Читать книгу Cómo estar preparado - Pierre-Hervé Grosjean - Страница 7

Оглавление

2. LA FE COMO AMISTAD

«Ya no os llamo siervos, […]

os he llamado amigos…»

Jn 15, 15

A mis amigos,

a mis feligreses de hoy y de ayer.

ES MUY DOLOROSO VER A tantos cristianos aburrirse más o menos en su vida cristiana o no ver ningún interés en practicar su fe. Es también doloroso tener a veces esta impresión de aburrimiento en nuestra propia vida de fe. Me da mucha pena ver alejarse poco a poco o desengancharse a jóvenes que, sin embargo, algunos, tanto han recibido. No juzgo a nadie, pero me pregunto con frecuencia: «¿Qué hemos conseguido transmitirles?». Tengo la impresión de que muchos se han quedado en la superficie de esta fe cristiana. Llegados a ser adultos, guardan un recuerdo, un vínculo cultural. Han adquirido una mirada finalmente bastante utilitarista sobre la fe —es un riesgo que nos amenaza a todos, aunque continuemos practicando—, pues ven en ella sobre todo una moral, es decir, valores que pueden inspirar su acción: «Se necesitan referencias», dicen ellos.

Por otra parte, muchos franceses se reconocen con gusto en esos «valores cristianos» y quieren transmitirlos a sus hijos. Les apuntan al catecismo o les bautizan con ese fin. Pero muy pocos piden ir más allá. Los que lo han recibido todo de más jóvenes piensan a veces que basta conservar esa herencia cristiana, esos «valores», dejando de lado todo lo demás —ritos, doctrina, sacramentos—, que les parece más complicado y finalmente menos útil. La tentación de hacerse su propia religión «a la carta» es grande. Se toma lo que nos va, «lo que nos dice algo». Aquí también, como en tantos otros asuntos, la sinceridad sustituye a la verdad. ¿No nos dice nada tal enseñanza de la Iglesia o tal rito? Se lo deja de lado. ¿Pero de dónde vienen esas enseñanzas? ¿Quién ha querido los sacramentos? ¿Cuál es la fuente de esos valores? ¿Cuál es por tanto la especificidad de la fe cristiana? Después de todo, se puede muy bien tener «valores» sin ser cristiano. Se puede ser un buen chico y una buena chica sin ser cristianos. ¡Faltaría más! Hay una preciosa rectitud humana en muchos no creyentes o en creyentes de otras religiones. Existen muchas otras morales que pueden inspirar una vida honesta. ¿Entonces, por qué ser cristiano?

Reducir la fe a una moral, a un conjunto de valores, es también correr el riesgo de acabar por ver esta moral muy pronto desechada, pues está desconectada de su fuente. La moral cristiana se vive entonces como un encorsetamiento, una suma de obligaciones sin sentido evidente. Un código de circulación que habrá que respetar por miedo de… ¿De qué justamente? ¿Del juicio? ¿Del infierno? Esos, con mucha frecuencia, ya no creen en eso. Queda solamente a veces la vaga intuición de una especie de justicia divina que hará que caigan algunas «tejas» sobre los que sacan los clavos. «¿Qué le he hecho yo al Buen Dios para merecer esto?», se pregunta a la primera contrariedad. Como si a Dios le gustase castigar cada una de nuestras faltas. Basta luego darse cuenta de que ese no es el caso para que ya no nos detenga gran cosa.

Como bien lo prueba la experiencia, una moral de la que no se comprende ni el sentido ni el objetivo se deja pronto de lado. Una fe que se reduce a eso acaba por cansar. Ya no es una aventura que vivir, no enciende ya los corazones, no entusiasma a nadie. Acaba por parecer una especie de barniz social, que todo joven deseoso de autenticidad acabará por mandar a paseo. Ritos que han perdido su sentido, que no están ya animados por una fe amorosa, viva, acaban también por cansar. La pereza, la falta de tiempo, las alternativas más fáciles o las dificultades de la vida toman la delantera, hasta reducir —en el mejor de los casos— la práctica a unas pocas ocasiones puntuales. Lamento —y esto es sin duda una prueba para el ministerio de todo sacerdote— no haber conseguido hacer descubrir a cada uno que la fe es verdaderamente mucho más que una moral.

