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La desconexión del yo genérico

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Cuando el niño alcanza la edad de entre tres o cuatro años, los padres empiezan a preocuparse de su educación y se disponen a hacer de él una persona modélica, es decir: lo más cercana posible al modelo social vigente. Con esto está todo dicho: lo importante es el modelo de referencia; el niño deberá adecuarse a él lo máximo posible y será valorado en función de la aproximación que consiga. A partir de este momento, la referencia del entorno se traslada de la realidad genérica del niño al conjunto de ideas, sentimientos y conductas que el modelo prescribe y que el niño deberá encarnar. Desde este instante, a los ojos de los educadores, el niño deja de ser él mismo y pasa a ser un proyecto. El niño todavía no se ha enterado.

Se empieza a enterar cuando percibe que su conducta habitual deja de contar con la aprobación incondicional y acostumbrada del entorno y constata que, a menudo, sus manifestaciones obtienen todo lo contrario: reprobación y rechazo. Aquí empieza la educación básica: “esto no se dice”, “esto no se toca”, “eso no se hace”… Hay toda una serie de comportamientos espontáneos del niño que no resultan bienvenidos por el exterior, porque no se adecuan al modelo que quieren inculcar. Por desgracia, como se presupone que el niño es incapaz de entenderlo, nadie se molesta en explicarle que existe una forma de pensar, sentir y hacer que socialmente se considera recomendable seguir. Lo que hacen es, simplemente, imponérsela; y encima, acusan al niño de portarse “mal” si no adapta su comportamiento a estas directrices.

El modelo que ha de imitar es relativo al lugar y tiempo en el que ha nacido; distinto para cada cultura e incluso para los diferentes niveles sociales que se dan en la misma. Está básicamente constituido por una manera de pensar, unos patrones morales y unos códigos de conducta que tienen un contenido pragmático destinado a mantener y reproducir una forma estructurada de sociedad. Ciertamente esta manera de pensar y estos patrones morales y conductuales son un lenguaje indispensable que el niño debe conocer y manejar, pero el problema es que se le trasmiten ignorando por completo su identidad: como si el niño no la tuviera y hubiera que confeccionársela. En vez de enseñarle a manejarse en el mundo que le ha tocado, tratarán de imponerle una identidad orientada exclusivamente a la imagen que ha de presentar ante los demás.

A partir de este momento, el niño experimenta reiteradamente que su espontaneidad resulta contraproducente para sí mismo, porque genera problemas con el entorno. Problemas graves para él porque, de repente, su existencia se convierte en algo inseguro e inestable. En consecuencia, poco a poco, el niño se va desconectando de esta espontaneidad para poner toda su atención en adivinar qué conducta esperan los demás de él; lo cual complace especialmente al entorno. Deja de confiar en su intuición y empieza a buscar en su mente el registro de lo que se considera “adecuado” en cada momento. Y empieza a juzgarse a sí mismo en función del éxito o el fracaso de su elección. Es decir: empieza a pensar; y su pensamiento se basa en la información que el entorno le devuelve: elogios, rechazos, premios, castigos, etc. .

La espontaneidad es precisamente el nexo de unión entre el exterior y la identidad genérica del niño; es lo que le permite atribuirse el protagonismo de sus actos. Pero como su iniciativa personal provoca dificultades en un medio que el niño necesita para sobrevivir, su propia inteligencia le recomienda pensar, sentir y actuar como el entorno desea. No sin un período de resistencia, típico de los tres años, en el que el niño se comporta de una forma especialmente rebelde y genera la zozobra de unos padres temerosos de que “no les salga bien”. Cuando esto ocurre, y para que “les salga bien”, acostumbran a desarrollar diferentes prácticas de chantaje destinadas a conseguir que el niño obedezca. Blay decía que la manera de constatar que un niño ha perdido el contacto con su identidad es que obedece sistemáticamente. A esto se le llama también “uso de razón”; es decir, la operación mental consistente en imaginar los posibles resultados de diferentes respuestas y elegir aquella que resulta más acorde para determinados objetivos.

Durante un tiempo, el niño oscila entre su razón y su intuición, mantiene una cierta conciencia de su identidad genérica. Pero el aprendizaje se complica cada vez más y pasa del “no se dice”, “no se toca”, no se hace”, al: “se hace aunque no te guste”, “no se dice aunque lo pienses”, “se dice aunque no lo creas”, “no se toca aunque te guste”, etc., etc.; todo ello agravado por el hecho de que el entorno no cumple, a menudo, las reglas que promulga. Llegado a este punto, la supuesta educación se convierte en una pura casuística, carente de coherencia, que sólo se puede aplicar si se aprende de memoria. Esta situación obliga al niño a poner toda su atención en el exterior para saber cómo ha de comportarse en cada momento, según las diversas personas con las que interactúa y las circunstancias en las que se encuentra. Entonces se desconecta definitivamente de su capacidad de ver, sentir y hacer y pasa a poner la inteligencia, el amor y la energía que es al servicio del modelo exterior y sus demandas. El niño que, por causa de su edad, ya es de por sí dependiente del entorno, pasa ahora a someterse absolutamente al mismo: intelectualmente, afectivamente y energéticamente.

El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay

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