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28 de marzo de 2003

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Los ataques no cesaban, aquel zumbido constante parecía que iba a hacer estallar sus tímpanos de un momento a otro. En ocasiones, las detonaciones se escuchaban en la lejanía, pero otras veces podían sentirlas demasiado cerca, tanto que el suelo volvía a vibrar bajo sus pies durante unos segundos.

Había pasado poco más de una semana desde el nacimiento de la pequeña Bushara. Nassim se había despertado bien temprano, como de costumbre. Se ocupaba de asear y de darle la medicación a su esposa. También cuidaba de la pequeña. Agradecía que Hafida les visitase a menudo. De hecho, subía todas las mañanas para prepararles la comida y para ocuparse de algunas tareas del hogar. En los últimos días habían consumido todas las verduras y hortalizas frescas que habían comprado la última vez que acudieron al mercado, así como todo el arroz que tenían almacenado. Nassim no quería dejar solas a su mujer y a su hija, por ese motivo ya hacía un par de días que estaban comiendo alimentos enlatados, pero Ahlam ya comenzaba a encontrarse mucho mejor, por lo cual Nassim vio que había llegado el momento de armarse de valor y salir de casa para ir a comprar. Sabía que podía quedarse tranquilo dejando a su familia al cuidado de Hafida.

—Ahlam, en un par de horas saldré a comprar. Tú y la niña ya os encontráis bastante bien, podéis quedaros con Hafida.

—No te preocupes por nosotras, estamos bien cuidadas por ella. Pero me aterra que salgas a la calle.

—Tampoco a mí me gusta la idea, pero un día u otro voy a tener que hacerlo. Hoy el día parece más tranquilo. Apenas se oyen esas espantosas detonaciones.

—Ten mucho cuidado.

La joven llamó a Hafida, esta se encontraba en la cocina preparando la comida para el mediodía.

—Hafida, mi esposo irá más tarde al mercado, habla con él cuando tengas un momento y encárgale lo que puedas necesitar.

—Está bien, Ahlam, me ocupo de eso en un rato.

Hafida volvió a la cocina y continuó con sus quehaceres.

Aquella buena mujer se estaba desviviendo por ellos; nada habría sido igual sin ella. Ahlam le tenía gran estima, había algo en sus ojos que le recordaba a su madre. Sus padres dejaron la ciudad hacía años, se habían trasladado a la pequeña población de la cual provenían y en la que habían vivido hasta su adolescencia. En su pueblo natal llevaban una vida cómoda y sencilla, lo que les daba la oportunidad de pasar su vejez tranquilamente. Durante esos días, Ahlam no se los quitaba de la cabeza.

—Nassim —llamó a su marido un tanto angustiada—, pienso muchos días en mis padres y en si estarán bien.

—Confiemos en que así sea.

—Tengo miedo de que les suceda algo malo.

—Estos días son convulsos para todos. Ojalá podamos volver a la normalidad lo antes posible.

Ahlam siguió pensativa. Miraba a su marido y pensaba también en los padres de él, que habían fallecido hacía ya mucho tiempo. Con los hermanos de Nassim apenas tenían relación, ni siquiera sabían dónde residían en aquel momento. Ella tenía dos hermanas mayores; las dos se habían marchado a Turquía con sus maridos hacía más de diez años, y el contacto con ellas era bastante escaso. En aquel momento tan delicado le gustaría tenerlas algo más cerca.

Nassim comenzó a prepararse para salir a la calle. Se acercó a Ahlam y le acarició el rostro, como acostumbraba a hacer desde el día en que se unieron en matrimonio. Se consideraba muy afortunado de tener a aquella bella mujer a su lado. Cuando se casaron, ella decidió dejar sus estudios, le dijo a Nassim que ya los retomaría más tarde. Siempre había soñado con ser madre, así que prefería dedicarse a la maternidad antes de seguir cursando sus estudios. Él aceptó su decisión sin intentar convencerla de lo contrario, ahora se arrepentía; quizá Ahlam había tomado esa determinación de forma repentina y, seguramente, lo había hecho para complacerlo. Pero no era momento para lamentarse.

