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De los arsenales a los palacios reales

«Mi mundo es la Marina», repetía don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, el riojano de origen humilde, bautizado en Hervías el 25 de abril de 1702 y vuelto a bautizar en Alesanco poco más de un mes después, el 2 de junio de ese mismo año. La explicación del «descuido» teológico —bautizar dos veces— tiene interés, pues nos permite comprender el valor que tenían entonces los privilegios por pequeños que fueran. Somodevilla fue bautizado por segunda vez porque los derechos de hidalguía del padre solo se le reconocían en Alesanco y eran derechos pilongos, es decir, que únicamente se transmitían en la pila del bautismo. Por eso, la segunda partida dice que lo bautizaron «en ausencia del cura párroco», que seguramente no quiso que le comprometieran en el asunto.

El padre, Francisco de Somodevilla, era pobre, pero era hidalgo y no quería que su hijo fuera inscrito en el padrón de pecheros. Cuando Ensenada tenga que buscar pruebas de limpieza de sangre, recurrirá en primer lugar a su origen hidalgo. Curiosamente, a su amigo Jorge Juan le pasó algo parecido: nació en Novelda, pero le llevaron a bautizar a Monforte. La explicación nos la dieron hace poco Rosario Die y Armando Alberola: se trata de que la pila de la iglesia de Monforte «transmitía» la prelación de obtener beneficios en el futuro en una parroquia de Alicante. Los padres del futuro matemático se dejaron guiar por el mismo interés que los de Ensenada.

El padre de Zenón añadía al fruto de su trabajo lo poco que le daban por enseñar a escribir y leer en la catedral de Santo Domingo y por ejercer de notario apostólico, un cargo que parece mucho más de lo que era y que ha despistado a algunos biógrafos, pero que en realidad era un simple escribiente accidental para asuntos eclesiásticos menores, como llevar las cuentas de fundaciones y fábricas parroquiales, firmar actas testamentarias, etc. Uno de los biógrafos riojanos de Ensenada, Diego Ochagavía, localizó su firma en la ejecución de un testamento del cura de Hervías y en las cuentas del arca de misericordia hasta 1709.

La madre, Francisca Bengoechea, procedía de Azofra, el pueblo vecino donde se había celebrado el matrimonio. En el libro de bautismos, consta con tres abuelos de procedencia vizcaína, es decir, hidalgos universales vascos que buscaban el reconocimiento de su nobleza en los pequeños pueblos riojanos. Todo valía para «vestir» de origen noble incluso a quien ya era marqués, como prueba el hecho de que Ensenada, en 1742, mandara pedir papeles en su pueblo y en los cercanos para demostrar la hidalguía de su familia cuando iba a entrar en la orden de Calatrava. La pureza de sangre y la hidalguía tuvieron una enorme importancia: Goya, a pesar de su nobleza como pintor del rey, gastó mucho dinero en pleitos intentando demostrar su infanzonía —lo que no consiguió—; Manuel Bretón de los Herreros, ya en la década de 1830, liberal a las órdenes de Salustiano de Olózaga, el padre del liberalismo progresista, todavía esgrimía que sus abuelos de Autol eran hidalgos.

En el limitado entorno rural cercano a Santo Domingo de la Calzada —donde se conserva la casa de su hermana Sixta— vivió Zenón de Somodevilla hasta después de la muerte del padre cuando todavía no contaba diez años. La madre y sus cinco hermanos siguieron residiendo en Santo Domingo de la Calzada, pero el futuro marqués había dejado la casa materna y, tras pasar por Madrid, donde pudo haber estado sirviendo por mediación de parientes —en realidad, no se sabe nada a ciencia cierta, como sentenció Rodríguez Villa—, acabó en Cádiz, donde Patiño lo encontró trabajando, ya con un acreditado prestigio de «escribiente». Ensenada nunca habló de sus años mozos, salvo para repetir machaconamente «me he criado en la Marina», así que ni fue a la universidad, ni ejerció de profesor de Matemáticas, como algunos biógrafos han dicho, sin fundamento. Coxe hasta le hizo catedrático. De creer lo que publicó la Gaceta de Madrid el 25 de diciembre de 1781, para dar noticia de su muerte, que había ocurrido el día 2 del mismo mes, «sirvió a Su Majestad desde 1713», es decir, desde sus once años, edad a la que cientos de niños entraban a servir de pajes —criados— en los barcos o los arsenales de la Marina.

