Читать книгу En el ardor - Мишель Смарт - Страница 6

Capítulo 2

Оглавление

DÓNDE SE había metido?

Helios llevaba quince minutos en su apartamento y Amy no contestaba a sus llamadas. Según el jefe de seguridad, se había marchado del palacio. Su contraseña personal indicaba que se había marchado a las ocho menos cuarto, más o menos cuando sus hermanos y él estaban recibiendo a los invitados.

Volvió a llamarla mientras iba al mueble bar y se servía una generosa copa de ginebra. La llamada terminó en el buzón de voz. Se bebió el líquido cristalino y se llevó la botella a su despacho.

Los monitores de seguridad mostraban imágenes de los pasadizos secretos, pero solo él podía verlas. Miró con detenimiento la pantalla de la cámara número tres, que estaba enfocada hacia la puerta que los conectaba. Había algo en el suelo que no podía distinguir claramente…

Fue a la puerta, la abrió y vio una caja. Era una caja llena de frascos de perfume, joyas y recuerdos. Eran los regalos que le había hecho a Amy mientras habían estado juntos. Los había amontonado en una caja y la había dejado en su puerta.

El arrebato de furia lo desgarró por dentro. Levantó un pie antes de saber lo que estaba haciendo y le dio una patada a la caja. El cristal se hizo añicos y el ruido retumbó en medio del silencio.

No hizo nada durante un buen rato, se limitó a tomar aire mientras temblaba de furia y dominaba las ganas de hacer mil pedazos lo que quedaba en la caja. La violencia había sido la solución de su padre para los problemas de la vida. Siempre había sabido que era algo que él también llevaba dentro, pero, al contrario que su padre, sabía controlarlo.

Esa furia repentina que se había adueñado de él era incomprensible.

Amy, que sabía lo retrasada que iba, cerró la puerta de su apartamento y bajó corriendo las escaleras que llevaban al museo del palacio. Marcó su contraseña, esperó a que se encendiera la luz verde, abrió la puerta y entró en la zona privada del museo, una zona vedada para los visitantes.

Pasó al lado de la pequeña cocina para el personal y cruzó los dedos para que no se hubiesen acabado los pasteles y el café. Los bougatsas recién hechos por los cocineros del palacio que les llevaban todas las mañanas se habían convertido en su comida favorita.

Se le hizo la boca agua solo de imaginarse los pasteles de pasta filo ligeros y saciantes a la vez. Esperaba que quedara alguno relleno de crema. No había comido casi nada durante los dos últimos días y en ese momento, después de haber conseguido dormir un poco, estaba hambrienta. Además, se había quedado dormida a pesar del despertador y aceleró el paso mientras subía un tramo de escaleras que llevaba a la sala de reuniones.

–Siento el retraso –se disculpó ella mientras entraba con una mano en el pecho–. Me he…

No pudo terminar la frase cuando vio a Helios sentado a la cabecera de la mesa redonda. Tenía los codos apoyados en la mesa y las yemas de los dedos de una mano pegadas a las de la otra. Estaba recién afeitado y, aunque iba vestido informalmente, con un jersey verde oscuro de cuello redondo, irradiaba un poder abrumador, un poder que, en ese instante, estaba concentrado en ella.

–Me alegro de que nos acompañe, señorita Green –comentó él en un tono equilibrado, aunque sus ojos eran como dos balas marrones que apuntaban hacia ella–. Siéntese.

Ella, desasosegada al verlo allí, parpadeó varias veces y tomó aire. Helios era el presidente del museo del palacio, pero no participaba casi nada en la gestión cotidiana. Solo había asistido una vez a la reunión de los martes durante los cuatro meses que ella había trabajado allí.

Anoche, cuando volvió al palacio, supo que tendría que verlo pronto, pero había esperado que le concediera unos días. ¿Por qué había tenido que aparecer ese día precisamente? Era la primera vez que se quedaba dormida y tenía un aspecto espantoso.

Además, para colmo de la desdicha, el único asiento libre estaba justo enfrente de él. Lo separó de la mesa y se sentó con las manos agarradas sobre el regazo para que no se viera que estaban temblando. Greta, una de las conservadoras y la mejor amiga que tenía ella en la isla, estaba sentada a su lado. Le tomó una mano y se la apretó con delicadeza. Greta lo sabía todo.

En el centro de la mesa estaba la bandeja con bougatsas que tanto había anhelado. Quedaban tres, pero había perdido todo el apetito y el corazón le latía con tanta fuerza que le retumbaba por todo el cuerpo.

Greta le sirvió una taza de café y Amy se lo agradeció.

