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El vaciamiento del sujeto: disolución de la cultura

Por fijar un hito, a partir de aquel célebre texto de

Levi-Strauss, Lo crudo y lo cocido, a la cocina se le reconoció su justo lugar en el corazón de la cultura: matriz de matrices.

Pero, en ese corazón la posmodernidad instaló el simulacro gastronómico: la paradójica «cocina de autor». Con ella, el consumidor de íconos compulsivo, comensal impostado, saborea el nombre del cheff.

Desde muy atrás, Nietzsche en sus Consideraciones intempestivas, nos describe esa forma de decadencia:

El hombre moderno, en fin de cuentas, arrastra consigo una enorme masa de guijarros, los guijarros del indigesto saber que, en ocasiones, hacen en sus tripas un ruido sordo, como dice la fábula. Este ruido deja adivinar la cualidad más original del hombre moderno: es una singular antinomia entre un ser exterior y «viceversa». Esta antinomia no la conocieron los pueblos antiguos […] para todo lo que es vivo, esta oposición es falsa. Nuestra cultura no es una cosa viva, porque, sin esta oposición, es inconcebible. Lo que equivale a decir que no es una verdadera cultura, sino solamente una especie de conocimiento de la cultura: se contenta con la idea de cultura, con el sentimiento de la cultura, sin llegar a la convicción de la cultura.

Nada cuesta asimilar su «hombre moderno» (se refería a sus contemporáneos y no a la «modernidad») con nuestro «hombre posmoderno». Y aquello que él define como «conocimiento, idea y sentimiento de la cultura que no llegan a lo convicción de la cultura» enlaza claramente con nuestra visión del simulacro de la cultura. En aquella disociación «exterior-interior» vemos insinuarse los orígenes de nuestra problemática.

Pero empecemos por aclarar nuestros términos.

Dentro de la vasta polisemia del término «cultura», el uso ha decantado al menos tres acepciones, que se corresponden con tres escalas del campo cultural. Aun reconociendo lo borroso de sus fronteras, resulta clara la diferencia conceptual entre ellas.

La acepción más amplia, omnicomprensiva, próxima a la antropológica, reconoce como cultura a la totalidad de actividades humanas y sus productos.

Así, existe una cultura económica al lado de una cultura artística; una cultura científico-técnica al lado de una cultura literaria; una cultura sanitaria al lado de una cultura gastronómica…

Pero, entre todas esas actividades, existen unas reconocidas por la sociedad como específicamente culturales. Un segundo uso del término «cultura» lo asocia, entonces, al conjunto de mitos, ritos y fetiches estructurados en géneros y practicados conscientemente como tales; desde los usos y costumbres de la buena educación hasta los grandes géneros del arte.

Esta acepción excluye, de la anterior, todas aquellas actividades y sus productos que no tengan una finalidad específicamente simbólica. Así, podemos afirmar sin error que un excelente técnico puede ser, a la vez, una persona profundamente inculta.

Un tercer uso de «cultura», el de campo más restringido, la acota a los «grandes géneros», los «géneros cultos» o académicos: la «alta cultura». Es esta, sin duda, la acepción más difundida.

En este texto he descartado tanto la acepción inclusiva como la restringida, optando, en cambio, por la intermedia, aquella que considera cultura lo asumido como tal por la comunidad.

Obviamente, es esta acepción la más pertinente para el análisis de la posmodernidad y la que tácita o explícitamente, es adoptada por sus analistas.

A su vez, dentro de ese campo he dado predominio, por su mayor representatividad social, a los fenómenos de la vida cotidiana. Pasemos a los ejemplos.

En un sorprendente libro-catálogo de productos para jovencitas, NIKE hace gala de su lucidez sociológica —y de su audacia— ya desde su título: «Enciclopedia de las ADICCIONES» (las mayúsculas son originales).

En él se enumera sarcásticamente una serie de dependencias consumistas de sus usuarias, refiriéndolas a sendos productos NIKE.

