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Introducción

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El contraste más que evidente es violento. Se erige imponente, casi en el centro de la urna, llena de detalles, pliegues, recargada de ornamentos, decorada con piedras preciosas. A unos cuarenta centímetros de la base posa altiva una circunferencia rodeada de destellos solares, morada para el cuerpo de algún dios. Su falta de sencillez lo dice todo. Representación de un estilo estético colonial al tiempo que símbolo grotesco de una victoria. Junto a ella, en ese mismo cubo de cristal, una figura en oro, otra en barro y dos miniaturas orfebres. En la primera predominan las curvas y el volumen; en el centro de lo que semeja la hoja simétrica de algún inmenso árbol tropical se sostiene un rostro antropomórfico que mira desafiante. En la otra, más pequeña, lo que resalta no solo son los rasgos lineales, fuertes, severos, sino las fracturas, los quiebres que deforman su cuerpo; testigo del tiempo, huella de alguna lucha. Las dos miniaturas parecen guardianas de una dimensión oculta o de algún equilibrio cosmogónico; lo que en algún tiempo fue presencia sagrada hoy nos hace pensar en juguetes envueltos en un huevo de chocolate. Un texto reza: “Objetos sagrados en disputa”.

Una disputa que hoy, en la vitrina de un museo, parece estática. Es más, si el texto no hiciera alusión al conflicto, el visitante bien podría pensar que esas figuras se acompañan. Armonía, equilibrio, silencio. Fácil sería hablar, entonces, con voz de especialista, de hibridaciones culturales: cruces heterogéneos y múltiples producto del encuentro de tantos mundos. ¿Problemáticos? Sin duda –se nos respondería–, pero eso es un costo de la historia, hoy enaltecen nuestra riqueza y florecen en nuestra diversidad. Fácil y engañoso. El texto nos salva de esa trampa. Nos sugiere –pues ni alecciona ni da cátedra– la existencia de un conflicto. Uno que se ha dado en el dominio de lo simbólico, de la creencia, de la divinidad. Uno en el que la custodia católica canta y celebra su victoria. Uno que nos remite al pasado pero que no evade –de nuevo la virtud del texto– nuestro presente.

La urna del Museo Nacional de Colombia lo expone perfectamente: la voluptuosidad de la fe cristiana se impuso sobre las otras formas de lo sagrado. Y recodémoslo: fue un violento conflicto que durante siglos se desencadenó en este territorio y que arrojó una pirámide de poder, resultado no de una negociación sino de la implementación de diversas estrategias de lucha que finalmente permitieron una victoria. Conflicto y victoria que configuró lo que somos. Esa confrontación ha asumido muchas formas, se ha dado en varios momentos, en diferentes ámbitos. Este texto busca explorar uno de esos capítulos.

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En la calle doce, en el centro de Bogotá, unas mujeres se aglomeran. Levantan pancartas, algunas tienen el rostro con pintura, hay algo de rabia y de alegría en lo que gritan y repiten. Unos cuantos miembros del grupo antidisturbios, recostados en una de las paredes, las miran con curiosidad, no las ven como amenaza, incluso más de una sonrisa se les escapa. Esa tarde la Corte Suprema de Justicia emitirá la sentencia C-355 que, sin despenalizar el aborto, lo permite en tres circunstancias particulares. Esas mujeres se abrazarán contentas, como habiendo logrado mover un inmenso monolito histórico, pero aspiraban a más. Se contentarán con saber que es un proceso arduo. No saben, por el momento, que catorce años después el Estado no habrá emitido una norma que regule la sentencia. El monolito no hará más que bascular.

En el año 2006 esas mujeres sabían que sería tema polémico, con muchos detractores, que despertaría todo tipo de sensibilidades, que seguramente una masiva marcha en contra de la sentencia sería encabezada por el divino niño Jesús que descendería del barrio Veinte de Julio hasta la Plaza de Bolívar en una redundancia de símbolos nacionales. Eso lo sabían, hacía parte de lo concebible. Lo que las sorprendió fue atestiguar la ineficiencia de la voluntad del Estado. Aunque una de sus ramas, la judicial, se pronunciaba y establecía una directriz sobre el tema, la decisión no tenía alcance real, eficiente, allá en el mundo práctico, pues las instituciones que se ocupan de la salud en el país son, de una u otra forma, confesionales. El Estado dicta pero no puede ejecutar, redacta pero no gobierna.

