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Capítulo XVII

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Y no tengas por suficiente argumento para probar que tuvieron larga vida, el haber algunas veces llamado a la muerte; atorméntalos su imprudencia con inconstantes afectos, que incurriendo en lo mismo que temen, desean muchas veces la muerte porque la temen. Tampoco es argumento para juzgar larga la vida el quejarse de que son largos los días y que van espaciosas las horas para llegar al tiempo señalado para el convite. Porque si tal vez los dejan sus ocupaciones, se abrasan en el descanso, sin saber cómo le desecharán o cómo lo aprovecharán; y así luego buscan alguna ocupación, teniendo por pesado el tiempo que están sin ella; sucediéndoles lo que a los que esperan el día destinado para los juegos gladiatorios, o para otro algún espectáculo o fiesta, que desean pasen a prisa los días intermedios, porque tienen por prolija la dilación que retarda lo que esperan para llegar a aquel tiempo, que al que le ama es breve y precipitado, haciéndose más breve por su culpa, porque sin tener consistencia en los deseos, pasan de una cosa en otra. A éstos no son largos, sino molestos los días; y al contrario, tienen por cortas las noches los que las pasan entre los lascivos abrazos de sus amigos o en la embriaguez, de que tuvo origen la locura de los poetas, que alentaron con fábulas las culpas de los hombres fingiendo que Júpiter, enviciado en el adulterio de Alcmena, había dado duplicadas horas a la noche. El hacer autores de los vicios a los dioses, ¿qué otra cosa es sino animar a ellos, y dar a la culpa una disculpable licencia con el ejemplo de la divinidad? A éstos, que tan caras compran las noches, ¿podrán dejar de parecerles cortísimas? Pierden el día esperando la noche, y la noche con el temor del día; y aun sus mismos deleites son temerosos y desasosegados con varios recelos, entrando en medio del gusto algún congojoso pensamiento de lo poco que dura. De este afecto nació el llorar los reyes su poderío, y sin que la grandeza de su fortuna los alegrase, les puso terror el fin que les esperaba. Extendiendo el insolentísimo rey de los persas sus ejércitos por largos espacios de tierras, sin poder comprender su número ni medida, derramó lágrimas considerando que dentro de cien años no había de haber vivo alguno de tan florida juventud, siendo el mismo que los llora el que les había de apresurar la muerte; y habiendo de consumir en breve tiempo a unos en tierra, y a otros en mar, a unos en batallas, a otros en huidas, ponía el temor en el centésimo año.

Séneca - Obras Selectas

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