Un ejemplo: una joven a medio vestirse, rodeada de una veintena de modelos de zapatos y zapatillas NIKE, concluye desconsolada: «Todavía no tengo nada que ponerme para practicar el tiro al plato».

El catálogo termina con un separable de bolsillo titulado: «Centros de ayuda a personas desesperadamente necesitadas de nuestros productos».

Con este catálogo la sociedad de consumo «adviene a su para-sí» —por decirlo con un cultismo— y lo hace alegre y creativamente. La propia oferta puede denunciar el carácter adictivo del consumo a sabiendas de que tal dependencia es, como toda adicción, difícilmente reversible.

Y este fenómeno incluye al propio individuo, que deviene, él mismo, metalenguaje, soporte de la ficción: cuerpo y comportamiento forman parte de la representación mediática.

De la indumentaria al disfraz. De la cosmética al tatuaje. Del gusto personal a la adhesión a la moda. De la personalidad a la actuación efímera de personales permanentemente cambiantes. De la experiencia a la imagen de la experiencia: su simulacro.

La escena urbana nos muestra hoy la creciente proliferación de personas disfrazadas; y el término «disfraz» no es aquí metafórico.

Pues no se trata de la explosión de una diversidad de personalidades, supuestamente reprimidas por la indumentaria convencional; sino de todo lo contrario: la renuncia manifiesta a la personalidad.

La identidad, expulsada hacia lo exterior, es sustituida por un personaje artificial y fugaz, actuado histéricamente. Entre el psiquismo primario y ese disfraz no hay nada.

Un interesante acontecimiento comercial en España ha sido la creación y aceleradísima expansión de una cadena de ropa diseñada inicialmente bajo un principio único y sin antecedentes.

Cada prenda mezclaba, anárquicamente, trozos de tejidos, materiales, colores y dibujos no solo distintos sino intencionalmente antagónicos, violentamente contrastados: lo que llamábamos «desregulación de la forma».

La persona que «iba dentro» de esa prenda realizaba, sin saberlo, un doble renunciamiento a la personalidad: el implícito en toda adhesión a la moda y el —novedoso— de adherir al «estilo de la falta de estilo», a una suerte de sorna explícita a la coherencia y a la armonía.

Una identidad patchwork: la posmodernidad indumentaria en su forma extrema, que se corresponde con la tan mentada «disolución del sujeto»: vaguedad del yo y, por lo tanto, del otro, de la alteridad.

Y la desaparición del otro conlleva la desaparición del sentido del ridículo: pérdida del pudor, renuncia a la intimidad, mimetismo voluntario, masificación, ausencia de patrones personales y sociales.

Aquel sujeto protagonista de la modernidad, núcleo de lo social, defecciona, se repliega y es sustituido por el individuo-pulsión, molécula del flujo.

La masificación genera así un nuevo ente, ya no caracterizable como sujeto: un ser sin edad ni país, un individuo ni joven ni viejo y de ningún lugar, sin memoria ni proyecto, sin ensoñaciones ni fantasías y prácticamente sin pensamientos. Sin antes ni después.

Una forma de vida humana instalada en un presente absoluto: el de sus respuestas reflejas inmediatas a estímulos exteriores inesperados.

En ese contexto desaparece la cultura. Nos enfrentamos al hecho, ya no de la diversidad cultural, sino de la absorción de la cultura dentro de lo extracultural: la pura distracción.

Escojamos como típico género de la distracción a la narrativa de consumo, discurso banal menos preocupado por la calidad literaria que por la trama que atrape y entretenga.

Ante el lector una secuencia de acontecimientos singulares lo mantendrá atento a los desenlaces, sin otra pretensión que satisfacer su curiosidad.

Este género literario, por llamarlo de alguna manera, es sin duda el que tiene mayor salida en el mercado, auténticos best sellers de tienda de aeropuerto: una literatura que arrastra al lenguaje hacia el abismo de la irrelevancia o el sinsentido.

