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Antes de hablar

Con el propósito de granjearme la complicidad del lector —o, al menos, su condescendencia— he redactado una larga lista de advertencias a modo de prólogo, género que cultivo con asiduidad pues disfruto hablando del habla. Sigo así a un famoso cómico argentino que solía iniciar su parte diciendo: «antes de hablar quisiera decir unas palabras».

A resultas de ello, el prólogo ha quedado como una suerte de desconstrucción (antes se llamaba «análisis») de mi propio discurso. Me ahorro así la incomodidad de pedir a alguien que lo escriba y, a este, el compromiso de hacerlo sin mentir.

Y aquí van las advertencias.

Una primera advertencia apunta a la escala del análisis, que no podrá ser sino parcial. Pensar lo social es pensar solo alguna de sus dimensiones: la sociedad no es totalizable por la razón.

Algo que caracteriza a la reflexión teórica, por lo menos a partir de la segunda mitad del siglo xx, es ese progresivo e irreversible renunciamiento a la totalización, cierta creciente humildad de la razón, otrora omnipotente. Renunciamiento que fuera bautizado con la expresión poco feliz de «pensamiento débil».

Restringiré entonces mi análisis al ámbito de lo cultural y solo me referiré a una tendencia o proceso dominante, dejando inicialmente de lado lo que consideré formas marginales o paralelas.

Otra aclaración de contexto: esa tendencia dominante tiene su raíz en el capitalismo financiero y, por la propia lógica de este, se expande mundialmente.

La «globalización» no es sino el eufemismo con que se ha bautizado esta hegemonía. Hablaré, entonces, desde ese espacio global y desde uno de sus núcleos más representativos: Europa.

Mis hipótesis podrán relativizarse para absorber situaciones mixtas como, por ejemplo, la de América Latina; pero el conocimiento del modelo hegemónico es indispensable para comprender, incluso, formaciones no hegemónicas. Y, ni qué decir, para orientar todo proceso o proyecto de cambio, toda vía alternativa.

Mi principal objeto de análisis no serán las manifestaciones contemporáneas del arte y demás «géneros cultos» —no siempre representativos— sino las tendencias culturales masivas, la cultura de la cotidianeidad urbana contemporánea.

Me ayuda a ello mi propensión a una observación permanente, obsesiva, de los nuevos comportamientos sociales y a su interpretación como síntomas de otra cosa.

El trabajo tampoco surge de una exploración de la bibliografía especializada. No hay, por lo tanto, atisbo alguno de erudición, lujo fuera de mi alcance por culpa de mi pertinaz pereza ante la investigación.

Aun así, superando esa falencia, en este texto he optado por la abundancia, extensión y heterogeneidad de las citas, escogidas en cierto modo al azar, de obras que se han cruzado fortuitamente en mi camino.

No incluyo esas citas para buscarles coartadas a mis hipótesis sino para poner al alcance del lector no iniciado ciertas perlas del pensamiento crítico que, desde distintas ópticas, van coincidiendo en acorralar a nuestro objeto.

Para ello he considerado útil mezclar miradas de muy distinto origen: la sociología crítica, la filosofía, y testimonios culturales más directos, menos abstractos, tales como la literatura, la crónica social o la historia del arte.

No ha de sorprender, entonces, el eclecticismo categorial observable en el texto, fruto de cierto anarquismo intelectual y de mi insuperable fobia al academicismo y cualquier forma de intelectualismo.

Relacionado con esa predilección por la observación directa del campo está el peso que en mis análisis tiene lo vivencial que, si bien está respaldado por algunos recursos teóricos, no podría haberlos realizado sin el impulso del deseo. Y de sus frustraciones.

Para esta otra «desviación» tengo también una excusa. La problemática de la posmodernidad excede el campo de lo macrosocial o lo macrocultural, pues incide directamente sobre la vida cotidiana de las personas, sobre las propias condiciones de su existencia psíquica y cultural.

Sus consecuencias humanas son inmediatas. De allí la imposibilidad —e inconveniencia— de una mirada puramente social. En el análisis debe ingresar aquel factor existencial como inexcusable. Dicho de otro modo: no ha de disimularse el ánimo del escritor.

Hablaré, por lo tanto, desde una determinada manera de habitar el mundo, de estar en él a partir de unos valores también determinados. Será este un texto en cierto modo confidencial. Aunque no individual.

Esa experiencia excede la individualidad pues, al tratarse de un contexto social dominante y descarnado, es compartida por toda mirada mínimamente sensible y atenta al escenario real.

Si algo distingue nuestra época de los años 60 es el que lo sistémico apenas requiere procesos de decodificación, pues está a la vista: las relaciones de poder se han desembozado.

Hablaré así desde una subjetividad que es colectiva y que, además, está en expansión. Afortunadamente.

Por otra parte, la autocrítica de las ciencias —incluso la de las ciencias «duras»— va desdibujando las fronteras entre la teoría y la literatura, entre la razón y la intuición, entre la ciencia y la experiencia.

