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Capítulo I K-125 27 de marzo de 1974

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MIRADO DESDE EL CAMINO, que pasa sólo a diez metros de sus pies, Pedrito parece un tipo normal. Un tipo cualquiera que está tendido sobre la arena, a orillas del estrecho de Magallanes. Desde allí, o incluso un poco más cerca, sería difícil que alguien notara, en el claroscuro de la madrugada, el tamaño desproporcionado de su cabeza con respecto a su ancho y corto talle, a sus piernas arqueadas, de hilo. Aunque a decir verdad, aquello, por ahora, no tiene importancia.

Pedrito, también llamado el Duende, también llamado Hombre-Gato, permanece desde hace un par de horas observando las aguas del estrecho, en dirección de isla Dawson, con unos viejos binoculares Vintage, franceses, fabricados poco antes de la Segunda Guerra Mundial. El hombre parece inmune al vientecillo helado que cada tanto inclina el pastizal de la playa. Piensa que está bien equipado: parka térmica con cuello y puños de lana, de las que usan los estibadores en el puerto; pantalón de mezclilla gruesa y zapatones de goma, forrados. La cabezota y las tenazas desnudas. Casi no se ha movido. Posee aquella paciencia que adquirió desde niño, cuando pastoreaba ovejas en las estribaciones de la cordillera Darwin. Aquella bendita paciencia a la que más tarde sumó la facultad de permanecer quieto, durante horas, observando el firmamento de Tierra del Fuego con un telescopio casero, que rescatara del vertedero de un campamento del petróleo, donde trabajó hasta el 11 de septiembre del 73.

¿Pero qué hace ahora Pedrito allí, en esa madrugada, a orillas del estrecho? ¿Qué espera detectar con esos Vintage de escasa potencia, oxidados, con asas de cuero raído?

Pues bien, Pedrito cumple órdenes del Partido Comunista en la clandestinidad. Espera ver emerger la escotilla del K-125, submarino atómico, perteneciente al XVI Escuadrón de la Flota Soviética del Pacífico. Es un pez imbatible de 98 metros de eslora, 700 toneladas de desplazamiento, armado de misiles balísticos, intercontinentales, 24 torpedos, 6 de ellos con ojivas nucleares, y una tripulación de 93 hombres, de los cuales 35 son integrantes de la Unidad Crimea, de las Fuerzas Especiales Rojas, de ataque, contención y aniquilamiento. Hombres armados con fusiles de asalto Kalashnikov, pistolas Tokarev 9 mm. y granadas F-1, de fragmentación. El K-125 es una enorme lengua de fuego que viene al rescate de los compañeros del Comité Central del Partido, encarcelados en el campamento de prisioneros de isla Dawson –barraca Isla–, emplazado por la Armada de Chile. Será una operación relámpago, de cincuenta minutos, tiempo límite para el trayecto operativo, mediante la eliminación de defensas de las cuatro torretas de vigilancia, más tres puntos de guardia de superficie; copamiento del área, recuperación de los 12 compañeros elegidos, regreso y salida; inversión de la ruta exacta, hasta islas Week, una boca abierta al Pacífico; propulsión al máximo, levantando arena y piedras del fondo marino, con su preciada carga de camaradas chilenos dentro, directo hacia algún puerto oriental de aquel paraíso en la Tierra, conocido como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Cuando Daniel le comunicó que tendría un puesto en esta historia, Pedrito cambió de vida, de rutinas. Evitó las salidas de noche, las libaciones. Después del mediodía desaparecía del mundo, para recluirse en su pieza de pensión, de calle Arauco. Necesitaba estar entero, con la cabeza limpia. Ahora tenía órdenes que cumplir. Y le gustaba cumplirlas, incluso durante los tiempos muertos. Con él, Daniel fue escueto y preciso. Le habló en el estilo de un jefe político, de un padre, aunque podría ser su hijo, porque tenía 23 o 25 años. Eso calculó Pedrito. Pero era el 1 de la Jota, la cual tenía apenas tres bases funcionando. El Partido, cero células. Para Pedrito era un orgullo que aquel komsomol haya ido por él para asignarle una tarea en esta misión crucial, ultrasecreta.

