Читать книгу La flecha plateada - Лев Гроссман - Страница 8

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Kate también dijo

otras muchas cosas

Kate les dijo a sus padres que los odiaba, y que eran lo peor de lo peor en el mundo. Dijo que a ella nunca le sucedía nada especial ni bueno y que, si le llegaba a pasar, ellos lo echaban a perder. Dijo que no la querían, y que lo único que les importaba en la vida eran sus malditos teléfonos.

Quisiera decirte que todo eso lo dijo con un tono de voz calmado y razonable, pero no. Gritó tan alto como pudo.

Y después, dijo que era el peor cumpleaños de toda su vida, y su madre la envió a su habitación, y ella dijo “Bien, eso haré”, y se encerró dando un portazo, a pesar de que en ese preciso momento su madre le advertía a gritos que no se atreviera a azotar la puerta. Kate permaneció en su cuarto el resto de la tarde.

Ninguna de las cosas que Kate dijo eran estrictamente ciertas, a excepción, tal vez, eso de que era su peor cumpleaños, aunque cuando cumplió los dos había tenido fiebre y se había pasado el día entero vomitando, así que se trataba de una resolución difícil.

En el fondo de su corazón, Kate lo sabía. Sabía que sus problemas no eran verdaderos problemas, al menos no cuando se comparaban con los problemas de los niños que salían en los libros. Nadie la golpeaba, ni la mataba de hambre, ni le prohibía asistir al baile real, ni la enviaba al bosque con un pariente malvado para dejarla allí a que la devoraran los lobos. ¡Ni siquiera era huérfana! Aunque parezca extraño, a veces Kate se descubría deseando tener un problema de ésos… un apocalipsis zombi, o un antiguo maleficio, o una invasión extraterrestre, cualquier cosa, en realidad, que le permitiera hacer de heroína y sobrevivir y salir triunfante, en contra de todas las adversidades, salvando a todos a su paso.

Claro, sabía que eso estaba mal. Tan sólo quería sentirse especial. Quería sentir que alguien la necesitaba. Obviamente, tener una locomotora de vapor no iba a hacerla especial. Evidentemente. Pero se había sentido especial por un rato. Y ahora su madre iba a devolver la locomotora adonde sea que se guarden las locomotoras.


Lo peor de todo, pensó, tendida en su cama con los ojos húmedos de tanto llorar, mirando desanimada por la ventana, mientras la tarde se iba transformando en noche, lo peor era que podía entender que su madre tenía razón, en parte, al menos. Kate detestaba tener que admitirlo, incluso para sus adentros, pero aun cuando el tren fuera real y fabuloso, también era desmedidamente grande y un poco absurdo y, en el fondo, no hacía nada de nada. Para los incalculables millones que el tío Herbert había gastado en el tren, mejor hubiera podido comprar, no sé, un minisubmarino, un cohete o una supercomputadora.

O un exoesqueleto robótico, tal vez. Cualquier cosa que no fuera esa estúpida locomotora. Quizá podría devolverla y darles el dinero.

Alguien tocó a su puerta. Por el golpe, sabía que era Tom. No respondió al llamado. Tom se alejó, poco después, lo intentó de nuevo, se marchó otra vez, y al final sólo abrió la puerta, entró y se dejó caer en la cama de abajo. Ahora cada uno tenía su propia habitación, pero antes compartían una sola, y la litera todavía estaba en la habitación de Kate.

Permaneció ahí algún tiempo, pero su naturaleza le impedía mantenerse quieto. Siempre parecía tener más energía de la que podía contener en su cuerpo, y tenía que desfogarla de alguna manera. Empezó a cantar entre dientes. Después tamborileó al ritmo de la canción. Y luego llevó el compás con los pies, pateando la parte inferior de la cama de Kate. Después fingió que le habían disparado mortalmente y rodó fuera de la cama para hacerla reír.

Kate no rio.

—Vete —le dijo.

—Por lo menos podremos jugar en él toda la semana. Es mejor eso que nada.

Alguien debía haberle dicho a Tom que mirara siempre el lado amable de situaciones como ésta. Kate hubiera querido que no fuera así. Era desesperante. Nunca nadie le había quitado a Tom un regalo para llevárselo. Nunca lo mandaban a su cuarto. O no parecía que cosas así le pasaran.

Más silencio. Y todavía no se iba.

—Creo que se está incendiando —comentó.

—¡Qué bien!

—¿Por qué eres tan odiosa con lo que tenga que ver con el tren?

—Porque lo odio.

—¿Y por qué?

—¡Porque odio todo, al mundo entero, incluido tú!

—Eso no es nada amable.

—¡No tengo intenciones de ser amable!

Tom miró por la ventana hacia fuera.

—Pues hoy estás de suerte, porque el tren se está incendiando, en serio. Míralo.

Kate se asomó por la ventana. Frunció el entrecejo. Algo titilaba, como una llama tibia, en la cabina de la locomotora.

—Qué extraño —susurró Kate.

—¿Crees que en verdad se está incendiando?

—¿Cómo va a incendiarse, si es de metal?

Salieron de la habitación de Kate a la vez, sin llamar la atención, y se deslizaron afuera por la puerta trasera. El pasto se sentía fresco bajo sus pies descalzos. A estas alturas, uno podría pensar que Kate y Tom habrían alertado a sus padres sobre un posible incendio en la locomotora que había en su jardín, pero no lo habían hecho. Estaba sucediendo algo interesante, y Kate no quería que los adultos llegaran, metieran las narices en el asunto, y los alejaran de allí. Al menos, no por el momento.

—Hey, mira eso —dijo Tom—. Más vías de tren.

Tenía razón: esa tarde el tren estaba sobre un corto tramo de rieles, pero ahora había un par de líneas de acero brillante que trazaban una curva a través del césped.

—Me pareció que habías tenido una buena idea —dijo una voz entre las sombras—, lo de conectar la locomotora con la vía del bosque.

El tío Herbert estaba allí, recostado contra el tren. Kate no lo había visto.

—No fue una buena idea sino una estupidez —dijo Kate—. Esas vías están viejas y oxidadas, como dijo papá, y no llevan a ninguna parte. Y aunque fueran a algún lado, este tren no se mueve, en caso de que no lo hayas notado.

—Lo había notado, de hecho —afirmó—. Los chicos no son los únicos que entienden estas cosas, ¿sabes?

—Pues eso es lo que parece, a veces.

—Pues seguramente a los adultos les parecerá que tú te pasas todo el tiempo viendo tele y jugando videojuegos en lugar de poner atención a la vida real.

Los adultos siempre decían cosas como ésas, regaños de ese tipo, pero a Kate la sorprendió que vinieran del tío Herbert. Había empezado a pensar que tal vez él fuera diferente, pero obviamente era como todos.

—¿Y por qué debería prestarle atención a la vida real? —preguntó—. La vida real es aburrida.

—¿Cómo lo sabes si no lo has intentado?

—Pues, tal vez la vida real debería ocuparse de mí alguna vez.

—Tal vez —dijo el tío Herbert en voz baja, como si estuviera tratando de sonar misterioso— el mundo es más interesante de lo que parece.

—Sería genial —Kate se cruzó de brazos—, ¡porque parece muy aburrido!

—¿Qué hay de esas llamas misteriosas en el tren? ¿Te parecen aburridas? ¿Por eso te escabulliste hasta aquí, cierto?

—Sí, supongo —respondió ella, contrariada por tener que darle la razón—. Imagino que sí.

Dio un paso hacia el tren, y giró para mirar a su tío Herbert.

—Esto no ha terminado, supongo.

—No —contestó él—. No hemos terminado.

La flecha plateada

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