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La afuerada

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Quizás resulta extraña la apreciación pero, en realidad, si uno presta atención y se despoja de todo tipo de prejuicios, puede coincidir con ella. Lo más hermoso de este paisaje urbano, de esta cuadra o quizás, para ser más específicos, de esta esquina, no lo representan ni los tilos añosos que a las tardes despiden un embriagador efluvio plateado, ni el edificio del lado tapizado con bruñidos mármoles oscuros a la entrada, escoltada por los pequeños balcones con barandales torneados, ni las señoras vestidas con discreto encanto de colección que suben a sus autos con chofer, ni las veredas de mosaicos pulcramente pulidos que forman dibujos geométricos.

Tampoco el conservado empedrado de la otra esquina que rememora tiempos de cocheros y caballos, o los porteros de los pisos con sus libreas coloradas que son todo un detalle, o los señores de trajes y sobretodos oscuros e impecables que le dan un tono de suave elegancia.

Cierto es que todo rezuma distinción, clase, estirpe. Hasta los perros que pasean a las mañanas los muchachos contratados. Cada elemento indica la finura lograda a través del tiempo, de las generaciones educadas en colegios extranjeros, bien comidas y ataviadas.

Pero, aunque parezca raro, en medio del paisaje recoleto y casi detenido en el tiempo, lo que atrapa su atención obsesiva es irremediablemente el edificio de la esquina.

Alto, silencioso, enigmático.

La enorme estructura de vidrios espejados que parece no tener nada que ver con el lugar y que sin embargo encaja tan bien. Se suma al paisaje, se incluye serenamente, se metamorfosea con el encanto del tiempo y la elegancia de los años.

Por las noches sin luna parece tan solo un grandioso paralelogramo negro brillante que se tornasola si ella aparece. A las mañanas se sonrosa por partes mientras el sol lo va despertando, a las tardes se enciende en un turquesa enceguecedor y a veces las nubes caminan por su extensión sorprendentemente lisa.

Es como una grandiosa caja esplendente en reflejos que aprisiona, engulléndolos. Que encierra quién puede decir qué cosas, cuáles vidas, qué situaciones, o tal vez nada, simplemente nada. A lo mejor es solo eso, una mágica superficie tersa y relumbrante que existe por sí misma, sin habitantes ni historias.

Magia y misterio que la hechizan invitándola a caminar la calle de arriba a abajo, de abajo a arriba, con los dedos agarrotados dentro de los zapatos duros y estrechos, un problema el calzado para sus enormes pies la vida entera, mas no le importa, anda lo mismo con los pies sufridos, el calzado incómodo.

Arropada en el sacón gris topo, envuelta en la bufanda que parece casi una manta, larga, para tapar cualquier invierno, alrededor del cuello, sobre la espalda, por el frío cortante de la tarde y aunque no lo sea tanto. Así va. De la mañana a la noche, de la noche a la mañana, arrebujada. Debe sentirlo como un refugio, como su casa. La casa a cuestas. Abrigada, en una de esas el viento arrecia o la noche la encuentra lejos o simplemente tiene ganas de sentirse cobijada. Eso es, la bufanda ha de ser cobijo caliente y familiar, blandamente conocido aún en calles extrañas, especialmente en ellas.

Extraña la calle, ajena, distante de sus zonas habituales.

Qué hace por aquí, inadecuada y ruda en medio de la elegancia recoleta. Nada que ver su figura en­cor­vada con los edificios paquetes, afrancesados, de cuando los señores de la loca ciudad rica imitaban lo europeo y vivían como si. Tan alejado el ruido y el smog de las cuadras circundantes. Un mundo fuera, remoto y leve, exquisito y quieto, encantador.

Ella camina por ahí, inapropiada, gris sobre el tenue plateado, marrón sobre el discreto beige, oscura sobre la impalpable claridad. Fuera de lugar, de moda. Fuera de todo. Arrugada, grises sus arrugas, el pelo, la bufanda y el sacón. Gris la figura y el andar. Su presencia agrisa el aire y el tiempo contaminado ahora por ella, gris, como su historia y sus recuerdos.

No añora los recuerdos, no suelen ser de alegría. Entonces para qué, a qué convocar dolores y ausencias que le son tan familiares, como los pies doloridos o el peso del sacón gris sobre la espalda y los años. Tanto como que siempre estuvieron. No distingue entre ella, todo eso y su soledad. Sola, solitaria. No sabría de otro modo. Cuando vienen como ráfagas los fantasmas los ahuyenta, fijando sus sentidos en lo que tiene ante sí.

