Читать книгу Tomándome de Su mano - Lourdes Leticia Leines - Страница 7

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Cuando tienes gripe o asma es muy común que la gente se dé cuenta de que estás enferma y necesitas medicamentos para reponerte. Si una amiga ve que tienes un resfriado, no te va a juzgar por estar estornudando (a menos que no estornudes con etiqueta). Si al correr te cansas y te falta la respiración por causa del asma, las personas a tu alrededor verán la dificultad que tienes para tomar aire y tratarán de ayudarte buscando tu inhalador o intentando tranquilizarte para que puedas respirar mejor. Pero, ¿qué pasa cuando el dolor que tienes está en el alma? ¿Qué pasa cuando hay una lucha en tu interior? Quieres estar feliz, quieres recobrar el sentido de la vida, pero tu tristeza es tan grande que simplemente no puedes parar de llorar.

En primer lugar, debemos reconocer que este tipo de dolor existe. Tú y yo conocemos esa presión en el pecho, algo que está ahí, que te lastima—un dolor que desearías poder calmar con algún medicamento o con una pócima mágica que lo haga desaparecer. Sin embargo, la vida no se detiene, hay compromisos que cumplir, actividades por realizar, citas a las cuales asistir y pláticas que no se pueden posponer.

Es en esos momentos cuando nos hemos puesto una máscara. Nos hemos presentado a la reunión acordada, hemos procurado que el dolor no se note, que la sonrisa parezca normal, y hemos aparentado que en nuestra vida todo es color de rosa. En ocasiones, incluso escuchamos los problemas de nuestras amistades, pero cuando es nuestro turno de platicar sabemos de antemano lo incomprendidas que seremos y que en caso de ser juzgadas terminaríamos en una posición aún más difícil de soportar. En momentos así, pensamos: “Esto también pasará”. El problema es que transcurren los días, meses, incluso años, y es posible que sigamos sintiendo ese dolor que nadie, humanamente hablando, puede ver.

El dolor es real. En ocasiones, cuando tenía que salir, el solo hecho de levantarme de mi cama, bañarme, buscar la ropa para ponerme, maquillarme y cruzar la puerta de mi casa representaba un desafío. Sabía que afuera no podría derramar mis lágrimas. Estaba consciente de que tenía que verme normal, igual a las demás personas, amable, simpática y con una apariencia de felicidad, pero en mi interior persistía el dolor. La parte de maquillarme era especialmente complicada. Al ponerme el rímel en las pestañas para tratar de verme un poco más cálida, las lágrimas lo echaban a perder. Tenía que hacer ajustes a mi maquillaje una y otra vez para que no quedara estropeado.

Había días en los que lograba salir y llegar a mi destino. Otros días le hablaba a mi esposo y cancelaba nuestra cita porque mi tristeza era muy grande y no podía salir. Él a veces compraba comida y la traía a casa; su trabajo está cerca de donde vivimos, entonces él venía y me animaba. Su consuelo y sus palabras eran un aliciente en mi vida—era como un regalo de parte del Señor.

A lo que voy, mi querida hermana, es que no eres la única que se ha sentido así. Somos muchas las personas en el mundo que hemos sufrido de depresión, y tanto mujeres como hombres pueden padecerla. Cuando era adolescente, conocí a un hermano con una familia hermosa, una excelente posición económica, casa propia, negocio familiar, una iglesia local con hermanos que lo apreciaban y consideraban de alta estima, pero a pesar de todo eso sufría de depresión. En ese entonces yo era muy joven y cuando supe de la situación no lo podía comprender. ¿Por qué alguien que aparentemente tiene todo se sentiría triste gran parte del tiempo?

He escuchado a pastores argumentar en sus predicaciones que no hay razón para estar tristes, que la tristeza es para aquellos corazones que no han conocido al Señor Jesucristo. En esos momentos me he preguntado si acaso ellos no han perdido a algún familiar cercano. La tristeza existe en la vida del cristiano, las angustias y los sufrimientos están presentes. Incluso en la vida de nuestro Señor Jesucristo, y en las vidas de los apóstoles y discípulos, no fue diferente. La vida no es color de rosa. El Señor Jesucristo nos advirtió: “En el mundo tendréis aflicción” (Juan 16:33).

Tarde o temprano las aflicciones llegar án, las dificultades pueden estar a la vuelta de la esquina, y sí, un cristiano puede sentirse triste. En la época en que era estudiante de secundaria, viví un episodio muy difícil en mi vida. Mi papá sufrió un accidente automovilístico y unos meses después, tras diversas complicaciones, falleció. Cuando me informaron de su muerte, sentí un profundo dolor que aún puedo recordar. Sentía que se me partía el alma, lloré muchísimo; su partida me dolió enormemente a pesar de que mis padres ya estaban separados. Yo lloraba porque muy posiblemente él no iba a estar con el Señor. Mi mamá le había hablado de Cristo durante mucho tiempo, y yo también, pero él se rehusaba a creer. Después del accidente, pude visitarlo una sola vez mientras estaba en el hospital. Lo vi de lejos. Había sufrido un golpe muy fuerte en la cabeza y estaba inconsciente. Unos meses después falleció, y mi dolor en ese momento tenía que ver con el hecho de aceptar su pérdida para siempre.

El dolor que nadie puede ver es un dolor difícil de sobrellevar. Sin duda, es más difícil de soportar que una gripe o un resfriado, más difícil incluso que padecer asma (una enfermedad que sufrí cuando era niña). La tristeza que embarga tu alma está ahí dentro, pero algunas veces las circunstancias externas pueden desencadenar la aflicción. Alguien que conozco me contó cómo se sumió en un profundo dolor tras la muerte de su madre, a tal punto que decidió pedir vacaciones en su trabajo porque no podía salir de su cuarto. En ese momento su familia estuvo ahí con él, su esposa y sus hijos fueron de gran aliento y ayuda para superar ese dolor tan grande.

La muerte de un familiar, la pérdida de un empleo, sueños no cumplidos, frustraciones y problemas de toda índole pueden llevarnos a perder de vista el sentido de la vida. Llegamos a preguntarnos de qué sirve seguir adelante, para qué estoy aquí, por qué sigo con vida, a quién le importo realmente, cómo puedo superar esta prueba si no veo ningún rayo de luz en el horizonte. Sentimos que estamos cayendo en un pozo sin fondo, en un lugar muy oscuro del que deseamos salir pero no sabemos cómo.

Pero hay alguien que no es ajeno a la situación, alguien que sabe por lo que estás pasando, que conoce el dolor en tu interior y quiere que te acerques más a Él. Dios sabe lo que estamos afrontando. Aún recuerdo cómo oraba hace algún tiempo entre lágrimas: “Señor, Padre eterno, Dios mío, te suplico que me ayudes a que este dolor se vaya. Ya no quiero esta tristeza en mi corazón, ayúdame a tener paz”.

Las palabras del Señor Jesucristo que mencioné antes son claras, pero son solo una parte de la historia. El Señor nos dice: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). ¡Tenemos esperanza en Cristo! Él no solo conoce nuestro dolor, Él vino a rescatarnos del pecado y sus consecuencias. En un mundo lleno de pecado el sufrimiento es inevitable, pero tengamos ánimo, nuestro Señor y Salvador ha vencido al mundo.

Tomándome de Su mano

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