Zenón de Somodevilla y Bengoechea aprendió los rudimentos de las primeras letras, en el entorno rural y clerical de Santo Domingo, de mano de su padre. Su buena letra, grande y de trazos enérgicos, le distinguió siempre. Un curioso Dialogo o discurso imaginario entre el marqués de Esquilache y de la Ensenada, conservado en la Biblioteca Nacional, posterior al motín y claramente ensenadista, repara un poco cazurramente en esta virtud, que para el pueblo llano era un gran mérito. En esta pura y mediocre ficción elogiosa, uno de los arrieros que encuentra el joven Somodevilla camino de Madrid, admirado de su letra que el propio joven pondera como su gran esperanza —también de sus orígenes hidalgos montañeses que Zenón había relatado—, le profetiza «has de adelantar tanto que aun tú mismo te admires de ello».

Tiene un poco más interés el texto anónimo por el pasaje en que el joven Zenón critica a los escribanos y a los garnachas, que es como despectivamente se denominaba a los juristas (garnacha era el nombre que se le daba antiguamente a la toga con que se revestían los jueces). Era una especie literaria muy habitual desde el siglo anterior, pero los ensenadistas exaltaron hasta mucho después de la definitiva caída del marqués en 1766 la animadversión que este sentía por la burocracia de ineptos y corruptos, los garnachas, y por el contrario, su celo en beneficio del pueblo. Una coplilla publicada en la Gaceta en 1770 insistía todavía en este aspecto: «La Única contribución/ remedio al necesitado/ polilla al hacendado/ desea mi corazón». Las apócrifas palabras del marqués en el Diálogo o discurso imaginario… eran de esta guisa:

llegué de pocos años a formar una especie de letra tan preciosa que fue la admiración de mi pueblo […] tuve varias solicitudes y mi padre repetidos empeños de algunos escribanos para que les sirviese de amanuense, llevándome la atención de uno que era de un lugar cuatro leguas del que nací […] fui, en una palabra, a servirlo […] habiendo estado en su compañía poco más de meses, conocí en este corto tiempo que cuanto yo escribía era para que él robase al desdichado pueblo el avariento escribano.

En definitiva, los primeros dieciocho años del marqués permanecen en la obscuridad. Ni él mismo se preocupó mucho de dejar claros sus orígenes, lo que no es de extrañar siendo realmente humildes. A veces, se refería a Santo Domingo de la Calzada como su «patria» —era habitual nombrar la «patria» o la «tierra» en vez de la aldea desconocida—; otras, se decía natural de Alesanco, como cuando entró de congregante de la cofradía de la Virgen de Valvanera en la parroquia de San Ginés de Madrid en 1744, y en fin, la propia acta de defunción recogía erróneamente los datos, pues decía que había nacido en Hervías y que fue bautizado el 2 de junio, ocultando por tanto el primer bautismo del 25 de abril.

En suma, a diferencia del modelo de alto funcionario que propone Pierre Goubert —«su padre o abuelo han ganado fama, ha estudiado con los curas, tiene algunas nociones de Derecho»—, el futuro marqués y ministro solo se adapta a una de las condiciones propuestas por este gran historiador: «ha pasado un periodo de prueba atento y respetuoso en las oficinas ministeriales», pero ni tiene «feudo en provincias» ni «algunos sacos de escudos», ni ha estudiado. Se trata más bien, como propuso la historiadora Janine Fayard, del triunfo del hidalgo, de la sorprendente carrera de un hombre salido de la nada, modelo para su clientela, en buena parte formada por hombres de orígenes y fortuna similares. No es de extrañar que esa «procedencia norteña» le hiciera formar parte del grupo de los vizcaínos liderados por el ministro de Estado Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías. Las críticas de la nobleza contra estos vascos «bajados de las montañas», segundones de las hidalguías vascongadas, fueron muy duras. Para los grandes no eran más que «una tropa de salvajes, los que más han sido pajes», es decir, no eran nada.

Ensenada siempre disfrazó su baja extracción social mediante la adopción de maneras altivas, cuidando en extremo su imagen hasta rozar el fasto en el vestido y los adornos, mientras mostraba una gran desconfianza sobre la duración de su «fortuna». Él mismo jugaba con el En sí nada y el Nada-Adán que luego se divulgaría en las coplas y panfletos: «Yo, en un accidente, seré nada», «Yo no soy nada, pero mi corazón es todo de Vuestra Eminencia» (al cardenal Valenti). Carvajal utilizaba también el mote: «tropiezos» diplomáticos con Inglaterra… son nada nada»; «sin imitar a nuestro padre Adán». Pero el más osado fue Diego de Torres Villarroel, el inclasificable literato, que en el almanaque de 1766, publicado antes del motín, nos demostró que en casa del duque de Alba se hablaba mucho del En sí nada, pues el recadista de los Alba adivinó no solo la caída de Esquilache, al que era fácil colocar en el centro de la diana del malestar popular, sino también la de «nuestro padre Adán», según se deduce de la respuesta al acertijo que nos da el nombre del caído.

