Читать книгу Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento - Нина Харрингтон - Страница 8

Capítulo 3

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–¿QUIERE que me quede aquí? –Lexi miró alrededor del patio, luego volvió la vista a la casa–. ¿Ha dicho que vivía solo, señor Belmont? ¿Es correcto? Tomaré su silencio como un «sí». En ese caso, ¿no le preocupa lo que puedan pensar su mujer o su novia? Lo que es seguro es que surgirán rumores.

–No hará falta ningún subterfugio. Puedes decir que eres una colega profesional o mi asistente personal durante tu estancia en la casa. Tú eliges.

–Colega profesional. Lo de asistente personal se parece demasiado a una chica que organiza la recogida de su ropa de la tintorería, dirige su despacho y compra regalos para las mujeres afortunadas de estar con usted… que sin duda abundan. Y por si se lo está preguntando, yo solo me dedico a escribir. ¿De acuerdo? Perfecto. Y ahora, como al parecer me quedaré aquí, ¿le importaría ayudarme con mis maletas? Tengo unas cuantas.

–¿A qué te refieres con «unas cuantas»? –Mark fue hacia el borde del patio y observó el diminuto coche de alquiler.

Lexi lo siguió y bajó los dos escalones que conducían hacia la entrada de vehículos.

–Ustedes, los hombres, lo tienen fácil –abrió el maletero y se rio mientras sacaba dos maletas grandes, pesadas y a juego, y las depositaba sobre la grava–. Un par de trajes y ya está. Pero yo he pasado tres semanas en la carretera con diferentes acontecimientos cada noche –luego sacó un neceser y una maleta de piel de las que se abrían en dos mitades–. Los clientes esperan que una chica se ponga un traje diferente para cada estreno, así mantiene contentos a los fotógrafos –añadió, yendo hacia la puerta del acompañante y abriéndola.

Plegó sobre un brazo un portatrajes antes de pasarse al hombro la bolsa de viaje. Cerró la puerta con el pie y se giró en busca de Mark. Este miraba boquiabierto aún desde la terraza como si apenas pudiera creer lo que veía.

–No se preocupe por mí –dijo ella–. He dejado el equipaje pesado junto al coche. Me vendrá bien que me lo lleven a cualquier hora de hoy.

–No hay problema –musitó él–. El porteador bajará enseguida.

Fue a buscar los zapatos que había dejado justo debajo de la tumbona. Por desgracia, al inclinarse, Lexi pasó junto a ese espléndido trasero y cuando Mark se irguió, le dio con el codo a la bolsa de viaje que portaba ella.

En el mismo instante, la resbaladiza tela de seda de su portatrajes se le escurrió del brazo. Intentó sujetarla con la otra mano mientras giraba el cuerpo para impedir que cayera al suelo. Dio un paso atrás y el tacón de aguja de la sandalia derecha pisó el borde pulido del mármol de la piscina, lo que hizo que perdiera por completo el equilibrio y que extendiera ambos brazos en un intento instintivo de compensación.

Durante una milésima de segundo quedó en el aire, con los brazos remolineando en amplios círculos, las piernas estiradas y el equipaje volando a cada lado de ella.

Cerró los ojos con fuerza y se preparó para la inmersión en la piscina. Pero en cambio los pies se elevaron más cuando un brazo fuerte y largo le rodeó la cintura y otro pasó por debajo de sus piernas, asumiendo su peso sin esfuerzo alguno.

Abrió los ojos, soltó un chillido de terror y pasó los brazos en torno al cuello de Mark por puro acto reflejo, pegándose con fuerza contra la camisa de él. Por desgracia, olvidó que aún se estaba aferrando a su bolsa de viaje y golpeó la nuca de Mark con ella.

Él tuvo la suficiente presencia de ánimo como para emitir solo un suspiro ronco y bajo.

A Lexi le fue imposible disculparse, ya que sus pulmones habían olvidado cómo funcionaban y únicamente emitían pequeños jadeos ruidosos que habrían sido perfectos para un perro, pero que en sus labios sonaban patéticos.

Nunca antes la habían alzado en vilo.

Y la última vez que había estado tan cerca de un hombre atractivo había sido en la noche de San Valentín, cuando su exnovio le había confesado que se acostaba con una chica que ella había considerado su amiga.

Desde luego, esa era una experiencia mucho más positiva.

