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Capítulo 1

Los antecedentes de la Guerra Fría

Aunque es habitual situar los orígenes de la Guerra Fría en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, lo cierto es que los antecedentes de la guerra de ideologías entre el régimen comunista soviético y los países capitalistas se sitúan en el mismo momento en el que los bolcheviques, con su líder Vladimir Ivanovich Lenin al frente, tomaron el poder el 26 de octubre de 1917. El nacimiento del régimen que cambiaría el rumbo de la historia tuvo como primera consecuencia la Guerra Civil rusa entre el Ejército Rojo de los bolcheviques y el Ejército Blanco, compuesto por los opositores al bolchevismo. El miedo en el bloque capitalista a la intención bolchevique de extender su revolución por todo el mundo empujó a los países aliados, en un principio, a los ejércitos británico y francés, a intervenir en el conflicto intestino ruso, en apoyo del denominado Ejército Blanco. Asimismo, durante la Primera Guerra Mundial, la firma del Tratado de Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918, entre la República Socialista Federativa Soviética de Rusia y Alemania, que finalizó la contienda en el Frente Oriental, fue el otro desencadenante de la intervención aliada en Rusia, ya que el ejército alemán podía fijar todos sus esfuerzos operativos en el Frente Occidental.

La intervención aliada en la Guerra Civil rusa

Las tropas enviadas por los aliados eran muy parcas y limitadas, ya que esperaban que la oposición rusa pudiera acabar por sí misma con el gobierno bolchevique. La fuerza contraria al bolchevismo más importante era la Legión Checoslovaca, formada por prisioneros de guerra de las tropas austrohúngaras, de origen checo y eslovaco. A pesar de este apoyo, los británicos y franceses pidieron al presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, que enviara tropas para dicha intervención. El contingente estadounidense se dividió entre los soldados de la “Expedición Oso Polar” destinados a la ciudad rusa de Arjángelsk y los combatientes que fueron dirigidos hacia Vladivostok. A pesar de toda esta fuerza multinacional (otras naciones que enviaron tropas fueron Japón, Italia, Rumania, Grecia, Polonia, Serbia…), la intervención aliada en Rusia y el Ejército Blanco no consiguieron sus objetivos principales, es decir, derrocar al gobierno bolchevique y acabar con la propagación del comunismo por el territorio ruso. Antes bien, el gobierno de Lenin salió fortalecido de esta guerra, totalmente impopular porque el pueblo ruso la consideró una agresión de las potencias extranjeras, una verdadera invasión, y porque veía en el gobierno bolchevique el único con fuerza suficiente para mantener unida a Rusia, lo que le proveyó del apoyo mayoritario del ejército ruso y de su oficialía.

Por su parte, como consecuencia de la Conferencia de Paz de París, celebrada en 1919 y a la que asistieron el presidente estadounidense Woodrow Wilson, el primer ministro británico David Lloyd George, el primer ministro francés Georges Benjamin Clemenceau y el primer ministro italiano Vittorio Emanuele Orlando, se crearon un conjunto de países independientes (Finlandia, Estonia, Lituania, Letonia, Polonia y Checoslovaquia) en el Este de Europa. Dos razones llevaron a las potencias aliadas vencedoras de la Primera Guerra Mundial al establecimiento de estos nuevos estados; en primer lugar, proporcionar una soberanía legítima a las distintas nacionalidades y territorios que habían sido gobernados por los ya vencidos imperios ruso, alemán y austro-húngaro; en segundo lugar, crear un “cordón sanitario” de estados no comunistas que pudieran aislar y contener a la Rusia bolchevique de Occidente. Esta precaria frontera, verdadero antecedente de la división en bloques de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, no pudo contener la influencia revolucionaria en los países occidentales.

Las ideologías en conflicto tenían un origen secular. Pronto se polarizaron en dos bandos representados por los líderes de cada potencia, Woodrow Wilson como presidente de Estados Unidos y Vladimir Ilich Ulianov, como el líder de la revolución bolchevique, y por las dos doctrinas que imperaban en cada una de estas facciones: el liberalismo estadounidense, que hundía sus raíces en las teorías de John Locke, y el comunismo soviético, cuya base ideológica eran las teorías de Karl Marx.

