función, desarrollo, química, farmacología, y patología del sistema nervioso, desde el nivel molecular hasta el más alto (neurociencia cognitiva).

ORGÁNICO: relativo a los órganos, esto es, al cuerpo. Un proceso o causa orgánicos se contraponen, en la psicopatología clásica, a procesos o causas «funcionales» o «psicógenos».

PSICÓGENO: proceso o enfermedad causado por mecanismos psicológicos, no orgánicos.

PSICOPATOLOGÍA: ciencia que estudia los fenómenos conductuales y cognitivos anormales en el ser humano.

SÍNTOMA: es la percepción o cambio subjetivo que se puede reconocer como anómalo o causado por un estado patológico o enfermedad.

SIGNO: manifestación objetiva de una enfermedad o alteración de la salud. Es lo que se puede percibir en un examen objetivo, en contraposición a los síntomas que son los elementos subjetivos, percibidos sólo por el paciente.

LECTURAS RECOMENDADAS

SANJUÁN, J. (2000), «Orígenes y fundamentos de las teorías evolucionistas de la mente», en J. Sanjuán (ed.), Evolución cerebral y psicopatología, Madrid, Editorial Triacastela.

Excelente introducción a la perspectiva evolucionista en psicopatología, con aportaciones de autores relevantes tanto españoles como extranjeros. Especialmente recomendables los capítulos del editor del libro.

PLOMIN, R.; DEFRIES, J. C.; MCCLEARN, G. E.; MCGUFFIN, P. (2002), Genética de la conducta, Barcelona, Ariel.

Manual de referencia en Genética de la Conducta. Esencial para adentrarse en un campo y marco teórico de máxima importancia en la comprensión del origen de los trastornos mentales.

DAMASIO, A. (1996), El error de Descartes, Barcelona, Crítica.

En esta obra se analiza de modo riguroso y a la vez ameno el tema crucial de la interacción SNC y cuerpo. Una crítica profunda al dualismo cartesiano.

EYSENCK, H. J. y WILSON, G. D. (1980), Texto de Psicología Humana, Mexico, El Manual Moderno.

Un clásico de la psicología del siglo xx. Fundamental para entender la importancia de la psicología científica y la crítica al modelo médico tradicional.

FUENTENEBRO, F, y VÁZQUEZ, C. (1990), Psicología Médica, Psicopatología y Psiquiatría, Madrid, Mcgraw-Hill.

Manual con una visión amplia y moderna en la comprensión de la psicopatología. Recomendable, entre otros, el capítulo sobre el concepto de conducta anormal.

HAMILTON, M, (1985), Psicopatología Clínica de Fish, Madrid, Emalsa/Interamericana.

Un clásico, sucinto pero integral, imprescindible tanto para el neófito como para el experto.

BELLOCH, A.; SANDIN, B.; RAMOS, F. (1995), Manual de psicopatología, volumen I, Madrid, Mcgraw-Hill.

Manual de psicopatología exponente de la actual psicología conductual y cognitiva. En el capítulo de «Conceptos y modelos en psicopatología» se hace un repaso a fondo de estos temas desde dicha perspectiva.

LUQUE, R. y VILLAGRÁN, J. M. (2000), Psicopatología descriptiva:nuevas tendencias, Ed. Trotta, Madrid.

Interesante obra con tratamiento a fondo de cuestiones epistemológicas. Se inscribe en la línea de la psicopatología descriptivo-fenomenológica de la tradición europea. En general, se trata de un texto erudito, rico en acotaciones históricas y filosóficas.

BIBLIOGRAFÍA

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BELLOCH, A.; SANDIN, B. y RAMOS, F. (1995), Manual de psicopatología, volumen I, Madrid, Mcgraw-Hill.

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— «Concepto de Psicopatología descriptiva», en R. Luque y J. M. Villagrán, Psicopatología descriptiva: nuevas tendencias, Madrid, Trotta, 2000b.

