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VOLAR LA NOCHE

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Cuando la llamaron bruja le pareció un insulto. Ahora, mientras se sujeta el pelo para que el viento no le impida ver, el apelativo se vuelve un halago compartido. Son varias las que navegan la noche.

La primera vez los destinatarios de su acoso las ignoraron, tan leve era el murmullo de su presencia, uno más de los que acompañan la nieve al caer.

Ahora aquellos que las escuchan huyen en busca de refugio.

Al día siguiente ninguno menciona a las mujeres que enlutan su virilidad y los hacen perdedores de su imperio. Al oscurecer un ahogo insondable se apodera de ellos.

No reconocen su terror.

Si no se habla de él no existe.

Juegan cartas, se embriagan, cantan, escriben, hasta que deben irse a dormir.

No logran conciliar el sueño. Han de permanecer alertas para escudriñar el silencio y detectar cuándo se acercan las mujeres en vuelo. Apenas un susurro. Un sollozo de ira oculto entre los sonidos de la noche.

Si fuesen previsibles se facilitaría la espera.

Nunca ocurre así.

Ellas juegan con la veleidad de su acecho. Disfrutan la sorpresa. Los vuelos ralentí con que los engañan y soplan detrás de sus orejas como sollozos muertos.

“¡Las brujas están aquí!” grita algún horrorizado.

Lo secundan los demás. Nadie enciende la luz para no delatar el lugar donde pernoctan.

Se levantan de sus camastros. Los pantalones a medio poner. El pelo revuelto. Los ojos ciegos incapaces de guiarlos en el pavor con que corren.

Los muebles dificultan la huida. Se tropiezan. Caen. Se arrastran.

Intentan ponerse de pie. Unos jalan a otros sin solidaridad, con la ambición de ser ellos quienes han de salvarse. Atropellan a quienes suplican auxilio. Los que logran levantarse, liberándose de aquellos que los sujetan por las piernas, corren a esconderse.

Los que no pueden, con los pies rotos, las cabezas sangrantes, se rinden ante el terror, y por la mañana los delatarán sus cuerpos destrozados.


Katia se viste con la ropa burda y holgada con que ha de volar. Mira de nuevo su imagen en el espejo. Un mechón rubio, rebelde, se asoma por su frente. Lo regresa a su sitio y con garbo sacude la cabeza.

Una vez conforme con su atuendo sale a la noche y con pasos largos y confiados se monta en su frágil, leve, casi invisible artefacto.

Lleva la cabeza cubierta por un gorro de piel. Una bufanda de seda blanca la protege del frío.

El viento fustiga su cara mientras vuela.

Ella lo ignora.

Se concentra en la tenue iluminación de las estrellas que la guían.

La curvatura del cielo se dibuja azul, casi negro, en ligero contraste con el horizonte blanquecino del paisaje nevado. En algunos sitios observa manchones umbrosos que delatan a los árboles del bosque.

Faltan dos horas para el amanecer.

Vislumbra la urbe.

La descubre por una lucecilla frágil, un parpadeo sutil, perceptible sólo para la mirada diestra. Nunca falta una luz que traiciona a la ciudad precavida en su pretensión de confundirse con otros borrones densos desperdigados en la noche.

Sonríe.

Aspira el viento frío.

Contempla el vaporcillo leve de su aliento cálido y confiado.


Ya tiene abajo la ciudad.

La observa.

Se orienta.

Astuta su mano busca en el piso de su biplano de madera y lona. Por allí está el rústico mecanismo que le permitirá soltar las bombas.

Van sujetas con orlas de algodón. Un proyectil por debajo de cada ala.

Se inclina levemente.

Tantea con la mano derecha.

Con la izquierda controla el equilibrio.

Encuentra el sujetador.

Con agilidad suelta los amarres.

Satisfecha escucha los silbidos.

Sin el lastre se aligera el vuelo.

Siente subir ligeramente su biplano.

Abajo, el resplandor del primer estallido.

De inmediato prorrumpe el segundo.

Ha dado en el blanco.

Quiebra su vuelo para retornar.

Voltea para confirmar el horror del infierno provocado.

Sonríe otra vez.

Katia está orgullosa de pertenecer al Regimiento 588º de bombardeo nocturno, el de las Brujas de la Noche que combate a los nazis en el sitio de Stalingrado.

Vientos desnudos

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