La lucha de dos ideologías

El enfrentamiento entre ambas ideologías se debió a las propias características de cada una de ella. Las dos eran universalistas, es decir, ambas mantenían que su concepto de sociedad se podría aplicar a todas las naciones y pueblos. Ambas naciones se enorgullecían de su modernidad, que buscaba acabar con las tradiciones políticas anquilosadas y moribundas de Europa, y transformar de esta manera el mundo. Ambas naciones, además, consideraban progresistas a sus respectivas ideologías y a la historia como una irreversible marcha hacia el perfeccionamiento que definían como la propagación de su propia influencia; por lo tanto, el avance de una suponía el retroceso de la otra. Por último, ambas ideologías mostraban una tensión entre determinismo y mesianismo. Aunque los líderes de cada ideología creían que la historia estaba de su lado al estar ellos mismos en poder de la razón política, no querían mantenerse al margen del curso de la historia y estaban dispuestos a influir directamente en ella. Por esta razón, Estados Unidos y la Rusia soviética representaban nuevas formas de política internacional.

Al proclamar su universalismo y su mesianismo, cada una intentaba transformar el mundo entero como un medio para el progreso social. Con tal altas aspiraciones, la coexistencia estable, como se demostró posteriormente, era imposible. Las líneas de la política exterior soviética se institucionalizaron en la III Internacional, fundada en marzo de 1919. Tras relegar a las relaciones diplomáticas tradicionales al uso entre naciones, se estableció a los obreros de las distintas naciones capitalistas como los interlocutores válidos de las relaciones soviéticas, mediante los órganos dirigentes de los partidos comunistas de las diversas naciones del mundo, incluido obviamente Estados Unidos, como paradigma de sociedad capitalista. Este era el método ideado desde Moscú para internacionalizar la revolución soviética y la pretendida unión de todos los proletarios del mundo.

Por otro lado, la política exterior estadounidense giraba alrededor del planteamiento internacionalista de la doctrina wilsoniana. El presidente Wilson configuró sus relaciones internacionales a través de la redacción de sus Catorce Puntos, es decir, de las propuestas presentadas por él el 8 de enero de 1918. En ellas preconizaba, además de la creación de una asociación general de naciones, la conveniencia de promover un internacionalismo liberal basado fundamentalmente en la garantía de la independencia política y de integridad territorial para todos los estados, así como la expansión del libre comercio, pilar fundamental del capitalismo. Los líderes estadounidenses veían la Revolución Rusa como una amenaza para su libertad y para el “modo de vida americano”, puesto que la influencia bolchevique se había infiltrado con fuerza y extensamente en Estados Unidos. La sociedad estadounidense sufrió una verdadera fiebre antibolchevique bajo el mandato de Woodrow Wilson que afectó a los emigrantes europeos, porque se les culpaba de haber introducido en el país las ideologías izquierdistas revolucionarias. El presidente estadounidense presionó al Congreso para que aprobara la Ley de Sedición el 16 de mayo de 1918, que permitía en tiempos de guerra imponer una multa de 10.000 dólares o prisión por no más de veinte años, o ambas penas, a cualquier ciudadano que profiriese, imprimiese, escribiese o publicase cualquier contenido desleal, profano, difamatorio o abusivo contra la política del gobierno estadounidense. Esta ley no fue la única que se promulgó contra los miembros de la izquierda más radical; el 16 de octubre de 1918 se ratificó la Ley de Inmigración, que endurecía sobremanera la legislación contra los extranjeros que pretendían ser acogidos en Estados Unidos, amparándose en la necesidad de deportar a los anarquistas de origen europeo que eran contrarios a la participación del país en la Primera Guerra Mundial; también impedía la entrada en territorio estadounidense de todo europeo susceptible de ser anarquista o del ala izquierdista radical. De esta manera comenzaba el llamado “Primer Terror Rojo” en Estados Unidos.