La fe cristiana no está en primer lugar constituida por cosas que hay que pensar, hacer o no hacer. La fe cristiana es una persona: Jesucristo. Somos cristianos si creemos no en cosas sino en él. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo», pregunta él a sus discípulos (Mt 16, 15). ¿Quién es él justamente para nosotros? Al leer estas líneas, para un momento, unos segundos: ¿qué respondes hoy a esta pregunta?

Eso es la fe. Es un don —sin la gracia, no se puede hacer esa elección— y una elección libre, una decisión: la respuesta a esta pregunta personal.

He decidido creer lo que el Evangelio me dice de Jesús, lo que Jesús dice de sí mismo: es Dios que ha venido a nosotros para salvarnos. Muerto y resucitado para que ni la muerte, ni el mal ni el pecado tengan la última palabra en nuestras vidas. He decidido creer en este encuentro inaudito entre Dios y el hombre. La fe se juega en este encuentro, en esta relación personal que ella hace posible entre Dios y el hombre.

Ser cristiano no es ante todo respetar una moral. Ser cristiano es haber elegido seguir a Jesucristo, devenir discípulo de Cristo, amigo de Cristo. Ser cristiano es creer en la victoria de Cristo y querer participar en esta victoria. Ser cristiano es querer amar a Jesucristo y, en segundo lugar, porque le amamos, amar lo que él nos pide. La fe cristiana es adhesión a Jesús, reconocido como «mi Señor y mi Dios». Esta adhesión va a permitirme descubrir el proyecto de Dios para mí y llevar a mi deseo a sumarme a este proyecto. Vivir la moral cristiana no precede a esta amistad con Cristo, sino que se deriva de ella. Esta amistad da el sentido profundo y vivifica la moral: hemos descubierto escuchándole que Jesús quería nuestra felicidad verdadera y eterna. Recibimos de él el camino de esta felicidad. Las orientaciones y mandamientos son entonces recibidos como un don al servicio de esta felicidad, tratamos de vivirlos por amor a quien nos los da, apoyados en su gracia. Solo él puede hacernos capaces de vivir según el Evangelio. La moral está vivificada por el amor, está al servicio de nuestra felicidad auténtica, de nuestra vocación. ¡Eso lo cambia todo! La moral cristiana es una moral de la felicidad. Toda exigencia de esta moral cristiana encuentra su fuente en el amor de Jesús por nosotros, y se nos propone al servicio de nuestra alegría.

Pero para vivir todo eso, para acoger plena y justamente estas orientaciones y ajustar nuestra vida a estas exigencias del Evangelio, para recorrer este camino hacia el cielo, necesitamos creer, amar, acoger a quien nos las proporciona. Zaqueo, la Samaritana, María Magdalena, Mateo y tantos otros cambiaron de vida, pero todo comenzó por un encuentro. Un encuentro personal con Cristo, que les llevó a plantearse una elección de vida: la de aceptar su amistad. Una amistad que puede trastornar una vida, que puede cambiar nuestra vida. ¿Por qué?

Jesús viene hasta nosotros para darnos su vida, revelándonos así, de la manera más fuerte que puede darse, el amor loco con que nos ama Dios. Jesús nos salva y nos invita a entrar en una relación de amor y amistad con él. Allí donde se podría pensar que este Dios todopoderoso es también un Dios lejano, temido y adorado desde lejos, se descubre que se hace el más cercano, proponiéndonos su amistad. Esta es una de las frases más fuertes del Evangelio, unas palabras pronunciadas por Jesús la tarde del jueves santo: «Ya no os llamo siervos, […] os he llamado amigos…» (Jn 15, 15). ¡«Mis amigos»! El Señor Jesús me propone vivir una hermosa y gran amistad con él. Me ofrece su amistad. No quiere una relación de sumisión. Quiere que yo sea su amigo, con toda la fuerza, la belleza y la grandeza que ese término puede y debe tener, cuando se lo toma en serio.