A solo unos centímetros de distancia, los ojos de Mark se clavaron en los suyos y de pronto encajó que esos brazos poderosos sostuvieran todo su peso.

Aspiró la fragancia embriagadora de algún champú o gel de ducha, junto con algo más profundo y almizcleño.

A pesar de no saber lo que era, le disparó los latidos del corazón.

–Debí advertirte acerca de la piscina. ¿Ya estás bien? –preguntó él con la voz llena de preocupación.

Lexi tragó saliva, le ofreció una sonrisa y asintió. Al instante esa breve aventura llegó a su fin cuando él la depositó en el suelo.

Fue extraño cómo sus brazos parecían reacios a perder el contacto con la camisa de Mark y prácticamente se deslizaron por toda la extensión del torso de él… antes de que la parte sensata de su cerebro asumiera el control y le recordara que el contrato de la agencia incluía estrictas normas acerca de no confraternizar con los clientes.

Se alisó el vestido antes de atreverse a hablar.

–Perfectamente. Prefiero no nadar vestida del todo, así que gracias por ahorrarme el chapuzón. Y lamento lo de la bolsa –señaló en la dirección de su cabeza.

–Bueno, al menos ya estamos en paz –repuso Mark indicando la piscina con la cabeza, donde el portatrajes de ella flotaba a la vez que emitía cortos sonidos borboteantes.

–Oh, demonios –Lexi hundió los hombros–. Ahí van dos vestidos de cóctel, un traje y una capa. Los vestidos y el traje los puedo sustituir, pero la capa me gustaba.

–¿Una capa? –preguntó Mark mientras iba a buscar un tubo largo acabado en una red.

–Uno de mis antiguos clientes inició una vida como mago profesional, actuando en un crucero –respondió mientras veía cómo Mark acercaba sus cosas al borde–. Un hombre fascinante. Me dijo que había guardado la capa por si alguna vez necesitaba ganar algo de dinero. Yo le indiqué que después de cuarenta años en Las Vegas, esa era una posibilidad remota –se rio entre dientes–. El truhan me la regaló el día de la presentación de su autobiografía. Había decidido que su pensión no necesitaba ningún empujoncito y que con noventa y dos años era posible que estuviera algo oxidado. Luego me dio una palmadita en el trasero y yo amenacé con partirlo en dos –sonrió–. Días felices. Y fue una gran fiesta. Es una pena que una capa con tanta historia se haya estropeado… –suspiró con fuerza para asegurarse de que él captaba el mensaje.

Lo vio esbozar una sonrisa fugaz mientras sacaba del agua su equipaje. Era la primera vez que sonreía. Al instante sintió remordimientos.

Se centró en las maletas antes de soltar el aliento contenido. Era el momento. Si iba a hacerlo, más valía que acabara cuanto antes.

Mark frunció el ceño mientras caminaba hacia ella.

–Seguro que dispones de suficiente ropa seca para que te dure unos días. ¿Puedo ayudarte en algo más?

Lexi lo miró a regañadientes y se humedeció unos labios súbitamente resecos.

–De hecho, hay una cosa más que necesito aclarar antes de que empecemos a trabajar juntos. Verá, ya nos habíamos visto. Solo una vez. En Londres. Y no bajo las mejores circunstancias –se quitó las gafas de sol, las metió en el bolsillo exterior de su chaqueta y miró su cara desconcertada–. Entonces no nos presentaron, pero usted conoció a mi padre en la habitación de hospital de su madre y prefirió escoltarlo a la salida. ¿Aviva eso sus recuerdos?

Mark plantó las manos en las caderas y la miró. De modo que se habían conocido antes, pero…

El hospital. El padre de ella. Esos ojos grises violeta en un rostro ovalado.

Los mismos ojos que lo habían mirado horrorizados después de que le diera un puñetazo a aquel miserable fotógrafo.

–Fuera –dijo, luchando contra el fuego de su sangre–. Te quiero fuera de mi casa.

–Solo deme un minuto –susurró con voz trémula y ronca–. Lo que sucedió aquel día no tuvo nada que ver conmigo. Mi padre está completamente fuera de mi vida. Créame, me encuentro aquí solo por un motivo. Hacer mi trabajo como escritora.