Quién es aquel que nació

sin que naciese su padre

no tuvo madre […]

El primer cargo documentado, oficial supernumerario de Marina, lo obtuvo Ensenada por mediación de José Patiño el 1 de octubre de 1720. El nombre del empleo es más rimbombante que real, pues es muy bajo en la escala. La escasez de personal y la falta de profesionalidad en la Marina, que se intentó paliar en 1717 con la creación de la Academia de Guardias Marinas, provocaban ascensos rápidos, pero, a pesar de los esfuerzos del intendente y luego ministro Patiño, todavía en 1720 no era un cuerpo atractivo a causa de la escasez de los salarios y de su irregular percepción. Es posible que Ensenada se hubiera visto con Patiño en Madrid, antes de que llegara a Cádiz para «dar vigor» a la expedición que se preparaba contra Ceuta, pero solo conocemos la breve referencia de Fernández de Navarrete, que luego recogen literalmente Rodríguez Villa y otros biógrafos.

En adelante, el joven Somodevilla pasa por diferentes cargos, siempre como personal civil de la Marina. En 1725 fue nombrado oficial primero y comisario de matrículas en Santander y su puerto y al año siguiente se le destinó a Guarnizo, el astillero próximo que dirigía José del Campillo y que, cuando Ensenada sea ministro, será el modelo de colaboración entre empresarios y la Armada, gracias a los contratos suscritos por su amigo el gran emprendedor José Fernández de Isla.

El joven «oficial» tomó contacto directo con la realidad material de la maltrecha Marina española y conoció de cerca las ideas de Patiño para restaurarla. Vivió en Santander, donde mantuvo los primeros contactos con los jesuitas. Según confesó al final de sus días el propio marqués de la Ensenada al padre Luengo, su primer acercamiento a la Compañía de Jesús se produjo en Santander. Hasta que no fue a Guarnizo, dice Luengo, Ensenada «no sabía que había jesuitas en el mundo». Allí, en el hospital santanderino, «empezó a tratar con ellos y a estimarlos más y más». Según el confidente jesuita, «su afecto y estimación por la orden fue el hecho de que de dos en dos, y durante todos los días, los jesuitas fueran a cuidar a los enfermos del Hospital de Santander».

En 1728 fue nombrado comisario real de Marina. Su primer destino fue Cádiz, pero al poco pasó a Cartagena con el cargo de contador del departamento marítimo y, luego, en 1730, a Ferrol, donde ejerció durante unos meses labores de dirección de los astilleros. La orden de Patiño de 6 de octubre de ese año deja claro que se trata de aplicar aquí «el conocimiento y experiencias con que se halla el referido ministro de lo que se observa en el arsenal de Cádiz, cuyas reglas quiere Su Majestad se sigan en todo en el Ferrol».

Al año siguiente, en julio, el comisario Somodevilla fue destinado a organizar los preparativos de la escuadra destinada a la reconquista de Orán, que partió de Alicante en 1732, al mando del conde de Montemar, el viejo capitán general que pronto será su valedor entre el generalato. El cometido del comisario era contribuir a «la unión de las providencias que se ofreciesen en los buques, tropas y transportes» y, como se le reconocía en el ascenso a comisario ordenador de Marina que le supuso el éxito de la expedición, «el particular encargo de ministro del armamento que destiné para la recuperación de la plaza y fortaleza de Orán». A partir de ahora, Somodevilla aparece como un organizador cuya labor principal es coordinar Marina y Ejército, dos cuerpos separados en administración y personal cuya diferente normativa y tradiciones plantearon siempre problemas de eficacia.

Durante las expediciones italianas que se iniciaron en 1733 y que iban a culminar instalando en el trono de Nápoles a Carlos de Borbón, el primogénito de Isabel de Farnesio y futuro Carlos iii de España, Zenón de Somodevilla se ocuparía de tareas tan dispares como aprontar víveres para la tropa, comprar velas —«en Nápoles no se encuentra lona de que hacerlas»—, pagar a las tripulaciones, reclutar tropa en Italia. Para ello se le adelantaron 25 000 pesos, que podría aumentar lo que «hubiere menester para las urgencias que ocurrieren» con la previsión de «que no se mezcle la cuenta y razón de Marina con la de Tierra», según decía la Real Orden de 7 de agosto de 1734, por la que Somodevilla debía embarcarse en Cádiz «y continuar en el cargo de ministro principal del armamento naval de la expedición a Nápoles».

