Читать книгу No te daré mi voto - Miguel Ángel Martínez López - Страница 13

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Noviembre, 2005

El día amaneció lluvioso, empapado por el agua que corría por la pendiente de las calles, entre las gentes incómodas que se encogían dentro de sus paraguas. Los autobuses, con sus cristales empañados, se inclinaban ligeramente al subir y bajar los viajeros, que luchaban por abrir y cerrar los paraguas en el último y preciso momento. Los chavales se apresuraban hacia el colegio con su colorido de impermeables y mochilas. El tráfico se colapsaba a la puerta del centro escolar mientras un policía municipal se esforzaba por luchar contra las madres, celosas de dejar lo más cerca posible a sus hijos, y las rotondas de las avenidas se llenaban de conductores nerviosos, como si les fuera la vida en ganarle un minuto a la mañana. La ciudad se despertaba con una polifonía de prisas y carreras para que todo el mundo estuviera en su puesto lo antes posible.

Moisés contemplaba el jaleo de coches en la calle, mientras los cristales de la sucursal lloraban desconsoladamente con las lágrimas prestadas por la lluvia, y pensaba en el lugar de cada uno, el hueco que cada uno tiene en nuestra moderna sociedad, en la multitud de relaciones que hacen que todos corran a la vez, en direcciones totalmente diversas y repartidas, para estar junto al teléfono que va a sonar, o tras el mostrador que va a recibir a un cliente, o en el aula en la que dos generaciones se pasan el testigo del saber. Pensaba Moisés en cómo sería la historia de todos los que se bajaban del autobús y se esparcían por la acera buscando cada uno su camino, cuál sería su empleo, cómo lo encontrarían, dónde almorzarían, a qué casa volverían… y no pudo evitar pensar en qué sería de él a comienzos del año próximo, cuando (de eso tenía un extraña e infundada certeza) él estuviera buscando su nuevo lugar, su nuevo engranaje, en esta compleja máquina de seres humanos que conocemos como sociedad.

Fernando y Arturo tomaban un café en la sala de profesores.

−¿Qué tal va tu casita? −preguntó Fernando.

−De maravilla. No sabes lo que he disfrutado este verano con el jardín. He construido unos bordillos para elevar los arriates con tierra buena y les he puesto un nuevo sistema de riego.

−Eres un manitas.

−Me relaja un montón −continuó Arturo−, ya sabes que siempre tengo que estar liado con algo.

−¿Y qué tal los vecinos?

Arturo torció el gesto ante la pregunta de Fernando.

−Ahí hay de todo. La verdad es que en las urbanizaciones, en general, la gente es algo reacia al trato, por no decir que son una manada de insociables. Es algo que me ha sorprendido desde el principio. Como si la independencia de las casas fuera un signo del individualismo más atroz y cada uno se sintiera amenazado por la presencia de los otros. No sé cómo explicarte. Hay gente que se encierra en su castillo y ya no quiere saber nada de nadie. O peor… ¿No te he contado lo de mi vecino de al lado?

−No −respondió Fernando.

−Me ha prohibido aparcar en su fachada. En la parte de la calle que linda con su valla. No sé si recuerdas, justo donde da la sombra −Fernando le miraba con asombro−. Este verano, una tarde, fue Gema a visitarme y aparcó ahí, en el único pedacito de sombra que hay en la calle a esa hora. Eran las cinco de la tarde y el sol caía con justicia. Luego, me contó que, al marcharse, se encontró un papelito en el limpiaparabrisas que ponía: “Por favor, no aparque en esta acera”. ¿Qué te parece?

–¿Pero, obstruía su puerta o le impedía el paso?

–Nada. Que como la sombra la hace su casa, se cree que es suya.

–Pero, es en la calle, ¿no? ¿Se cree que la calle es suya?

–Pues eso le dije yo, que la acera y la calle son del ayuntamiento, que si se la quiere reservar, que pague un vado permanente.

–Increíble.

Rieron la anécdota. Fernando preguntó:

–Y ¿qué tal con Gema? Veo que sois más que amigos.

Arturo negaba con la cabeza.

–Sólo buenos amigos –respondió Arturo–. Nos hemos visto varias veces este verano y nos llevamos muy bien, no te lo niego.

–Venga, Arturo, cuéntame la verdad, que tú y yo somos buenos amigos.

–Esa es la verdad. Esa chica me gusta y nos llevamos muy bien, pero, más de una vez, de diversas maneras, ha marcado claramente las distancias como diciendo: solo amigos.

–¿Te lo ha dicho o lo has interpretado tú?

–Hay cosas que se entienden muy bien.