Él saldría a comprar al mercado, y en los siguientes días volvería a su trabajo. Había dejado aparcado temporalmente su empleo como taxista. No tenía coche propio, y trabajaba para un empresario que disponía de varios vehículos. Un día después del primer ataque bélico llamó por teléfono a su capataz para comunicarle su paternidad. Acordaron que, cuando su mujer se recuperase y si la situación en Bagdad no empeoraba, volvería a emprender su ocupación. En aquel momento no podía comunicarse con nadie telefónicamente —las líneas se habían visto afectadas por los continuos ataques militares—, pero tenía pensado acercarse al día siguiente hasta la oficina del propietario de los taxis y le propondría continuar con su trabajo. Sospechaba que la situación en la ciudad sería extremadamente crítica y que las infraestructuras estarían muy dañadas, por lo que la circulación por las calles de Bagdad iba a ser muy complicada. No obstante, la actividad no se había detenido por completo; los iraquíes estaban intentando que aquellos ataques no los apartasen íntegramente de su rutina diaria. Nassim estaba convencido de que muchas personas necesitarían de los servicios de la empresa para la cual trabajaba, y su familia necesitaba el aporte económico que él obtenía con su empleo.

El hombre se fue hasta la cocina para hablar con Hafida.

—Compraré verduras y algo de fruta, también traeré cuscús y arroz; si puedo, compraré un poco de cordero.

—Necesitamos aceite.

—Está bien. También compraré leche y dátiles.

—Cuídate mucho, hijo —Hafida no podía ocultar su preocupación.

—Quédate tranquila, seré precavido.

El hombre se acercó a Ahlam y le cogió a la pequeña de sus brazos.

—Bushara es más bonita que tú —le dijo riendo.

—Ah, no me digas eso, ¡no es posible! —bromeó su mujer.

—Bueno, creo que las dos os igualáis en belleza.

—Eso ya me gusta más.

—Ahlam, soy el hombre más feliz de la tierra. Jamás pensé que tendría a una familia tan hermosa.

Ahlam se sonrojaba con las palabras de su marido. Sabía que necesitaba expresar sus sentimientos hacia ellas, y eso le agradaba.

Nassim le devolvió a la bebé.

—Cuida de mi pequeña hasta que vuelva.

—¡Ten mucho cuidado! —le suplicó.

—No te preocupes. La gente de la ciudad está intentando llevar una vida normalizada. Tenemos que hacer lo mismo.

Se quedó mirando embelesado a su hija. La pequeña apenas abría los ojos, desde que había nacido permanecía completamente ajena al infierno que se estaba desatando en Iraq. Nassim se despidió de las dos y se fue hacia la puerta de la casa.

Hafida corrió hacia él y le ofreció unas monedas.

—Toma, Nassim, con esto podrás pagar parte de la compra.

—No, no voy a coger tu dinero, Hafida.

La mujer no insistió, sabía que no iba a convencerlo.

—Ya es suficiente con todo lo que estás haciendo por nosotros. Gracias de todo corazón, Alá compensará tus acciones.

—Anda, hijo, no tienes que agradecerme nada. Ten mucho cuidado; los ataques no cesan, y no quiero que te ocurra nada malo —insistió la anciana.

—Ni yo tampoco. Por nada del mundo quisiera dejar solas a las mujeres que más amo en esta vida.

Después de pronunciar estas palabras cerró la puerta detrás y salió a la calle.

Pero Nassim jamás volvió. Aquel día dejó viuda y huérfana, a su mujer y a su pequeña. Un ataque militar provocó una cruenta masacre en el mercado. Más de cincuenta civiles murieron injustamente. El bombardeo fue perpetrado con misiles, ocasionando una verdadera matanza. Hasta el lugar llegaron varios médicos; entre ellos, casualmente, estaba Abdel. En un primer momento no reconoció a su amigo, pero en la inspección de los cuerpos que realizaban unos agentes de policía antes de sacar a los cadáveres de allí, pudo escuchar cómo leían en voz alta el nombre y apellido de su amigo; la identificación aparecía en el documento de identidad que habían sacado del interior de su cartera tras haber registrado el cuerpo. Abdel se acercó desconcertado al guardia, y arrancó de sus dedos aquel documento. Se quedó estupefacto cuando vio la fotografía y pudo verificar que era Nassim. Temeroso con lo que iba a encontrarse a sus pies, bajó la vista y se topó con un rostro parcialmente desfigurado. Inconfundiblemente, aquel era Nassim. Todo empezó a girar a su alrededor, el mundo entero parecía haber entrado en una espiral frenética e imparable. Las sirenas, los gritos y los llantos de la gente se fusionaban con el hedor provocado por la carne carbonizada y la goma quemada de los coches. Restos de comida del mercado y trozos metálicos de algún vehículo se mezclaban en el suelo con la sangre y los cuerpos desmembrados de la gente. Abdel era incapaz de reaccionar, ¡a su amigo le faltaban las piernas! Aquel panorama era atroz, aquellas personas no merecían tal exterminio.

