Читать книгу Bushara - Lola Salmerón Galí - Страница 6

19 de marzo de 2003

Оглавление

El ataque era inminente. Los canales informativos de la televisión iraquí hacía días que difundían la noticia. El ejército de Estados Unidos estaba preparado para desplegar todo un arsenal sobre Iraq. Habían lanzado un ultimátum al dictador Saddam Hussein: o procedía al desarme de su país o comenzaba la ofensiva. George Bush iba a liderar la invasión. Tenía el apoyo militar del Reino Unido, gobernado por Tony Blair, y el respaldo político de otros países, como España, con su presidente José María Aznar. El plan que habían ideado conjuntamente tenía la finalidad de doblegar el régimen iraquí. Las televisiones de todo el mundo retransmitían las declaraciones del líder norteamericano, que acusaba a Saddam Hussein sobre la tenencia de armas de destrucción masiva. Aquella noche, Ahlam y su marido miraron expectantes las noticias hasta bien entrada la madrugada, no podían despegarse de la pantalla mientras escuchaban una y otra vez los mensajes desafiantes de aquellos jefes de Estado.

Ahlam no se encontraba nada bien, le estaba costando más que de costumbre conciliar el sueño. Llevaba semanas con una extraña opresión en la zona pélvica que se había acentuado en aquellos días tan convulsos, seguramente el miedo y la incertidumbre estaban perjudicando su avanzado estado de embarazo. El nerviosismo también se estaba apoderando del sosiego habitual en las calles, la gente no hablaba de otra cosa, todas las conversaciones se centraban en el peligro que estaba a punto de entrometerse en sus vidas. El ambiente reflejaba confusión y las opiniones de los ciudadanos eran contradictorias, motivo por el cual las discusiones habían tomado protagonismo en la vida cotidiana de los iraquíes en las últimas semanas. Las personas más pesimistas se mostraban aterradas imaginando qué desgracia podía volver a caer sobre ellos, todavía no habían podido olvidar las nefastas consecuencias de la Guerra del Golfo. En cambio, los más escépticos no creían que Occidente se aventurase a iniciar otra guerra.

—Ahlam, vamos a dormir. En este momento estas informaciones son nefastas para tu salud. Procura tranquilizarte —habló Nassim.

—Sí, tienes razón, intentaré relajarme. Ya hace varios días que casi no duermo. No puedo vivir atemorizada por algo que quizá no suceda.

Se levantaron del sofá que ocupaba una de las esquinas del salón y se dirigieron hacia el dormitorio, no sin antes desconectar el televisor y apagar las luces que se habían mantenido encendidas en las últimas horas del día. Se quitaron la ropa de día y se pusieron unos cómodos camisones de algodón, que todavía desprendían el suave olor al jabón con el que solían lavar la ropa. Ahlam aspiró aquella dulce fragancia que le ayudó a sentirse algo mejor. Solían dormir acurrucados, a Nassim le gustaba abrazar a su mujer y sentir la espalda de esta junto a su pecho. No se habían dormido todavía cuando Ahlam sintió una fuerte punzada que le obligó a doblegarse sobre su propio cuerpo. Su marido se sobresaltó y encendió la lamparilla de la mesita de noche, pudo comprobar entonces que un tono apagado se había apoderado del hermoso color cobrizo del rostro de Ahlam. La joven se apoyó en él y con un leve quejido le pidió que colocase un par de almohadas en el cabezal de la cama. Respiró hondo durante unos minutos, y cuando se recuperó le reveló que llevaba días con aquel intenso dolor y que comenzaba a temer que algo no fuera bien en su embarazo.

—Mañana a primera hora iremos a visitar a tu doctor, urgentemente.

Ahlam accedió sin rechistar, comenzaba a estar preocupada.