Apenas fueron dos puntos con los compañeros de la Jota, en el lapso de una semana, a fines de enero. En el primero –cafetería Palace, diez de la mañana–, Daniel le dijo que se venía algo grande. Que habían pensado en él para una misión a 20 o 25 kilómetros de la ciudad, dirección sur. Que sería mundial. Un golpe de nocaut para los fascistas. Usó esa palabra, nocaut. En el segundo encuentro, donde Daniel le esperó en casa de Silvia, secretaria de organización de la Jota, en una habitación tan vacía de muebles como ciega, le señaló su x en el mapa, la fecha, la madrugada. Él sería el primer testigo de la operación rescate; luego sería el correo caminando y corriendo por la costa, nunca por el camino, compañero, sino sobre arenas y pedregales; confiamos en su resistencia, en su experiencia a la intemperie, como isleño, como hombre de campo que es. Claro que sí, claro que puedo; puedo hasta volar, compañero. Risas. Él traería la buena nueva a la ciudad, al secretariado. Y comenzaría otra historia, para todos. De verdad.

Toda la información estaba chequeada y contra-chequeada desde adentro. Un militante que hacía el servicio militar con los cosacos en la isla, en uno de sus días de franco entregó con mano trémula, casi sin garganta, el plano del presidio de Dawson: dotación, ubicación de las torretas, horarios de las imaginarias. Cuando el cachorro pudo por fin dejar de temblar y recuperó un poco el tono, anunció que Gromiko, nada menos, le había indicado cómo contactar a Daniel. Al oír el nombre de Gromiko, Pedrito sintió una punción en el pecho, pero no abrió la boca. En ese instante solo tenía sus ojos abiertos, y sus orejas, de duende bolchevique, orientadas hacia las instrucciones que recibía. La operación rescate viene confirmada desde Santiago, vale decir, desde la Comisión Política, desde el Comité Central. Sume este ladrillo al muro de la resistencia, compañero. El ladrillo definitivo.

Era tal cual. Daniel traía esa información desde un punto rojo, en el paradero 18 de Gran Avenida. Información de primera mano. El propio Daniel fue, estuvo y volvió: Veni, Vidi, Vici. Después de todo era gracioso ver a Daniel, confesó alguna vez el Duende a Santiaguito, en la llanura; quiero decir, verlo allí sentado, muy de piernas cruzadas, fumando sin alivio, larguirucho y pálido, espinilludo, vestido con un abrigo ancho, con un jockey a lo Neruda coronando su cabecita de pájaro, dándome instrucciones como si yo fuera un pendejo. Sin embargo, ahí estaba yo, firme, escuchando en silencio, respondiendo que sí con la cabeza, diciendo que sí hasta con la manos, pero pensando en el K-125. Solo en el K-125. Prácticamente viéndolo.

Por momentos, le distraen los ladridos que trae la brisa helada. También la marcha de un motor que llega como un zumbido de baja intensidad. Pero todo está normal, piensa. Nada inquietante. Pedrito conoce el área. Ha recorrido la costa hasta río San Pedro. Sabe que hay parcelas y puestos que dan con la carretera. Los aserraderos de Agua Fresca y de San Juan. Las caletas. Un almacén. Un par de embarcaderos. Enseguida su cabeza regresa a la losa oscura de la marea, al contorno de isla Dawson, que tiene en la mira de sus Vintage. Cada tanto hace lentos y largos barridos. Lentísimos. Encoge una pierna y luego la otra, para soltarlas un poco. Para evitar un calambre, un alfilerazo. También suelta un poco el cuello y los hombros. Aunque la inmovilidad y los ojos abiertos continúan siendo su negocio. Ahora Pedrito parece dibujado en el lugar. En realidad, parece un trozo de sombra.

