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LOS “NIÑOS GRANDES”:
SER RESPONSABLE ANTES DE TIEMPO

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Estoy sentada en una plaza. Veo jugar a los niños bajo la mirada atenta de sus padres o cuidadores. Juegan despreocupados. Su mundo es el tobogán y llegar antes que el otro a la hamaca disponible. Corren, saltan, gritan, se trepan, ríen. De pronto se escucha una voz adulta que dice “¡Cuidado!” cuando uno de los niños se acerca a una situación de peligro. Esa persona adulta que le anticipa el peligro es la que le permite jugar, saltar y correr. Es porque el otro está allí que los niños pueden separarse. Saben que están siendo mirados, protegidos. Sienten que nada malo puede pasarles.

Un padre lleva a su hijo al jardín de infantes una mañana fría de invierno. Lo abriga, lo besa, le entrega su mochilita, lo espera en la puerta hasta que entre, se saluda con la maestra. El niño corre hacia la maestra, feliz. No hay llanto ni berrinche. El padre se va.

Una bebé queda al cuidado de su abuela materna. Su mamá debe volver a trabajar después de haberse tomado la licencia de maternidad. Las horas que pasa en el trabajo le resultan interminables. Quiere llegar a casa y ver a su hija. Ella habita en su pensamiento a toda hora, más allá de saber que la ha dejado con alguien en quien confía plenamente. La mamá regresa a su casa y ambas se iluminan, necesitan mutuamente su calor, su olor, sus pieles. La bebé sonríe cuando escucha la voz de su madre y estira los brazos hacia ella. Ella la alza y sus miradas describen la alegría del reencuentro.

Un niño en edad escolar llega a casa con la tarea para el día siguiente. Quiere ver los dibujos animados o jugar. Alguno de sus padres o cuidadores lo espera con la leche y le ordena sus horarios para que pueda cumplir con la tarea, el baño, la cena y el esparcimiento. El niño se relaja. Deja que los adultos se ocupen. El reloj no es su problema, él no sabe de tiempos y plazos.

Hay niños que viven su vida de niños. No deben preocuparse por cuestiones económicas, no tienen que mediar en las peleas de los padres, no deben ocuparse del cuidado de sus hermanitos menores ni de atender a padres inestables. Tampoco de su propio cuidado, porque descansan en la convicción de que una persona adulta lo hará. Ellos son niños y punto. Su vida es jugar, ir a la escuela, socializar, comer, dormir y sentirse amados.

Rápidamente mis pensamientos vuelan hacia los otros niños: los “niños grandes”.

Desamparados, estos “niños adultos” saltean una etapa de su vida que nunca podrá ser recuperada. No se puede ser niño más que en la infancia. Y si eso no sucedió, cualquier intento tardío será inadecuado y extemporáneo. La reparación de ese vacío será costosa. Pero se puede reparar.

La posibilidad de ser niño en la infancia no tiene que ver necesariamente con condiciones socioeconómicas. Puede haber madres o padres que cumplan su rol sin inconveniente más allá de la preocupación cotidiana por sus recursos y de las horas que deban pasar fuera de la casa a causa de sus obligaciones laborales. Tienen lugar en su psiquismo para acoger a un hijo. Hay niños que transcurren su infancia felices aun cuando sus padres atraviesan situaciones de privación. La escasez material no es una condición necesaria para ser incompetente como padre o madre.

Tendemos a pensar que los niños sin infancia son solo aquellos que crecieron en climas totalmente adversos, como la guerra o la indigencia, o que vivieron abuso sexual, maltrato o abandono. Esta es solo una pequeña parte de aquellos que crecieron sin respaldo. Quizás representan la porción más evidente. Nadie duda del descuido de los niños en situación de calle, de quienes son empujados a trabajar cuando apenas aprendieron a vestirse, de los que perdieron su derecho a la educación, de los que viven el horror de la guerra.

Pero están los otros. Esos niños silenciosos que abundan y que provienen de familias más constituidas, que tienen un techo, educación y comida. Son niños que, en apariencia, lo tienen todo. Y eso es más dramático aún porque los hace vivir en la impostura. Hacia fuera nadie cree que sufran carencias. Sin embargo, aprenden desde muy temprano que deben esconder lo que pasa en sus familias como si fuera una marca vergonzosa.

Muchos de ellos sufren la desdicha de no poder tener una vida infantil porque en sus casas no hay adultos que les permitan jugar ese rol.

Como iremos viendo a lo largo de este libro, la capacidad de cada individuo de poder cuidar de sí mismo, de poder amarse, de protegerse del daño y del peligro tiene mucho que ver con la manera en que fue cuidado durante su infancia.

