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Capítulo II El reflejo del Sol en los vidrios 25 de febrero de 1984

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LA CAMPAÑA DE RECLUTAMIENTO del Partido Comunista, «Tierra del Fuego ’84», comenzó mal, pésimo.

Sufrí de náuseas durante toda la travesía. Intenté vomitar un par de veces, pero solo conseguí botar un poco de espuma. Quería botar el estómago. Todo afuera. En ese trance recordaba las botellas de vino barato que bebimos con Marcela hasta las cinco de la madrugada. Esa fue nuestra despedida. Nos dijimos adiós bebiendo cicuta. Perdiendo el tiempo. Debí haberme acostado temprano. Los dos debimos hacerlo. Sabía que para mí comenzaba otra historia, en la cual bien podría terminar preso o muerto. O desaparecido. Sabía además que debía enfrentar las turbulentas y frías aguas del estrecho, salpicadas de bruma. Veía a Tierra del Fuego en la orilla de enfrente y cada vez me parecía más lejana. O por lo menos, a una distancia inalterable. La isla se me antojaba como un lomo de ballena azul o gris, según fuera el velo de bruma que parecía envolverla. Allí estaba. Inmóvil. Inútil. Tras una hora de viaje, decidí refugiarme en la sala de pasajeros. Aquel aire marino no había logrado refrescarme los pulmones ni menos traer sosiego a mi cabeza. Era como si me dieran con un martillo en las sienes. Entonces decidí no vomitar. Mantenerme en posición de loto, sosteniendo mi barbilla con los puños. Quitar los ojos del cielo o del mar, para clavarlos en el suelo. Dejarlos fijos. Concentrarme al máximo en la misión que se me venía por delante. No creía en esas cosas, me refiero a los ejercicios de concentración o de meditación, pero en aquel instante, al verme sentado allí, de espalda al paisaje y al paso del tiempo, concentrando mis fuerzas en un punto, como hacen los budistas, y con un solo pensamiento en la mollera –la famosa campaña de reclutamiento–, resultó bastante mejor para mi salud. Me ayudó. Creo que recuperé el aliento. Y el control de las vísceras. De a poco dejé de sentir náuseas. Dejé de sufrir golpes en las sienes. Luego pensé en Marcela. Recordé nuestra última noche. Nuestra borrachera. Pero esta vez rememoré todo con más calma. Sin culpa ni nada de eso. Esa madrugada nos acostamos apenas un par de horas, sin hablarnos. Creo que ambos nos dedicamos a nuestros asuntos particulares. Y a mirar el techo. No tuvimos sexo. Ni siquiera un simulacro. Quizás debimos haberlo intentado, para quitarle un poco de tristeza a la escena. Pero no lo hicimos.

De pronto escuché que habíamos llegado. Alguien me sacudió de los hombros. Me había dormido profundamente. Salté del asiento. Estaba entero. Dispuesto. Era una gran noticia. Por fin, camaradas, estaba muy próximo a desembarcar en mi proceloso destino de joven comunista, de komsomol: Puerto Porvenir, Tierra del Fuego, febrero de 1984.

Una camioneta Volkswagen albiceleste, algo maltrecha, con el famoso símbolo de la marca arrancado de cuajo de su cara, más el vidrio trasero astillado por el impacto de un proyectil, nos condujo desde el embarcadero hasta el pueblo. Éramos ocho pasajeros. Todos íbamos en silencio, sin mirarnos. Quizás estábamos aplastados por el ambiente de la cabina. El chofer, un tipo alto, corpulento, de unos 30 años, que conducía en mangas de camisa y calzaba un sombrero de cowboy, llevaba la radio a todo volumen, disparando chacareras y chamamés a destajo. Para nuestra fortuna –creo hablar por los ocho del patíbulo–, el trayecto duró diez o doce minutos. En un momento intenté divisar los cisnes de cuello negro y los flamencos rosados que daban tanta fama a la bahía de Puerto Porvenir, pero no vi ninguno. Pensé que esa bahía era un fiasco. No tenía atractivos. Solo aquel oleaje gris acero, monótono como una mortaja. De improviso, con un giro veloz de noventa grados, el piloto abandonó la costanera y enfiló directo hacia el pueblo. Al parecer podría haberlo hecho con los ojos cerrados, porque mientras conducía iba canturreando y mirando hacia el suelo casi todo el tiempo. O pendiente del pucho. Después me enteré que ese vaquero de la Volkswagen se llamaba Ernesto Oldrich, que era tataranieto de uno de los fundadores del pueblo, que no tenía enemigos conocidos y que todo el mundo le apreciaba por su alegría de vivir y gran corazón.