Meditar estas pocas palabras me ha hecho descubrir que la fe puede comprenderse y vivirse como una amistad. Descubrir eso puede cambiar profundamente nuestra manera de ver y de vivir la fe. Jesús emplea este término de amistad para definir la relación que puede existir entre él y cada uno de nosotros, si queremos. Solo Jesús podía ofrecernos su amistad. ¿Qué pobre pecador —y todos lo somos— hubiera osado imaginar eso posible? ¿Ser el amigo del Salvador? ¿Ser el amigo del Rey de reyes, del Mesías? ¿De Jesucristo, hijo único del Padre, muerto y resucitado por nosotros? Vino no solamente a reconciliarnos con Dios, sino también a hacer de nosotros sus amigos. Misterio y belleza de esta mano tendida hacia los pobres que somos nosotros. Asombrosa amistad entre un pobre y su Rey. Entre un pecador y el que es tres veces santo. Solo Dios podía imaginar y permitir eso. ¡El amor lleva a hacer locuras!

Toda amistad es una aventura de atrevimiento, que hay que elegir y vivir. Una aventura que nos hace felices, pues nos ofrece la ocasión de entregarnos.

Pero volvamos a la afirmación inicial: ¿Por qué muchos se aburren? ¿Por qué muchos se desenganchan y se cansan? Parece que muchos se arriesgan a vivir su fe demasiado centrada en ellos mismos, sus ganas, sus necesidades y su sentimiento. Vivir la fe en función de lo que nos aporta es estar seguro de abandonarla un día. No se puede amar en esta lógica. Una amistad utilitaria no se sostiene largo tiempo. «No voy a misa, porque no siento la necesidad». «Rezo porque me sienta bien». «No siento nada cuando rezo o cuando voy a la adoración». «No tengo ganas de confesarme, eso no me aporta nada». «La Iglesia dice eso, pero a mí no me parece así». «Prefiero rezar solamente cuando me apetece»… Conocemos de memoria esas frases, hemos podido oírlas o decirlas nosotros mismos. Las comprendo. No soy el último en sentir un deseo fluctuante de rezar. Pero todas esas frases están centradas en el yo. Revelan una fe centrada en uno mismo. El yo, con sus ganas y faltas de ganas, sus sentires y sus necesidades, deviene el criterio y el centro de todo. Si nuestra fidelidad depende de nuestras ganas, entonces va a ser muy fluctuante. Esta no es la lógica de la amistad ni del amor.

Lo que es hermoso en la amistad es justamente que nos invita a descentrarnos de nosotros mismos para abrirnos al otro, a las necesidades y deseos del otro, a las alegrías y a las penas del otro. Todos tenemos esa experiencia. Pensad en los últimos momentos de felicidad intensa que habéis conocido. Es probable que sean momentos en que habéis sido generosos para daros o servir a los que queréis. La amistad nos hace olvidar nuestro ombligo y nos vuelve hacia el otro. Cuando vuestro mejor amigo os llama a las dos de la mañana y os dice: «¡Ven, te necesito!», no miráis el reloj ni os tomáis el pulso, viendo si será o no necesario ir allí… ¡Aceleráis! Vuestro amigo os espera. Os parece evidente que hay que estar allí, a su lado. Estáis contentos de hacerlo, contentos de que vuestra presencia pueda animarlo, consolarlo, fortalecerlo o tranquilizarlo. Contentos de verle contento al veros llegar. Contentos por su alegría. La amistad nos hace generosos. Para uno mismo, se puede a menudo ser perezoso. Para los demás, tenemos en nosotros tesoros de generosidad. Nos superamos, se transcienden nuestras faltas de ganas o nuestra flema. Nos damos. La amistad verdadera nos hace entrar en la lógica del don, de la gratitud y por tanto de la alegría verdadera.