Aunque todas estas decisiones no evitaron la radicalización anarquista en dicho país, las medidas preventivas llevadas a cabo por Wilson continuaron con el nombramiento de Alexander Mitchell Palmer como fiscal general, el 27 de febrero de 1919, cargo que ocupó desde el 5 de marzo del mismo año. Al mes siguiente una serie de atentados con cartas bomba perpetrados por seguidores del anarquista de origen italiano Luigi Galleani, intentaron acabar con la vida de treinta hombres de negocio y políticos; entre ellos estaba el propio Palmer. Otra oleada de atentados, esta vez con paquetes bomba, tuvo lugar el 2 de junio; Palmer, de nuevo, sufrió un ataque terrorista, cuando explotó uno de los artefactos en el porche de su propia casa.

Estos atentados fueron el punto de partida de las famosas “redadas de Palmer”, una serie de detenciones masivas de presuntos activistas anarquistas, seguidores o simpatizantes de dicha ideología. Las primeras se realizaron en Buffalo, Nueva York, en julio de 1919. El 1 de agosto de 1919, Palmer puso a un joven John Edgar Hoover, convencido anticomunista, a cargo de la División de Inteligencia General, también conocida como División Radical, que era una nueva división de la Oficina de Investigación del Departamento de Justicia. Edgar J. Hoover se encargaría de investigar los programas ideológicos de los grupos radicales (de ahí el nombre del departamento a su cargo) y de identificar a sus miembros. Demostrando su capacidad de organización y de trabajo, Hoover y sus agentes consiguieron tener en su poder en noviembre de 1919 una lista con el nombre de 60.000 sospechosos de la izquierda radical. Este ingente conjunto de datos permitió que los arrestos de presuntos saboteadores ascendieran a 6.000 en enero de 1920; unos meses después, los arrestados llegaban a 10.000, de los que solo 3.500 permanecieron encarcelados con pruebas fehacientes de su culpabilidad, mientras que 556 residentes extranjeros en Estados Unidos fueron expulsados a sus países de origen. Entre estas masivas deportaciones, uno de los casos que más expectación causó fue la expulsión de la activista anarquista de origen lituano Emma Goldman, que fue repatriada junto a otros 248 rusos en el Buford, barco que fue apodado despectivamente por la prensa del momento como el “Arca Soviética”, o el “Arca Roja”. Esta política de persecuciones masivas se basaba en la exagerada e incluso paranoica creencia en una supuesta e inminente revolución de ideología bolchevique en Estados Unidos, que nunca llegó a producirse. La opinión pública empezó a criticar esta actividad antirradical por los continuos arrestos sin cargos de tantos ciudadanos en tiempos de paz.

Sin embargo, la política oficial de Estados Unidos con respecto a la Rusia Soviética era la de no reconocimiento diplomático, debido a la ya mencionada intención de la III Internacional comunista o Komintern de extender su revolución por todo el mundo. Por el contrario, donde la política frenaba las relaciones bilatelares, la economía sirvió como nexo de unión entre ambos bloques, a partir de la Nueva Política Económica, también llamada capitalismo de Estado, propuesta por Vladimir Lenin y decretada el 21 de marzo de 1921. No obstante, fue un terrible acontecimiento que asoló el territorio ruso el que contribuyó al acercamiento del mundo occidental a la Rusia Soviética: la hambruna de 1921. Al llamamiento del gobierno soviético y de destacados intelectuales como el escritor Máximo Gorki, Occidente acudió en ayuda del pueblo ruso, encabezado por el Comité Internacional de la Cruz Roja, y por el alto comisionado de la Sociedad de Naciones, el noruego Fridtjof Nansen, cuyo comportamiento solidario en este desastre humanitario le proporcionaría la concesión del Premio Nobel de la Paz en 1922. Estados Unidos ante el llamamiento de ayuda respondió con una campaña de apoyo dirigida por el futuro presidente Herbert Hoover, en esos momentos director de la Administración de Ayuda Americana (ARA, en sus siglas originales correspondientes a American Relief Administration). Los llamados “chicos de Hoover”, es decir, los cooperantes estadounidenses que desembarcaron de los primeros barcos de ayuda en la ciudad rusa de Petrogrado, fueron de los primeros extranjeros en romper el aislamiento internacional de la Rusia soviética.

