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TERROR EN LOS VAGONES

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En la estación, decenas de familias con niños, canastos y pesados bultos forman una convulsa marea de túnicas, velos y turbantes de colores sobrios. Carmen y María violentan la monotonía del bullicio con su pelo rubio y su atuendo de turistas. Una ajusta el lente de su cámara sin atreverse a enfocar abiertamente los rostros huraños del entorno, que la atraen por su hermosa y solemne ajenidad; la otra revisa, aburrida, un cuaderno de notas. Todos aguardan el viejo tren que los trasladará a la ciudad próxima y cosmopolita, que de antaño entreteje el destino de cristianos, coptos, judíos y musulmanes. Los empleados del ferrocarril tratan inútilmente de poner orden al tráfico humano que, oloroso, incontenible, desborda sus posibilidades de control.

El tiempo transcurre abotagado ante la inminencia de la guerra. Los militares atiborran los andenes que esperan el largo y oxidado vehículo que los llevará a su destino, a la debacle de su juventud.

El de pasajeros tiene cuatro horas de retraso. Un par de viejas e indolentes máquinas maniobran por las vías, con un crujir obsoleto de metales y silbidos que, como ansiedad, repercute en los vientres de los pasajeros.

La noche se cuela entre los cristales de la alta estructura de hierro cuando se escucha, por un desafinado altavoz, inentendibles palabras que anuncian la partida. Las familias, con su vida a cuestas, pretenden con el peso de enseres y sus bultos subir al vagón correspondiente para ganar un sitio. Carmen y María, ajenas a la angustia de un futuro incierto, recogen sus mochilas, dispuestas a esperar a que el trayecto quede despejado. Etiquetada con sus nombres extranjeros, las espera una cabina en un carro-dormitorio.

Un malencarado empleado del ferrocarril revisa sus billetes; otro, igualmente huraño, las conduce a través de un pasillo de alfombra deslavada hasta la última cabina del último furgón. Adentro, una estrecha litera soporta, inverosímil, el peso de una cama sobre otra. Reposa junto a la minúscula ventanilla de vidrio opaco, labrado por manos anónimas que alguna vez pretendieron plasmar sus nombres. Un conjuro para evadir el tiempo. Enfrente, la puertecilla de madera comunica con el cuarto de baño.

Un brusco movimiento empuja a las amigas hacia atrás. Ellas se abandonan al torpe movimiento del tren, que aburrido y titubeante maniobra para cambiar de riel, hasta que entre risas se dejan caer sobre la cama baja, que cruje, también huraña, como si protestase por su invasión. El empleado ferroviario mueve ostentoso la cabeza para reprobar su mal comportamiento. Ellas, ignorantes del gesto, bromean sin preocuparse por el hombre de uniforme azul que permanece imperturbable frente a ellas. María supone que espera su propina; se levanta y pone en su mano un desgastado y humillante billete verde.

Una vez que avanzan sin tumbos ni retrocesos, Carmen y María caminan hacia el carro-comedor que enlaza el suyo con los vagones de menor clase. El tránsito movedizo y bamboleante las hace reír de nuevo, ajenas a que su estridente presencia, con pantaloncillos cortos y sus piernas largas, causa malestar entre los hombres que visten túnicas y turbantes y ocupan casi todas las mesas del vagón-restaurante. Dejan sus bolsos en el portamaletas superior y se acomodan en torno a una de las mesas. La carta del menú dibuja su contenido en enigmáticos e ilegibles signos y con el dedo índice escogen al azar la cena: un platón de acero con costillas de cordero, otro con arroz amarillo y una jarra de té negro.