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CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN

1. La psicopatología actual

a) No tiene relación alguna con la experimentación animal

b) Ha roto con la tradición clínico-descriptiva

c) Ha ampliado su objeto de estudio

2. La fenomenología

a) Tuvo en K. Jaspers a su principal figura

b) Era una psicopatología experimental

c) Desprecia la introspección como método de conocimiento

3. Los contenidos mentales, intrapsíquicos

a) No tienen interés en psicopatología

b) Son abordables experimentalmente

c) La exploración psicopatológica los descarta porque no son fiables

4. El problema de la definición de anormalidad en psicopatología

a) Se solucionó con la aparición del criterio estadístico

b) Sólo se plantea con las psicosis y los trastornos mentales graves

c) Tiene un componente transcultural claro

5. El concepto actual de salud mental

a) Se define como ausencia de enfermedad

b) Traspasa la actuación de los profesionales de la salud mental

c) Se basa en criterios puramente biológicos

6. Respecto a la definición actual de trastorno mental

a) Sigue basado en el modelo médico de enfermedad infecciosa

b) Se considera que los diagnósticos son puras «etiquetas» sociales

c) Los conceptos de vulnerabilidad y factor de riesgo son vigentes

7. En las hipótesis del neurodesarrollo de las psicosis

a) El peso de la genética suele ser muy notable

b) Sólo se consideran factores ambientales

c) Se tiene en cuenta sólo la etapa prenatal

8. ¿Cuál de los siguientes NO es un criterio subjetivo de anormalidad?

a) Alguedónico

b) Signo clínico

c) Insight

9. ¿En cuál de estos diagnósticos es más útil el criterio estadístico de anormalidad?

a) Síndrome de Down

b) Psicopatía

c) Distimia

10. Respecto a los trastornos psicopatológicos y las culturas

a) Hay etnias que no padecen la esquizofrenia

b) La esquizofrenia puede variar según la cultura

c) No existen trastornos específicos ligados a una cultura determinada

11. La etiología

a) Es la clasificación de los trastornos mentales

b) Es importante para las decisiones terapéuticas

c) Es el estudio de las causas psicológicas de los trastornos mentales

12. ¿Cuál de estas afirmaciones te parece correcta?

a) En general, cada trastorno mental tiene una causa única

b) En la etiología psicopatológica se puede prescindir de las alteraciones del cuerpo humano

c) El SN vegetativo tiene protagonismo en muchos cuadros psicopatológicos

13. Las influencias genéticas en la conducta

a) No hay ninguna evidencia para defenderlas

b) Son decisivas en la aparición de la depresión menor

c) Están demostradas en las psicosis

14. La genética de la conducta

a) Demuestra la decisiva importancia de los factores ambientales en la etiología de los trastornos psicopatológicos

b) Se basa principalmente en estudios de familias

c) Defiende una herencia de tipo mendeliano para la depresión

15. La etiología ambiental

a) Es equivalente a los factores psicosociales

b) Incluye a las influencias víricas prenatales

c) Explica por sí sola la mayoría de trastornos psicopatológicos

16. Respecto a las influencias etiológicas en psicopatología

a) El efecto placebo demuestra que lo simbólico puede tener repercusiones físicas

b) La dicotomía orgánico-funcional sigue plenamente vigente

c) La etiología orgánica es casi siempre desdeñable en la depresión

17. Desde la perspectiva del modelo bio-psico-social

a) Todos los niveles tienen una importancia similar en cada trastorno

b) Se postula una causalidad simple para los trastornos psicopatológicos

c) Es importante ponderar el peso relativo de los distintos factores para cada caso

18. La genética de la conducta postula:

a) Que las psicosis se heredan por la influencia de múltiples genes

b) Que las influencias genéticas determinan los patrones conductuales

c) Que las influencias genéticas son máximas en los primeros años de vida

19. ¿Cuál de estos nombres tiene una relación con la escuela psiquiátrica de París?

a) Pierre Janet

b) Emil Kraepelin

c) Philipe Pinel

20. ¿Cuál de estos científicos ha criticado el modelo médico-categorial de la psicopatología ?