De pronto las aguas se agitan, frente al extremo occidental de la isla. Pedrito enfoca directo. Se acelera. Y qué decir de su corazón: 130 latidos por minuto. Él no mueve un músculo. El movimiento del mar aumenta. Ahora las aguas se arremolinan, se espuman como si dieran contra una rompiente. Hay una línea de espuma que se alarga. Pedrito calcula que alcanza unos sesenta o setenta metros de largo. Allí abajo, por emerger, está el gran pez de acero y titanio, de propulsión atómica. No es un espejismo. Es el K-125. Tal vez si hubiese sido un cachorro como Daniel ya se habría puesto de pie y habría caminado un par de metros, acercándose, hasta que la marea inundara sus zapatones de goma. Pero él no es un cachorro. Tiene paciencia de pastor. Controla su pulso. La emoción. Cumple con sus órdenes al pie del corazón.

Pero nada emerge de allí, ni de ninguna superficie que esté al alcance de sus viejos prismáticos. Ni al alcance de su espíritu de lucha. El mar se aquieta segundo a segundo, minuto a minuto. Amanece. La arena gruesa, las rocas, los pastizales y la carretera se aclaran; solo él permanece oscuro. Y persiste en su posición, enfocando hacia Dawson. ¿Pero por cuánto más? ¿Una hora? ¿Más de una hora?

En su regreso a la ciudad, Pedrito tardó casi diez horas. No recuerda haber pensado en algo concreto durante el trayecto. Tiene que haberlo hecho. De seguro que sí. Pero lo olvidó. Apenas si retiene el haber ido dando un paso tras otro sobre el arenal húmedo y pesado, más el estruendo de la marea que le arañaba el pecho. Tampoco recuerda haber sentido hambre. O frío. Iba con el corazón en los pies, compañero. Imagínatelo: 25 kilómetros así, hasta llegar a la ciudad muerta. ¿Puedes aquilatarlo?

Fue tu imaginación, Pedrito. O fueron las toninas, le dijo Ramiro Sotomayor con una sonrisa cabrona, que luego se convirtió en una tosecita corta. Pedrito dobló la cerviz, pero continuó negando. Entonces Sotomayor se puso serio, para agregar que si un pez atómico, de noventa metros, se hubiese metido en el canal él habría sido el primero en enterarse. Era imposible que no lo detectara. Tú sabes que soy el mejor pescador de merluza y congrio de la historia. Y volvió a reír. Pedrito mantuvo el rostro duro, aunque la punta de sus orejotas se le veían algo caídas, como de quiltro. Tú sabes que conozco estas aguas, desde siempre, dijo el legendario pescador de merluza. Tengo un sonar en la cabeza. Tengo instinto. Nací con ese instinto. Pienso como lo haría un cardumen de profundidad. A veces juro que no tengo pulmones, sino que tengo agallas, soltó el gran pescador, para enseguida escupir y toser, esta vez más fuerte, en cadena, al estilo fumador o tísico. Luego fue calmando los espasmos, hasta que su corpacho quedó en reposo. Después prosiguió, secándose las lágrimas. Continuó. Detecto todo lo que se mueva allá abajo a cien, doscientos, quinientos metros de profundidad. ¡Y un submarino atómico, nada menos! Pero, piensa. Tiene que haber sido un grupo de toninas. Esos bichos nadan en grupo. Además, ya han pasado diez años. ¿A quién le importa, hombre?, remató Ramiro Sotomayor, superestrella de los pescadores, buscando ver algo en el rostro de Pedrito, que no encontró.

Estoy seguro, Poeta. Estuvo muy cerca. Alguien detuvo la operación de rescate en el último minuto. A treinta segundos. Tiene que haber sido el Kremlin, el Politburó. O el propio camarada Breznev, dijo el Duende mirando hacia el valle de bloques errantes, iluminado por el sol frío de Tierra del Fuego. Santiago, Santiaguito, también llamado el Poeta, asintió en silencio. Luego encendió un cigarrillo dando la espalda al viento. No fue mi puta imaginación, Poeta, insistió Pedrito. Ni unos putos delfines. Era el K-125.

Será el paraíso

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