Sarmiento 260, esquina José Bohr. Llegué a esa pensión sin mayor dificultad. Uno de los pasajeros me indicó el lugar. Incluso me acompañó durante las dos primeras cuadras, donde comenzaba el poblado, una explanada baldía a la que llamaban Pequeño Páramo. Con el tipo casi no hablamos. No recuerdo nada de él, salvo su calva, su nariz aguileña de perfil y su mano enguantada señalando las cuatro calles que debía cruzar para llegar a la pensión: Brać, Ángela Loij, Misiones y finalmente Sarmiento, esquina con Bohr. Caminé las cuatro cuadras sin ver a nadie, ni siquiera un perro. Era un pueblo vacío. Mientras tanto podía oír los latidos de mi pulso, mis pasos, el rumor del oleaje. Iba con una palabra incrustada en la cabeza, en letras de molde: desolación. El sol del mediodía espejeaba en las ventanas de las casas. En tres o cuatro ocasiones creí ver algún movimiento tras las cortinas y los visillos, entonces giraba la cabeza, pero solo encontraba el reflejo del sol en los vidrios. Era algo inquietante. Amenazador. Me sentía vigilado. Fichado.

Cuando llegué a Sarmiento 260 me recibió la dueña de la pensión, de quien no podría decir gran cosa, salvo que era una mujer extremadamente delgada, funeraria, de pelo corto, entrecano, de unos 40 o 45 años. Tenía una voz ronca y ripiosa, de pucho. Doña Gina –se llamaba Georgina Ugarte– me llevó hasta mi celda a través de un pasillo estrecho, apenas iluminado por la luz de un ventanuco del fondo. Tercera puerta, mano derecha. La habitación que ocuparía, por tres mil pesos mensuales, me recibió con olor a encierro: una mezcla de olor a ropa húmeda y cenicero. Y un poco de olor a matadero, quizás. Aun así, en ese preciso instante decidí no salir y quedarme en la celda hasta el día siguiente. Arrojé el bolso a los pies de la cama, que estaba pegada a la ventana. La otra cama sería ocupada por el Duende. Así lo decidí, también en ese preciso instante. Todavía sentía el estómago algo encogido. Quizás debía dormir un poco, soltar los músculos, blanquear el magín. Eso pensé. Pero no pude dormir. Me mantuve sepultado en esa cama de media plaza mirando el techo, pensando en la misión. En la campaña.

En un par de días llegaría Pedrito. Y una semana más tarde lo haría Gromiko nada menos, el gran jefe bolchevique, recién ingresado al país por un paso clandestino. Fecha aproximada del famoso ingreso clandestino: 15 o 16 de enero. O tal vez el 20. Por ahora no importaba el número, pero era una fecha roja. Sería un día memorable. Luego pasé a Marcela, a su recuerdo ardiente que me quemaba el pecho. Quería tenerla conmigo. Estábamos juntos desde hacía dos años. Nos amábamos. Eso creíamos. Eso jurábamos por nuestros huesos, por nuestros propios pasos. Pero no todo eran promesas y arrumacos, porque en la nostalgia también la daba curso a mi tango. Quiero decir que también recordaba nuestras trifulcas, con llantos al amanecer y todo. Pudimos haber estado mejor. Pudimos haber sido moderadamente felices. Eso me repetía en mi celda, entre dientes y sudores fríos. Pero estaban mis celos de por medio. Creo que era casi un celópata. De la nada, cada tres meses, caía en el pozo del delirio y mortificaba a Marcela con su pareja anterior; en realidad, con sus tres parejas anteriores. Era una locura. Me comportaba como un sicótico. Mi sicosis tenía dos variantes: 1) No le hablaba, o le hablaba poco y de una forma despectiva, que iba in crescendo, hasta llegar al dolor. 2) La interrogaba acerca de aquel o aquellos mugrosos guarangos que tuvo en su vida, entre sus piernas, hasta exigirle detalles. Creo explicarme. Después caía en el marasmo de la culpa. De pronto quería arrancarme el pelo de tanta paranoia. De tanta culpa. Y de vergüenza. De verdad... No obstante, encontraba alivio o perdón en algún desvío de ojos, o en el despunte de un dolor de muelas, o en cualquier minucia. Y le pedía perdón a una Marcela imaginaria. Inalcanzable. Esa fue mi rutina.