Es casi media noche cuando las amigas regresan a su cabina-dormitorio. María decide lavarse los dientes y, adormilada, empuja la puerta que conduce al baño. Segundos después sale agitada para informar sobre su hallazgo: el minúsculo baño se conecta con otra cabina-dormitorio, ¡y los rústicos cerrojos no sirven! Lo que en otras palabras, explica ansiosa, significa que por allí hay paso libre entre las dos habitaciones. Incrédula, Carmen se empeña en darle vueltas a las manijas para comprobar que, en efecto, se encuentran averiadas. Un ruido de pasos en la cabina ajena las asusta y, entre risas contenidas, ambas se recluyen en la suya, tras cerrar como pueden la pequeña puerta del baño. Embriagadas por la pasión de la aventura se acuestan en la litera baja y, susurrantes, intercambian ideas sobre lo acontecido.

Concluyen que es casi seguro que en la cabina aledaña viajen sólo hombres, tal vez uno o dos, dedicados al comercio o a cualquier otro negocio. Descartan que se trate de mujeres porque en esa región ellas siempre van acompañadas por varones. En cuanto a los campesinos, pobres y gregarios, suponen que viajarán con sus familias en los vagones de menor clase. Otra posibilidad es que se trate de un matrimonio de buena posición económica, lo que les daría mayor tranquilidad.

No pueden saber cuál de las posibilidades es la verdadera, y la risilla inicial de las amigas adquiere, más en una que en la otra, las reverberaciones de un creciente nerviosismo.

María recuerda el suceso que padecieron escasos días antes, cuando un hombre elegante, de caftán y turbante negros, las persiguió furioso a causa de la imprudencia de Carmen cuando pretendió tomarle una fotografía. El hombre, con ojos de desierto y labios de cimitarra, corrió tras ellas con amenazas que entendieron por la rabia de sus gestos y la fuerza de sus gritos. Las persiguió hasta que pudieron refugiarse en un hotel norteamericano de cinco estrellas. Para ellas el evento cobraba ahora nuevos significados. Se sentían vulnerables al estar recluidas en la última cabina-dormitorio del último vagón de la serpiente en rieles.

Carmen, menos temerosa, se levanta para tratar de arreglar los cerrojos del baño. Para disminuir la ansiedad por lo que pudiera sucederles si no encuentran manera de bloquear la puerta, en voz alta hace el recuento de lo que visitarán próximamente. Su amiga la escucha distraída, atenta a las manos que tratan inútilmente de arreglar los picaportes con un broche de pelo.

El tren continúa sin respiro. Deja atrás el ondulante paisaje de las dunas para adentrarse en un horizonte de pantanos, juncos y esteros, que en su extravagancia anuncia la presencia del gran río que desembocará en el mar. Ellas, indiferentes al paisaje iluminado por la luna, no encuentran cómo resolver el problema y la angustia aumenta conforme la noche avanza. Deciden bajar al piso el colchón de la primera cama, para, con el peso de sus cuerpos, bloquear el acceso. Otro murmullo de risas contenidas acompaña a las amigas en su trajín de mover mochilas, quitar cobertores, doblar sábanas y colocar el colchón.

Están por acostarse cuando en el baño contiguo escuchan correr el agua del lavabo. Agitadas por el miedo, alertan el oído.

—Sí. Sí. ¡Hay alguien en el baño! —exclama María, atrapada por el pánico.

Carmen, de un salto, se clava en el colchón y mete la cabeza dentro de los cobertores para ocultar la risa que la hace temblar, por el cerco de sus manos en su boca.

Ambas respiran con tranquilidad cuando escuchan cerrarse la puertecilla de la otra cabina; una endeble pero a la vez, quieren creerlo, una impenetrable muralla.

Apagan la luz para mitigar la zozobra. Tratan de restarle importancia al hecho de que no sirvan las manijas.

El tren indiferente avanza trémulo.

La modorra, por fin, se apodera de ellas.

Después de un tiempo Carmen se revuelve inquieta sobre el incómodo colchón. Sin poder dormir, toca el hombro de su amiga y le dice, con una voz que se arrastra para no despertar a los extraños:

—María. María. Adivina qué…

—¿Y ahora qué? —responde ésta, malhumorada ante la que supone será una mala noticia.