La economía: primer nexo de unión

Los líderes bolcheviques, con Lenin a la cabeza, impulsaron como ya hemos mencionado su Nueva Política Económica. Con ella redujeron el control de la economía por parte del estado, lo que permitió una mayor liberalización del mercado y la coexistencia del sector público y del sector privado, en una suerte de “economía mixta”, y alentó el uso de las concesiones económicas con firmas extranjeras. Los acuerdos económicos soviéticos y estadounidenses no entraron en conflicto pese a la falta de relaciones diplomáticas entre las dos naciones. La Nueva Política Económica sería abandonada a raíz de la entrada en vigor del primer plan quinquenal (1928-1932), bajo el liderazgo de Jósif Stalin, con el propósito de industrializar rápidamente a la URSS, de la que aquél era su secretario general desde el 3 de abril de 1922. A pesar de que los más recalcitrantes bolcheviques criticaron la Nueva Política Económica, por considerarla un paso atrás en la marcha imparable del comunismo, para poner en marcha los planes quinquenales no dudaron en pedir ayuda y esfuerzo económico al buque insignia del capitalismo estadounidense, que no era otro que Henry Ford. El magnate de la industria automovilística aceptó de buen grado la invitación de Stalin el 31 de mayo de 1929 para montar una planta de automóviles, la NAZ, hoy llamada GAZ o Gorkovsky Avtomobilny Zavod, ‘Planta Automovilística de Gorky’, en dicha ciudad rusa, hoy Bajo Nóvgorod, donde envió Ford a sus ingenieros y técnicos para ponerla en funcionamiento. También se establecieron relaciones comerciales entre la URSS y la Radio Corporation of America, la RCA, para que la empresa estadounidense proveyera a la patria del comunismo de equipos de radio con el fin de construir redes de emisoras para el gobierno soviético. Esto hizo que las visitas a la URSS de los técnicos e ingenieros de la empresa estadounidense se multiplicaran.

Esta tímida apertura al capitalismo de la URSS fue vista por los políticos estadounidenses como su primer paso para alejarse del comunismo. Sin embargo, el crack de la Bolsa de 1929 que inició la Gran Depresión en Estados Unidos se consideró en la URSS como el comienzo del fin del capitalismo, ya que la crisis económica de Occidente era el primer paso de su última fase. Parecía que el determinismo histórico que caracterizaba a ambas ideologías era una doctrina acertada a la luz de los acontecimientos. El presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, que juró su cargo el 4 de marzo de 1933, propuso para salir de la crisis el denominado New Deal o ‘Nuevo Trato’. Con él se desarrollaba una política económica intervencionista del Estado y el desarrollo de una importante política social de asistencia a las capas más desfavorecidas de la población, que se habían incrementado exponencialmente debido al gran desempleo.

La URSS había abandonado por un tiempo sus ambiciones de la revolución global, para centrarse en el desarrollo de su industria pesada, con el fin de salir de una economía puramente agrícola. Ante la crisis del capitalismo, muchos inversores y hombres de negocios estadounidenses promovieron el reconocimiento diplomático de la URSS, ya que era una nación que les ofrecía vastas posibilidades económicas y comerciales a dichos financieros, frente a la recesión imperante en Estados Unidos. Razones económicas y políticas llevaron al presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt y al comisario del pueblo para Asuntos Exteriores soviético, Máximo Litvinov, a establecer relaciones diplomáticas el 16 de noviembre de 1933.