El éxito italiano produjo las consiguientes recompensas. El rey Carlos de Borbón escribió a su padre Felipe v recomendando las virtudes de Somodevilla y por «merced espontánea», en uno de sus primeros actos regios, le nombró marqués de la Ensenada, el 8 de diciembre de 1736 (con acuerdo anterior de 17 de julio). En el preámbulo del título napolitano se reflejaba la dedicación de Somodevilla a la administración de la Marina, refiriendo sus muchos cargos, y aparecía el primer intento de ennoblecer el pasado del marqués mediante el recurso un tanto torpe de hacerle descender del solar camerano de Valdeosera, ya en esta época una oficina de compraventa de hidalguías «populares». Debió ser una justificación de urgencia, sin duda sugerida por el propio marqués, a falta del suficiente valor para sostener la hidalguía paterna como rango nobiliario. Ensenada no volverá a emplear esta mentira una vez que el marquesado y las órdenes de Calatrava y San Juan —esta también concedida a su hermana— le ayuden a elevar por sí el prestigio social de los Somodevilla.

Los años que van de 1737 a 1740 fueron de gran interés para la experiencia administrativa del ya flamante marqués de la Ensenada. Muerto Patiño en noviembre de 1736, Ensenada empezó a ocupar puestos de gran importancia en la Marina, pero sobre todo, en el entorno cortesano de la Farnesio. El 14 de marzo de 1737, Felipe v creaba el Consejo del Almirantazgo, un organismo con amplias facultades cuya secretaría ponía en manos de Ensenada. Podría parecer solo un subterfugio para conceder el encopetado título de almirante de España e Indias al infante Felipe, el segundo hijo de Isabel de Farnesio al que había que adornar para buscarle un trono como a su hermano Carlos; pero la junta creada tres meses después tenía atribuciones importantes y algunas eran un estímulo para el aprendiz Ensenada, por ejemplo, el «reglamento de Ordenanza»: el primer antecedente de las ordenanzas de Marina que Ensenada logrará dictar después, cuando sea ministro. Según Fernández de Navarrete, algunas de las realizaciones de la Junta, como la ordenanza de 17 de diciembre de 1737 para la reforma de los arsenales, el reglamento de sueldos de 3 de febrero de 1738, etc. se deben al secretario del Almirantazgo Ensenada. Estas y otras ideas esbozadas durante estos cuatro años —la atención a los inválidos, la matrícula de mar ampliada a los pescadores, la construcción de buques en astilleros americanos— se reflejarán en las Ordenanzas de 1748 y serán mantenidas en la Armada en adelante, contribuyendo al prestigio del ministro de Marina.

Un nuevo motivo de medro personal fue la próxima guerra en que iba a participar España: la de la sucesión de Austria. En octubre de 1740 moría en Viena el emperador Carlos vi y se reavivaban los intereses de los monarcas españoles sobre Italia. El joven infante Felipe, ya casado con una hija de Luis xv y almirante, iba a encabezar la expedición militar, de nuevo confiada al conde de Montemar, en la que Ensenada desempeñaría el cargo de secretario de Estado y Guerra del príncipe. Durante cuatro años había sido su secretario, así que «por lo mismo será vuestra persona grata al infante», decía el nombramiento, que obviamente venía inspirado por Isabel de Farnesio.

Hasta su nombramiento ministerial en 1743, esta fue para Ensenada su primera experiencia en el terreno de la diplomacia, lo que le permitió conocer un mundo muy diferente al de la Marina y el Ejército. Como secretario de Estado del infante, trató con el marqués de Villarías, secretario de Estado, con el príncipe de Campoflorido, embajador en París, con el conde de Perelada, con el duque de Veragua, con Manuel de Sada, todos embajadores y expertos diplomáticos que luego le serán de gran apoyo, así como con algunos extranjeros, como el duque de Richelieu. Tuvo los primeros contactos cortesanos con Nápoles y conoció a algunas personas de gran trascendencia en su futuro, como por ejemplo, Pablo de Ordeñana, su «oficial mayor», luego su sustituto en la secretaría del infante cuando sea nombrado ministro y en adelante su primer confidente. También trató con un jovencísimo duque de Huéscar (luego, Alba) —tenía doce años menos que el marqués—, todavía brigadier de infantería pero ya ayudante de campo del infante y pronto a iniciarse en labores diplomáticas. En las instrucciones de Felipe v al infante, ya se le menciona como posible interlocutor ante la corte de Nápoles. Su amistad con Ensenada le valdrá al duque en 1744 el ascenso a capitán de la Primera Compañía de Guardias de Corps, un cargo que le permitía la entrada en palacio y el contacto diario con los reyes.