—Tengo ganas de ir al baño y me da terror ir sola...

—¡Mmm! Está bien, te acompaño —susurra María solidaria, ante el miedo poco usual de su compañera de viaje.

—Sí, por favor —dice Carmen, con una sonrisa ciega, que su amiga adivina en la oscuridad de la cabina, tan lóbrega como el ennegrecido tren que transita insomne por la noche.

Tratando de no hacer el menor ruido encienden la luz y proceden a quitar el colchón del piso. Lo colocan de manera vertical en la pared donde está la pequeña ventana para facilitar el paso. María vigila de pie, con su cuerpo como barrera ante el peligro de la otra puerta.

Carmen se siente tranquila ante el gesto cotidiano y, sentada en el retrete, se complace escuchando el ruido del líquido entrañable que desaloja su cuerpo, con un fluir cálido y susurrante. Procede después a lavarse las manos en la minúscula palangana que se bambolea al mismo ritmo de la máquina. Está por terminar cuando las amigas escuchan un ruido sutil que proviene de la cabina contigua. Se estremecen. El miedo retorna y con premura salen del minúsculo baño, cierran la puerta y tiran el colchón al piso para ponerlo como trinchera, reforzada por ellas, con risas ahogadas y nerviosas.

María jala las frazadas para cubrirse. Se siente cada vez más irritada y, con la frialdad de sus gestos, trata de frenar a su amiga que resbala sin control por su banal y risueña estupidez. Siempre sucede así. Les gusta viajar juntas, sólo que cuando sucede algo crítico se enfadan y reaccionan de forma muy distinta; y es cuando juran que no repetirán la historia. Y mantienen la promesa hasta que las vacaciones las vuelven a convencer de que sus desencuentros son nimiedades y que pesan más las posibles y soñadas aventuras.

Carmen también piensa en su amiga. La quiere bien pero la abruma su manía de vivir con tanta seriedad. Sabe que es un riesgo viajar solas por un lugar extraño, tan cercano a la guerra, pero los empleados de la agencia de viajes la convencieron de que no habría ningún peligro. Le resultó contundente el argumento de que el salvoconducto protege siempre a los turistas. María, en cambio, se reprocha haberse dejado presionar por su amiga y por la cantaleta insistente de los promotores turísticos.

Ninguna ha decidido apagar la luz. No hablan. Acostadas, esperan. Un nuevo ruido las pone alertas. Alguien respira muy cerca de la puerta que las comunica con el baño. Adivinan una presencia que pretende borrarse para fundirse con el sonido trepidante del tren.

Afinan el oído.

La madera, con su débil resquicio, delata la cercanía del extraño con el palpitar de un corazón que no puede detenerse. Cada una siente cómo la otra tensa el cuerpo. Sigilosas se levantan del colchón, listas para lo que pueda pasar. No se mueven; respiran a pesar de todo. La manija, entonces, se mueve con un chirrido que se prolonga clandestino por la lentitud con que giran los engranes. Incrédulas, miran aturdidas los brillos opacos del metal, fríos como el terror que las embiste. Se abalanzan sobre la frágil división para hacer una barricada con sus cuerpos. Carmen ya no ríe; la boca torva, el cuerpo hundido, con deseos de desaparecer. Consternada, mira a su amiga que tiene el pelo hirsuto, coronado por antenas dispuestas a detectar cualquier ruido que delate los movimientos del agresor. Desea decirle que esta vez tiene razón, que algo grave está sucediendo, pero no puede pronunciar palabra alguna.

Una quietud pegajosa se instala en el reducido espacio y se extiende lúgubre hasta el baño y la cabina contigua, donde también enmudecen los que allí esperan. María parece estar en otro lugar, sin energía, sostenida sólo por inercia. Carmen mueve los labios para intentar hablar, pero sólo un leve bufido sale de su boca.