Apliquemos eso a la fe y todo cambia. Vivir la fe como una amistad es en primer lugar tomarse el tiempo de contemplar cómo Jesús mismo ha vivido esta amistad. «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13), nos dice la tarde del jueves santo, antes de vivir eso al día siguiente. Él ha llegado hasta el final en el amor. Como toda verdadera amistad, su amistad no se impone, se propone y se expone: «Mira hasta donde te amo», nos dice a cada uno en la cruz. Ofrece su amistad a quien la quiere, esta amistad que tiene el precio de su vida y de su sangre. «¡En la vida y en la muerte!», se dice a veces para sellar una amistad. Estas palabras nunca han sido tan verdaderas como en Cristo. Su amistad por nosotros le condujo hasta la ofrenda de su vida. ¿Cómo podríamos dudar de esta amistad? ¿Cómo no nos va a conmover? El amor llama al amor. La amistad de los nuestros nos conmueve, las pruebas de amistad, a veces tan fuertes, que pueden darnos con ocasión de un problema, de un suceso feliz o desgraciado de nuestra vida nos impactan con fuerza. Tenemos ganas de poder devolverles tanto amor. ¿Cómo vamos entonces a quedar indiferentes ante lo que Cristo ha hecho por nosotros? Miradle en la cruz: extiende las manos y grita: «¡Tengo sed!». Los soldados pensaron que su cuerpo tenía sed, pero es su corazón el que nos suplicaba: «Tengo sed de que comprendas hasta qué punto te amo. Tengo sed de que comprendas por qué hago esto por ti. Tengo sed de tu respuesta, de tu amistad». Nunca es demasiado tarde para dejarse afectar por esta amistad, como atestigua el buen ladrón. En el último momento, se deja agarrar y se atreve a creerlo: «Acuérdate de mí…». Eso es lo que se dice a un amigo. Y la respuesta no se hace esperar: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). Es la de un amigo verdadero y fiel.

Esta amistad no está reservada a una pequeña élite, ni incluso a los mejores. Se ofrece a todos. No está condicionada a nuestros méritos o nuestros logros. Se ofrece gratuitamente, a cada uno, tal como es. No tenemos que estar a la altura antes de recibirla: nos es dada para transformarnos. Eso parece verdaderamente importante para meditarlo. Muchos ven difícil volver a la fe o a la práctica de la fe, porque se sienten incapaces de cambiar de golpe todo lo que habría que cambiar en su vida. Pero no se trata de comenzar por el esfuerzo moral. Se comienza por dejarse amar, por dejarse acompañar, por decidir acoger esta amistad. Solo esta amistad con Cristo tiene la capacidad de transformarnos desde dentro, de hacernos capaces de todas las conversiones que tengamos que vivir. En Zaqueo, Jesús no comienza por pedirle que devuelva el dinero. Le dice: «Déjame entrar en tu casa». Tratando a Cristo es como Zaqueo va a encontrar la voluntad y el valor de devolver todo lo que había robado, e incluso cuatro veces más (Cfr. Lc 19, 1-10). Así se comprende la insistencia del papa Francisco sobre la necesidad de hacer redescubrir al mundo la ternura de Dios. El papa no renuncia a proponer las exigencias morales que derivan de la fe cristiana. Pero solo un corazón que se ha dejado antes visitar por este Dios lleno de ternura puede aceptar la exigencia que salva. Cuando Zaqueo ha comprendido hasta qué punto él, el pecador, es amado, ha sido capaz de renunciar a su pecado para vivir plenamente este amor. Cuando la Samaritana se siente escuchada y amada, ha podido aceptar la verdad sobre su estado de vida. La fe cristiana es ante todo la historia de un encuentro y de una amistad.