–Estábamos hablando de las obras que seguimos esperando para la exposición de mi abuelo –siguió Helios mirándola fijamente.

El museo del palacio de Agon era muy famoso y acudían especialistas de todo el mundo, lo que hacía que los empleados hablaran un popurrí de idiomas. Para simplificarlo, el inglés era el idioma oficial en horario de trabajo.

Amy se aclaró la garganta e intentó ordenar las ideas.

–Las estatuas de mármol están de camino desde Italia y deberían llegar mañana por la mañana al puerto.

–¿Hay alguien para recibirlas?

–Bruno me mandará un mensaje en cuanto entren en aguas de Agon –Amy se refería a uno de los conservadores que volvería a Italia con las estatuas–. Acudiremos en cuanto nos lo comuniquen. Los conductores están avisados y todo está organizado.

–¿Y las obras del museo griego…?

–Llegarán el viernes.

Helios sabía todo eso. La exposición era una idea suya y habían trabajado juntos para sacarla adelante.

Amy llegó a Agon en noviembre como parte de un equipo del Museo Británico que le prestaba obras al museo del palacio. Ella, durante aquellos días en la isla, se hizo amiga de Pedro, el director del museo. Él, aunque ella no lo hubiera sabido en su momento, se había quedado impresionado por sus conocimientos sobre Agon y, sobre todo, por su tesis doctoral sobre el arte minoico y su influencia en la cultura de Agon. Pedro había sido quien la había propuesto para que organizara la exposición del aniversario.

Esa propuesta había sido como un sueño hecho realidad y un honor inmenso para alguien con tan poca experiencia. Amy, que solo tenía veintisiete años, compensaba con entusiasmo la experiencia que no tenía.

También aprendió, cuando tenía diez años, que la familia feliz y perfecta que le había parecido lo natural no era como le habían hecho creer. Ella tampoco era lo que le habían hecho creer. Su padre era su padre biológico, pero sus hermanos solo eran medio hermanos. La mujer que le había dado a luz era de la isla de Agon, y la mitad de su ADN era… agonita.

Desde que se enteró, para su asombro, le había fascinado todo lo relacionado con Agon. Había devorado libros sobre su pasado minoico y su transición a la democracia. Se había apasionado con las historias sobre las guerras y lo vehemente y belicoso que era su pueblo. Había estudiado los mapas, se había fijado tanto en las montañas, en las playas y en los mares que conocía tan bien su geografía como la de su propio pueblo.

Agon se había convertido en una obsesión.

La historia de ella estaba en la historia de Agon y también lo estaba la clave para entender quién era ella de verdad. Jamás podría haberse imaginado que tendría la oportunidad de pasar allí nueve meses en comisión de servicios. Era como si el destino estuviera dándole el empujoncito que necesitaba para que encontrara a su madre. La mujer que le había dado a luz estaba allí, en esa isla de medio millón de habitantes.

Había estado pensando en ella durante diecisiete años y no había dejado de preguntarse si se parecería a ella, si tendría su misma voz, si se arrepentía de algo… ¿Se avergonzaba de lo que había hecho? Seguro que sí. ¿Cómo iba a ser posible que alguien hiciera lo que había hecho Neysa Soukis y no estuviera avergonzada?

La había encontrado enseguida, pero ¿cómo iba a presentarse a ella? Esa había sido la gran pregunta. No podía aparecer un día en su puerta porque, seguramente, se la cerraría en las narices y no conseguiría las respuestas que quería conseguir. Había pensado en escribirle una carta, pero tampoco había sabido qué decirle. «¿Se acordaba de ella? La había llevado nueve meses dentro y luego se había desentendido de ella. ¿Podía, por casualidad, decirle el motivo?».

Las redes sociales, gracias a Greta, habían resultado fructíferas. Neysa no las usaba, pero ella había encontrado a un medio hermano. Habían establecido una comunicación incipiente y había esperado que él llegara a ser un puente entre ellas.

–¿Has organizado el transporte para el viernes? –le preguntó Helios con una mirada sombría y los sensuales labios apretados.

–Sí, todo está organizado –le repitió ella con una punzada que le atravesaba por dentro al darse cuenta de que esos labios no volverían a besarla–. Vamos por delante de lo previsto.

–¿Estás segura de que la exposición estará organizada cuando llegue la gala?

Él lo preguntó en un tono despreocupado, pero se traslucía algo implacable y un escepticismo que no le había transmitido antes.

–Sí.

Amy apretó los dientes para contener el dolor y la rabia.

