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TESTIMONIOS DISCREPANTES

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Un invencible sentimiento de nostalgia dirige el alma del autor de la llamada Crónica mozárabe de 754. Al repasar la vida en el Mediterráneo desde el año 611, con la coronación del emperador Heraclio, y sobre todo los años de la crisis política del reino visigodo, que coinciden en parte con los de su juventud, presenta en tono de melodrama el ocaso de la civilización cristiana. ¿Cómo no experimentar semejante sensación cuando contempla el saqueo por los bereberes de los palacios episcopales y de las villae de los aristócratas visigodos junto al hundimiento de una forma de vida? Una situación análoga a la ocurrida en Siria, Palestina, Egipto, Tunicia y otras provincias del imperio, las cuales también habían caído en manos del islam, perdiendo en pocos años su identidad cristiana y romana. Hechos infaustos que muestran la torpeza de unos reyes incapaces de percibir el peligro que para ellos entrañaba la revolución de Mahoma. Al final, lo único que puede aconsejar es la huida a las montañas, organizar la resistencia y promover la insurgencia en las ciudades ocupadas. Resulta evidente para él que Dios ha abandonado ese mundo porque tiene puesta su mirada en uno nuevo, que renacerá de las cenizas del antiguo. Tengamos presente esta dimensión dramática, que es parte de la grandeza de este cronista cordobés como escritor, y recordemos la invocación a los desastres provocados por la invasión islámica: nos encontramos no solo con un relato crítico con el invasor, pero ajustado a la realidad de los hechos, sino con una narración profética, en la que la grandeza y miseria del reino de los visigodos debe contemplarse en términos fatídicos, casi como la taxiarchia de los cronistas áulicos bizantinos yergue su irónica mirada a la historia.

La meditación del cronista del 754, sobre el pasado de los visigodos, redime a su civilización al verla en ruinas y a sus grupos dirigentes sumidos en la indigencia; pero esas ruinas muestran lo que fue en otro tiempo, el sentido de una dignidad que debe recuperarse. Las ruinas visigodas son la expresión de la eternidad de su reino y, por tanto, los fundamentos de su legado político. Un sirio, un egipcio y un tunecino del siglo VIII comparten esa visión y la comprenden: el mayor contraste no es la experiencia de la derrota, que todos tienen en común con los visigodos, sino el significado de la insurgencia. Quizás nada nos escandaliza hoy más que esa diferente manera de entender la presencia musulmana. Los herederos del reino de los visigodos, según el autor de la crónica, no aceptan la derrota de Guadalete, se levantan contra ella: toda su historia está basada en la respuesta a ese desastre.

El legado visigodo en la historia de España es precisamente esa actitud de rechazo a las derrotas como jalones en la construcción de una entidad nacional y el reclamo al triunfo en el campo de batalla. El éxito es la guía espiritual creada por el autor de la Crónica mozárabe de 754. Cuando apunta que la derrota de Guadalete no es el final, no está ilusionando solamente a unos aristócratas refugiados en las montañas, donde se mueren literalmente de hambre, sino también a los insurgentes en las ciudades ocupadas por el islam, con mejores condiciones materiales pero en medio de una gran penuria espiritual. Invoca a Dios para reclamar una nueva época, cuya instauración necesita héroes, aunque curiosamente no menciona a don Pelayo. Por otra parte, los éxitos militares de los francos facilitan el objetivo de los insurgentes «mozárabes» y de los guerreros de las montañas.

Esta es la opinión del autor de la Crónica mozárabe de 754; hay otras opiniones, tan válidas como la suya, aunque quizás sin su dramatismo. La Historia de la conquista de al-Andalus (o en árabe Ta‘rîj iftitâh al-Andalus) de Ibn al-Qûtiya reúne las condiciones del texto que quiere Castro y desdeña Sánchez-Albornoz. Debe ser juzgado por su fidelidad al código ético que lo afirma, no por los prejuicios políticos que genera. No es una descripción de las gestas militares de los bereberes o de las tropas regulares árabes, no se interesa por los aspectos visibles de la conquista militar; su objetivo, más bien, es mostrar la habilidad de la población hispano-visigoda para negociar acuerdos con los invasores. Su narración, para mostrar este proceso de acuerdos y de pactos pacíficos, más que de violencia, tiene que ser sinuosa y distante de la ideología de los omeyas. Es, como todo gran relato histórico, un ejercicio de aproximación a una realidad poco querida por los gobernantes. Se ha dicho que al-Qûtiya escribe así por ser descendiente de una de esas familias visigodas convertidas al islam sin ceder un ápice sus propiedades y su influencia social. Como los gatopardos de Lampedusa, los antepasados godos de al-Qûtiya supieron cambiar para que nada cambiase. Esa imagen no gustaba a los emires omeyas, como tampoco a muchos historiadores actuales que ven la posibilidad de que a través de testimonios como el de los Banû Hayyây de Sevilla se relance la idea de al-Andalus como una sociedad hispano-musulmana y no como una umma islámica sin relación con el pasado.

Al descubrir, gracias a la escritura de al-Qûtiya, la dificultad de interpretar los hechos posteriores al 711, el lector se ve obligado a revisar la lectura de las crónicas palatinas, como la de Ahmad al-Râzî, descaradamente hostiles a la idea de que hubieran matrimonios mixtos y de que la integración de la aristocracia visigoda se hiciera con tanto ahínco como la disidencia. Descubre entonces que 711 y sus secuelas no es un hecho tan fácil de interpretar, ni resulta apropiado hacerlo como una historia de destrucción y de resistencia. Hay muchas cosas más en todo ese asunto. La representación de la vida cotidiana nos lleva a la esfera de la política. El vaivén de mentiras, verdades increíbles, amenazas, torturas, sobornos, chantajes y leyendas construye la primera gran brecha de la historia de España. Es cierto que hay un antes y un después de 711; pero estos testimonios discrepantes nos enseñan una continua oleada de tácticas, trucos, artificios, conspiraciones y fraudes, en la que los hispanos, los visigodos, los árabes y los bereberes se esfuerzan en participar en enigmáticos pactos cuya estructura es clara pero cuya finalidad no lo es tanto. Y lo que está allí es la ambigüedad de la vida, parte orgullo y parte miedo, ese motor de la historia, difícil de entender si se considera solo un punto de vista, un cliché emanado de algún cronista convencido de que 711 es un mal para España.

España, una nueva historia

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