Plantear así nuestra vida de fe como una amistad puede transformar nuestro modo de vivirla y practicarla. Se puede así comprender por ejemplo que no se tengan siempre ganas de rezar. He tenido yo también esa experiencia, como cualquiera de nosotros, imagino. Hay periodos de aridez espiritual, de cansancio y de desánimo. Hay momentos, como durante las vacaciones, durante los que puede ser más difícil quedarse solo y en silencio. El deseo de orar es fluctuante. Mi oración no puede estar fundada únicamente en este deseo, de lo contrario no será fiel. Si dedico un tiempo a la oración, es por amistad con el que me espera. Dos amigos necesitan pasar tiempo juntos, incluso sin charlar mucho. Entre dos verdaderos amigos, el silencio no es ya un vacío que haya que llenar obligatoriamente. El silencio ya no da miedo. No tengo siempre ganas de rezar, pero sé que él siempre tiene ganas de encontrarse conmigo: «Permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15, 4). El deseo es fluctuante, pero la amistad es fiel. Entonces le doy tiempo. Eso no quiere decir que yo vaya a sentir nada. A veces es incluso lo contrario. Aun para un sacerdote, la oración o el rezo del breviario son a menudo muy áridos. Pero no lo hago para mí, para hacerme un bien o para encontrar consuelos. Trato ante todo de hacerlo por él, por amistad. La amistad es muy liberadora: deja uno de preguntarse si algo nos aporta algo. Se entrega uno y eso nos basta. Se hace feliz al otro y eso nos llena.

Por supuesto, se puede también recibir. Pero nada se nos debe. Todo es don. Se puede estar profunda y sensiblemente tocado por una vigilia de adoración, o por una misa o un tiempo de oración. ¡Tanto mejor! El Señor desea así animarnos en nuestra perseverancia. En su bondad, permite de tiempo en tiempo estos consuelos sensibles para sostenernos y fortalecernos en nuestros grandes deseos. Pero eso no es el fin ni el criterio de evaluación de nuestra oración. Si voy a encontrarme con él, es por él mismo y no por lo que él pueda darme. ¿No está acaso ahí la verdadera amistad? Amar al otro por él mismo. Encontrar la alegría en la alegría del amigo. ¿No está también ahí nuestro más profundo deseo o necesidad: sentir que somos amados por nosotros mismos? Jesús nos ama así, tal como somos y por lo que somos. Ya sea que le demos verdaderas alegrías o le causemos profundas penas —y le damos de las dos, sin duda—, él nos ama y nos amará siempre, por nosotros mismos. Encontraremos nuestra alegría en amarle así en respuesta. En amarle por él mismo y no solamente por lo que nos da. La belleza y el valor de nuestra oración no está en lo que se siente, sino en su fidelidad y en la amistad que supone. No tratemos demasiado de evaluar nuestra oración: es un modo de seguir centrado en uno mismo. Miremos a Cristo contento del tiempo que le dedicamos. Eso basta. Él sabrá hacer fecundo ese tiempo.

Del mismo modo, no se va a misa únicamente por deseo. Tanto mejor si se tienen ganas. Es por otra parte buena cosa hacer lo posible por cultivar ese deseo, por ejemplo, formándose. Cuanto mejor comprendamos lo que se vive en la misa, mejor podremos participar en ella y obtener todos sus frutos. Pero más allá del deseo, está como primera motivación nuestra decisión de ser amigos de Cristo y responder por tanto a sus invitaciones. En cada misa, él renueva su sacrificio del viernes santo. ¿Cómo podríamos dejarle solo en ese momento? En cada misa, él nos espera: «Dichosos los invitados a la fiesta de bodas del Cordero». Es por nosotros, por cada uno de nosotros por lo que va a repetir estas palabras: «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros». ¿Qué amigo tendría algo mejor que hacer que estar presente en ese momento?