En un primer momento hubo quien se alegró por la ofensiva extranjera para derrocar al dictador que llevaba más de veinte años en el poder. Saddam Hussein implantaba ordenanzas totalitarias y excluía, sobre todo, al sector femenino de sus políticas sociales, aunque hubo un periodo de su mandato en el que apostó por los derechos de las mujeres. Era extraño ver que tuviera cierto interés en que las mujeres se formasen educativamente, apoyando su acceso a colegios y universidades, incluso cambió leyes para que pudiesen asumir cargos políticos. Llegó a instaurar algunos derechos para ellas en el matrimonio, del mismo modo que facilitó los trámites si deseaban solicitar el divorcio. Se esforzó para que las mujeres en Iraq pudieran formar parte del mundo laboral, aunque su intención era bien clara: utilizarlas como mano de obra. Saddam siempre actuaba en beneficio propio, y aquella estrategia la diseñó para adquirir bienes económicos, no por el simple hecho de favorecer los derechos de las iraquíes.

Todos los privilegios brindados a la mujer durante aquel periodo se derrumbaron durante la guerra en Irán. Ellas habían llegado a ocupar importantes puestos de trabajo pero, cuando finalizó el conflicto bélico, esos empleos pasaron a ser para los combatientes iraquíes que regresaban a sus casas. Entonces, la política de Saddam devolvió a la mujer al hogar, persuadiéndola para tener hijos, con el propósito de impulsar el crecimiento de la población. En el año 2000, las mujeres ya habían perdido todos sus derechos. ¡Todos!

Saddam siempre fue un tirano, tenía sometida y atemorizada a la población; por eso, parte de los iraquíes veían con buenos ojos su destronamiento. ¿Pero era necesario para ello emplear aquel cruel método? ¿Era imprescindible atacar a personas civiles?

¿Tenían que asesinarlos sin consideración alguna? ¡Qué ingenuos habían sido! Creían que un país extranjero estaba dispuesto a salvarlos del maligno Saddam, así, sin más. Pero los Estados Unidos y el Reino Unido, como otros países aliados, estaban detrás de sus propios intereses económicos; como tantas veces, ¡como siempre! El petróleo siempre había jugado un papel importante en todas las batallas. Y ahora no iba a ser diferente.

Abdel era incapaz de moverse, había entrado en un estado de shock intentando encontrar la lógica de todo aquello, pero le resultaba imposible. Era absurda la realidad que estaba viviendo su país en aquel momento, todo resultaba demasiado inverosímil.

Un camillero le dio un empujón.

—¡Apártate!

—Disculpa —dijo sofocado.

—Sal del medio, estás dificultando nuestro trabajo —le dijo un policía.

—Está bien, está bien… —balbuceó.

Comenzaban a desplazar a los heridos al hospital, había decenas de ellos esparcidos por el suelo.

Abdel reaccionó y comenzó a actuar como un autómata, procurando los primeros auxilios. Lo que allí se encontró era dantesco: muchos hombres, mujeres y niños yacían en el suelo sin vida; otros pedían auxilio y gritaban por el dolor, que les resultaba insoportable. Aquella gente había acudido al mercado para comprar alimentos, y se habían encontrado con un ataque inesperado. Abdel no dedicaba atención a los cadáveres, se empleaba exclusivamente a reconocer a los cuerpos que permanecían con vida. Tuvo que practicar unos cuantos torniquetes, y ayudaba a los camilleros a trasladar a los heridos de más gravedad, a las ambulancias que iban llegando hasta el lugar del accidente. Se acercó a un niño que estaba convulsionándose en el suelo; la madre gritaba desesperada sin saber qué hacer.

—¡Ayuda a mi pequeño! —le dijo.

Abdel le sujetó la cabeza y se la inclinó hacia atrás, comenzó a realizarle el boca a boca y después de unos segundos le tomó el pulso, seguidamente le practicó un masaje cardíaco. Volvió a repetir el procedimiento una vez más. Finalmente se dio por vencido, el corazoncito de aquel niño dejó de latir en medio de aquel paisaje desolador.

—¡Nooo! —gritaba su madre—. ¡Alá, no me arrebates la vida de mi pequeño!

Sin lamentarse ni un solo segundo —aunque la pesadumbre se había apoderado de él— Abdel pasó a buscar otro herido.