Italo Calvino, ejemplo de serenidad y equilibrio, pierde ambos ante ese sinsentido del lenguaje, brindándonos un texto tan diáfano como exasperado. Figura en el capítulo «Exactitud» de sus Seis propuestas para el próximo milenio, obra póstuma e inacabada.

A veces tengo la impresión de que una epidemia pestilencial azota a la humanidad en la facultad que más la caracteriza, es decir, en el uso de la palabra; una peste del lenguaje que se manifiesta como pérdida de fuerza cognoscitiva y de inmediatez, como automatismo que tiende a nivelar la expresión en sus formas más genéricas, anónimas, abstractas, a diluir los significados, a limar las puntas expresivas, a apagar cualquier chispa que brote del encuentro de las palabras con nuevas circunstancias.

No me interesa aquí preguntarme si los orígenes de esa epidemia están en la política, en la ideología, en la uniformidad burocrática, en la homogeneización de los mass-media, en la difusión escolar de la cultura media. Lo que me interesa son las posibilidades de salvación. La literatura (y quizá solo la literatura) puede crear anticuerpos que contrarresten la expansión de la peste del lenguaje.

Quisiera añadir que no solo el lenguaje parece afectado por esta peste. También las imágenes. Vivimos bajo una lluvia ininterrumpida de imágenes; los media más potentes no hacen sino transformar el mundo en imágenes y multiplicarlas a través de una fantasmagoría de juegos de espejos: imágenes que en gran parte carecen de la necesidad interna que debería caracterizar a toda imagen, como forma y como significado, como capacidad de imponerse a la atención, como riqueza de significados posibles. Gran parte de esta nube de imágenes se disuelve inmediatamente, como los sueños que no dejan huellas en la memoria; lo que no se disuelve es una sensación de extrañeza, de malestar.

Pero quizá la inconsistencia no está solamente en las imágenes o en el lenguaje: está en el mundo. La peste ataca también la vida de las personas y la historia de las naciones. Vuelve informes, casuales, confusas, sin principio ni fin, todas las historias. Mi malestar se debe a la pérdida de forma que compruebo en la vida, a la cual trato de oponer la única defensa que consigo concebir: una idea de la literatura.

Calvino murió en 1985, con la posmodernidad sobre sus hombros. No podemos pensar que él fuera ajeno a ese fenómeno.

Por el contrario, sabemos que preparó esas seis conferencias, que habría dictado en Harvard, apremiado por el espectáculo de la decadencia del lenguaje y del libro, propia de la era «postindustrial».

La denuncia que, sintomáticamente, Calvino inicia en la decadencia del lenguaje, le conduce a detectar el vaciamiento de la propia vida de las personas y la sociedad en su conjunto.

Y como vía de recuperación pone su esperanza en la literatura, forma suprema de captura de sentido. Al final de este ensayo se comprobará hasta qué punto esta es una esperanza compartida.

Aquella «epidemia pestilencial» no es sino la que desteje la trama de la cultura y la sustituye por los abalorios del pasatiempo irrelevante: el vacío.

El mundo deviene un gigantesco parque temático y el individuo, un ente trashumante: aquello que Pasolini denominó, allá por los 60, «mutación antropológica». Oigámoslo en sus Cartas luteranas:

La pérdida del prestigio ‘infundado’ de todos los valores de una cultura entera no puede dejar de producir una especie de mutación antropológica, no puede dejar de causar una crisis total […] Se trata, insisto, de la pérdida de los valores de toda una cultura; valores que, sin embargo, no han sido sustituidos por los de una cultura nueva (a menos que tengamos que ‘adaptarnos’, como por lo demás sería trágicamente correcto, a considerar ‘cultura’ el consumismo).

Tres procesos indican esa mutación: a) resignificación de lo cultural como espectáculo: el concierto deviene «show»; b) sustitución de lo cultural por los géneros de masas: primacía del entretenimiento; c) vacío, o sea, droga/consumo: anomia recanalizada.