El ascenso de los fascismos

El miedo a la extensión del comunismo y la situación económica derivada de la Gran Depresión en la economía europea tuvieron una serie de consecuencias en Europa que cambiaron la historia del mundo. El ascenso de los regímenes totalitarios, en Italia el conducido por Benito Mussolini, un socialista renegado, y en Alemania el liderado por Adolf Hitler, un antiguo y oscuro cabo en la Primera Guerra Mundial, fueron las muestras palpables de la crisis del liberalismo en la Europa en los años posteriores a la Gran Guerra. La crisis económica que aquejó a Italia y a Alemania, como al resto de países europeos beligerantes en la Primera Guerra Mundial, afectó a toda la población, que vio cómo el sistema político de las democracias liberales era incapaz de solucionarla. Las clases medias y medias bajas abrazaron los ideales totalitarios de los líderes fascistas, que se presentaban como anticomunistas, antiliberales, nacionalistas y defensores de la patria. Este apoyo de los pequeño-burgueses al fascismo se debió a dos factores fundamentalmente. En primer lugar, a su temor al poder cada vez mayor de las clases obreras, que reclamaban una revolución como la bolchevique en la antigua Rusia zarista; en segundo lugar, al descontento de dichas clases tras la Primera Guerra Mundial, que no se habían visto recompensadas en el caso italiano al salir victoriosas, y que, en el caso de Alemania, se habían sentido defraudadas tras la derrota que para ellos había sido totalmente deshonrosa, pues sus ideales de heroísmo y nacionalismo habían sido pisoteados.

Las democracias europeas también tuvieron movimientos de apoyo a estos ideales, como fue el caso de la Unión Británica de Fascistas, el partido político liderado por sir Oswald Mosley en Gran Bretaña, que incluso gozó del apoyo durante un tiempo de rotativos como el Daily Mail.

Las democracias occidentales tuvieron una actitud de cierta laxitud ante la política que adoptó la Alemania hitleriana. El primer ministro británico Neville Chamberlain y el francés Édouard Daladier adoptaron una política de apaciguamiento con los regímenes totalitarios surgidos en Alemania y en Italia. Conscientes del agotamiento económico y moral que habían sufrido sus respectivas sociedades por el horror de la Primera Guerra Mundial, ambos dirigentes intentaron mantener la paz con la Alemania del III Reich y con la Italia de los fascistas. Para ello, permitieron todas las violaciones que realizó Hitler al Tratado de Versalles, que se había hecho efectivo a partir del 10 de enero de 1920. Así, Hitler remilitarizó Renania, una zona fronteriza con Francia, cuando ordenó a sus tropas ocupar dicha zona el 7 de marzo de 1936. Ante el golpe de Estado del general Franco y otros militares en España en julio de 1936, Alemania e Italia dieron apoyo militar a las tropas sublevadas. En octubre de ese mismo año, Italia y Alemania firmaban el Eje Roma-Berlín. Un mes después, el 25 de noviembre, el gobierno Imperial de Japón y el gobierno alemán firmaron el Pacto Antikomintern, para frenar la Internacional Comunista soviética; de esta manera, Hitler se había asegurado la adhesión, de manera separada, de los dos regímenes totalitarios más poderosos después del suyo. Posteriormente, el régimen nazi se anexionó Austria, el 12 de marzo de 1938, lo que supuso el principio de la Gran Alemania; a través de esta política de anexiones o Anschluss, Hitler pretendía conseguir el ‘espacio vital’ o Lebensraum que había preconizado en su obra Mi lucha, libro programático de la política nazi. El siguiente paso del régimen nacionalsocialista fue reclamar la región checoslovaca de los Sudetes, territorio con población germanoparlante. Siguiendo con su política de apaciguamiento, Chamberlain y Daladier firmaron el 30 de septiembre de 1938 los Acuerdos de Múnich, ante el Führer alemán, Adolf Hitler, y el Duce italiano, Benito Mussolini, con la ausencia del entonces presidente de Checoslovaquia, Edvard Beneš. En esta conferencia se reconoció la aspiración alemana de anexionarse los Sudetes. a cambio de no dominar ninguna otra zona de Checoslovaquia. Sin embargo, Hitler no cumplió con los acuerdos y el 15 de marzo de 1939 las tropas alemanas entraban en Bohemia-Moravia, que pasaron a ser un protectorado alemán. En una maniobra política y diplomática sorprendente, el gobierno alemán, representado por su ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop, firmó el 23 agosto de 1939 un pacto de no agresión mutua con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, representada por su ministro homólogo, Viacheslav Mólotov. Con este pacto, la suerte de Polonia estaba echada, pues habían establecido entre ambas potencias el reparto de dicha república. El 1 de septiembre de 1939 las tropas alemanas invadían el territorio polaco. Había comenzado la Segunda Guerra Mundial.