Otro de los personajes que Ensenada conoció en Italia fue el marqués de la Mina, el general que sustituyó a Montemar, malquisto ya con el ministro José del Campillo después de la calamitosa campaña de 1742. A diferencia de Huéscar, Mina, un hombre que ya pasaba de los cincuenta años, le profesará una constante lealtad hasta el final. Había sido embajador en Francia entre 1737 y 1740, ganándose la merecida fama de francófobo, pero su dedicación fue el Ejército, en el que ganó gran reputación, aumentada luego como capitán general de Cataluña. Ensenada le pudo tratar poco en Italia, pero, luego, en España fue uno de sus primeros colaboradores militares y aún se mantendría fiel al proyecto ensenadista de las Milicias después de desterrado Ensenada en julio de 1754. Su manera de acabar con el motín de Barcelona en 1766 amenazando con los cañones recuerda a los métodos expeditivos que empleará Ensenada, por ejemplo, en el motín de Caracas. Eran gente de mano dura.

La facilidad para establecer este tipo de relaciones personales y el buen servicio al infante Felipe —como antes a Carlos, ya rey de Nápoles— propiciaron que Ensenada fuera ganando estimación en la corte dominada por Isabel de Farnesio. El conde de La Marck, embajador de Luis xv en Madrid, fue clarividente al advertir, años antes de que le nombraran ministro, que había en la corte un hombre joven, secretario del Consejo del Almirantazgo, que acabaría ganando en la carrera a otros de más experiencia; se refería a Ensenada, del que el embajador decía que era «galant homme et bien intentionné» (Caballero y bien intencionado). Para los franceses, su encumbramiento no fue una sorpresa. Para los que sabían quién llevaba las riendas de la monarquía, tampoco.

Su ascenso en 1743 a las secretarías de Hacienda, Marina, Guerra e Indias, se ha presentado como fruto de las intrigas palaciegas de las damas del entorno de la Farnesio, especialmente de la camarera de la reina, la marquesa de Torrecuso, pero también de la marquesa de la Torrecilla, su amiga íntima, y de Juana María O’Brien, marquesa de Salas, una de sus espías, la esposa de un gran amigo del marqués de sus tiempos napolitanos, el duque de Montealegre, el brazo derecho de Carlos de Borbón en Nápoles. La marquesa de Salas le prestará importantes servicios en París.

También se dijo que, como conocía todos los secretos de la política del recién fallecido ministro Campillo —muerto de repente el día 11 de abril de 1743—, los reyes resolvieron con rapidez en medio del nerviosismo que produjo el desenlace. Pero no parece que esa fuera la razón, pues Campillo y Ensenada no se llevaban bien. Casi veinte años antes había habido un serio incidente en Guarnizo, cuando el joven Somodevilla era un subordinado del jefe del astillero, el futuro ministro José del Campillo. Se trata nada menos que de una denuncia ante la Inquisición contra Campillo, en 1726, acusándole de leer libros prohibidos y tener tratos con herejes. Somodevilla, con sus 24 años, tuvo que declarar en el proceso, seguido en el Tribunal de Logroño, y según escribió el propio Campillo, su posición no quedó clara: «un subalterno mío —se refiere a Ensenada— se resiste de volver a mi casa, diciendo, en atención a aquellos delitos que me atribuye la maledicencia y la emulación, que no le conviene». El Tribunal absolvió al futuro ministro, pero las dudas sobre la actuación de Ensenada y su relación posterior con el ministro no están despejadas. Campillo acabó pensando que Somodevilla era «poco considerado, mal satisfecho o quejoso de mí, porque no me interesaba en sus ascensos» y sentenció: «mi quejoso subalterno, que morirá de este mal», en referencia a su desmedida ambición.

Lo importante es que Ensenada era, a la muerte de Campillo, un modelo de perfecto cortesano ante los ojos de los reyes, sobre todo de Isabel de Farnesio, a la que le ofrecía una segura complicidad en la misión de «colocar» a sus hijos, una pieza más en la idea farnesiana de engrandecer la Casa de Borbón. Pero hasta la muerte de Felipe v, que iba a tener lugar tres años después de su nombramiento, el ya ministro Ensenada se fue difuminando, pues en la domus regia el dominio lo ejercía el valet de la Farnesio, el marqués de Villarías, Sebastián de la Cuadra, con sus vizcaínos. Por eso, los primeros pasos del ministro fueron los de un cortesano prudente, grato y trabajador, humillado ante sus «amos», gestos que quedaron incorporados para siempre a sus «maneras».

