Читать книгу El marqués de la Ensenada - José Luis Gómez Urdáñez - Страница 10

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Introducción

El naciente Estado español se abrió paso en un escenario hostil a lo largo del siglo de las reformas, siempre defendiéndose de los Grandes, gracias a la protección que, sin saberlo, la Monarquía dispensó a ministros como Zenón de Somodevilla y Bengoechea, hijo de un hidalgo pobre. Plebeyo como la mayoría de los servidores de los Borbones, el que fue ennoblecido por Carlos iii en Nápoles con el título de marqués de la Ensenada es el más acrisolado ejemplo del nuevo personal político al servicio de los Borbones, tanto como Patiño, su protector, o como Floridablanca, aunque Ensenada nunca pisó una universidad, ni fue hombre de libros, ni por tanto pudiera aplicar a su política los fundamentos jurídicos que sí favorecieron el desarrollo en plenitud del sistema, con Floridablanca o Campomanes.

Ensenada fue pieza clave en la conformación de lo que hemos venido en llamar Despotismo Ilustrado: «los ministros que proponen y el rey que decide», como acertó a definir el sistema político el ministro Wall. Y fue el que inició el desafío contra los Grandes hasta apartarlos del poder, como quiso siempre Isabel de Farnesio, que previno a sus hijos contra ellos y contra los consejos, donde eran más fuertes. Precisamente, los dos más descollantes del siglo, el duque de Alba y el conde de Aranda, fueron los causantes de las dos «caídas» del marqués, primero el 20 de julio de 1754, cuando fue desterrado a Granada; luego, el 18 de abril de 1766, cuando definitivamente abandonó Madrid para instalarse en Medina del Campo, donde murió quince años después. Aunque algunos nobles aparentaran ir con el espíritu del siglo y ser ilustrados, en cuanto se tocaban sus privilegios clamaban contra los advenedizos. Siempre consideraron así a ministros como Ensenada, al que llamaron para recordarle sus humildes orígenes el En sí nada; también Adán (Nada al revés). Como todo hijo de pobre, él mismo se humillaba repitiendo que no era nada.

Ensenada creció en la Marina, como él mismo dijo a menudo —«mi mundo es la Marina»—, pero una vez alcanzada la protección de Isabel de Farnesio tuvo todo a su favor para desarrollar un proyecto político integral. A pesar de que al lado estaba el otro ministro poderoso, José de Carvajal y Lancáster —noble y universitario—, Ensenada fue el verdadero motor de las reformas «en cuanto la paz nos deje libres de hacer prodigios si supiéramos» —se refería a la paz de Aquisgrán de 1748—, desempeñando los ministerios de Hacienda, Guerra, Marina e Indias. En ese momento cumbre en su carrera, el padre Isla le llamó el «secretario de todo». Carvajal debió aceptar que él no había sido el primer ministro que necesitaba la Monarquía; tampoco lo fue Wall.

Si Ensenada fue más que un ministro es porque supo rodearse de una red clientelar muy extensa y variada. Los ensenadistas le llamaban «jefe», el mote cariñoso era el Amigo, también le llamaban Tinto y se referían a él por escrito como B, quizás por la inicial de su apellido Bengoechea, o porque su firma contenía un rasgo que parecía la letra b. En el retrato más conocido, el de Amigoni, aparece con buena figura y cara pálida, pero le llamaban Tinto porque su tez era muy oscura y, además, era bajito.

Los elogios a su persona fueron muy abundantes. Citaremos algunos: simpático y jovial, oía más que leía —tenía más de 4000 libros, pero su casa era conocida por los muchos invitados que cenaban allí, en las célebres cenas de don Zenón—, tenía ese carácter abierto y franco para la amistad que todavía caracteriza a los riojanos, a los hombres de las tierras con vino. Él mismo intentó hacer una bodega con cargo a la Real Hacienda en Lantadilla para surtir de vino a la corte (en palacio se bebía champagne y vinos franceses) y hasta se preocupó de mejorar la exportación de vinos a Inglaterra durante la neutralidad.

Era tesonero y astuto, pero no desconfiado. Llegó a ser inmensamente rico y sobresalió siempre por el lujo de su atuendo y de su casa, pero no fue un atesorador, ni permitió la adulación. Fue siempre magnánimo con quienes le sirvieron, quizás porque supo que una buena bolsa era un seguro de fidelidad. Pero nunca cayó en el nepotismo: «no saca la cara por sus parientes, ni hasta ahora ha hecho por ello cosa alguna», le dijo el padre Rávago al cardenal Portocarrero. Fue adicto al «brazo jesuítico», mas un pasquín decía: «Parecía buen católico, pero no se le conoció confesor».