Y esta consideración refuerza el peso de la «territorialidad» de mis observaciones: hablaré de un objeto que constituye el paisaje de mi propia experiencia cotidiana.

También corresponde recordar que la temática de la posmodernidad no es precisamente novedosa: lleva décadas siendo analizada por el pensamiento radical; hay quienes señalan al mismísimo Nietzsche como su precursor.

Aun así, la distancia entre la reflexión teórica y la consciencia social suele ser enorme, y aquellas décadas no han transcurrido todavía para parte importante de las capas llamadas «cultas», incluida la pléyade de programadores culturales y trabajadores de la cultura.

Grosso modo, esos sectores siguen atrapados en el progresismo de la modernidad; y sus especulaciones topan con la vía muerta de una cosmovisión obsoleta.

De ahí que me haya planteado la redacción de estos textos como una tarea de divulgación: su origen ha sido, precisamente, una serie de conferencias.

No pretendo, por lo tanto, hacer un estudio del estado de la cuestión en la bibliografía actual ni superar los logros analíticos de los especialistas, sino poner esa problemática al alcance de miradas que aún no han advertido el significado del cambio sociocultural que atravesamos.

Por consiguiente, en la redacción he adoptado un enfoque intencionalmente didáctico. De cara a ese objetivo, he recurrido a la reiteración —que para el lector advertido resultará excesiva— y a los ejemplos que faciliten la visualización de los hechos y, más aún, de las fuerzas que los generan.

Los temas troncales reaparecen una y otra vez, observados desde distintos ángulos, con el intento de darle a la escena posmoderna relieve y realismo.

Intento volver visible un mundo velado por una imagen de él tan tenaz como distorsionada, una imagen interesada que oculta aquello que nos da miedo ver.

Quizá nuestro actual entrenamiento en nuevos miedos masivos —a las epidemias, al terrorismo, a la catástrofe ambiental— nos ayude a carearnos con el miedo que está detrás de todos ellos: el miedo a nosotros mismos.

Por idéntica razón he conservado, allí donde me fue posible, el carácter coloquial del texto, proveniente de su origen oral e, incluso, he mantenido la forma de «guión de conferencia», que aconseja una clara separación entre las afirmaciones.

Al transformar ese guión en libro he pensado que si esa forma ha sido útil para mí en las exposiciones también podría resultarle útil al lector en su lectura.

En lugar de construir los párrafos en función de su unidad temática, como es de rigor, o sea por la contigüidad de los argumentos articulados entre sí, he optado por segmentarlos en párrafos muy breves o incluso en oraciones. Ello permitirá «digerir» más fluidamente cada argumento por separado.

Esto me ha obligado a exigirle, a cada una de esas células, una redacción más diáfana que aspire a la autosuficiencia. Y, más aún, que facilite su lectura crítica. Este esfuerzo les ha dado a las afirmaciones cierto tono aforístico.

Ahora, una salvedad terminológica. He optado por «posmodernidad» en lugar de «posmodernismo» pues en España —contexto de este escrito— el término «modernismo» refiere a la corriente estética, especialmente fuerte en Cataluña, más asociada al art nouveau o al jugendstil. Así, a la «modernidad», término con el que se identifica en España al Movimiento Moderno, sucede la «posmodernidad».

Finalmente, un comentario sobre el origen y evolución de este libro. Como he dicho, su base ha sido el guión de una conferencia, dictada para un colegio de arquitectos; conferencia que se reiteró en facultades de arquitectura, escuelas de diseño y centros culturales.

Con cada nueva emisión, el discurso fue puliéndose y creciendo, hasta absorber notas y artículos previos en los que yo rozaba esta temática, brindándoles un eje articulador.

Como es normal que suceda, la mayor precisión que fueron alcanzando los agregados forzaron a una revisión de los textos originales y a una reestructuración del guión.

En esa tarea, de por sí placentera, he vuelto a verificar el papel del lenguaje, ya no como mero transcriptor de hechos exteriores a él, sino como vía expedita del conocimiento. La verdad se abre camino solo a través de la forma.

Ese papel cognitivo del lenguaje, cuya forma extrema es la literatura, me ha dado permiso para, alejándome del tono académico, incurrir en ciertos giros literarios que faciliten la comprensión del texto y hagan más amena su lectura. Ojalá lo haya logrado.

A través de las sucesivas relecturas y correcciones del texto — que, por así decirlo, fue creciendo solo— fui dándome cuenta de que este lleva implícito un alegato contra la unidimensionalidad, o sea, contra el maniqueísmo y el reduccionismo, tanto en lo ético como en lo intelectual. Y una gozosa aceptación del misterio y la aventura de vivir.

Con ello, el texto me transmite, a mí mismo, la sensación de no estar haciendo otra cosa que cantar la misma canción que viene oyéndose desde siempre.

La certeza de no estar inventando nada sino poniendo por escrito lo que muchísimos están pensando confiere cierta serenidad: la de sentir que en la propia singularidad habita un espíritu genérico; y superar, con ello, la soledad. He advertido de que este escrito tenía cierto carácter confesional. Pues, lo dicho.

Ser posmoderno

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