Ya no estamos hablando de un conflicto de conversión donde la custodia oprime, desvirtúa o fagocita a otras formas de lo sagrado –aunque ahí también hay un tema de gobierno–; se trata en este caso de poner en jaque la capacidad misma del Estado que desde la Constitución de 1991 se propuso ser laico. Tarea ardua, compleja, cuando instituciones, dinámicas, discursos, prácticas, recursos, subjetividades, lugares estratégicos, han sido gobernados por la Iglesia católica. ¿Cómo se llegó a eso?

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Una guerra de mil días. Epitafio para un siglo lleno de guerras civiles y escaramuzas señoriales, epígrafe para uno compuesto por un dilatado conflicto armado, tragedia en múltiples actos. Poco tiempo después del último intento armado de los liberales por hacerse al Estado, el país conoce una serie de transformaciones que alterarán, sin punto de retorno, su fisionomía. Las élites nacionales, en su búsqueda desesperada por acercarse a la deidad moderna del Progreso, orientan sus esfuerzos públicos y privados en la materialización de una promesa onírica. Los destellos de la industria nacional son tenues; el lánguido Estado sueña con ser fuerte, ejercer soberanía, ser omnipresente; los avances tecnológicos van llegando con el ritmo cansino pero firme propio de una pandemia; en los centros poblacionales coexisten los tiempos de la ciudad y del villorrio. En efecto, en las primeras décadas del siglo XX tienen lugar transformaciones que todos llamarán, al unísono, modernas.

En ese periodo Colombia conoce un reajuste de fuerzas. Se produce un cambio en la estructura productiva y la ciudad, la fábrica y las relaciones capitalistas serán su eje central. Los conocimientos literarios ceden su lugar a los conocimientos científicos modernos experimentales y técnicos; se produce una modificación en el imaginario, en el uso del espacio, en los medios de comunicación; en los deseos y las subjetividades hay algo nuevo bajo la piel. Nosotros pensamos que ese nuevo juego de fuerzas que tuvo lugar en el país concierne también a la Iglesia católica y todo el espacio sobre el cual ella ejerce su influencia. Se sabe que su campo de intervención se extendió y que las tensiones fueron bastante fuertes. Sin embargo, es válido preguntarnos sobre la reacción ante todo ese proceso de reajuste: ¿qué fue lo que hizo posible la intervención efectiva de la Iglesia católica?, ¿cuáles fueron las coincidencias, los puntos de encuentro y de repulsión con otras fuerzas existentes? Se han analizado frecuentemente las relaciones entre Iglesia y Estado a través del filtro de sus oposiciones en el proceso de extensión del Estado y de laicización de la sociedad, pero ese fenómeno de gubernamentalidad (Foucault, 2004a) podría ser analizado más como una centralización de los mecanismos de gobierno y no necesariamente como un monopolio total por parte del Estado. En el caso de Colombia, ¿cómo se redistribuyó esa economía de gobierno? En resumen, ¿qué pasó con la Iglesia católica entendida esta como una fuerza política?

Comprender la Iglesia católica a partir de las relaciones de saber/poder que fueron desplegadas para asegurar su influencia y conservar el gobierno moral es un tema que ha permanecido por fuera de las reflexiones de la historia de la Iglesia, de la antropología de las religiones y, aún más, de la filosofía política. Se puede argumentar que la importancia analítica que toma el Estado moderno en las investigaciones disciplinares corresponde al rol preponderante que este toma en la historia de Occidente. Sin embargo, aunque la experiencia histórica de América Latina comparte bastantes elementos con los procesos históricos vividos en Europa, hay obvias particularidades que hacen difícil trazar la línea de pertenencia a la globalidad que supone Occidente. En ese sentido, la preponderancia que la Iglesia católica ha tenido en la carta histórica de América Latina no puede ser descuidada en el momento de pensar las formas de racionalización y las prácticas de poder. Sin duda alguna, América Latina ha conocido, particularmente durante el siglo XIX pero también en el siglo siguiente, un conjunto de tensiones en las relaciones entre Iglesia y Estado entendidas estas como efecto de la modernidad y de la laicización. No obstante, podemos aproximarnos a esta serie de conflictos como momentos de tensión y disputa por la redistribución y la reconfiguración de la economía de gobierno, es decir, una lucha entre dos nodos de captura por los procedimientos de saber/poder.