Cuando recibió en Chambéry —la capital de la Saboya histórica, donde se encontraba el ejército del infante Felipe— la noticia de su próximo nombramiento, nada menos que ministro de cuatro secretarías, adelantada por el marqués de Scotti, secretario de Isabel de Farnesio, Ensenada escribió varias cartas apresuradamente dando cuenta de una extremada resistencia al nombramiento; una de ellas era para Scotti (22 de abril de 1743), al que le decía: «yo no entiendo una palabra de Hacienda; de Guerra, lo mismo con corta diferencia; el comercio de Indias no ha sido de mi genio, y la Marina en que me he criado es lo menos que hay que saber para lo mucho que la piedad de los Reyes quieren poner a mi cargo. Agrégase a esto la cortedad de mis años, pues algunos me faltan para cuarenta…» (el marqués se quitaba años, pues tres días después cumplía 41).

Las pruebas exageradas de humildad sobrepasan las tradiciones cortesanas y se repiten a lo largo de su vida —el En sí nada—; quizás responden a un rasgo de su carácter, pero seguramente se trata de una reacción espontánea de quien procede de una baja extracción social y se siente orgulloso de ser elevado por sus propios méritos, que disminuye para que otros los ponderen más; en todo caso, sus pruebas de humildad están siempre acompañadas de referencias de apasionada entrega a los reyes. Veamos otro ejemplo en la siguiente carta a Villarías: «En continua vigilia estoy luchando con la reflexión de las grandes honras y confianzas que debe mi pequeñez a la piedad de los Reyes, la de mi imposibilidad de desempeñarlas, y la de apartarme de los pies de un Amo que idolatro, y a los que había hecho ánimo de morir, cuya esperanza no he perdido, y este es el único consuelo que experimento en mi pena». El marqués era barroco en todo.

Tras recibir el nombramiento oficial el día 25 de abril de 1743, Ensenada se puso en camino al día siguiente, a la una del mediodía. El viaje fue rápido, pues el 8 de mayo fue recibido por los reyes en Aranjuez. Detalló el gran momento en una carta de ese mismo día a su fiel Ordeñana. Todo el mundo lo celebraba, «la Reina nuestra Señora lloraba de gozo». Ensenada comenzaba así la vida en la Corte, dedicado a su mayor preocupación por el momento: encontrar dinero para pagar la guerra, respetando el terreno de Villarías, muy ocupado en esos momentos con las siempre difíciles relaciones con Francia.

Con la guerra en Italia provocando constantes tensiones entre las tres casas de Borbón reinantes, Villarías y el embajador en París, el marqués de Campoflorido, habían logrado firmar el tratado de Fontainebleau en octubre de 1743. Era un nuevo pacto de familia que volvía a ratificar la sumisión de los intereses españoles a Francia. Su ambigüedad en temas como la seguridad del rey de Nápoles, o la restitución de Gibraltar, había sido advertida por el propio Villarías, que, ante el resultado final del tratado, culpaba a Campoflorido de no haber cumplido las instrucciones que se le dieron. Para Ensenada, que ya conocía las trampas del mundo diplomático, no tenía tanta importancia, pues sabía que el definitivo tratado de paz al que aspiraban —que al final se firmó en Aquisgrán, en 1748— solo se lograría cuando Inglaterra y Francia quisieran y con las cláusulas que quisieran, como así fue. La España discreta no podía exigir nada en la mesa de las negociaciones; para hacerlo era necesario aumentar su prestigio y su Ejército y su Marina, como pronto representará el marqués al próximo rey, Fernando vi.

Tras el pacto, Ensenada comenzó a intervenir en los asuntos de Villarías cuando peligraba la Hacienda, pues la guerra lo consumía todo. Ante el riesgo de una nueva bancarrota en 1744, no dudó en reaccionar acusando abiertamente al odioso embajador de Luis xv, el obispo de Rennes, ante el propio Villarías: «yo no puedo conformarme con las máximas del obispo de Rennes, porque daré de costillas con la Hacienda y por consecuencia con el servicio del Rey, porque aunque es cierto que cualquiera en mi lugar hará más que yo con la Hacienda, también lo es que yo a lo menos no comprendo la forma de llevar adelante los empeños de la guerra sin los auxilios extraordinarios de que me priva el obispo de Rennes.»

