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SUR-NORTE

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Una durísima guerra ideológica se libró entre los cronistas castellanos mientras las tropas de Alfonso VIII avanzaban hacia Cuenca. Desde la década de 1150, al-Andalus, en pleno auge económico y político con la llegada de los almohades, había puesto en entredicho el modelo del cosmos cristiano. Las zonas económicas especiales, las ciudades costeras como Valencia, Almería o Málaga, y las áreas fértiles por la irrigación de los valles del Turia, Júcar, Segura o Guadalquivir volvían a hacer gala de un cosmopolitismo basado en la riqueza procedente del comercio y la industria. Los escritores andalusíes y los numerosos viajeros musulmanes, a partir de sus propias experiencias de la diversidad del mundo, no dudaban en afirmar que las regiones del sur peninsular eran las más dinámicas desde el punto de vista cultural y económico, frente a las regiones del norte atrasadas, sin apenas pulso cultural. ¿Cuáles eran los elementos de la superioridad andalusí? En primer lugar, una mejor adaptación a las grandes redes del comercio internacional, con un sistema de tributación más eficaz que la renta feudal y que respondía mucho mejor a los deseos espontáneos de la población de las ciudades. ¿Y qué anhelaba esa gente? Tras unos años de dificultades y de estrecheces por la asfixiante presión de las parias, el pueblo andalusí deseaba bienes materiales y artículos de lujo. Un ambiente de franco hedonismo contrastaba con el integrismo oficial promovido por los alfaquíes maliquitas. El origen de sus aspectos más atroces y censurables como la persecución a los judíos, las madrazas de adoctrinamiento de adolescentes y el odio a los disidentes, no era realmente andalusí sino que más bien formaba parte de la cultura norteafricana; por otro lado, aumentaron el número de baños y en los zocos la fusión entre las tres religiones era imparable.

Desde una perspectiva histórica, la dirección básica de la difusión de la cultura y de la civilización española en el siglo XII debería haber sido del sur hacia el norte y no a la inversa, como ocurrió. Esta alteración despierta sentimientos ambiguos, incluso hoy en día: por una parte, la riqueza de las huertas y el dinamismo económico de las ciudades costeras serán rápidamente imitados; por otra, se reniega de los aspectos positivos de la cultura árabe, la ciencia y la filosofía, capitulándose de manera incondicional al estilo de vida europeo que promovía la reforma cisterciense. En un nivel elemental, el rechazo de las mezquitas y sobre todo de los minaretes es de carácter estético, típico de la manera de ver el mundo de san Bernardo y sus seguidores: en realidad, se trata del rechazo de una élite con una austera visión de la armonía cósmica de los valores islámicos cuyo objetivo principal consiste en favorecer el aumento ingente de la población y de sus incipientes, imperiosas y abigarradas necesidades de pastos para el ganado lanar, fundamento de la economía de los conquistadores. Acaso el aspecto más desagradable de esta nueva actitud del norte ante el sur, desde el punto de vista de las clases más cultas de al-Andalus, es la grosera mezcla entre religión y clase social, así como la presencia de una actitud auténticamente colonialista ante los vencidos, con independencia de su condición social o intelectual.

Si la superioridad de los valores del norte sobre los del sur, sumada a los tradicionales prejuicios hacia lo moro, representa el nadir de las relaciones de los cristianos con los musulmanes en el siglo XII, la guerra santa se convierte en el cenit de este edificio ideológico. Durante los últimos cien años, los pensadores cristianos intentaron concebir una combinación ideal entre la guerra y la justicia divina sin demasiado éxito en los reinos de la península Ibérica. La dificultad radicaba en la propia conceptualización. El ideal de cruzada forjado por Gregorio VII y difundido por Urbano II constituye el último esfuerzo heroico por aplicar un concepto de ámbito universal a la violencia de la nobleza feudal.

El resultado, transcurridos sesenta años de la conquista de Jerusalén en 1099, dejando al margen ciertos logros políticos y comerciales en Palestina, resultaba desalentador. Su fracaso podría muy bien achacarse a su teoría doctrinaria, un rígido cosmos católico que no permitía la más mínima desviación, ni siquiera el respeto a otras formas de cristianismo que se fueron encontrando a medida que los ejércitos avanzaban por Oriente Próximo. En este sentido, se apartaba considerablemente del cosmos tradicional hispano (y también visigodo, cuya memoria tanto se reclamaba), vigente en muchas ciudades de al-Andalus en gran medida gracias a su capacidad de albergar numerosos microcosmos en su seno. Se trata de la famosa cuestión de las comunidades mozárabes que se encontrarán los reyes cristianos conforme avancen hacia el sur.

El mayor desafío de la conquista cristiana de al-Andalus era qué hacer con la diversidad de las poblaciones conquistadas. Antes de tomar una decisión se forjó su propia idea de guerra santa, en parte deudora del ideal de cruzada europeo, pero en parte cercano al jihâd islámico. Durante esos años maduró la noción de arrebato, es decir, la conciencia de que la ocupación de las aldeas se hacía con la intención de que «creciese en ellas el morador de la fe». Se fomentó entre los colonos una superioridad moral basada en la religión que poco a poco se convirtió en racismo. En ese ambiente de guerra santa, el arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, dirigiéndose al rey Alfonso VIII de Castilla, exclamó: «Señor, si a morir fuere, todos irán con vos al paraíso». Se plantea aquí una cuestión realmente seria, referida al valor concedido a la guerra santa: la muerte, es decir, el martirio, como principio de identidad de un ente colectivo que aspira a convertirse en una nación; pero antes de encontrar la clave de bóveda de ese edificio ideológico, conviene que nos detengamos en la voz más sutil de esta época que, debido a las circunstancias, se convirtió en la voz de un exiliado.

España, una nueva historia

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