El tren mantiene su rítmico ajetreo.

Ninguna osa quitarse de la puerta.

Nada más sucede; el tiempo avanza.

En la inmovilidad de la pausa cada una se reprocha y le reprocha a la otra estar allí, imprudentes, indefensas. Ninguna encuentra respuestas aceptables sin acusar a la otra. Un leve estremecimiento de sus cuerpos parece responder al enojo que las distancia. Un instante después reconsideran, se miran y se perdonan. Son jóvenes, son amigas y se quieren. Las dos aceptaron el viaje; una insistió más que la otra, pero ambas se equivocaron. Ahora juntas han de afrontar las consecuencias. Se toman de la mano. Se pegan más a la madera de la puerta. Carmen ladea la cabeza para alcanzar la de María.

Los segundos transcurren precarios.

Las amigas se preguntan si de milagro ya no sucederá algo más.

Están a punto de volver a acostarse cuando una voz masculina grita, ininteligible, detrás de la puerta que bloquean con sus cuerpos, y que apiñan para fortalecer la muralla que tejen con su miedo. Continúa el torrente de puñetazos que castigan la madera. Gritos y más gritos incomprensibles torturan el silencio. Las corroe la incertidumbre.

María solloza.

Carmen gime.

Las dos cierran los ojos como si la oscuridad de sus miradas pudiera protegerlas.

Se recrudecen los empellones sobre la puerta. Ellas se tambalean. Sienten su incapacidad para soportar por más tiempo la fuerza del hombre que empuja y aúlla lo que suponen palabras soeces que injurian su dignidad como mujeres.

Llega luego otro silencio incomprensible que se interpone entre ellas, la puerta, y quien instantes antes trataba de abatirla.

Abren los ojos. Una leve iridiscencia se asoma por la ventanilla. Una sensación de alivio se instala en la cabina como si el anuncio de la luz pudiera llegar para salvarlas. Aflojan levemente sus cuerpos. Se miran intrigadas.

Se preguntan si ya todo acabó.

Desean suponer que el agresor ha desistido de su intento.

De pronto, un súbito y violento empujón abre la puerta. Ellas, ofuscadas por la sorpresa, paralizadas de terror, pierden el equilibrio, se tambalean y caen de bruces sobre el soporte de la cama baja.

Los crujidos de la urdimbre de metal oxidado ahogan sus gritos.

Un silencio fúnebre sigue a su derrumbe.

Carmen y María yacen inmóviles.

Incapaces de abrir los ojos.

Ninguna se atreve a voltear para ver el rostro de su atacante. Viejos consejos resuenan en la memoria: nunca le veas la cara a tu agresor. Eso te costará la vida. Se niegan a pensar qué sigue, aunque la certeza revolotea como una verdad incuestionable pues ha sido forjada durante miles de años por mujeres cuyos cuerpos han servido de botín para la guerra, para escribir con ellos cualquier victoria.

Permanecen humilladas, quietas, minimizadas por tantos siglos de servidumbre.

Lastimadas, además, por los alambres de la litera baja que se les incrustan en el cuerpo.

María reacciona e impulsa a Carmen a levantarse. De un codazo en el costado la empuja a revelarse ante el suplicio, a volverse en contra de aquel que pretende castigarlas, que quiere que paguen por su atrevimiento de viajar sin la protección de un hombre, por ser mujeres independientes.

Jadean ante el esfuerzo.

Templan sus cuerpos.

Se aprestan para la batalla.

Apenas se yerguen, una voz masculina, ruda y agreste, las obliga a mirar hacia el verdugo.

—¡Bah! Turistas —exclama, en un inglés rudimentario el empleado del ferrocarril, quien las mira con desprecio.

Junto a él, azorada, permanece la muchacha rubia de la cabina contigua, quien también viaja sola.

Vientos desnudos

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