Ensenada era tildado de francófilo, pero sus relaciones con la Corte francesa fueron muy malas al principio a causa de la antipatía del embajador obispo —«tiene odio a mi persona», declaró Ensenada— y del sesgo antiespañol del gobierno de Argenson, que se manifestaba en la exhibición del poder de Francia en Madrid, en la embajada, donde se conspiraba abiertamente a la espera del próximo deceso de Felipe v y la llegada al trono de Fernando vi. Por eso Ensenada dirá: «el obispo de Rennes aspira al concepto, en el común de las gentes, de que él solo es el verdadero ministro de esta Monarquía»; sin embargo, aunque el ministro afirmará unos años después «con la Francia no urge otro paso que el de la disimulación», la historiografía le seguirá reservando el cliché de francófilo.

Ensenada comenzó a mostrarse más activo en política exterior cuando supo que se había firmado el pacto de Turín, el 25 de enero de 1745, pues ponía en peligro las aspiraciones del infante Felipe. Ahora no le importó entrar en el terreno de Villarías, pues ante todo estaba la Farnesio y sus intereses. Sabía de la hostilidad del ministro Argenson, por lo que escribió a Campoflorido recomendándole que se apartara de él —«sus influjos nunca serán favorables a España»— y comenzara una negociación secreta directamente con el rey «de manera que ese ministerio, ya que se cree se oponga a esto, no lo entienda hasta que esté todo ejecutado». Conocedor de las escasas dotes del embajador, el marqués utilizó todas las expresiones posibles para advertirle de la importancia de seguir adelante con el proyecto de colocar al infante: le expuso con detalle la situación general y el desprestigio en que quedaría España ante los enemigos en caso contrario y le advirtió de que «en ello hará un servicio al rey de los que s.m. acostumbra a premiar». Pero Campoflorido fracasó. En la carta de respuesta transmitía a Ensenada el desinterés de Luis xv, que se escudaba en que apoyar al infante como duque de Milán era «un paso anticipado sin haber conquistado la Lombardía», lo que tal y como iba la guerra en los escenarios europeos entre austriacos, franceses, holandeses, prusianos —empantanados los ejércitos en una guerra de desgaste de todos contra todos— y conociendo las intenciones de Francia de llegar a una paz por separado —abandonando a España una vez más, con grave riesgo en el Atlántico ante el poder de los ingleses—, convenció a Ensenada de que por ese camino no había esperanza y que era mejor una paz cualquiera que fuera.

Los fracasos de la guerra, con riesgo real para la Hacienda y para el propio Ejército, de cuya desorganización se quejaba constantemente su general en jefe, el marqués de la Mina, y los desprecios del ejército francés obligaron a Ensenada a buscar una salida decorosa y por eso envió al duque de Huéscar a París como embajador extraordinario. «Va a ver si puede remediar el daño con que nos han amenazado», le dijo Ensenada a la marquesa de Salas (4 de febrero de 1746), aunque quizás Ensenada solo quiso desairar al fracasado Campoflorido enviándole un duque, o incluso paralizar cualquier negociación abierta, pues eran conocidas las escasas dotes de Huéscar, de quien Argenson dijo con frivolidad: «Va al baile de la ópera y se levanta muy tarde, aprovecha el Carnaval».

Para entonces, Ensenada ya había enviado al abate Grimaldi a Génova y luego a Viena con la secreta misión de tantear las posibilidades de paz con Austria. Las relaciones internacionales se reducían cada vez más a los campos de batalla, donde la situación era desesperada. Montemar veía claramente el fracaso y así se lo decía a Ensenada: «Para lograr por la fuerza el establecimiento deseado del señor Infante eran necesarios grandes ejércitos en Italia, repetidos buenos sucesos», pero con agudeza reparaba en «los inmensos caudales que en ella (la guerra) se han consumido y con conocimiento de que nuestros aliados, aun en las negociaciones, mirarán por sus intereses, omitiendo nuestras pretensiones» (9 de marzo de 1747). El viejo Montemar acertó de pleno.

Pero a Ensenada también le interesaba mantener la alianza militar con Francia hasta la paz que ya se barruntaba y tantear otras posibilidades a sabiendas de que llegadas las negociaciones primarían los intereses de Francia. Las instrucciones que dio a Huéscar para el desempeño de su embajada demuestran una vez más el pragmatismo de Ensenada y su conocimiento —y aceptación— de las viciadas maneras diplomáticas: «Siendo la corte de Francia, como todas las demás de Europa, un compuesto de personas de diferentes genios, inclinaciones e intereses, conviene manejarlas según la pasión que domina a cada una [y] es necesario representar al Cristianísimo con tanta viveza nuestras cosas, impugnando anticipadamente cuanto puedan oponer o replicar sus ministros, que encontrándole estos prevenido, no solo se confundan sorprendidos, sino que infieran que hay disposición en el ánimo de aquel príncipe para oír otros consejos que los suyos». Y es que Ensenada sabía que la posición de inferioridad de España en Francia venía de arriba: «Débese mirar aquel Soberano como educado por el cardenal de Fleury, desafecto a España, cuyas impresiones estampadas en su juventud no son capaces de borrarse, porque cada día toman más cuerpo».