Nassim apagó la luz, y la habitación quedó totalmente a oscuras. Se abrazó de nuevo a su joven esposa y se durmió acariciando su espeso cabello. Pasaban los minutos y Ahlam era incapaz de dormirse. Mil pensamientos inundaban su mente, pensaba en su marido y en lo bondadoso que siempre había sido con ella. Hacía un año que había padecido un aborto espontáneo, y él jamás se lo había reprochado. Conocía a mujeres que habían sido repudiadas por sus maridos tras haber perdido a sus bebés prematuramente. Temía que, si volvía a tener problemas con su embarazo, Nassim quisiera casarse con una segunda esposa. En Iraq hay una ley que permite que los hombres contraigan matrimonio con otra mujer sin necesitar el consentimiento de la primera. Si eso ocurriera, lo aceptaría sin objeciones, prefería pasar a ser la segunda esposa de Nassim que ser una mujer divorciada. ¿Qué haría sola? Si la abandonaba, no podría volver al hogar de sus padres. Eran personas muy mayores, que vivían con austeridad en una zona rural. Aquello significaría una vergüenza para la familia, y ella no estaba dispuesta a hacerles pasar ese mal trago. Un sudor frío comenzó a cubrirle el cuerpo, por tan solo imaginarse aquella posibilidad, así que se obligó a dejar de pensar en tales cosas. Ni iba a perder al bebé, ni iba a comenzar una horrible guerra. Intentó sentir el calor que desprendía el cuerpo de Nassim, y dejó que su bello rostro la visitara de forma imaginaria, entonces fue capaz de sentirse en paz. Siempre había estado muy enamorada de él, desde el primer momento en que lo vio, cuando todavía era una niña.

Nassim mantenía el color negro azabache de su cabello y continuaba teniendo aquel voluminoso flequillo que solía llevar peinado hacia un lado. A Ahlam le gustaba que él acariciara su larga melena, solía hacerlo cuando estaban a solas en casa. Fuera del hogar lo llevaba cubierto, no podía permitir que ningún otro hombre lo viera, tal y como marca la tradición islámica.

Aunque los párpados de Nassim y la oscuridad de la noche cubrieran el brillo de sus ojos, ella podía seguir apreciándolo, incluso podía ver aquel color azulado que la cautivó en su niñez.

Ahlam siempre le agradeció que tuviera el valor de pedirla en matrimonio. Sus padres accedieron sin inconvenientes, así que ella pudo casarse a los dieciséis años con el muchacho al que adoraba. En aquel entonces, Nassim contaba con veinte años. Él le reconocía que siempre le pareció la niña más afable y hermosa que había conocido jamás. Aquellos tirabuzones con reflejos de color caoba y sus avispados ojos negros le habían quitado el sueño en más de una ocasión, sobre todo en aquella primera infancia. Después de contraer matrimonio, él le manifestaba que se sentía orgulloso de ser el único hombre que podía ver aquella melena suelta, y el único que podía besarla mientras acariciaba su cabellera.

Con todos esos recuerdos danzando en el interior de su mente, Ahlam logró dormirse, y a un lado quedaron aparcados los primeros pensamientos negativos de la noche.

Un gran estruendo los despertó. Se levantaron sobresaltados de la cama y corrieron hasta el comedor; una vez allí, miraron por la ventana para ver qué sucedía. Aquel enorme estallido volvió a repetirse con más fuerza. Unas intermitentes detonaciones comenzaron a ser las protagonistas de aquella noche recién agotada. El amanecer no había tenido tiempo de presentarse todavía a sus vidas aquel día, ni osaría hacerlo, había quedado vetado por una inmensa cortina de humo infinita. Descompuestos por el horror se quedaron hipnotizados mirando hacia la calle, no daban crédito a lo que veían sus ojos. La ciudad comenzaba a arder en llamas, decenas de misiles descendían sin descanso desde el cielo. Creyeron ver a lo lejos el derrumbe de varios edificios, y unas enormes llamaradas que producían un extraño esplendor. Se miraron atónitos. Ahlam entró en pánico y comenzó a llorar desconsolada.

—¿Qué va a ser de nosotros? ¡Vamos a morir! ¡Vamos a morir! —repetía una y otra vez.

—No, no vamos a morir —le dijo con voz temblorosa Nassim.

—¡Salgamos de aquí, este edificio va a estallar en mil pedazos!

Corrió hacia el dormitorio y se puso un largo vestido que le cubría prácticamente todo el cuerpo. Agarró el hiyab (NOTA: Pañuelo usado por las mujeres musulmanas para cubrirse el cabello y el cuello, dejando el rostro al descubierto.) y se lo colocó mientras se dirigía a la puerta de salida. Nassim vio que iba descalza, Ahlam no quería perder el tiempo tontamente.

—¡Detente, mujer! Es peligroso salir ahora. Esperemos a que termine el bombardeo.

—No, no voy a quedarme aquí, vamos a morir aplastados.

—Espera, parece que los bombardeos se alejan.