a) I. Pavlov

b) H. Eysenck

c) K. Jaspers

RESPUESTAS


________

(*) En muchos manuales y tratados de psicopatología se dedica un capítulo al repaso de los distintos modelos conceptuales («médico», «conductual-cognitivo», «psicoanalítico», etc.). No es infrecuente que se plantee todavía este tema como un problema de elección o bien como alternativas divergentes en la comprensión de lo psicopatológico. En este manual hemos obviado voluntariamente esta rutinaria revisión por varios motivos: 1) pensamos que se trata de un falso problema o de una confusa compartimentación. Creemos que la única divisoria fundamental se da entre el abordaje científico y el resto de abordajes. Por supuesto, dentro de la ciencia psicopatológica hay múltiples campos de especialización, objetos de estudio diferentes e incluso metodologías; 2) en el apartado sobre anormalidad en psicopatología se repasan de hecho las cuestiones fundamentales respecto a este tema y 3) el estudiante interesado puede consultar múltiples fuentes donde completar la información al respecto (p.ej.: Belloch y col., 1995).

* Tenemos ya en la actualidad diversos abordajes y teorías biológicas de la conciencia, basadas en especulaciones muy elaboradas y sugerentes del funcionalismo cerebral (por ej.: Crick, 1994; Edelman y Tononi, 2000).

* La parálisis general progresiva (PGP) es la forma de afectación del SNC de la sífilis terciaria. Provoca un cuadro psicótico maniforme, demencia y alteraciones neurológicas. Fue una de las causas importantes de enfermedad psiquiátrica hasta el descubrimiento de la penicilina en 1928. Actualmente apenas se ve.

* lo dimensional también puede entenderse como la presencia de síntomas, por ejemplo alucinaciones, de carácter esporádico y aislado y que no comportan sufrimiento ni búsqueda de ayuda. Estudios actuales demuestran que una proporción notable de la población general presenta estas características (Verdoux y van Os, 2002)

* Véase la interesante discusión sobre los conceptos de «trastorno», «discapacidad» y «males-tar», y sus complejas interrelaciones en Wakefield y Spitzer, 2003.

* La discusión sobre el concepto de anormalidad tiene todavía otro punto que añade más complejidad y confusión al tema. Se trata del hecho reconocido por muchos de que las condiciones psicopatológicas no son siempre o exclusivamente fuente de malestar, dolor, limitación o discapacidad. También pueden estar relacionadas a la vez con algún tipo de ventaja. Karl Jaspers ya lo expresó cuando decía: «..los trastornos de la personalidad, las neurosis y las psicosis son auténticas fuentes de posibilidades humanas y no sólo desviaciones de una norma de salud..». Esta línea de pensamiento sigue teniendo defensores y estudiosos. Por ejemplo, se han relacionado ciertas formas de personalidad esquizotípica (Claridge, 1997) y el trastorno bipolar (Jamison, 1989) con capacidades creativas y/o artísticas superiores.

(*) Parece arriesgado adherirse demasiado a nuestras viejas categorías psicopatológicas, algunas de ellas decimonónicas, como «obsesividad», «impulsividad» o «psicoticismo», y convertirlas en factores heredables en mayor o menor grado. Aunque la idea general sea sugerente, parece prudente poner en duda la esencia y características de los rasgos que se heredan y que generan la personalidad y factores de predisposición finales. Son interesantes, en este sentido, las aportaciones de los modelos psicobiológicos de la personalidad como los de Cloninger (1987) y de Zuckerman (1991).

* El estudio científico de la sugestión y sus mecanismos es, probablemente, uno de los campos más apasionantes de la psicología actual. Por otra parte, representa la mejor explicación para el indudable efecto curativo puntual de terapias y/o de individuos sin base científica.

** La tradición ha limitado la aplicación de estos conceptos a explicar algunos trastornos como el asma, la úlcera gastro-duodenal, alteraciones dermatológicas, etc. En realidad, la comprensión de cualquier enfermedad humana debería realizarse bajo este prisma holístico, con la condición de no exagerar el valor o la importancia de la palabra y de lo simbólico como han hecho algunas escuelas o teorías psicopatológicas.

Manual de psicopatología general

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