Volvamos a Pasolini:

La droga es siempre un sucedáneo […] de la cultura […] A un nivel medio —referente a «muchos»— la droga viene a llenar un vacío causado precisamente por el deseo de muerte, y que es por tanto un vacío de cultura. Porque la cultura —en sentido específico, o mejor, clasista— es una posesión, y nada precisa de más encarnizada y loca

energía que el deseo de posesión. Quien no tiene esa energía en dosis siquiera mínima, renuncia.

En este acto de renunciamiento podemos localizar el inicio del proceso de deculturación.

En ese proceso es indispensable no soslayar la progresiva decadencia y marginalización del folclore en sentido estricto, o sea, el ejercicio social de la cultura como práctica reproductiva de la comunidad; un folclore que es sostenido, en el mejor de los casos, por su minoritaria profesionalización.

Crece aceleradamente el número de personas que no recuerdan ninguna canción tradicional o niños que no han aprendido ningún juego no mediado por el consumo.

Solo esfuerzos denodados de educadores conscientes de la crisis logran sostener efímeramente la ritualidad lúdica de la niñez, boicoteada por un enorme aparato mediático que, con sus vidrios de colores, secuestran la voluntad infantil.

Y es, precisamente, el infantilismo la característica más saliente del comportamiento deculturado, que descarta como pertinentes incluso los principios de la conducta cívica.

El creciente desdén por las normas de urbanidad («disculpe», «gracias», «permiso»), tendencia ya detectada y denunciada por la opinión pública, suele atribuirse a la «mala educación», cuando, en realidad, se trata de conductas de otro origen.

Prueba de ello la da el hecho verificable de que personas instruidas y formales en medio del flujo incurren en esas «descortesías».

Esta aparente contradicción proviene del hecho de que tales comportamientos no son fruto de una cualidad del individuo sino de una condición de la actual vida en sociedad: la conducta masa en la que todos inevitablemente incurrimos.

La persona que no saluda en el ascensor, que no agradece que le cedan el paso o que no se disculpa cuando tropieza con alguien no le falta el respeto al prójimo: obra de tal manera sencillamente porque no reconoce la presencia del otro, lo omite, desatiende toda forma de alteridad.

Mimetizado con la multitud por sus automatismos en la adopción de lo que se le impone, el individuo-masa, él mismo estandarizado, es idéntico a los demás pero no reconoce tener semejantes, carece de ellos.

Está solo, ausente de lo social. Pasa sin escalas intermedias del psiquismo autista a la disolución en la masa.

Reza entre las normas de un hotel entregadas a sus huéspedes al registrarse: «También le informamos que no está permitido el ingreso al restaurante en pantalones cortos, chancletas o camiseta sin mangas».

La sola norma delata la frecuencia de su incumplimiento espontáneo, fruto de lo que llamamos «desregulación de la forma». En este caso, de la formalidad.

El origen real, entonces, debe buscarse en el contexto. Y el contexto de la falta de urbanidad es el de la desurbanización, el espacio de la abstracción, de las relaciones despersonalizadas, o sea, de la ausencia de vínculos por ausencia del otro.

Se expande así un nuevo tipo de sujeto que no participa de ninguna manifestación cultural en sentido estricto, ni practica, él mismo, ningún género.

Ajeno a toda forma de cultura, ha pasado en menos de dos generaciones de los cantos de taberna al karaoke.

Más significativo aún resulta el hecho de que esta inapetencia de cultura sea abiertamente declarable. La cultura es expulsada del campo del deseo sin pudor ni remordimiento. O, incluso, con jactancia, como prueba de una liberación.

Pues ya no constituye un bien, un valor ni un atributo esencial. No hace falta indagar en las estadísticas para dar por seguro que gran parte de turistas que visitan Orlando son universitarios.