Estaba castigándola. Debería haber contestado a alguna de sus llamadas. Había tomado el camino de los cobardes, se había escapado del palacio con la esperanza de que, después de unos días alejada de él, reuniría la fuerza que necesitaba para resistirse. La mejor manera, la única manera de dejar de anhelarlo era pasar el síndrome de abstinencia como pudiera. Tenía que resistirse a él, no podía ser la… otra.

Aun así, no podía haber llegado a imaginarse que le dolería físicamente volver a verlo…, y le dolía atrozmente.

Helios la había entrevistado antes de que la contrataran. La exposición del aniversario era su prioridad absoluta y había querido cerciorarse de que el organizador fuese el que tenía más afinidad con la isla.

Afortunadamente, Pedro y él habían estado de acuerdo en que ella era la mejor candidata. Unos meses más tarde, cuando yacían saciados el uno en brazos del otro, le había dicho que le había convencido por su pasión y entusiasmo, que había sabido que se entregaría a la tarea como se merecía.

Conocer a Helios… No había sido como se había imaginado, no había sido, ni mucho menos, el príncipe estirado, pedante y engreído que se había esperado.

La atracción había sido inmediata, como una reacción química que no había podido controlar. La había sorprendido con la guardia baja, aunque no se había hecho ninguna ilusión. Era un príncipe, pero, además, era poderoso y desmesuradamente apuesto. No había pensado que esa atracción podía ser recíproca ni en su sueño más disparatado, pero lo había sido.

Él había participado en la exposición más de lo que ella había previsto y se había visto muchas veces trabajando sola con él, y aquel fuego anhelante que la había abrasado por dentro había ido creciendo sin que ella hubiese sabido qué hacer.

Las aventuras en el lugar de trabajo eran el pan nuestro de cada día incluso en el erudito mundo de las antigüedades, pero a ella no le habían tentado nunca. Su trabajo le gustaba tanto que la absorbía por completo. Su trabajo le daba un objetivo y una razón de ser. Trabajar con objetos antiguos, ver cómo habían evolucionado las técnicas y las costumbres, le demostraban que el pasado no tenía por qué ser el futuro. Lo que había hecho su madre natural no tenía por qué condicionarla, aunque notaba que su comportamiento era como un estigma invisible que llevaba con ella.

Jamás se había planteado la posibilidad de tener una relación que pudiera significar algo de verdad. ¿Cómo iba a comprometerse con alguien si no sabía quién era ella? Por eso, no era de extrañar que sus sentimientos se hubiesen trastornado al sentir una atracción así por un hombre que era su jefe y que, además, daba la casualidad de que era un príncipe.

Helios no tenía esas inhibiciones.

La había desnudado mil veces con la mirada y mucho antes de que le hubiera puesto un dedo encima.

Hasta que una tarde, a última hora, cuando estaban hablando en la sala más pequeña de la exposición, ella en un extremo y él en el contrario, pasó en una décima de segundo de estar inmóvil a moverse, a llegar hasta ella con cuatro zancadas y a tomarla entre los brazos.

Eso fue todo. Ella había estado a su disposición y él a la de ella.

Los tres meses que habían pasado juntos habían sido un sueño. Su relación había sido físicamente intensa, pero también sorprendentemente natural. No había habido ni expectativas ni inhibiciones, solo pasión.

Debería haber sido fácil desligarse.

Los ojos que la habían desnudado miles de veces se dirigieron hacia Pedro para indicarle que podía pasar a hablar de los asuntos generales del museo. Estaba organizándose una exposición muy especial, pero, aun así, el museo en general tenía que seguir manteniendo el elevado nivel de siempre.

El humor de Helios, que solía ser agradable, estaba alterando a todos y Pedro, claramente nervioso, repasó los puntos del día a toda velocidad y acabó comentando que ese jueves se necesitaba que alguien sustituyera a una de las guías. Amy se ofreció voluntaria. El jueves era el único día que tenía tranquilo esa semana y le encantaba guiar grupos de visitas siempre que podía. Una de las cosas que más le gustaba del museo era la colaboración, que todo el mundo ayudaba cuando hacía falta. Era una manera de hacer las cosas que empezaba desde lo más alto, desde el propio Helios, aunque ese día no había ni rastro de ese espíritu.

–Antes de que nos marchemos –comentó Pedro justo al final de la reunión–, os recuerdo que tenéis que entregar antes del viernes los menús para el miércoles siguiente.

Helios, como agradecimiento a los empleados por todo el trabajo que habían hecho para la exposición, había organizado una cena para todos antes de que empezaran las vacaciones de verano. Era el típico gesto generoso de él y un acto social que a ella le había apetecido mucho, aunque, en ese momento, se le revolvía el estómago solo de pensar en salir una noche con Helios y sus compañeros.