Moisés completaba el expediente de una solicitud de hipoteca que había que enviar a la dirección provincial. Dos compañeros se pararon a su lado.

−He oído rumores −dijo uno de ellos.

−Cuenta, cuenta −dijo el otro−, que aquí nadie suelta prenda. Como si no fuera con nosotros esto. Nadie tiene la decencia de informar a los más interesados.

Rápidamente se arremolinaron unos cuantos alrededor.

−Dicen que la lista la sacan el primero de diciembre. Que ahora está en sindicatos para que la revisen.

Moisés se volvió, interesado en el tema, y preguntó:

−Y, ¿qué es lo que van a revisar?

−Pues que no están sus amigos, supongo.

−Hace ya un mes que terminaron las entrevistas en la zona centro. La verdad es que prisas parece que no tienen −completó el otro compañero.

El trabajo se hacía cada vez más tortuoso. Los corros, comentando los escasos detalles que se conocían del proceso de selección, eran como agujeros negros que absorbían a la mayoría de los empleados y cada vez durante más tiempo. La desgana para sacar adelante el trabajo era cada día mayor.

−Espero que esto acabe cuanto antes porque el ambiente está insoportable −Moisés intentó volver a concentrarse en su formulario cuando entró en la oficina Menéndez, el director, que regresaba de una reunión de la dirección provincial.

−¿Alguna noticia? −preguntó uno de los que estaban aún con Moisés.

−Nada −respondió Menéndez−. Que no nos preocupemos, que si trabajamos bien no tenemos que preocuparnos, eso me han dicho.

En ese momento no había clientes en la oficina y todos se arremolinaron en torno a Menéndez, que intentaba hacer un resumen de lo que le habían transmitido:

−Me han explicado que la empresa está orgullosa de todos sus empleados y todo esto es en beneficio de la empresa. Que el que trabaje bien no tiene de qué preocuparse y que el que trabaje mal debe estar preocupado ahora y siempre. Que tal vez algunos deban modificar sus perspectivas profesionales, pero que, para los que no le tengan miedo al cambio, se abre un increíble mundo de oportunidades nuevas que deben saber aprovechar.

−Nos toman por idiotas −le murmuró uno de los compañeros a Moisés.

Menéndez seguía con su discurso:

−Ahora se nos exige un esfuerzo de integración y de identificación de sinergias entre las dos compañías, pero esto revertirá en un mejor servicio, una mejora en la calidad de nuestro trabajo y un incremento de los beneficios. Pero, por ahora, lo mejor que podemos hacer es seguir trabajando como si nada ocurriera, con la profesionalidad y la calidad que ha llevado a esta compañía a estar donde está. La excesiva preocupación sobre nuestro futuro puede poner en peligro este mismo futuro. Esto es lo que me han dicho y yo os transmito. No sé más.

−Entonces, ¿no van a despedir a nadie? −preguntó el inocente Fermín Muñoz, despertando las ahogadas risas de sus compañeros.

−Mire, Muñoz, en esta casa se despide por expedientes disciplinarios o graves incumplimientos. Esto es otra cosa, se trata de optimizar los recursos e identificar sinergias. Si alguien debe abandonar la compañía, será después de un minucioso estudio de su situación y una justa indemnización, por eso no quiero volver a oír hablar de despido, como mucho de desvinculación, que es un acuerdo conjunto, del trabajador y la compañía, que beneficia a ambos.

Menéndez se hinchó como un globo orgulloso de su convincente discurso y se dirigió a todos de nuevo:

−Ésta será nuestra consigna: business as usual, que significa, “trabajar como siempre lo hemos hecho”, que los clientes no sospechen el cambio que estamos experimentando y sólo puedan detectarlo por la mejora de los productos y el servicio.

−Este tío llegará lejos −volvieron a murmurar al oído de Moisés.

Cuando ya se habían marchado todos, las dos limpiadoras rompían el silencio de la oficina con los topetazos de sus cubos y el vaciar de las papeleras. Iban y venían por las mesas reuniéndose cada poco en el carrito de la limpieza, aprovechando los escasos segundos de coincidencia para mantener una pespunteada conversación.

−Mira, yo llevo muchos años en esto y lo tengo claro…

»… tú a lo tuyo y no te metas en nada.

− Está claro.

−A veces, te da pena y le echas una mano a alguien…

»… y ¿qué te da a cambio? Nada. Desprecio.

−Hija, pero tampoco puedes ir así por el mundo.

−¿Que no? Si no lo haces así eres la más tonta de las tontas…

»… te lo digo yo que llevo muchos años en esto.