El consumismo, masivamente concentrado en los abalorios, opera como un sucedáneo de la cultura; ocupa su lugar y la relega al olvido. Se trata del imperio de la pequeña gratificación inmediata y efímera, fruto de un puro reflejo no mediado por ningún proceso mental, privado de todo esfuerzo.

Un goce no reproductivo, regresión de la genitalidad a la oralidad. El sujeto se desubjetiva: igual que el bebé, no sabe ni necesita decir «yo».

A diferencia de la personalización, de la individuación, el individualismo es fruto de una pulsión genérica. No se trata de un tipo de individuo sino de un tipo de comportamiento masivo e indiferenciado.

Eugène Ionesco, solo diez años mayor que Pasolini, publica en 1959 su relato «Rinoceronte», fábula breve, compacta, metáfora exacta de la sociedad de masas. Preanuncia, con ella, la pasoliniana «mutación antropológica».

En aquel pueblo, los vecinos van uno a uno transformándose en rinocerontes. El protagonista y narrador de aquella catástrofe es el único que no logra mutar.

Oigamos su confesión final, la que cierra el relato. La transcribo íntegra pues da prueba de la implacable precisión de la metáfora escogida, comenzando por la elección de aquel paquidermo como análogon. Nada más parecido a un rinoceronte que un peatón que avanza por la calle con su cabeza inclinada sobre su teléfono móvil.

Una metáfora que, al ilustrar el fenómeno de la masificación hasta en sus más mínimos detalles, transforma la obra, inscrita en el llamado «teatro del absurdo», en un ejemplo extremo de literatura realista.

Y por todas partes los bramidos, polvaredas, carreras incesantes… De nada me servía encerrarme en casa y ponerme algodón en las orejas: los veía hasta en sueños, por la noche.

‘No hay otra solución que convencerlos’. Pero, ¿de qué se les podía convencer? Las mutaciones ¿eran reversibles? Y, además, para convencerlos era imprescindible hablar con ellos. Para que reaprendiesen mi lenguaje (que además comenzaba ya a olvidar) tenía primero que aprender el suyo. Porque yo seguía sin distinguir un bramido de otro, ni un rinoceronte de otro rinoceronte.

Mirándome un día en el espejo, me encontré espantoso, con mi rostro pálido, alargado: me haría falta un cuerno, o incluso dos, para realzar mis rasgos vacilantes.

¿Y si — como me había dicho Daysi — la razón estuviera de su parte? Me había quedado atrasado, había perdido pie, era evidente.

Luego descubrí que sus bramidos tenían, en todo caso, cierto encanto, por más que fuesen ásperos, sin duda. Debería haberlo comprendido cuando aún estaba a tiempo. Intenté bramar, pero era débil, me faltaba muchísimo vigor. Esforzándome más solo lograba emitir aullidos. Y aullar no es lo mismo que bramar.

Pero es evidente que no hay que dejarse llevar siempre por los hechos, y que es preciso conservar algún espacio de originalidad. Sin duda hay que tenerlo todo en cuenta: diferenciarse, sí, pero aún así… mantenerse entre nuestros semejantes. Ahora yo ya no me parecía ni a nadie ni a nada, salvo a una vieja foto pasada de moda que carecía de toda relación con los vivos.

Sentía crecientemente una consciencia dolida, desgraciada. ¡Ay, me sentía un monstruo! Nunca me transformaría en rinoceronte: no podía cambiar.

No me atrevía a mirarme en el espejo. Me sentía invadido de vergüenza. Y sin embargo… ¡Pero no podía! ¡Yo no podía, no, yo no podía!

Premonitoriamente, el personaje de «Rinoceronte» acaba lamentándose de no haber renunciado a tiempo, consciente de la espantosa condición a que lo conduce la soledad.

Retomando la advertencia inicial, debemos señalar que esa disolución de la cultura no implica su ausencia: solo indica que la vida cultural ha dejado de ser hegemónica y hoy se aloja en otro espacio, paralelo, alternativo; que analizaremos más adelante.

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