La Segunda Guerra Mundial: segundo nexo de unión

A la invasión alemana de Polonia, respondieron Francia y Gran Bretaña declarando la guerra a Hitler. La política de apaciguamiento de Chamberlain y de Daladier resultó un total fracaso porque no sirvió para mantener una paz que el führer alemán no había querido nunca. El fulgurante avance de las tropas nazis por Europa es imparable, gracias a la táctica militar de la Blitzkrieg o ‘Guerra Relámpago’. Alemania invade Dinamarca y Noruega, el 9 de abril de 1940 en la operación Weserübung. El 10 de mayo de ese mismo año las tropas de Hitler inician la ofensiva contra los Países Bajos, Luxemburgo y Bélgica, lo que les permite un paso por las Ardenas para evitar la línea fortificada Maginot en territorio francés, a lo largo de la frontera con Alemania e Italia, y así atacar al país galo. París cayó el 14 de junio de 1940. Una vez dominada Europa occidental, Hitler atacó Gran Bretaña durante la Operación León Marino, aunque su intento de invadir el Reino Unido no prosperó y fue abandonado. En el Mediterráneo, Italia, que se había sumado al Pacto Antikomintern en 1937, junto a Alemania y a Japón, se anexionaba Albania el 14 de abril de 1939. Un año después iniciaba la invasión de Grecia. Con la ayuda del ejército alemán, consiguieron expulsar a los británicos del país heleno y someter bajo su fuerza a Yugoslavia.

Por su parte, el tercer miembro del Pacto Antikomintern, Japón, dominaba Corea; tras la invasión de Manchuria había creado el estado títere de Manchukuo, en el interior de China, y en 1937 inicia la invasión de dicho país; en 1940 había ocupado la Indochina francesa. Todo indicaba que la guerra estaba decantada del lado de los totalitarismos.

Sin embargo, con la llegada del año 1941, todo iba a cambiar. Hitler, sin respetar el Pacto de Hierro firmado entre Mólotov y Von Ribbentrop, inicia la operación Barbarroja con la que dio comienzo el 21 de junio de 1941 la invasión de la URSS. El 7 de diciembre del mismo año, la aviación japonesa ataca la flota estadounidense atracada en Pearl Harbor. “La fecha que pervivirá en la infamia”, como definió el entonces presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt al día del ataque nipón, tuvo como consecuencia la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, que en esos momentos ya se convertía en una verdadera guerra global. El paso subsiguiente de Hitler fue declarar la guerra a Estados Unidos el día 11 de diciembre. En menos de una semana, Roosevelt y el pueblo estadounidenses, que se habían mantenido al margen del conflicto mediante una política aislacionista, aunque el Congreso estadounidense aprobara en marzo de 1941 la Ley de Préstamos y Arriendos para servir de ayuda a Gran Bretaña, ya agotada económicamente, tenía dos enemigos y dos frentes bélicos abiertos: el Pacífico y Europa. De una manera muy acertada, los dirigentes estadounidenses decidieron centrar sus mayores esfuerzos militares en derrotar a la Alemania de Hitler.

Las dos potencias que representaban sendas ideologías contrapuestas, Estados Unidos y la URSS, se unían, bien que a la fuerza, contra un enemigo común: el totalitarismo mundial. El final de la guerra en Europa se firmó entre el 7 y el 8 de mayo de 1945. Japón por su parte capituló el 9 de septiembre de 1945. Pero estas victorias conjuntas no consiguieron unir a las dos superpotencias que salieron triunfantes de la guerra más cruel y brutal que el hombre ha conocido.

El mundo escindido

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