Los delicados firuletes de los enrejados, el empedrado pulido de pasos a través del tiempo. Pasos finos de suavísimos gamuzados, cabritillas, suelas nuevas. El color de la tarde… hasta el color es distinto cayendo sobre esta calle, etéreo, límpido, sin una partícula de polvo. Todo es puro, perfumado, finísimo. Calmo. Con la calma del tiempo detenido más acá de las urgencias de la común y cotidiana vida de todos.

Vida que ha habitado en diferentes lugares…

Barrios suburbanos con vahos de fritura a mediodía desprendido de las flacas ventanas, poblados de ordinarias mujeres de sueltos batones sentadas al fresco de las veredas en las tardes de verano. O en el microcentro enloquecido de humo, corridas y bocinazos. Pero ahora, por una vez desea torcer el curso de su vida y elegir dónde pasar los días que le restan.

No va a ser fácil. No tiene la figura ni los medios para habitar la zona. Ha percibido algunas miradas escandalizadas de reojo cuando transita ensimismada el perímetro evaluando su encanto. No será sencillo. Pero aun así lo va a intentar. Es lo único que ansía y sabe que será su último anhelo. No ha tenido tantos en la vida, más bien siempre se ha resignado a su suerte. Entonces, ¿por qué no ahora? No ansía ya compañía ni consuelo. Solo un lugar, un soñado lugar donde transitar el poco resto de vida que le queda llenán­dose los ojos de lindura.

Con una fuerza y un empecinamiento poco habituales en ella, determina el sitio. El pequeño edificio de cuatro pisos no es lo más destacable de la zona, sin demasiada personalidad se eleva sobre la acera de enfrente. Pero es todo lo que pretende, una platea desde donde impregnarse de la maravillosa visión negra brillante. Lo demás poco importa y, de últimas, tendrá la oportunidad de apreciarlo al vagar por las mañanas, cuando con paso lento recorra la cuadra.

Un amigo la acompaña inquieto a trasladar el precario mobiliario. El sillón con cretona floreada que deja escapar un poco de estopa por uno de los costados. La manta tejida con restos de lanas multicolores, de los cuales pocos conserva. El florero que encontrara en esa vieja casona abandonada y hasta la pequeña alfombra para asentar sus pies agotados. Ubica todo como mejor puede buscando el lugar exacto para cada cosa y el ángulo preciso para su sillón y se instala queda, perdida, cautivada por la callada negrura que la enfrenta.

Se concentra en los azules enrojecidos de la tarde, en la brillantez violácea de la noche, en el dorado del amanecer. Camina su altura hasta la soñada terraza. Desciende por los lados, suavemente, sin penetrarlo. No le interesa. Solo su tersura exterior le basta. Se olvida del frío en los pies, el dolor en el cuello, se arrebuja en la manta. Percibe de a ratos el golpeteo de su pecho emocionado. Cepilla largamente su cabello ralo mientras se deja absorber por la magia. Acaricia embelesada su piel apergaminada creyéndola lisa y renovada.

Sin siquiera darse cuenta va quedando silenciosamente inmóvil, los párpados inmensamente abiertos reverberando el azogue en sus pupilas. Atrapando en ellos tanta gracia. Benditos de hermosura. Ajenos al horror de los señores habituados a la belleza. Ignorantes de infortunios. Por un instante escaso trae un poco de realidad a esta calle extranjera que se ocupa de borrarla en contados minutos, como si no hubiera existido, rápidamente, para que no queden signos de este ser tan diferente que ha pretendido sumarse al paisaje.

Los muebles al basurero municipal. La osamenta flaca, miserable, a una fosa común. Apenas un resto de migajas endurecido testimoniando su paso, en la vereda de la esquina elegida para instalar su vagabundez solitaria, contra las grises piedras del impersonal edificio de cuatro pisos.

Solo su mirada confundida, absorbida, mezclada para siempre en los vidrios espejados, captando serenos, silenciosos, la hermosura de los tilos, de las señoras discretamente elegantes, los caballeros de sobretodos oscuros, de los perros bien comidos.

De las mañanas, las tardes, las noches.

Sumada, integrada a él, testigo mudo. Solitario, diferente.

Inconmovible espejo del buen vivir de los demás.

Afuerados

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