El fuerte silbido que los estaba ensordeciendo fue menguando considerablemente. Aquel ruido atronador se alejaba sin desaparecer del todo.

La joven se dejó caer en el suelo, acurrucada y con las manos sobre su cabeza, comenzó a citar unos versos del Corán. Nasssim se le acercó y oró con ella. Juntos agradecieron que continuaban con vida. Se quedaron unos treinta minutos sin saber qué hacer, no querían volver a la cama, y tampoco se atrevían a salir a la calle, hasta que comenzaron a notar que todo volvía a temblar. Podían oír unas sirenas a lo lejos, que quedaron enmudecidas por la tempestad bélica que cubrió de nuevo el indefenso cielo de Bagdad. La joven pareja creía que un terremoto engulliría por completo la ciudad. El edificio entero comenzó a retumbar, y los cristales de las ventanas del comedor no aguantaron la presión de la onda expansiva. Nassim cubrió a su mujer con el cuerpo, con la intención de protegerla de aquel devastador ataque. Ella no podía dejar de gritar, el pánico le provocó un ataque de nervios. Ninguno de los dos se atrevió a moverse ni un ápice del suelo del comedor, Nassim comenzó a gritar que Alá se apiadase de ellos. Aquella segunda acometida les pareció interminable, aunque duró un poco menos que la primera. Estaban totalmente paralizados, sin atreverse ni siquiera a parpadear.

Unos golpes apresurados en la puerta les hicieron reaccionar. Él corrió para ver quién podía ser. Su mujer le gritó que no fuese, se temía lo peor. Con voz trémula, Nassim preguntó quién andaba ahí fuera. Le llegó la delicada voz de su vecina Hafida, una anciana mujer que vivía dos pisos más abajo. Era una antigua conocida de la familia de Ahlam, que solía pasar algunas tardes con ella conversando mientras tomaban té. Abrió la puerta y pudo comprobar que aquella mujer estaba tan asustada como ellos, entró corriendo hacia la joven y la obligó a levantarse, intuía que su embarazo no iba bien, pues en los últimos días había sido testigo de su malestar, aunque Ahlam le había restado importancia. Sin comentar nada de lo que estaba ocurriendo le preguntó:

—¿Cómo te encuentras?

Ahlam no podía contestarle, estaba inmersa en un llanto incontrolable y no atendía a sus palabras. Los lamentos pasaron a ser un grito estrepitoso, provocado por un inmenso dolor. Se llevó las manos al vientre. Nassim pudo ver cómo se le desencajaba el rostro por el dolor. La anciana le subió la ropa y le puso las manos entre las piernas, se espantó cuando notó la humedad. No se atrevía a mirar lo que ya imaginaba: a la joven se le había roto la bolsa amniótica. De inmediato se formó un pequeño charco sobre el suelo. Le gritó a Nassim que pusiera agua a hervir y que trajera todas las gasas que pudiese.

—Cuando te lo pida me traes dos recipientes con agua. Procura que en uno el agua se mantenga hirviendo, y que en el otro que el agua esté templada.

Hafida salió de la casa mientras él correteaba de un lado para otro preparando lo que le había pedido. En unos minutos la mujer ya estaba de vuelta, traía consigo un par de artilugios que había ido a buscar a su casa. No era la primera vez que hacía de partera. No le asustaba asistir a aquel alumbramiento, lo que le preocupaba era el entorno en el que llegaba la criatura. Aquel bebé había decidido llegar al mundo el mismo día en el que se iniciaba una guerra, y lo hacía siendo prematuro. Todavía faltaba un mes para que el feto llegase al final de su gestación. La joven embarazada continuaba en el suelo, y no dejaba de gritar; unas insistentes contracciones le sacudían el vientre y la hacían rabiar por el dolor. Aquel martirio no cesaba, Ahlam fue perdiendo fuerzas hasta que se quedó sin sentido.

—Ahlam, despierta, no puedes dormirte ahora.

Pero la joven no reaccionaba.

—Nassim, trae alguna almohada para que podamos recostarla contra la pared. Empapa también unos paños con agua y pónselos sobre la frente.

Nassim obedecía a todo lo que aquella mujer le pedía.

—Venga, pequeña, tienes que ayudarme con esto —le dijo mientras Nassim le humedecía el rostro.

La joven parturienta volvió a recuperar el conocimiento. Miraba a la anciana un tanto desconcertada.

