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EL HILO DE ARIADNA Y LOS REINOS TAIFAS

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Cien días después de la destitución de al-Mu‘tadd, bisnieto de ‘Abd al-Rahmân III, del saqueo del alcázar de Córdoba y de la dramática llamada del califa a la piedad de la población, se extendieron por toda la península Ibérica las noticias del fin del califato. Los jefes de los clanes árabes y bereberes se hicieron con el control de las ciudades, a las que convirtieron en centros políticos de sus respectivas taifas. Así lo hicieron los Banu Hud en Zaragoza, los aftasíes en Badajoz, los Banu Zennum en Toledo, los abasíes en Sevilla o los ziríes en Granada. A diferencia de muchos cordobeses, especialmente los que sentían nostalgia del régimen omeya (una nostalgia que no ha desaparecido ni siquiera hoy entre los escritores afines a su causa de un país centralizado), el resto de los andalusíes contaban con una gran ventaja en ese proceso de fragmentación: pudieron conectar fácilmente con una tradición con siglos de vigencia. Sus agrupamientos sociales y sus cultos locales permitieron que los reinos taifas tuvieran una infraestructura sólida, así como un sentido de comunidad que sus líderes supieron capitalizar a favor de una ciudad, como fue el caso de Badis de Granada. Este emir de los ziríes no atacó la herencia califal ni pretendió sustituirla por la fatimí, que era el peligro al que se referían algunos cordobeses. Tal vez la «familia» bereber de origen tunecino ganara cierta ventaja entre los granadinos, incluida la comunidad judía, a consecuencia de una juiciosa distribución de la riqueza y de una atinada elección del lugar donde se asentaría la capital del reino. Badis aseguró la prosperidad de la población y abrió la posibilidad de participar en la vida política a individuos ajenos a la aristocracia árabe.

En al-Andalus, ciertamente, los trágicos sucesos de 1031 demostraron la distancia entre los valores objetivos del islam y las subjetividades insatisfechas, plurales, bullentes de la dinastía de los omeyas de Córdoba. Por eso mismo, muchos historiadores intentamos sustituir el manido tópico sobre los reinos taifas (un tópico que habla de la debilidad de sus reyes, del abuso tributario, de la corrupción y la perentoriedad en sus actuaciones) por un relato imaginativo de la cultura andalusí de esos años, sin caer en el presentismo que supone afirmar que los taifas fueron barridos de la historia por los almorávides como si un pueblo tuviese un destino manifiesto. Y de ese modo hemos podido adentrarnos en una cultura inmensamente pluralista donde coexisten quehacer y proyectos diferentes, a veces incluso opuestos, que sin embargo apuntalan la cultura árabe y la religión musulmana. Se ha dicho en más de una ocasión, y es así, que el verdadero problema no reside en insistir en qué fueron débiles los reyes taifas, sino en determinar por qué sus rivales fueron tan fuertes. Además de argumentos más o menos de contenido metodológico, tenemos testigos de la época que contradicen la imagen de los reinos taifas como un momento de decadencia del mundo andalusí.

Fue precisamente la actitud positiva hacia los proyectos culturales de los reinos taifas la que guió al antiguo visir de Córdoba Ibn Hazm (994-1064) a escribir en Játiva, donde se había refugiado, el Fisal, que el eminente arabista Miguel Asín Palacios, buen conocedor de su contenido, tradujo como Historia crítica de las ideas religiosas. Tremendo es lo que escribe acerca del cristianismo: «No hay que asombrarse de la superstición humana. Las naciones más numerosas y civilizadas son esclavas de ella... Tan grande es la multitud de cristianos que solo Dios puede contarlos, y pueden envanecerse de tener príncipes sagaces e ilustres filósofos. Sin embargo, creen que tres son uno y uno es tres; que uno de los tres es el Padre, otro el Hijo y el tercero el Espíritu; que el Padre es el Hijo y no es el Hijo; que un hombre es Dios y no es Dios; que el Mesías ha existido desde toda la eternidad y, sin embargo, fue creado. Una de sus sectas, la de los monofisitas, que se calculan en centenares de miles, cree que el Creador fue golpeado, azotado, crucificado, y que durante tres días el Universo quedó sin gobernante».