El alivio fue evidente cuando terminó la reunión. Nadie se quedó un rato, como solía ser habitual, y todo el mundo se levantó y se fue precipitadamente hacia la puerta.

–Amy, por favor, quiero decirte una cosa.

La voz profunda de Helios se oyó por encima de las pisadas apresuradas. Ella se paró a unos centímetros de la puerta, puso un gesto inexpresivo y se dio la vuelta.

–Cierra la puerta.

Ella la cerró y volvió a sentarse enfrente de él, aunque intentó alejarse todo lo posible.

Nada era lo bastante lejos. Ese hombre rezumaba testosterona… y también rezumaba deseo de venganza.

El corazón se le salía del pecho, pero apretó los labios y cruzó los brazos. Aun así, no pudo evitar mirarlo fijamente. La cadena de plata le resplandecía en la base del cuello, la cadena que le había rozado los labios tantas veces cuando él le hacía al amor.

Mientras lo miraba y se preguntaba cuándo iba a hablar, notó que él la miraba con la misma intensidad y se le secó la boca.

–¿Has estado a gusto en Greta’s? –le preguntó él tamborileando la mesa con los dedos.

–Sí, gracias –contestó ella en tono cortante antes de darse cuenta de lo que había dicho él–. ¿Cómo has sabido que he estado allí?

–Por el GPS de tu teléfono.

–¿Qué? ¿Has estado espiándome?

–Eres la amante del heredero al trono de Agon. Nuestra relación es un secreto a voces y no arriesgo lo que es mío.

–Ya no soy tuya –replicó ella llevada por la furia–. Sea el que sea el dispositivo que me has puesto, ya puedes ir quitándolo.

Amy puso el bolso en la mesa, sacó el teléfono y se lo arrojó a él, que lo atrapó con una mano y se rio. Aunque fue una risa sin ganas.

–No ha puesto ningún dispositivo –Helios le devolvió el teléfono–. Se ha hecho a través de tu número.

–Pues deja de rastrearlo, quítalo de tu sistema o lo que sea.

Él la miró detenidamente. Esa inmovilidad le sacaba de quicio. Helios no estaba nunca inmóvil, tenía energía como para iluminar todo el palacio.

–¿Por qué te marchaste?

–Para alejarme de ti.

–¿No pensaste que me preocuparía?

–Pensé que estarías tan ocupado seleccionando a tu esposa que ni siquiera te darías cuenta.

–Ah –él sonrió por fin–, estabas castigándome…

–No –negó ella con firmeza–. Estaba alejándome porque sabía que esperarías acostarte conmigo después de haberte pasado la noche buscando esposa.

–Y pensaste que no serías capaz de resistirte.

Amy se sonrojó y Helios sintió un arrebato de satisfacción al comprobar que había acertado. Su hermosa y apasionada amante había estado celosa.

Amy, esbelta, femenina hasta decir basta y con una melena rubia oscura seguramente era la mujer más hermosa que había conocido. Un escultor no dudaría en representarla como Afrodita. Le bullía la sangre solo de verla, aunque llevara, como en ese momento, una falda acampanada azul marino y un recatado top color malva.

Sin embargo, también tenía algo que no solía tener, unas sombras oscuras debajo de los ojos marrón grisáceo, los labios secos y el cutis pálido… Y él era el motivo.

Sintió emoción solo de pensarlo. Fuera cual fuese el castigo que había querido imponerle al haber desaparecido unos días, le había salido el tiro por la culata.

Jamás le contaría la furia incontenible que lo había dominado cuando vio la caja delante de su puerta.

Lo que le recordaba que…

Sacó un grueso sobre acolchado y se lo acercó por encima de la mesa. Cuando no pudo contener la rabia, había destrozado la caja, había roto los frascos y había arruinado los libros, pero las joyas se habían salvado.

Ella entrecerró los ojos, alargó una elegante mano y lo abrió con cautela. Apretó los labios cuando vio lo que había dentro. Volvió a dejar el sobre en la mesa y se levantó.

–No las quiero.

–Son tuyas y me ofendes al devolvérmelas.

–Y tú me ofendes a mí al dármelas cuando estás a punto de poner un anillo de compromiso en el dedo de otra mujer –replicó ella sin parpadear.

Él también se levantó y fue hasta ella, que tenía la silla detrás y no podía escapar. La abrazó hasta que tuvo su cabeza sobre el pecho. Era demasiado fuerte y ella no podía zafarse de él aunque lo intentara. Además, él sabía que esos intentos no significaban nada.