—Tienes que empujar con todas tus fuerzas, entre las dos podremos ayudar al bebé a nacer.

—No puedo, Hafida, me siento muy débil.

La anciana sabía que la joven estaba completamente agotada, pero sin su ayuda no lo lograrían.

—Inténtalo, Ahlam, tienes que sacar fuerzas de donde sea.

Hafida comenzó a presionar la parte superior de la barriga con la palma de sus manos, mientras le gritaba que empujase. La joven bramó de nuevo, y comenzó a soplar en un intento de hiperventilarse, para no perder otra vez el conocimiento. Empezó a apretar con todas sus fuerzas, entonces creyó sentir que se le desgarraban las entrañas.

—¡Muy bien, Ahlam, ya casi está, sigue así!

Una cabecita apareció sutilmente ante la mirada atónita de Nassim, que compungido observaba la escena. Aquello pareció aliviar a la anciana. Le pidió al hombre que trajera los dos recipientes, el del agua hirviendo y el del agua no tan caliente.

—Déjalos por aquí, cerca de mí.

Cuando Nassim volvió, la mujer estaba estirando delicadamente de la diminuta cabeza. Primero salió un hombro, después el otro, y seguidamente el cuerpo entero se deslizó con suavidad hacia fuera. Los gemidos de Ahlam cesaron, entonces el llanto del bebé cogió protagonismo en aquella casa.

Justo en ese momento comenzó un tercer asalto. Esta vez las bombas parecían rozar la parte alta del edificio. Ellos vivían en el último piso, así que pudieron escuchar perfectamente cómo varios trozos de escombros que vendrían de edificios contiguos caían por encima de ellos. Un fuerte golpe en el tejado los obligó a mirar hacia arriba, incrédulos e impotentes vieron que una parte del techo de la cocina se venía abajo. Nassim, totalmente desconcertado, era incapaz de reaccionar. Ahora solo le cabía esperar a que el cielo entero se derrumbase sobre sus cabezas. Se acercó a la cocina para ver el desastre, mientras seguían cayendo pequeños cascotes de yeso y ladrillos. A través del gran agujero del techo pudo ver sobrevolando unos cometas encendidos. Aquellos misiles debían de estar destruyendo parte de la ciudad que le había visto nacer. No podía dejar de mirar aquel escenario tan apocalíptico, estaba hipnotizado viendo cómo el cielo destellaba trazos multicolores. El llanto del bebé aumentó, lo que provocó que Nassim despertara de aquel extraño letargo. Fue para el salón y se encontró a Hafida aseando a una pequeña criatura.

—Nassim, saca del agua las cintas y dámelas.

Hafida había puesto en el agua hirviendo un par de cintas de algodón, para que quedasen desinfectadas. Ató una cerca de la barriguita del bebé, y la otra, separada un par de centímetros más allá.

—Dame las tijeras que hay sumergidas en el agua caliente. Acércame también ese bote de alcohol.

Nassim estaba demasiado nervioso para detenerse a mirar al bebé y a su mujer. Estaba tan dispuesto a ayudar y tan asustado por los bombardeos, que apenas era consciente de lo que estaba sucediendo.

Hafida empapó una gasa con el alcohol, y frotó suavemente la parte del cordón que quedaba entre las dos finas tiras de algodón. Dejó caer un chorro sobre las afiladas hojas de la tijera y se dispuso a cortar el cordón umbilical.

Mientras acababa con aquella intervención, silbidos, sirenas y explosiones continuaban zumbando al unísono, acompañando los gimoteos de la criatura recién nacida.

—Tráeme un par de tollas limpias.

—¿Qué hago con ellas? —dijo cuando volvió con las toallas.

—Ven, entre los dos asearemos a tu hija.

—¿Es una niña? —dijo emocionado.

—Sí. Habéis tenido una preciosa niña.

Hafida colocó una de las tollas sobre el sofá y estiró a la pequeña encima. Le pidió a Nassim que le trajera más paños mojados con el agua tibia y comenzó a limpiar todas las zonas de su cuerpo. En cuanto terminó, la envolvió con la otra toalla.

—Tenemos que llevar a Ahlam a la habitación.

Hafida dejó primero a la recién nacida sobre la cama, y luego, entre los dos, llevaron a la joven madre junto a ella. La mujer arrimó a la pequeña al pecho de Ahlam, para que pudiese comenzar a mamar. Aquella pequeñina rápido se sintió saciada, y en unos minutos ya dormía plácidamente.