–Sí, tienes razón, pero a veces una no es de piedra…

»… y si alguien necesita una mano.

–Le das la mano y te toman el brazo y una pierna.

–Tienes razón.

–Que no, chica, que no vale la pena. Tú a lo tuyo y que cada cual se busque la vida.

−Sí, claro.

−No conozco a nadie que haya sacado nada bueno por ayudar a alguien…

»…pero disgustos y fatigas…

»…podría contarte hasta el día del juicio.

−No, si eso es como todo…

»…que te crees que los demás son como tú, y luego…

−Ya te digo.

Una corriente fresca entró en la caseta, la puerta se había abierto y Ana entró con un casco en la cabeza y unos planos en la mano.

−Cierra esa puerta, que nos volamos −dijo Jaime sin apenas mirarla mientras seguía hablando con un obrero de manos cuadradas−. Hay que marcar bien las parcelas antes de cimentar las calles. Poneos con ello empezando donde ya está allanado el terreno. Id descargando el material, enseguida vamos Ana y yo para el replanteo de los muros.

El obrero se marchó sin decir nada y cerró la puerta tras de sí. Ana se dirigió a Jaime con la misma dureza con que había sido recibida

–Están saliéndose de los límites de la finca, le estamos invadiendo el terreno al vecino. Tendrías que tener más cuidado con eso si quieres evitar que nos metan una denuncia.

–Bueno, bueno –dijo Jaime quitándole importancia al asunto–, no va a ser tan grave. Ahora lo revisamos y ya está.

–Pero no haría falta revisarlo. Tú estás aquí para que no ocurran estas cosas.

–¡Venga, mujer!, ¿has venido aquí a echarme la bronca de parte del jefe? –Le dio la espalda, se puso una cazadora de piel, cogió el telémetro y la guía y salió por la puerta luminosa.

Fernando vivía sólo. Después de su divorcio había tenido un par de amigas, pero la cosa no había cuajado. Estaba sumergido entre un montón de libros abiertos, tomando notas en el portátil. Buscaba la manera de reflejar en un cuadro simplificado cómo los liberales de la Constitución de Cádiz aparecían y desaparecían de la escena política sin conseguir mandar realmente nunca. “El fracaso del liberalismo español”, ese era el título del tema y uno de los ejes de su pensamiento: “la maldición liberal española, siempre ahí y siempre inútil”.

Estos pensamientos le absorbían cuando sonó el timbre de la puerta. Miró el reloj, eran las ocho y media y no esperaba a nadie. Se levantó y abrió la puerta. Era Moisés.

–¿Qué tal, compañero? –saludó Fernando.

–Ya tengo las ofertas –contestó Moisés enseñando unos papeles en su mano.

Pasaron al despacho, que era la única habitación iluminada.

–¿Estás con tu libro? –preguntó Moisés.

–No. Estoy preparando un tema para las clases. Quiero darles una visión general del liberalismo desde principios del XIX hasta ahora. La verdad es que me estoy pasando un poco, a veces me creo que son universitarios, pero como el tema me apasiona lo estoy preparando a fondo. Todo puede ser que al final no se lo dé para no asustarlos.

–También te vale para el libro –apuntó Moisés.

–Sí claro, el libro empieza con un apunte de la progresión histórica del liberalismo y ahora estoy recogiendo muchos datos –contestó Fernando, que llevaba varios años recogiendo material para escribir un libro sobre el liberalismo y el socialismo. Había pensado ya varios títulos: “¿Se puede ser liberal de izquierdas?”, “Liberalismo y socialismo”, “Liberalismo anticonservador” y muchos más que iban quedando sepultados por las montañas de papeles que se iban acumulando en la estantería.

–Se te iluminan los ojos cuando hablas de eso.

–Cada tonto con su tontería y a mí me ha dado por esto. Pienso que cada día es más difícil que llegue a resumirlo todo en un libro, pero disfruto mucho con los preparativos –Fernando se quedó silencioso unos segundos, como si la conversación siguiera dentro de él, hasta que, como despertando de un ligero sueño, volvió a la realidad, a su despacho y a su amigo Moisés que le miraba sonriente–. Pero vamos a lo nuestro, a ver esas ofertas.

Luis estaba saboreando una espumosa cerveza concentrado en el resumen de noticias de la televisión del bar. Jaime entró pidiendo una clara en vaso largo y saludó a la escasa concurrencia.

–Buenas noches a todos –Nadie le contestó. Sólo Luis le respondió con la mirada y le invitó a sentarse a su lado con un gesto. Jaime, se dirigió a él con una sonrisa cegadora– ¡Don Luis Menéndez, qué placer! ¿Cómo va el negocio del dinero? Me han dicho que te van a hacer dueño del nuevo banco.