En medio del caos, la policía intentaba poner orden. Había gente que llegaba hasta el lugar para ver cuál era la magnitud del desastre, y otros que escapaban despavoridos, incapaces de ser testigos de tal atrocidad. Las horas se fueron consumiendo lentamente, hasta que en el mercado no quedó ni un solo cuerpo. Abdel se desplazó hasta el hospital más cercano, donde iban ingresando a los heridos de máxima gravedad. Allí continuó con las labores de primeros auxilios, hasta que llegó personal sanitario para reemplazar al primer turno de médicos. No fue hasta la medianoche cuando pudo presentarse en casa de Ahlam. Se la encontró llorando. Ella intuía que Nassim había sufrido un percance. Le resultaba extraño que no hubiera vuelto a casa, y aquellas explosiones habían podido oírse a decenas de kilómetros a la redonda. Cuando vio entrar a Abdel por la puerta se cubrió el rostro con las manos y emitió un sonido desgarrador. Aquel alarido despertó a Bushara, que comenzó a llorar como si entendiese la desgracia que acababa de implantarse en sus vidas.

—Lo siento, Ahlam.

Apenas pudo mirarle a la cara.

—¿Dónde está Nassim?

—Han atacado el mercado.

—Contesta, Abdel, ¿dónde está mi marido?

—Nassim ha fallecido, lo siento de veras.

Ahlam se entregó a un llanto desconsolado.

—Pequeña, cálmate, no llores.

Hafida se acercó para intentar apaciguar a la joven, pero ella misma era incapaz de controlar el llanto.

—¡Hafida, Nassim ha muerto! —le gritaba angustiada.

—Lo sé.

—¿Qué voy a hacer sin él?

—Tendrás que ser fuerte.

—¡Qué va a ser de la pequeña sin su padre! —continuaba lamentándose.

Abdel no sabía cómo actuar. Debía mantener la compostura ante aquellas mujeres. Debía ofrecerles su apoyo moral mientras pudiese.

—Cálmate, Ahlam. Ya nada se puede hacer.

—¡No quiero calmarme!

La mujer no podía dominar su estado. Aquella situación comenzaba a superarle. Nunca había imaginado quedarse viuda tan joven.

—¿Dónde está su cuerpo? Quiero estar a su lado.

—Eso ahora no va a ser posible —asintió acongojado.

Eso era lo peor que ella podía oír en aquel momento.

—Escúchame, Ahlam. Yo me ocuparé de todo. Mañana daremos entierro a su cuerpo.

—Te acompañaré —dijo entre sollozos incontrolados.

—No es conveniente que salgas de casa, los continuos ataques son un peligro.

—No me importa… saldré a la calle, aunque tenga que encontrarme con la muerte de cara.

—Piensa en Bushara, ella te necesita.

Abdel sacó de su bolsillo una tableta de pastillas. Le pidió a Hafida que trajera un vaso de agua. Le dio un par de pastillas a Ahlam y le pidió que se las tomase.

—Te ayudarán a sosegar tus ánimos.

Ahlam estaba totalmente abrumada, no sabía qué hacer ni qué decir. Solamente podía llorar. Cogió aquellas pastillas y se las tomó.

—No podré soportar esta pérdida.

—Sí que podrás hacerlo. Tienes una hija que te necesita.

—Ella no conocerá jamás a su padre.

Hafida era incapaz de consolar a la joven. Ella misma estaba completamente abatida.

—Siento mucho no poder aliviar vuestro dolor. Ahora no hay nada más que pueda hacer por vosotras.

—Te agradecemos mucho que hayas venido para comunicarnos la noticia —dijo Hafida.

—Tenía que hacerlo.

—¿Hay algo que necesites de nosotras mañana?

—No, Hafida, no te preocupes. Yo me encargaré de todo.

—Yo iré contigo —dijo Ahlam.

—Está bien. Tú decides, aunque insisto en que será mejor que no salgas de casa hasta que las cosas se apacigüen. No es seguro andar por las calles.

—Dime adónde tengo que acudir mañana.

—Si no cambias de opinión, dirígete temprano hacia el hospital.

—Así lo haré —le dijo sollozando.

—Hasta mañana por la mañana no sabré ni el lugar, ni la hora exacta del entierro.

Se acercó a la joven y puso sus manos entre las suyas.

—Lo siento mucho. Nos vemos mañana —le susurró.

Se acercó a Hafida y le dijo con tono afable:

—Cuida de las dos, ellas te necesitan ahora más que nunca. Volveré en cuanto pueda.

Y sin decir nada más salió de aquella casa con el mismo pesar con el que había llegado.

Bushara

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