—Nassim, ahora voy a atender a Ahlam. Seguramente ha sufrido algún pequeño desgarro vaginal, voy a ver cómo está.

Nassim asintió con la cabeza y decidió esperar en el comedor, mientras Hafida se ocupaba de su mujer. La anciana pudo comprobar que no era necesario darle ningún punto de sutura, pero tenía que asegurarse de que no se le infectase la herida. Después de unos minutos salió para hablar con Nassim.

—Aparentemente las dos están bien. Hemos tenido suerte de que no se complicara el parto. Pero me inquieta un poco que la pequeña haya nacido sietemesina.

—¿Crees que puede tener algún tipo de problema?

—No, no lo creo, pero en un hospital estarían las dos mejor atendidas.

—Ya, pero no es conveniente que salgamos a la calle, los ataques pueden continuar.

—Estoy de acuerdo contigo, hacerlo sería una imprudencia.

—¿Qué podemos hacer?

—Deberías ir en busca de un médico, sería necesario que alguien les realizase un reconocimiento médico. Sé que será difícil, pero tendrías que intentarlo.

—No te preocupes, Hafida, encontraré una solución. En unos minutos estoy de vuelta —le dijo seguro.

Aunque el hombre era consciente del peligro que corría saliendo al exterior en aquel momento, no dudó ni un segundo, se puso sus sandalias y bajó por las escaleras del edificio lo más rápido que pudo. Hafida se quedó atónita al ver desaparecer a aquella figura con tanta rapidez.

Nassim sabía que era arriesgado llegar hasta el hospital más cercano, estaba demasiado lejos para intentarlo a pie, y tampoco sabía en qué condiciones se encontraría la ciudad, ni si el hospital se habría visto afectado por los bombardeos. Tenía un buen amigo de la infancia que se había doctorado en Medicina, y estaba seguro de que podría contar con su ayuda. Unos cazabombarderos sobrevolaban el cielo de Bagdad mientras Nassim corría atemorizado por el ruido atronador que provocaban. No muy lejos de allí dejaban caer toda su munición. Imaginó que el ataque se estaba ejecutando contra alguna posición estratégica y pudo ver a lo lejos la parte alta de un conjunto de edificios envueltos en llamas, intuyó que serían complejos oficiales. La casa de su amigo Abdel estaba a un par de manzanas de allí. Rezaba por que aquellos cazas no dejasen caer sus proyectiles justo encima de él.

No dejó de correr hasta llegar al edificio donde vivía su amigo. Allí Nassim encontró a este completamente desconcertado: en el interior del bloque atendía a varias mujeres que sufrían fuertes crisis nerviosas; los niños lloraban despavoridos, jamás antes habían vivido algo semejante. Abdel se sorprendió al ver a su amigo.

—Nassim, ¿qué sucede? —le preguntó extrañado.

Su amigo no pudo contener la emoción mientras le contestaba:

—Acabo de ser padre de una niña.

Abdel le dio la enhorabuena con cierto énfasis.

—¿Están bien, las dos? —le cuestionó con una repentina preocupación.

—En principio, sí; pero la pequeña se ha adelantado un mes. Me gustaría que pudieses examinarlas a la dos.

—De acuerdo. Dame unos minutos para que pueda tranquilizar a estas personas.

—Sí, tómate tu tiempo.

Abdel convenció a sus vecinos para que volvieran a sus casas, y les advirtió que no salieran a la calle bajo ningún concepto. Entonces se dirigió a su amigo y le dijo:

—Siento mucho que tu hija haya nacido en un día como hoy.

—Sí, no sé qué va a suceder a partir de ahora. George Bush está llevando a cabo sus amenazas.

—Estos conflictos entre países nos van a llevar a la ruina, solo era cuestión de tiempo. Pero no especulemos ahora, no debemos entretenernos más.

Subieron juntos hasta el hogar de Abdel. Allí se encontraron con su joven esposa, Nur, que intentaba calmar a su hijo pequeño, que no dejaba de llorar. Abdel le explicó que tendría que salir de casa para atender a la mujer de Nassim. Ella asintió. En su rostro también podía verse el pánico. Abdel comenzó a rebuscar entre su material médico, mientras Nassim explicaba a Nur con detalle la situación que acababan de vivir en casa. La joven no dejaba de lamentarse mientras escuchaba.