–¿Creerte? ¿Por qué habría de creer una sola palabra que digas? ¿Cómo sé que no estás espiando para tu padre el paparazzi? No –movió la cabeza y le dio la espalda–. Quienquiera que te esté pagando por venir a mi casa, ha cometido un gran error. Y como vuelvas a acercarte a mí o a mi familia, intervendrán mis abogados. Por no mencionar a la policía. Así que tienes que marcharte ahora mismo.

–Me iré –asintió ella–. Pero no tengo intención de hacerlo antes de que hayamos aclarado algunos de esos hechos a los que es tan aficionado. Para que quede constancia de ello, porque quiero dejar algo bien, bien claro –soltó con los dientes apretados mientras metía todas las prendas empapadas que podía encontrar en la bolsa de mano y el neceser. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía diez años. No había visto a mi padre, el famoso Mario Collazo, en dieciocho años, hasta que de repente apareció aquella mañana en la clínica. Le había suplicado a mi madre que le diera una oportunidad de enmendar sus errores pasados y reconstruir una especie de relación conmigo. Y como una tonta ingenua… –su voz se suavizó– no, una tonta cariñosa, ingenua y con el corazón roto, ella aceptó hablar con él y llegó a creerle.

Lexi movió la cabeza y contuvo un sollozo.

–Mi madre estuvo años enviándome regalos de cumpleaños y Navidad con la intención de fingir que mi padre aún me quería. A él le mandaba fotos y notas escolares mías cada año. Y este año también le comunicó que estaba esperando recibir tratamiento hospitalario y le pidió que fuera a vernos cuando estuviera en Londres. ¿Y qué hizo él?

Disgustada, soltó la maleta sobre el suelo del patio y plantó los puños sobre las caderas, bien consciente de que parecía una reina del melodrama pero sin importarle en absoluto.

–Abusó de su confianza. Se aprovechó de una mujer cariñosa que quería que su hija tuviera una relación con el padre al que hacía años que no veía. Y ni por un momento sospechó que él me había ingresado en aquella clínica en particular, aquel día específico, porque ya sabía que Crystal Leighton iba a estar allí.

Alzó el mentón.

–Y tal como le sucedió a ella, yo también me creí su historia. De modo que si busca culpar a alguien por credulidad, aquí estoy, pero no pienso asumir la responsabilidad de lo que sucedió.

Se miraron con ojos centelleantes.

–¿Has terminado? –preguntó él con voz gélida y fuego en los ojos.

El mismo fuego que la había aterrado en el pasado. Pero Lexi no había terminado.

–Bajo ningún concepto. Mi madre es una diseñadora y directora de vestuario magnífica. Tardó años en reconstruir su carrera después de que mi padre nos dejara sin nada. Su único delito, su única falta, fue ser demasiado confiada, mostrarse demasiado ansiosa de creer que él había cambiado. Jamás podría haber previsto que la estaba utilizando. Ah, y para que quede constancia, ninguna de nosotras recibió un céntimo de las fotos que él vendió. Así que no se atreva a juzgarla. Porque esa es la verdad… si está dispuesto a aceptarla.

–¿Y tú? –preguntó él en el mismo tono de voz–. ¿Cuál es tu excusa para mentirme desde el momento en que llegaste a mi villa? Desde el principio podrías haberme contado quién eras. ¿Por qué no lo hiciste?

–¿Por qué? Claro que lo hice. Dejé de ser Alexis Collazo al cumplir los dieciséis años. Sí, me cambié el apellido el primer día que pude hacerlo legalmente. Odiaba el hecho de que mi padre nos hubiera abandonado por otra mujer y su hija. Lo desprecié entonces y ahora incluso tengo peor opinión de él. Por lo que a mí respecta, ese hombre no tiene nada que ver con mi vida y mucho menos con mi futuro.

–Eso es ridículo –le espetó Mark–. No puedes escapar al hecho de que tu familia estuvo involucrada.

–Tiene razón –asintió–. He tenido que vivir a la sombra de lo que hizo mi padre durante los últimos cinco meses. A pesar de que yo no tuve nada que ver con ello. Y eso me enfurece. Y, por encima de todo, odio que se aprovechara del espíritu generoso y confiado de mi madre y me usara a mí como excusa para entrar en aquel hospital. Si quiere perseguir a alguien, vaya tras él.

–¿Así que no os beneficiasteis en nada?