El islam es más grande que el poder de un califa o de una familia, aunque esa fuese la omeya: es la shahâda del buen musulmán, señal de identidad de la cultura andalusí. Ibn Hazm ubicó esa profesión de fe, tanto en el valor de la tradición como en el futuro. Sobre esa profecía se construye el mundo que deberá hacer frente a los campeones del otro lado de la frontera, a Fernando I, rey de Castilla, y a Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, nietos ambos del conde Sancho García, cuyo perfil político y militar aterra a los musulmanes. El futuro de al-Andalus consiste en restaurar los valores del califato, pero no la dinastía de los omeyas, la armonía en la propiedad colectiva del agua sin necesidad de una fiscalidad excesiva. Pocas utopías más hermosas, en este sentido, que la descrita por Ibn Hazm en su tratado de numerología Akhlâq.

En el siglo XI peninsular, islam y cristiandad comparten una visión del mundo donde la numerología muestra las claves ocultas hacia esa meta que se confunde con la felicidad. Así, la sociedad andalusí procede por vía de la atomización de los centros de poder y de cultura, convencida de que la mejor manera de afrontar el futuro es acrecentar las satisfacciones artificiales de los individuos que necesitan cada vez más y conciben la vida como el disfrute de los placeres; en cambio, la sociedad cristiana procede por vía de los rituales guerreros de primavera, las cabalgadas contra las ciudades y las aldeas musulmanas, el placer por el botín y la dimensión festiva de la existencia donde el regalo era un signo de distinción para el poderoso, la transformación de los tesoros en piezas de una liturgia con la que se aspiraba a transgredir la noche, a confinar las fuerzas malignas.

Cuando los reinos de taifas intentaron salvarse de los ataques cristianos, movilizaron a las masas urbanas e incorporaron actitudes y valores que pueden considerarse propios del siglo XI, en gran medida a través de las madrazas y las escuelas poéticas. Existen indicios que apoyan la idea, entre ellos las descripciones realizadas por el geógrafo al-Udhrî que, según Gabriel Martínez-Gros, son la mejor muestra de la mentalidad de los andalusíes cultos hacia el año 1050. El Tarsi’al Akhbâr muestra una sociedad orgullosa de su identidad, con sus convenciones y costumbres, superiores a las de sus contemporáneos del norte peninsular (eso es al menos lo que él creía), pero al mismo tiempo restringidas a una época y un lugar concretos. Es difícil combatir a una sociedad que se adelanta a los acontecimientos y ofrece soluciones al más severo de sus adversarios. Pero esa misma sociedad carecerá de fuerza de convicción cuando en el otro lado de la frontera, en el mundo cristiano, se haga explícito el deseo de conquista.

Las carnicerías están a punto de comenzar y nadie parece dispuesto a impedirlo; ni siquiera las matanzas entre hermanos o parientes por un trozo de tierra o un título de soberanía. La reforma monástica avanza en medio de la oleada de violencia de la nobleza feudal. La causa de la justicia mantiene su mirada fija en la aplicación de los códigos legales de origen visigodo, como ocurre con los Usatges en Cataluña. La capacidad legislativa de los reyes todavía está lejos de ser descubierta, tras varios siglos de verse obligados a mantener intacta la tradición legal visigoda. Existía sin embargo una testaruda insistencia en cambiar las formas de vida y adaptarlas a una economía de expansión agrícola y ganadera que dio paso a la creación de una red de circunscripciones eclesiásticas llamadas parroquias. Mientras se maduraba la idea del alfoz, un distrito que engloba varias aldeas con una ciudad a la cabeza, el orden social dependía de los nobles.

El plazo de veinte años que se dieron Fernando I y Ramón Berenguer I para organizar el territorio parecía demasiado largo, pero no lo era una vez analizados los detalles por la moderna historiografía, que se basa en buena parte en el esfuerzo de los arqueólogos. La pregunta que hay que resolver es: ¿qué fue de los campesinos entre 1037-1057, los años de transformación del territorio? Pues bien, esos rustici que aparecen a menudo en los documentos se han convertido en una comunidad que lucha contra los gravámenes fiscales de los señores y no duda en buscar en las tierras de la frontera el porvenir que a veces se le niega en su tierra de origen. Mientras los caballeros forjaban un sistema de valores basado en la economía de pillaje y el honor, los campesinos consolidaban una forma de vida sustentada en la economía agrícola y ganadera. A los ojos de un observador moderno la pregunta clave es: ¿hasta qué punto era justo el sistema social del siglo XI? De la respuesta que obtengamos dependerá en gran parte la imagen de esa lejana época.

España, una nueva historia

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