—Espero que cesen los bombardeos de una vez por todas —dijo.

—Esperemos que Alá te escuche.

Abdel se acercó a su mujer y posándole la mano sobre el hombro le dijo:

—No salgas de a casa a menos que sea imprescindible. Después de atender a Ahlam y a la niña me acercaré hasta el hospital, presiento que nos vamos a tener que preparar para lo peor.

—Ten mucho cuidado —le aconsejó afligida.

—Si todo va bien, al anochecer estaré de vuelta.

Besó a su hijo Ismail en la frente, que por fin se había calmado, y salió apresurado con Nassim.

Abdel llevaba el maletín de médico, en su interior había todo lo que podía necesitar para un reconocimiento básico. Salieron con mucha precaución. Mientras avanzaban por las calles podían escuchar los lamentos de varias personas, aquellos ataques presagiaban una gran catástrofe. Fueron tan rápidos como pudieron hasta llegar al lado de Ahlam. Hafida les recibió, y acompañó a Abdel hasta la habitación del matrimonio. El médico encontró a la mujer mejor de lo que imaginaba.

—¿Qué tal te encuentras, Ahlam?

—Muy cansada —le contestó la joven.

—Es normal que te encuentres así. Dar a luz es muy agotador. Voy a hacerte un examen médico, ¿de acuerdo?

—Adelante, estoy preparada.

Abdel le tomó la temperatura, comprobó su presión arterial y la frecuencia cardíaca. Después de unos minutos pudo constatar que las constantes vitales de Ahlam se presentaban moderadas. Le hizo varias preguntas a Hafida, para saber cómo había ido el parto exactamente. Determinó que todo había ocurrido dentro un cuadro normal, aunque era evidente que los dolores habían sido muy intensos, y que no habían podido disponer de la medicación adecuada para aliviarlos. Le dejó unos medicamentos a la anciana y le dio indicaciones de cómo subminístraselos.

—Sobre todo, le vais tomando la temperatura. Si tuviese fiebre, me avisáis enseguida.

—¿Todo está bien, Abdel? —le preguntó Nassim.

—Sí, está en perfecto estado. Algo debilitada por el cansancio y por el estrés que ha sufrido. Pero se recuperará pronto.

—Gracias, Abdel.

—Ahora voy a examinar a la pequeña.

Siguió el mismo procedimiento con la niña. Mientras la exploraba, preguntó si habían conseguido que mamara.

—Sí —confirmó la madre—, Hafida me ha ayudado con eso.

La anciana había estado al cuidado de la pequeña mientras Nassim se había ausentado. Se alegraba de que aquella niña hubiera podido tomar la leche de su madre, ella misma la había acomodado un par de veces en el pecho de la joven. Mientras lo hacía, pensó en los otros bebés que había ayudado a traer al mundo, todos tenían las mimas ansias de alimentarse con la leche materna. Hafida no había podido tener hijos; su marido la abandonó al poco de casarse, y ella jamás volvió a estar con otro hombre. Traer al mundo a esas criaturas, de algún modo, le había ayudado a sentirse madre, tenía la oportunidad de formar parte de unas nuevas vidas.

Abdel terminó de chequear a la pequeña. Su apariencia tranquila les decía que no había ningún problema; aun así, la anciana se vio obligada a preguntarle:

—Doctor, la niña ha nacido antes de lo previsto. ¿Está bien?

Abdel se acercó a Hafida sonriente:

—No tenéis que preocuparos por nada. Es una niña muy sana y de naturaleza fuerte. No va a tener ningún problema con su desarrollo, siempre y cuando la madre pueda seguir amamantándola.

Hafida se desprendió de toda la tensión que llevaba encima.

¡Insha’Allah! —dijo aliviada.

—Muchas gracias —añadió Nassim—. No sé cómo puedo a agradecerte lo que has hecho por nosotros.

—Es mi obligación hacerlo —dijo seguro—. Volveré en cuanto pueda, Aláamdu lillâh, y seguiré ofreciéndoos mi ayuda mientras me necesitéis.

—Gracias, amigo. Pídeme lo que sea, estaré siempre a tu servicio.

Los dos hombres se dieron un fuerte abrazo. Sus rostros demostraban desasosiego, sabían que la desgracia había venido de la mano del ejército extranjero.

Bushara

Подняться наверх