Al atardecer de nuestra vida, tendremos sin duda la necesidad de la misericordia de Dios en muchos puntos, pero seremos felices si podemos decir que al menos hemos logrado estar ahí, como amigos, cuando Jesús nos esperaba. Estar ahí es lo que el amigo puede ofrecer y es esencial. Creo en la belleza de esta fidelidad con obras, aunque no se tengan siempre las palabras para acompañarla. Hay días en que la oración es difícil, se tiene la impresión de no tener nada que decir, hay una verdadera fatiga espiritual. En esos días, se puede al menos ofrecer el estar presente. Un amigo comprende que esta presencia, incluso fatigada, incluso silenciosa, pero fiel a pesar de todo, dice mucho.

Todo lo que se vive a medias es decepcionante. Eso es verdad también en la amistad. La amistad no se negocia, no calcula lo que da. La fe vivida como una amistad se hace generosa. No se cree a medias. Si amo a Cristo, si acepto su amistad, no quiero seguirle a medias, ni recibir a medias lo que me dice. Lo tomo todo, lo acepto todo. Confío en él. Totalmente. Libremente. Eso no quiere decir que lo comprenda todo. Tendré toda la vida —e incluso eso no bastará— para profundizar en el misterio de Dios. Toda mi vida será precioso trabajar la inteligencia de mi fe, para comprender mejor lo que la Iglesia quiere transmitirme de este misterio, a fin de vivirlo mejor. Mi inteligencia necesita alimentarse, comprender cada vez mejor la coherencia de mi fe, progresar en este conocimiento, también para transmitirlo. Pero la amistad llama a la confianza y permite esta confianza. No espero a comprenderlo todo para creer. Creo porque mi amigo no puede mentir ni engañarme —él es «el camino, la verdad y la vida»— y, poco a poco, comprendo.

También por amistad puedo llegar a confesarme. Cristo, el verdadero amigo, me explica en el Evangelio que «habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15, 7). Sé que puedo darle así una gran alegría, superando mi temor o mi falta de ganas. Por otra parte, su mirada de amigo no juzga. El verdadero amigo nos conoce, no se extraña de nada, nunca condena. Anima, levanta y consuela. Nos renueva su confianza, porque hemos sido sinceros. La amistad llama a esta franqueza, que hace posible el perdón.

La amistad expulsa también el miedo. No tenemos miedo de lo que nuestro amigo quiere para nosotros, de su proyecto para nosotros, es decir de nuestra vocación. ¡Cuántos hay que tienen miedo de eso a lo que Dios pudiese llamarles! ¡Cuántos tienen miedo de lo que pudiese pedirles Dios! Pero no tenemos ya miedo de que nuestro amigo nos revele su proyecto y su llamada. Él nos conoce y quiere nuestra felicidad. ¿Por qué tener miedo? Él no nos dejará nunca solos y nos acompañará siempre en la realización de este proyecto. El Señor nos hará capaces de eso a lo que nos llama, de los deseos profundos de nuestro corazón. ¿Por qué tener dudas para permitirle caminar a nuestro lado?

«Amigo mío…», así nos llama el Señor Jesús a cada uno de nosotros, dando a esas palabras el sentido más noble y más profundo que pueden tener. «Amigo mío…»: son estas palabras las que pueden renovar a fondo nuestra relación con Dios y, por tanto, nuestra fe. Todo está ahí, en el misterio de una amistad hecha posible entre Cristo y cada uno de nosotros, en esta aventura magnífica de una amistad a la que atreverse, que construir y que vivir, una amistad capaz de transformar profundamente nuestra vida dándonos la alegría de amar y ser amados, dándonos la alegría de entregarnos sencillamente.

Cómo estar preparado

Подняться наверх