Pero en algún momento, durante aquellas primeras horas, sacudí la testa con fuerza de un lado a otro, para expiar mi falta, pensando en no caer de nuevo en delito, en llenar de amor a Marcela en cuanto la tuviera a un salto de corazón, a pesar de los riesgos de la clandestinidad, porque ella también tenía un puesto en esta lucha. Marcela vendría a Puerto Porvenir, con la chapa de trabajar en la biblioteca municipal. Estaba convenido. Aunque, en realidad, sería correo del Partido en caso que Gastón cayera en manos del enemigo. Marcela no era militante –nunca quiso militar–, pero era simpatizante, y ayudista, cuando podía. Recuerdo muy bien que cuando hablamos del asunto, es decir, cuando le propuse esta aventura revolucionaria, llena de peligros, aceptó de inmediato, sin un solo temblor de boca. Creo que eso la retrata de cuerpo entero.

Desperté a las 5:30, sobresaltado. Era como si la llegada de aquel día me tirara del cuello, de los cojones. A las nueve en punto debía estar en casa de Gastón, mi contacto rojo, en Puerto Porvenir. Gastón era un hombre clave en la campaña. Incluso así le llamó Gromiko: hombre clave. Quise aquietarme un poco, para no adelantar mi primera salida a la calle. Decidí leer. Había llevado una antología de poetas del sur de Chile, que no había tocado. A pesar de todo ese cuento lárico, hablo de la bruma, el rumor de lluvia, la grisalla que me traían esos poetas con sus versos de cielos nublados, no logré aquietar mis pulsaciones. Entonces dejé de leer. Esperé que llegase la hora. El reloj de mica con números romanos que tenía sobre mi cabeza, pegado en la pared, fue marcando aquel tiempo fúnebre, minuto tras minuto. Pegaba duro el maldito.

Salí a las calles desiertas de Puerto Porvenir. Hacía un frío polar. Doña Gina, en un dibujo de muy escasas y medidas palabras, me indicó el trayecto. Pensé que esa mujer, de tan flaca que estaba, medía cada palabra para no desmoronarse y quedar convertida en un puñado de polvo. Le dije que quería ir a conocer el cementerio municipal, máxima atracción del pueblo. Antes de responder se quedó observándome con una mirada glauca y punzante. De verdad que me inquietó la insistencia de aquel enfoque. Fueron apenas cuatro o cinco segundos, pero me pareció mucho tiempo para sostener la mirada de una muerta. Un tiempo desmesurado. Miré el reloj de la pared. Fuera como fuere, debía tomar en línea recta la calle José Bohr en dirección del cementerio, que podía ser visto desde cualquier lugar del pueblo y la bahía. Aquel camposanto había sido emplazado, estratégicamente, sobre el punto más alto del lomaje, con forma de media luna, flanqueando las casas en el noroeste. Era una especie de faro o algo parecido. Anduve cuatro cuadras, hasta llegar a la calle Magallanes. Por momentos creí que caminaba en dirección del polo, aunque iba bien protegido contra esa ventisca de la mañana: abrigo de paño grueso, largo, antibalas; jeans nuevos, americanos, comprados hacía sólo una semana; botas de cuero forradas; shavka, más un pucho sin filtro. Aquel era todo mi equipo de guerra.

Llegué a Magallanes 186. Punto rojo. En el trayecto me crucé con habitantes, cuatro o cinco, que tomé por sombras, o por zombis derechamente. Entre ellos una mujer que caminaba rápido, con pasitos cortos, que avanzó a mi lado sin mirarme, con los ojos pegados, al parecer, en las aguas de la bahía, como si quisiera desaparecer en ese cuadro. Parecía estar bajo hipnosis.