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En la producción historiográfica colombiana, la Iglesia católica y la religión han sido dos protagonistas centrales, abordadas desde perspectivas y métodos diversos. Esta preocupación constante proviene de la importancia que el cristianismo ha tenido en la historia del país; desde la historia colonial hasta la época contemporánea, la Iglesia y la fe católica han tenido un rol protagónico. Por tanto, ocupan un lugar fundamental en el momento de cuestionar las condiciones de nuestro presente y de nuestra sociedad. Omitir este tipo de presencia en las investigaciones sobre los procesos históricos de la sociedad colombiana no haría otra cosa que esconder —o caprichosamente negar— un factor constante y dinámico. De tal forma, una pregunta surge inmediatamente: ¿cuál es la originalidad y el interés de este trabajo cuando ya se han escrito numerosos volúmenes sobre la Iglesia católica?

Lo que hemos querido, de una manera general, es señalar que las relaciones entre la Iglesia y la modernidad son mucho más complejas de lo señalado por la historiografía local. Esta última ha concebido a la Iglesia como una institución unitaria, homogénea, estática. Dicho de otra forma, una institución monolítica que, frente a la modernidad, en las primeras décadas del siglo XX, escogió la respuesta reaccionaria. El resultado que se obtiene de esta aproximación es el de una hegemonía de la Iglesia y del Partido Conservador en el dominio público y en las instituciones, que impidió el ingreso de varios componentes modernos a la sociedad colombiana. Sin embargo, la Iglesia en Colombia se comportó de una manera algo más compleja: no tanto como una institución que elevó una fortificación tradicionalista, sino como un campo que creó una máquina de integración capaz de capturar elementos, prácticas, códigos y valores modernos como una estrategia para conservar el gobierno moral.

Esa estrategia es la que es expuesta y analizada en este texto. Para ello, hemos dividido el libro en tres capítulos. El primero, expone el marco conceptual a partir del cual hemos abordado la problemática. En ese sentido, dos conceptos son fundamentales. De un lado, el concepto de lo social descrito por Jacques Donzelot y delimitado por Gilles Deleuze. Este concepto nos permite verificar que, a medida que la Iglesia católica reacciona a las transformaciones del país, emerge un nuevo sector: ciertos objetos discursivos son delimitados, enunciados precisos circulan y políticas, prácticas e instituciones anteriormente inexistentes aparecen. En la constitución y emergencia de ese sector particular, la Iglesia tendrá un rol fundamental a partir de la negociación entre elementos múltiples: formulaciones científicas, desarrollos tecnológicos, innovaciones técnicas, reivindicaciones políticas, tipos de organización y de movilización colectiva articuladas sistemáticamente con prácticas doctrinales, principios teológicos y valores cristianos. Para dar cuenta de esta articulación de elementos múltiples, tomamos el concepto operacional de dispositivo forjado y empleado por Michel Foucault. Desde esa perspectiva, hablamos de un dispositivo de lo social en el interior de la Iglesia católica, entendido como el ensamblaje estratégico de elementos discursivos y no-discursivos constitutivo de la aparición en el país de lo social como sector particular.

Pero no podemos avanzar en el análisis de la estrategia empleada por la Iglesia con la intención de conservar el gobierno moral en Colombia sin antes entablar un diálogo crítico con los postulados historiográficos sobre la modernidad en el país. Ese será el objetivo del segundo capítulo. Tomando apoyo en reflexiones y conceptos desarrollados por los estudios poscoloniales, decidimos hacer una evaluación de las condiciones de la modernidad en Colombia durante las primeras décadas del siglo xx. Esta interpretación esboza un cuadro donde predominan los cruces, las articulaciones y los desplazamientos hegemónicos a causa del reajuste que provocó la modernidad en Colombia. La imagen que de allí se desprende es contraria al paisaje bipolar que toma como punto de partida la dicotomía tradicional/moderno que ha servido de base a la historiografía de la modernidad y de los procesos de modernización en el país. Una aproximación a la Iglesia católica en el cambio de siglo cierra el segundo capítulo, para así exponer el momento de transición en el cual se incorporan los postulados de la Doctrina Social de la Iglesia, entendida esta como esquema general de trabajo alrededor de los problemas sociales.

En el tercer capítulo intentamos dar cuenta del dispositivo empleado por la Iglesia bajo las condiciones de existencia de la modernidad en el país. Tal dispositivo es la forma utilizada por la Iglesia para delimitar ciertos objetos de discurso, introducir y articular conceptos, nociones y enunciados, adoptar planes, políticas, programas e instituciones que le permitieron ser un agente activo en la delimitación de lo social. En otros términos, exploramos en ese capítulo final la manera que tuvo la Iglesia de articular elementos discursivos y no-discursivos como respuesta a una urgencia para lograr conservar el control moral en la sociedad colombiana y hacerse a una nueva victoria.

Salvar el pueblo, gobernar las almas

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