Pero no todo fueron elogios. Desde luego no hay que esperarlos del duque de Alba, «cuyo mal corazón igualaba a su gran talento», según dijo el conde de Fernán Núñez, o del conde de Aranda, que al final acabó aborrecido por su soberbia; tampoco de aquellos nobles cortesanos a los que les recortó sus sueldos y sus privilegios en la corte, ni del embajador Keene, que le insultó hasta la saciedad retratándolo como «enemigo de Inglaterra» y que sentenció que no le volvería a ver hasta el valle de Josafat.

Se hizo grandes enemigos que le odiaron toda la vida, pero Ensenada gozó de los dones de la amistad. Uno de sus mejores amigos fue Jorge Juan, el marino matemático, hosco con todos, pero íntimo del marqués. También fue amigo de Grimaldi, del que, aun estando desterrado en Medina del Campo, pudo despedirse cuando este salía de España en 1777. Y también conservó de por vida la amistad con Manuel Ventura Figueroa, su querido gallego que llegó a ser gobernador del Consejo de Castilla, sucediendo a un humillado —una vez más— conde de Aranda. Su gran hechura fue el bilbaíno Ordeñana y su hombre de más confianza el jesuita padre López, así como su criado Rosellón. Tenía amigos y confidentes en toda España y en el extranjero. Los intendentes eran hechuras suyas, como los agentes del Real Giro, o parte del personal de las embajadas, quienes tenían con él una correspondencia paralela a la oficial que mantenían con Carvajal. Conocía tanto la corte de Versalles —por la mismísima duquesa de Pompadour, una inteligente mujer amante de Luis xv— que sabía el grado de venalidad de los ministros, como le demostró al duque de Huéscar, describiéndole a cada uno. Sobornó, pero no fue sobornado. Manejó la bolsa con esplendidez, pagó ya a un periodista de la Gaceta de Berna para que la prensa hablara bien de sus logros políticos, e incluso sobornó al nepote del Papa para lograr el concordato. En las instrucciones a Ulloa, Juan y otros viajeros por Europa, Ensenada dejaba claro lo que tenían que decir sobre los puntos estratégicos —América, dinero, proyectos, etc.— según estuvieran en una u otra corte, así como lo que tenían que observar. En esto nadie le dio tantas satisfacciones como el espía Jorge Juan cuando estuvo en Londres. Como Felipe ii, sin moverse de la corte, conoció el mundo (lo que le interesó de él).

Entre las mujeres gozó de estimación y fue bastante mujeriego, siempre estuvo muy cercano al personal femenino de la corte, a la marquesa de la Torrecilla y a la de Salas, la de Torrecuso, etc. Cuando fue nombrado ministro en 1743, se pensó que las cortesanas habían influido en Isabel de Farnesio y así lo comunicó a su corte el embajador francés, que ya antes había dicho: «aspirará a puestos elevados disputándoselos a los Grandes». En cuanto a sus amoríos, un marido estuvo a punto de pillarle con su mujer en Granada, mientras un año después lo encontramos en El Puerto de Santa María manteniendo un cortejo. Pasaba ya de los cincuenta años.

Pero además de Ensenada está el ensenadismo, que es lo que verdaderamente agiganta la dimensión política del marqués. Es todo un proyecto político con los valedores y ejecutores en los puestos estratégicos, incluida una formidable red de espionaje en media Europa, de la que Jorge Juan, con sus andanzas en Londres, es el más brillante ejemplo. El proyecto se desplegaba desde los ministerios a los intendentes, los generales, los factores del Real Giro —el banco de pagos en el exterior creado por Ensenada— y a toda la red de personal técnico al servicio de la Corona. Primero, Hacienda, de la que dijo no entender una palabra, pero que era la clave de todo proyecto. «El fundamento de todo es el dinero», afirmó. De esa máxima deriva el catastro, una idea que no pertenece tanto a una presunta filantropía como al convencimiento de que eran los ricos los que debían pagar, pues los pobres no tenían. Así, la Monarquía no podía ser rica y los proyectos quedaban empantanados. El catastro fue un poderoso instrumento antiseñorial, causa de que los Grandes intentaran paralizarlo en cuanto se dieron cuenta del peligro, lo que obviamente consiguieron haciendo caer al marqués. Los ricos nunca han pagado impuestos en España.