Si una persona recibió buenos cuidados parentales en su infancia y adolescencia, es poco probable que se involucre en relaciones hostiles y tóxicas en la vida adulta. Por supuesto, pueden haber ocurrido acontecimientos vitales que modificaron su rumbo o trastornos psíquicos que la llevaron a quedarse en parejas de maltrato emocional por mucho tiempo.

No obstante, quien fue bien cuidado guarda dentro de sí una impronta, un recuerdo, una traza del amor materno que le permitirá en determinado momento volver a protegerse.

¿Quiénes son los niños grandes?

Para responder a esta pregunta, tal vez debamos empezar por otra: ¿quiénes son los padres de esos niños grandes? ¿Por qué no pueden cuidarlos?

Son padres que no pueden cumplir con la función de parentalidad. Esto que parece obvio, sin embargo, merece una aclaración.

No cualquiera puede ser padre o madre. Mejor dicho, buen padre o buena madre. No se trata de la capacidad biológica de la procreación. Existen buenos padres de hijos no biológicos y aun de otros niños que no son sus propios hijos.

Nos referimos a la función. A la capacidad de las personas para cuidar de otro, para protegerlo, educarlo y proveerle un ambiente de seguridad y afecto. Y también a la capacidad de hacerle sentir que es valioso, darle confianza, respetarlo y ayudarlo a desarrollar su propia autonomía. Es lo que los investigadores llaman “competencia parental”.

¿Y qué es cuidar de un hijo? Es mucho más que alimentarlo, bañarlo y abrigarlo. Se trata de responder a sus necesidades emocionales, de estar disponible para él, de traducir y decodificar sus deseos y necesidades aun cuando el lenguaje no le permita hacerlo. Y sobre todo, se trata de no abusar de él, de no ejercer violencia física, emocional ni verbal. Y, por supuesto, de no abandonarlo física ni emocionalmente.

No olvidemos que los niños están en una situación de extrema vulnerabilidad frente a sus cuidadores y esto genera una relación asimétrica en la cual los padres tienen el poder.

He escuchado a algunas madres declararse absolutamente incompetentes para la crianza. Esto no tiene que ver con la fatiga de la madre que ya no sabe qué hacer para calmar a su hijo, sino con aquellas otras que no encuentran en sí mismas los recursos para hacer frente a la situación.

Esto decía una paciente:

No puedo. Sencillamente, no puedo. Sé que solo tiene tres años, pero no logro conectarme para calmarlo, no tengo paciencia. Quiero salir corriendo y que otro se ocupe. A veces me hundo en la tristeza y pienso que no debí haber sido madre. No tengo la capacidad para ocuparme de él.

Las conductas parentales abarcan a casi todas las especies del mundo animal y los etólogos o especialistas en comportamiento animal sostienen que el buen cuidado materno es parte del bagaje instintivo para que la especie sobreviva. Como veremos más adelante, la teoría del apego en los seres humanos muestra que los cuidados necesarios, como la alimentación y el abrigo, no alcanzan para sobrevivir. Los niños pueden morir por falta de amor.

Los adultos también. La sensación de vacío de los no amados es similar al desamparo de esos niños. Un adulto puede funcionar perfectamente y proveerse de todo lo necesario, pero necesita del amor de los otros para poder desarrollarse sano.

Los padres incompetentes abarcan un amplio espectro, pero tienen una característica en común: no pueden hacerse cargo del cuidado de un hijo.

Mi madre era depresiva, muy depresiva. Yo era muy chica y veía remedios por toda la casa. Había días enteros en los que ella se quedaba recostada en la cama o durmiendo. Mi papá se había ido de casa y yo tenía que preparar la comida para mí y para mi hermanito. Recuerdo que me daba mucho miedo encender un fósforo, pero sabía que tenía que hacerlo para que mi hermano pudiera cenar. Cuando ella salía de esos estados lloraba y me abrazaba. Me pedía perdón, y a mí me daba tanta pena que le decía que no se preocupara. Lo cierto es que volver de la escuela y entrar a casa era una película de terror. No sabía con qué me iba a encontrar. Un día quise despertarla y no pude. Le grité, le pegaba para que se despierte, mientras mi hermano lloraba. Corrí a llamar a mi vecina. Vino la ambulancia y se la llevó porque había tomado pastillas. Mi vecina se quedó con nosotros. Desde entonces siento ese desamparo cada vez que un hombre no me llama o cuando desaparece por unas horas.

Los trastornos psiquiátricos impiden muchas veces que los padres puedan desarrollar su función. Una madre o un padre que sufre depresión provoca un derrumbe en la necesidad de amparo infantil. La sensación que tienen los hijos es de total incertidumbre y angustia.