Notaba su calidez, ella quería estar entre sus brazos.

Inclinó la cabeza hacia atrás con la respiración acelerada. Él vio que se le oscurecían las pupilas, que pasaban de ser grises a marrones, con una furia que hizo que le bullera la sangre.

–No te pongas celosa –murmuró Helios estrechándola con más fuerza–. Mi matrimonio no cambia lo que siento por ti.

Se mordió el carnoso labio inferior y el ojo izquierdo le tembló con una amargura que él no le había visto nunca.

–Pero sí cambia lo que siento yo por ti.

–Mentirosa. No puedes negar que sigues deseándome –él le rozó la mejilla con su mejilla y le susurró al oído–. Hace unos días, sin ir más lejos, gritabas mi nombre y todavía tengo los arañazos en la espalda.

Ella separó la cabeza.

–Eso fue antes de que supiera que estabas buscando una novia para casarte inmediatamente. No pienso ser tu… querida.

–No tiene nada de particular. Los reyes de Agon han tenido amantes después de casarse desde hace generaciones.

Su abuelo había sido la excepción a la regla, pero solo porque había tenido la suerte de enamorarse de su esposa.

De los treinta y un reyes que había tenido Agon desde 1203, solo unos cuantos habían encontrado el amor y la fidelidad con sus cónyuges. Su propio padre, aunque murió antes de subir al trono, había tenido docenas de amantes y, además, había disfrutado aireando sus infidelidades ante las narices de su entregada esposa.

–Hace generaciones, tus antepasados también descuartizaban a sus enemigos, pero es algo que ya habéis conseguido dejar de hacer.

Él se rio y le acarició la barbilla. Era preciosa aunque fuera sin maquillaje.

–No nos casamos por amor o por tener compañía, como hacen otros, nos casamos por el bien de nuestra isla. Tómatelo como un acuerdo empresarial. Tú eres mi amante, eres la mujer con la que quiero estar.

Su madre había sido desdichada en ese sentido. Ya amaba a su padre cuando se casaron y ese amor había acabado destrozándola mucho antes de que murieran en aquel accidente de coche.

Él nunca causaría a nadie el dolor que había causado su padre. Tenía que casarse, pero no disimulaba lo que quería: una esposa que le proporcionara la siguiente generación de herederos. Nada de sentimientos ni expectativas de fidelidad. Sería una unión basada en el deber y en nada más.

Amy lo miró fijamente y en silencio durante un rato, mientras buscaba algo, aunque él no sabía qué esperaba encontrar.

Bajó la cabeza para besarle los labios que ella había separado, pero se apartó y solo se rozaron.

–Lo digo en serio, Helios. Hemos terminado. No seré tu querida –repitió ella con un susurro.

–¿De verdad…?

–Sí.

–Entonces, ¿por qué sigues aquí? ¿Por qué noto la calidez de tu aliento en la cara?

Le pasó los labios por la mejilla, la agarró del trasero y la estrechó contra sí para que notara cuánto la deseaba. Ella gimió levemente.

–¿Lo ves? –Helios le mordió con delicadeza el lóbulo de la oreja–. Todavía me deseas, pero estás castigándome.

–No. Yo…

–Shh… –él le tapó los labios con un dedo–. Los dos sabemos que podría tomarte en este momento y que no te opondrías, ni mucho menos.

Sus ojos dejaron escapar un brillo ardiente, pero levantó la barbilla con rebeldía.

–Voy a darte cinco segundos para que te marches –siguió él hablándole en voz baja al oído–. Si dentro de cinco segundos no te has marchado, te levantaré la falda y te haré el amor encima de esta mesa.

Ella se estremeció. Fue un estremecimiento muy ligero, pero él lo conocía tan bien que sabía lo que vería en sus ojos cuando los mirara.

Efectivamente, se habían oscurecido y tenían las pupilas más dilatadas. Asomaba la punta de la lengua entre los labios separados y él sabía que si le ponía las manos en los magníficos pechos, notaría los pezones endurecidos.

La soltó y cruzó los brazos.

–Uno…

Amy se llevó una mano a la boca y la bajó a la barbilla.

–Dos…

Ella tragó saliva sin dejar de mirarlo y él casi podía oler su anhelo.

–Tres… Cuatro…

Ella se dio media vuelta y salió corriendo hacia la puerta.

–¡Una semana! –exclamó él.

Ella estaba a mitad de la habitación y no dio ningún indicio de que lo hubiese oído, pero él sabía que lo había oído perfectamente.

–Dentro de una semana, matakia mou, estarás en mi cama otra vez, te lo aseguro.

En el ardor

Подняться наверх