–No recibimos nada… aparte del circo mediático cuando sus abogados aparecieron y nos soltaron esa orden de silencio. ¿Empieza a ver el cuadro? Bien. Así que no presuma de juzgarme a mí o a mi familia sin disponer de todos los datos. Porque nos merecemos algo mejor.

Mark se metió las manos en los bolsillos.

–Eso lo juzgaré yo –respondió.

Lexi enderezó las maletas, se pasó la bolsa al hombro y miró alrededor antes de ponerse las sandalias.

–He terminado aquí. Si encuentra algo que haya podido dejarme, siéntase libre de tirarlo a la piscina si eso hace que se sienta mejor. No se preocupe por las maletas, saldré yo sola. No se requiere una cortesía social mínima.

–Cualquier cosa con tal de sacarte de mi casa –tomó cada maleta en una mano como si no pesaran nada–. Y si alguna vez nos encontramos en Londres, a pesar de lo improbable que es eso, no intentaré ser cortés.

–Entonces nos entendemos a la perfección –convino Lexi–. Por lo que a mí respecta, cuanto antes llegue a Londres, mejor. Buena suerte escribiendo esa biografía… pero le daré un consejo –se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz–. La gente perfectamente feliz con familias perfectas, vidas perfectas y hogares perfectos no ofrece una lectura interesante. Cuando vine hoy aquí no tenía ni idea de que usted sería mi cliente, pero sí fui lo bastante tonta como para esperar que fuera justo y escuchara la verdad. Incluso pensé que podríamos trabajar juntos en este proyecto. Pero, al parecer, me equivoqué. No desea escuchar la verdad si esta no le gusta. Es usted tan frío, irracional, obstinado y controlador como afirman los tabloides. Me da pena.

Ya había bajado los escalones antes de que Mark pudiera responder.

* * *

Permaneció paralizado en el patio y la observó por el pavimento irregular con ese tenue vestido de seda que apenas le cubría el trasero. ¿Cómo se atrevía a acusarlo de ser frío y obstinado? Esa era la especialidad de su padre. Pero reconoció que la había asustado aquella mañana y de un modo que lamentaba. No quería saber nada de la táctica arrogante e intimidatoria de su padre. Pero en aquel momento había dejado que la ira y la indignación se apoderaran de él. Y aunque justificadas, lo había aturdido descubrir que era capaz de experimentar una violencia física incontrolada. Se había esforzado mucho en convertirse en un hombre diferente a su padre y a su hermano.

Edmund no habría vacilado antes de derribar a aquel fotógrafo de un puñetazo. Y luego habría alardeado de ello.

Pero él no era su hermano mayor, el chico de oro, el ojito derecho de sus padres, que había muerto al caerse de un caballo de polo cuando tenía veinticinco años.

Y no quería serlo. Jamás lo había querido.

La vio abrir la puerta de su coche, sentarse ante el volante y cerrar.

¿Y si le estaba contando la verdad? ¿Y si aquel día el padre fotógrafo la había utilizado y era una víctima tan inocente como lo había sido su madre?

Eso significaba que el destino acababa de darles una buena patada en los dientes a los dos.

Pero… ¿qué alternativa tenía? Sabía cuál sería la reacción si su padre o incluso su hermana se enteraban de que había estado compartiendo maravillosos recuerdos familiares y documentos privados con la hija del acosador que había destruido el último día con vida de su madre. Lo mejor sería olvidarse de esa intrépida joven de ojos grises y piel de porcelana que lo había desafiado desde el momento en que había llegado. Una chica cuyo único delito era ser la hija de un miserable como Mario Collazo. Aparte de que había defendido la reputación de su madre. En cualquier otra persona la lealtad era algo que admiraría.

Maldijo para sus adentros.

Había dedicado los últimos siete años a tratar de demostrar que podía ocupar el lugar de su hermano, y luego el de su padre, como presidente de Inversiones Belmont. Se ganaba la vida asumiendo riesgos y le gustaba. Y en ese momento aparecía esa chica y lo acusaba de no querer escuchar la verdad porque no encajaba con la versión preestablecida que tenía de los hechos.

Dejó las dos maletas en el suelo y se preguntó cómo había conseguido que tomara una decisión potencialmente peligrosa.

Lexi estaba a punto de dejar la bolsa en el asiento de al lado cuando algo se movió dentro del coche. Se quedó quieta y durante una fracción de segundo por su cabeza pasó la idea de gritar y correr hacia Mark a la velocidad que le permitieran las piernas.