Otro tanto ocurre con los padres adictos, ya sea a sustancias (el alcohol o las drogas) o a un comportamiento como el juego o las dependencias afectivas. Una persona adicta no está presente para nadie, ni siquiera para sí misma. Está enajenada, funciona sin control y su cabeza gira solo en torno a la obtención de su droga, ya sea el alcohol o una relación amorosa. No puede ocuparse de las necesidades emocionales de sus hijos, no sabe cómo hacerlo, está desbordada.

Mis padres están separados desde que soy muy chica. Mamá tuvo inmediatamente otra relación con un hombre casado. La pobre lo pasaba muy mal, lloraba, se angustiaba, lo llamaba mil veces por teléfono y cuando él tenía un ratito para verla se iluminaba. Se cambiaba, se ponía linda y me llevaba a la casa de algún primito. Al volver, todo dependía de cómo había pasado la noche con este hombre. A veces me maltrataba sin razón, estaba irritable, no tenía paciencia para jugar conmigo. Me hacía la comida y se encerraba en su habitación para hablar por teléfono. Yo lo odiaba. Quería matarlo. Imaginaba mil venganzas para él por el daño que le hacía a mi madre. Sentía que tenía que hacer algo por ella. Tal vez por esto, en mi vida adulta no quise casarme y salí con hombres casados. Tal vez por venganza, para poder abandonarlos; tal vez por reparación para ver si se separaban. De todos modos, siempre sufrí y no logré superar ese dolor.

Un capítulo aparte merecen los padres infantiles. Juegan con sus hijos, se divierten con ellos, son capaces de idear aventuras maravillosas y arriesgadas. Sin embargo, son padres sin ley. Son compañeros de sus hijos, pero no pueden darles el sostén del límite. Son los padres que se pasan el día durmiendo, que se olvidan de las responsabilidades escolares de sus hijos, que los ponen en peligro por el solo hecho de que ellos, como adultos, tampoco tienen límite. Una persona así es capaz de darle de probar alcohol a su hijo de tres años o de ponerlo al volante a los seis para que se divierta.

Los hijos de padres infantiles sienten que tienen que encontrar ellos mismos el freno porque sus padres no pueden hacerlo. Son los que terminan regañando a su mamá o a su papá porque se quedan dormidos para llevarlos a la escuela, mientras que ellos ya hicieron todo solos: se levantaron, se prepararon el desayuno y se vistieron.

Los padres narcisistas también tendrán dificultad para cumplir la función. Cuando alguien se mira a sí mismo en exceso es difícil que pueda amar bien a otro. A estos padres sus hijos los incomodan, los estorban. Y se lo hacen saber. Es muy frecuente en la sociedad de nuestros días en los que el narcisismo y el individualismo parecen ser la norma. Los jóvenes no quieren renunciar a nada y se hartan de posponer sus necesidades en función de sus hijos. Pero seamos sinceros, narcisistas hubo siempre. Solo que estaba más disfrazado porque socialmente no se veía bien que una madre quisiera ocuparse de sí misma aun al precio de descuidar a su prole.

Por el contrario, vemos a muchas mamás modernas haciendo malabares para continuar su carrera, trabajar, mantenerse lindas, ir al gimnasio, ver amigos y, a la vez, cuidar bien de sus hijos. Ellas no tienen dudas de cuál es la prioridad. Pueden estar cansadas o agobiadas, pero no cambiarían ese estado por nada del mundo. Todas las demás cosas que hacen orbitan alrededor de la maternidad, y sus hijos son lo más importante de sus vidas. Se les nota en el discurso, en la preocupación y en el amor con que encaran la tarea.

Si están bien acompañadas por una pareja que sostenga el proceso, sus hijos nunca sentirán la falta por más horas que ella pase fuera de casa. Son madres presentes desde un lugar mucho más interno y más sólido. Si no tienen un padre que acompañe en la función, se las arreglan para que sus hijos se sientan seguros y cuidados en todo momento.

Veamos cómo se repiten algunos modelos al llegar a la vida adulta:

Estoy en pareja con un narcisista. Es muy difícil porque parece que nunca puedes entrar en su mundo. Solo habla de él, de sus logros, de sus proyectos, de su cuerpo, de sus recursos. Es como si quisiera que lo envidien. Te taladra la cabeza con detalles banales que a nadie le importan, pero que él cree que son superimportantes. No tiene registro del otro. No piensa que una está cansada, que no te interesa o que te aburre. Y ni hablar de que se interese por tu mundo. Cuando necesitas de él nunca está. Mi madre era igual, solo existía para sí misma. Siempre pensé que no iba a afectarme, pero busqué una pareja igual a ella.

No soy nada sin tu amor

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