–Un día de estos −respondió Luis sin mucho entusiasmo.

−¡Olvida la clara! Mejor una de éstas −pidió Jaime al camarero, apuntando la cerveza de importación que saboreaba su amigo−. ¡Qué frío hace! Me he pasado todo el día en la obra cogiendo frío. Este invierno está siendo duro ya desde el principio.

−Pero qué dices, si tenemos un otoño más suave que nunca. Han dicho hace un minuto en la tele que bajarán algo las temperaturas la semana que viene. Y recuerda que invierno, lo que se dice invierno, hasta el veintiuno de diciembre…

−Bueno, bueno, es una manera de hablar. Tú ya me entiendes −Jaime recogió la cerveza que le pasó el silencioso camarero y le dio un gustoso trago, suspiró como quién se siente satisfecho y retomó la palabra−. ¿Qué tal va el lío del banco? ¿Alguna noticia?

−Sí −contestó Luis dibujando una irresistible sonrisa−, tengo lo mío arreglado. Pronto empezará el baile, quieren que la gente se endulce el mal trago con el turrón y que las vacaciones hagan olvidar el palo. Pero yo estoy a salvo, ya tengo todo hablado. No puedo decírselo a nadie −había bajado el tono de voz a lo imperceptible y le hablaba en un susurro a su amigo− pero estoy salvado.

−¡Qué gran noticia!

−Estoy muy contento, pero que no salga de nosotros.

−¿Y el resto de tu gente?

−Mira, hay que ser prácticos −Luis se crecía con el uso de la palabra, volvió serio el gesto y empezó a gesticular las manos como si las palabras necesitaran moldearse−, nosotros somos la entidad absorbida en este caso, tenemos asegurada la derrota, sólo queda una salida, pasarse al enemigo. Yo sé que esto es impopular y muy poco romántico, pero para salvar la vida hay que estar del lado del más fuerte.

−Eres una rata inmunda −le dijo Jaime entre risas agasajando a su amigo.

−Soy un hombre práctico.

Aún en diciembre quedaban algunas hojas verdes despistadas, escondidas en las copas de los árboles de la avenida de Europa. El otoño había sido lluvioso, pero suave en temperaturas, hasta hace dos semanas, cuando el frío había llegado de pronto. Las fiestas de primeros de mes hicieron que el reloj corriera más deprisa y las luces navideñas parecían estar puestas este año antes que nunca. Los barrios comerciales empezaban a abarrotarse por las tardes y la televisión bombardeaba con su empacho de burbujas y perfumes. La Navidad venía anunciándose desde hace demasiadas semanas, tantas que la mayoría había olvidado su llegada, sumergida en la vorágine comercial del consumismo. Sólo unos pocos seguían pendientes de su llegada puntual, el veinticinco de diciembre.

En un pequeño local comunitario, con una vieja mesa y varias sillas de resina blanca, cada una de un modelo diferente, el consejo rector de la comunidad de vecinos de la calle Albania treinta y cinco trataba de decidir la ornamentación navideña de la urbanización.

Moisés, como presidente de la comunidad de propietarios, llevaba el peso de la reunión.

−El conserje ha sacado ya todo el material: el árbol, las luces y el belén. El árbol está bastante bien, pero las luces están hechas una pena, no funcionan ni la cuarta parte.

−El año pasado ya discutimos de eso y se decidió cambiarlas este año. Pero, con el arreglo de la valla de la piscina, este verano, ya tuvimos un importante extra, nos vamos a pasar de presupuesto −añadió uno de los vocales.

−El problema es que estamos ya a diez de diciembre y como nos lo pensemos un poco más vamos a poner las luces de navidad en el chiringuito de la piscina −respondió Fernando.

−Pero no estamos hablando de unas lucecitas baratas, las luces actuales iluminan toda la entrada, desde la fachada hasta el portal, incluyendo las dos alas de ascensores y el árbol que preside el fondo del portal. Ah, y el belén a los pies del árbol. Lo que está más viejo es precisamente el cuadro de distribución y las luces de la fachada. Cambiar todo eso puede irse a los dos mil euros, mínimo −explicó otro de los vocales.

−Con los fondos que tendremos, tras cobrar los recibos de diciembre, podríamos llegar −añadió Fernando−. Creo que, si consiguiéramos demorar algún pago a enero, salvábamos el año. Este otoño hemos tenido suerte con el frío y en calefacción hemos gastado menos.

−Los que nos arreglaron las farolas de la piscina el año pasado era gente muy flexible. Seguro que si les proponemos fraccionar el pago lo aceptarían −comentó Moisés.