Pero eso la convertiría en la cobardica de la semana.

Giró muy despacio y miró incrédula dos caritas blancas con orejas rosadas que le devolvían la mirada.

Uno de los cachorritos bostezó exageradamente, mostrando una preciosa lengua pequeña y rosada, mientras estiraba el cuerpo antes de cerrar los ojos y acomodarse mejor para seguir durmiendo en el asiento bañado por el sol. La otra bola de pelusa blanca se limpió la cara con la almohadilla de una pata y adoptó una postura similar.

Lexi emitió una risita baja y ronca que no tardó en convertirse en un sollozo.

Cerró los ojos, apoyó la cabeza en el asiento y se entregó al momento. Sintió las lágrimas caer por sus mejillas mientras pensaba que nada de eso era justo.

Con un nudo en la garganta, al rato abrió los ojos y apretó con fuerza el volante.

Tardó un momento en darse cuenta de que el llanto le había impedido oír las pisadas de Mark sobre la grava.

Miró al frente, a los olivos y los limoneros, mientras él se dirigía despacio hacia el costado del vehículo, luego apoyaba los musculosos antebrazos en la ventanilla abierta del lado del conductor y observaba el interior en silencio..

Permanecieron así un rato, hasta que el silencio pudo con los nervios de Lexi.

–Hay gatos. En mi coche. No esperaba gatos en mi coche –emitió un sonido raro y bajó el visor para mirarse la cara en el pequeño espejo–. Lo que me faltaba. Tardé una hora en pintarme en el aeropuerto y ahora no sirve para nada. Como yo –dio dos golpes al salpicadero, sobresaltando a los cachorros, que se sentaron–. ¿Ahora entiende por qué nunca cuando trabajo menciono a mi padre? Su solo nombre consigue ponerme…

–Lo he notado –murmuró él con voz serena, tratando de mostrarse amable–. A propósito, permite que te presente a Nieve Uno y Nieve Dos. Viven aquí. Y tienden a acurrucarse en asientos soleados, toallas, edredones… cualquier lugar mullido y cómodo. Quizá quieras tener eso en cuenta cuando trabajes en el exterior.

Ella giró lentamente la cabeza hasta que sus caras quedaron separadas por simples centímetros.

–¿Trabajar? –graznó–. ¿Aquí? –él asintió–. No entiendo. Hace un minuto no veía el momento de deshacerse de mí.

–Cambié de idea.

–¿Así de fácil? –él volvió a asentir–. ¿Ha considerado la posibilidad de que yo no quiera trabajar con usted? Nuestra última conversación ha sido un poco tensa. Y no me gusta que me llamen mentirosa.

–He pensado en lo que dijiste y he llegado a la conclusión de que tal vez tuvieras razón.

–Nunca voy a disculparme, lo sabe –susurró Lexi–. ¿Podrá superar eso?

–Es extraño –repuso él con el ceño algo marcado–. Iba a decirte lo mismo. ¿Podrás superarlo?

–No lo sé –respiró hondo y se mordió el labio inferior. Sintió la mirada penetrante de Mark, como si quisiera encontrar un pasaje secreto hacia sus pensamientos, y decidió que lo mejor era olvidarlo todo y seguir adelante–. De acuerdo –sus ojos se encontraron–. Voy a darle otra oportunidad. Esto es lo que va a suceder –continuó antes de que él tuviera la oportunidad de contestar–. Primero, voy a llevar lo que queda de mi equipaje al interior de su hermosa villa y a buscar un agradable dormitorio en el que pueda dormir. Con vistas al mar. Y luego vamos a escribir la biografía de su madre para celebrar la vida que tuvo. Y cuando hayamos terminado y usted esté en la presentación del libro rodeado de su familia, entonces va a decir que no habría podido crear ese éxito de ventas sin la ayuda de Lexi Sloane. Y ahí se acabará. Un simple «gracias» y un adiós. ¿Cree que podrá hacer eso, señor Belmont?

–Verás…

–¿Sí? –se preguntó qué condiciones iba a querer intercalar en su propuesta.

–Mi gato acaba de hacerse pis en tu zapato.

Bajó la vista y vio a Nieve Uno sacudir la pata izquierda antes de regresar al asiento de atrás sin el menor atisbo de remordimiento.

–¿Puedo tomar eso como un «sí»? –bufó ella.

–Absolutamente.

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