Luego, la construcción naval: sin una poderosa Marina no se podía mantener un imperio al otro lado del mar, menos teniendo ya en el horizonte la enemiga abierta de Inglaterra, lanzada a la conquista de mercados ultramarinos y fuentes de aprovisionamiento de materias primas. Pero también había que reformar la relación con América, acabar con el monopolio de Cádiz, aunque esto quedará para más adelante. La reforma del Ejército, para hacerlo menos costoso, completaba su visión de la estrategia. Francia tenía el mejor ejército de tierra de Europa y Ensenada nunca pensó en romper el pacto de familia. Esto le ganó fama de adicto a Francia y enemigo de Inglaterra, pero su «afrancesamiento» solo era —como casi todo en su vida— un cálculo frío de sus posibilidades. El dinero, la bolsa siempre dispuesta, para pagar a los mejores —desde científicos a constructores navales ingleses—, pero también para sobornar al nepote del papa —como tuvo que hacer para lograr el concordato más regalista en siglos—, fue marca de la casa, junto con una alta dosis de crueldad, como la que empleó con su «amigo» Macanaz, con los cabezas del motín de Caracas, o con los gitanos, a los que intentó exterminar: la página más negra de su biografía. Nunca consideró que debía cambiar de opinión, pues pensaba que los enemigos lo tomarían por «inconstancia de ánimo». Fue por eso el gran déspota.

Tenía muchos amigos intelectuales que reflexionaban sobre el gobierno y habían escrito abundante literatura política —Carvajal leyó a Montesquieu y estaba suscrito a la Enciclopedia; incluso escribió un par de textos políticos—; pero Ensenada no tenía grandes concepciones ideales sobre la finalidad global de su actuación política. Pragmático y calculador como todos los déspotas, no podía concebir un proceso de cambio articulado en torno a principios y etapas. Cuando dijo «busco dinero y fuerzas de mar y tierra y no teologías», definió a la perfección su concepción del gobierno.

No tuvo preocupaciones sociales y políticas que pudieran alterar las estructuras de un Estado todavía enano, ni un ideario preconcebido, como lo prueba el desorden de sus ideas en las Representaciones que dirigió al rey. Como sus antecesores, Patiño y Campillo, comprendió que la solidez de las viejas estructuras políticas solo permitía reformar, nunca atacar frontalmente los problemas y menos aún tocar el marco de los privilegios donde, en definitiva, residían los verdaderos poderes y el motor para reproducir el sistema. Si una parte de la nobleza comprendió la necesidad de adaptarse a la nueva realidad que iba imponiendo el crecimiento económico y el desarrollo científico es porque hubo un consenso tácito de hasta dónde y qué se podía cambiar. Así, el Estado, en su esencia absolutista, se revelaba como el gran instrumento para impulsar las reformas, pero a la vez era el que impedía los cambios. Y por eso, en cuanto los déspotas plebeyos provocaban la sospecha de los Grandes a causa de alguno de sus proyectos, el rey dejaba de ser su valedor. Recordemos que no solo Ensenada —dos veces desterrado—, también Macanaz y hasta el mismísimo Floridablanca probaron el castigo de la prisión. La lista de «caídos» es, obviamente, mucho mayor.

Siempre dominado por el sentimiento de superación —«En sí no soy nada, pero amo mi reputación como si fuera algo»—, por la ambición —«la monstruosa fortuna que he hecho»— y por la pasión por los saberes útiles —pues siempre se codeó con hombres de ciencia—, Ensenada fundamentó sus proyectos hábilmente, sin importarle la procedencia de sus apoyos: científicos, militares, clérigos o funcionarios. Pero nunca reparó en que era ilustrado… lo mismo que Carlos iii, y jamás se hubiera atrevido a pregonar su oculto pecado, el despotismo, que eran las «maquiaveladas» que decía Carvajal que le desesperaban. Su enjoyada exhibición en público fue un acto más de servicio y la necesaria máscara del hijo de un hidalgo pobre: «por la librea del criado se ha de conocer la grandeza del amo», dicen que le dijo a Fernando vi.

Todo esto es lo que vamos a desgranar en las páginas que siguen. Nos apoyaremos en algunos trabajos míos anteriores, entre ellos El proyecto reformista de Ensenada (Lleida, 1996) y Fernando vi (Madrid 2001), del que hay edición en Punto de Vista Editores. También incorporo otros trabajos míos, digitalizados en www.gomezurdanez.com. En ellos se pueden buscar las referencias documentales de los archivos en que he trabajado, en especial AHN y Simancas. Destaco sobre todo los dedicados al conde de Superunda —también riojano, íntimo del marqués—, Olavide y Feijoo. El agudo fraile de Oviedo tuvo un interesante affaire con Ensenada —a través de su hechura Ordeñana—, una prueba de fuego de con quién se la estaba jugando el benedictino, siempre metido en política. Y en fin, de eso, de política es de lo que va este libro, que no pretende ser una biografía, sino una herramienta más para comprender a uno de los hombres decisivos en el proceso de robustecimiento del Estado español.

El marqués de la Ensenada

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