−El problema es el plazo, nos hemos dormido con esto −contestó Fernando.

−De todas formas, es un gasto significativo, habría que convocar una asamblea −sugirió un vocal.

−Yo ya he pedido ofertas y las tengo aquí −Moisés enseño unos folios grapados de dos en dos que detallaban tres ofertas de renovación del alumbrado navideño−, sólo hay que convocar urgentemente la asamblea.

−Imposible −interrumpió Fernando−. No hay tiempo para eso. Lo ideal sería convocar una asamblea para cada decisión, pero si existe esta junta es precisamente para tomar ese tipo de decisiones que, por su urgencia, no permiten convocar una asamblea. Tenemos que decidirlo nosotros. Convocar la asamblea es una forma de decidir que no se renueve la iluminación.

−Los vecinos están orgullosos de la iluminación navideña −añadió Moisés−, es una tradición que honra a esta urbanización. Ya el año pasado no pocos vecinos se quejaron del estado de la instalación y de que, algo que antes les llenaba de orgullo, empezaba a ser un poco vergonzoso. Si convocamos la asamblea para esta misma semana...

−Imposible −comentó el secretario−, los estatutos ordenan quince días para convocar una asamblea extraordinaria y un mes para una ordinaria.

−¿Y si lo aprobamos sin asamblea?− preguntó uno de los vocales.

−Un gasto superior a seiscientos euros debe ser aprobado por más de la mitad de los vecinos, eso también está en los estatutos y todas estas ofertas están por encima −dijo el secretario.

Todos quedaron en silencio unos segundos, conscientes de haber llegado a un callejón sin salida.

Fernando no soportó el impasse.

−¡Esto es absurdo! Nos nombran representantes de los vecinos y no nos dejan decidir. Entonces, ¿qué somos, representantes o administradores del papeleo? Estos estatutos son absurdos, habría que plantearse cambiarlos.

Fernando siguió hablando sobre lo injusto de la situación y lo contradictorio del mandato recibido en la junta de vecinos. Moisés lo miraba fijamente, pero su mente estaba en otro sitio, dándole vueltas a alguna idea.

−Un momento −interrumpió Moisés−, ¿qué dicen los estatutos, que hay que aprobarlo por más de la mitad de los vecinos o que hay que aprobarlo “en asamblea” por más de la mitad de los vecinos?

El secretario sacó los estatutos de su carpeta y buscó el artículo.

−¿Dónde quieres llegar? −preguntó Fernando.

−Quiero saber si es preceptiva la asamblea o se puede consultar a los vecinos directamente −contestó Moisés.

−¿Uno a uno?

La pregunta de Fernando no fue contestada porque el secretario había localizado el artículo y comentó su contenido en voz alta.

−Tal y como está escrito no hace falta asamblea. Si encontramos la manera de consultar a los vecinos, nadie podría impugnar la decisión.

−Mire Menéndez −le comentaba Isidro Jarabo al director de la sucursal−, la dirección provincial quiere comunicar las desvinculaciones el treinta de diciembre, de forma simultánea en todas las oficinas. Eso hace imposible que recursos humanos pueda encargarse.

−Eso significa que me toca a mí el marrón.

−Aquí está el sobre con los finiquitos, fechados en ese día. Debe custodiar este sobre y notificarlo personalmente, empezando a las dos de la tarde, tras el cierre de la oficina.

Menéndez estaba visiblemente incómodo con Jarabo, que seguía dando las instrucciones impasiblemente.

−Ahí tiene la lista. Debe impedir que los interesados estén con día libre o vacaciones. Es cierre de mes y año, cancele los permisos. Si después de la comunicación, el empleado quiere abandonar la oficina, no hay inconveniente, siempre que se lleve todas sus cosas, porque el treinta y uno es sábado y el lunes ya no pertenecerá a la compañía. ¿Alguna duda?

−¿Y si el empleado se resiste? −preguntó Menéndez− Quiero decir, si rechaza el finiquito y se pone violento.

−Usted es el director de la oficina, no tengo que explicarle cómo hacer su trabajo.

Jarabo estaba al tanto del trato de la dirección provincial con Menéndez, pero fingió ignorarlo. Menéndez preguntó:

−¿No podría contar con alguna ayuda? Mi oficina es especialmente conflictiva y me voy a encontrar rodeado de gente… digamos… tocada. Es como dejar a un jabalí herido, ¿no lo entiende? Yo no tengo la culpa de que los despidan, pero ellos pueden pensar…, no sé, que les he vendido.

No te daré mi voto

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