Durante todo el camino volví a sentirme vigilado desde las ventanas, a creer que me respiraban en la nuca. Pero esta vez fue una sensación aún más potente, porque ahora pensé en los agentes de seguridad, en los sapos, en los «orejas», como llamaban en Nicaragua a los soplones de Somoza. Pero finalmente llegué, manteniendo el paso firme, cortando el viento con la cara, como se dice. Toqué a la puerta. Esperé. Resoplé. Por instinto busqué otro pucho. No di con ninguno en mis bolsillos muertos. Cuando estaba a punto de insistir, el camarada Gastón, mi contacto rojo en el pueblo, abrió la puerta. Fue un momento inolvidable.

Llegó a la hora. Puntual como un verdugo. Yo lo esperaba. La verdad es que estaba algo ansioso, algo nervioso también, desde que me llegara el mensaje del Partido. Un mensaje de puño y letra de Gromiko, ni más ni menos. Santiaguito, al verme, se asustó. Le abrí la puerta con la cara pintada, al estilo selknam. Yo era Shoort, el espíritu de piedra.

Santiaguito me pareció un cachorro de veinte, muy flaco, con un abrigo negro que le quedaba grande y un gorro ruso de piel hasta las orejas. Estilo Ulianov, le dije indicando su gorro. No respondió ni sonrió. Nada. Estaba congelado. Tenía miedo. Desde entonces le llamé así, «cachorro»; nada de Santiago aquí, Santiaguito allá. Tampoco nunca le llamé Poeta, como le decía a veces Pedrito e incluso hasta el propio Gromiko. Cachorro me pareció un término más cercano. Más exacto, si se quiere. A él parecía no molestarle que le llamara así. Pero volvamos a ese primer minuto. El minuto cero. Antes de hacerlo pasar le advertí que en casa no se fumaba. Tienes cara de vicioso, le solté. El cachorro esta vez sonrió un poco. Vas a entrar a un verdadero templo: el mundo secreto de los selknam.

En realidad lo estaba calibrando, como se dice. El pibe me hizo caso, porque sacó la voz para decirme que no fumaba. Yo lo miraba fijo. Él rehuía mi mirada. Pero finalmente habló. Eso es lo importante. Fue bastante claro. Usó pocas, poquitas palabras. Estaba bien instruido. Se le notaba la escuela del Partido. Yo lo dejé venir, como es lógico hacerlo. El cachorro me habló de la Dirección Regional, de la campaña, de Pedrito, de Gromiko. Fue corto y preciso, y con voz de pájaro. Claro que yo estaba en mi elemento. Estaba en mi casa, en mi taller. Él estaba en otro paisaje. Tan solo conocía mi nombre y algo de mi prontuario. Tres o cuatro señales. Algunos hitos. No mucho, como indica el manual del militante clandestino. Era gracioso después de todo, porque ese cachorro se entregaba a mí a ciegas y de espaldas. Confianza total. En cambio, yo sí que sabía casi todo de él. Me refiero a sus antecedentes bolches. Su linaje rojo. Creo que yo sabía más de su abuelo Santiago que él mismo, su segundo nieto. El abuelo, por cierto, un gran comunista. Gran señor y rajadiablos, como se dice; fundador del Partido, perseguido en los tiempos de González Videla, preso en Dawson, exiliado en la Alemania Federal, en Dusseldorf. O en Hamburgo. Definitivo, fue en Dusseldorf. Pero en toda esta historia, un detalle: me llamó la atención que ese cachorro fuera tan blanquito de piel. Casi transparente. De verdad. Él debía ser más oscuro. Lo digo porque se llama Macías. Santiago Macías, como su abuelo. Ese apellido viene del nordeste de África. Creo que es un apellido bambara. Una gran tribu.

Después, lo solté. Le ofrecí desayuno. El cachorro aceptó enseguida. Comió como un salvaje. Café con leche, huevos, pan de casa. Y pudín de pan. Cuando por fin terminó le dije que podía fumar. Que no me molestaba el humo.

*

Será el paraíso

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