Con estos presupuestos, Ensenada, que demuestra un perfecto conocimiento de la Corte francesa, pasa a describir el carácter de los ministros de Luis xv, indicando a Huéscar las posibilidades de venalidad que cada uno ofrece. Ensenada comenzaba a ser un maestro en manejar la bolsa y hasta intentó comprar al propio Argenson, ofreciéndole una grandeza de España. No ha de extrañar que el marqués escribiera: «porque el fundamento de todo es el dinero».

Según la información de Ensenada, la situación y las posibilidades eran las siguientes: los maîtres de la situación eran los Argensones, con los que poco se podía lograr «mientras subsista un sistema que solo puede alterarse ganado a los Argensones, parte con esperanza de premio y parte dándoles a entender que el tener contenta nuestra Corte es el medio más seguro de conservarlos en la gracia de su Soberano». Pero también se les puede acercar por medio del conde de Maillevois, el yerno de Argenson, «político muy hábil, astuto y de segunda intención, ambicioso y codiciadísimo de honores en España, aspira al Toisón; es necesario lisonjear, pero no asegurar su esperanza». Más fácil es acceder al favor del duque de Richelieu, «el menos desafecto», que además ha sido desplazado por Argenson y «solicita con viveza el Toisón»: «es necesario —dice Ensenada— fomentar esta especie, si vuelve a la Corte para tenerle más adicto, saber por su medio muchas cosas interiores de Palacio y sugerirle las especies que convenga toque en las ocasiones que se le presenten de hablar con el Cristianísimo».

Esta incursión de Ensenada en los temas de Estado le iba acercando al resuelto duque de Huéscar y a José de Carvajal y Lancáster, que despuntaba ya desde el Consejo de Indias como un hombre de futuro. Como el reinado del viejo Felipe v tocaba a su fin, el nerviosismo ante la llegada de la «esperanza española», Fernando vi, revelaba que estos dos personajes eran la verdadera jefatura del «partido español», el partido de los altaneros Grandes de España y la gran nobleza, que esperaba su gran momento una vez desaparecido Felipe v y apartada Isabel de Farnesio, los reyes que tanto les habían marginado.

Ensenada se acercaba con mucha astucia a los hombres nuevos del nuevo rey, aunque provocara el recelo de Villarías y su facción farnesiana, los poderosos vizcaínos, que se empezaron a mostrar temerosos ante los movimientos del marqués. Precisamente es este rechazo lo que notan los todavía pocos «clientes» de Ensenada, pero él lo sabe dirigir aparentando proteger a los rechazados: va a empezar a crecer la red clientelar ensenadista y Huéscar, sin saberlo, va a ser uno de los mejores aliados para tejerla. El duque, claramente obstaculizado en París por Campoflorido, no tardó en cargar contra Villarías apoyándose en un pretendido «partido contrario» que su vehemencia ayudará mucho a constituir cuando acceda al trono Fernando vi y llegue la hora del cuarto del príncipe. Pocos meses antes de la muerte de Felipe v, el 25 de abril de 1746, Huéscar le decía a Montiano: «el marqués me acumula las pruebas de su constancia. Cuento a v.s. [Montiano] por uno de los más seguros amigos que tengo. No me faltarán Ordeñana ni Carvajal ni media docena de amigos que guardan su amor propio para dármelo a mí». Montiano era el oficial mayor de Villarías, pero estaba ya completamente ganado por Ensenada. Los franceses decían que iba a llegar la hora de los españoles y se presumía que Carvajal y Huéscar serían encumbrados, pero Ensenada fue más hábil y les ganó por la mano, como veremos.

Tuvo que ser hábil para sortear el peligro que suponía provenir de la antigua Corte y haber sido un vizcaíno, y desde luego, un adicto a la Farnesio, la odiosa madrastra. Precisamente, Villarías y la reina viuda —a la que Huéscar odiaba— eran los primeros objetivos a batir y Ensenada podía caer con ellos si el «partido» que pretendía Huéscar lograba la hegemonía. Huéscar le decía a Carvajal en noviembre de 1746 que rompería sus cartas para que le escribiera sin temor «sobre todo si nuestro partido se compone»; por eso, Ensenada aduló a Huéscar y así pudo estar en primera fila en la «poda del árbol farnesiano», que iba a comenzar en medio de la euforia de las fiestas de proclamación de Fernando vi, la esperanza de los españoles.

El marqués de la Ensenada

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