Читать книгу Presencias del pasado - Roger Chartier - Страница 9

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Rectora Magnífica,

señores y señoras vicerrectores y vicerrectoras,

señores y señoras decanos y decanas,

estimados y estimadas colegas,

queridos y queridas estudiantes,

señores y señoras:

Es para mí un gran honor recibir el doctorado honoris causa de la Universitat de València. Leer los nombres de los cinco franceses que lo recibieron antes que yo es suficiente para medir la importancia de la distinción que me otorga su universidad. Tres doctorados reconocieron la excelencia científica del médico Robert Merle d’Aubigné, del físico Robert Gaston André Maréchal o del biólogo Premio Nobel François Jacob. En 2004, un doctorado honró la obra inmensa de Edgar Morin y quince años antes otro doctorado había sido otorgado a un historiador, Pierre Vilar, cuya obra permanece como una inagotable fuente de inspiración para los historiadores de hoy en día.

Recibir este doctorado me conmueve por otra razón. Al correr de los años, poderosos lazos me vincularon con la Universitat de València. Gracias a la atención generosa del rector Pedro Ruiz Torres, dicté en 1998 un seminario de tres semanas en el marco de la colaboración entre la Universitat de València y la Fundación Cañada Blanch. Antes y después de esta magnífica experiencia, pronuncié varias conferencias en la Universitat y participé en numerosos coloquios organizados por los historiadores de Valencia. Descubrí y aproveché así la intensidad de una vida intelectual que borraba las fronteras tradicionales entre las disciplinas a favor de una conversación permanente entre historiadores y filósofos, entre humanidades y ciencias sociales, entre los saberes de la erudición y el compromiso ético y cívico del conocimiento. Me pareció y todavía me parece un ejemplo admirable e inspirador, particularmente en estos días, cuando en varias partes del mundo las libertades académicas, las ciencias sociales y el pensamiento crítico se encuentran amenazados. Estos peligros, que, en los años noventa del siglo XX, habíamos pensado superados con la instauración o la restauración de la democracia en muchos países ubicados en ambos lados del Atlántico, vuelven en nuestro presente. Manifestar nuestra solidaridad con los colegas y estudiantes víctimas de las políticas que destruyen tanto las instituciones universitarias como los conocimientos es una exigencia que compartimos.

En esta tarea imprescindible, los historiadores deben y pueden desempeñar un papel particular. En varios casos, la destrucción de las libertades académicas y de la independencia de la investigación está acompañada por la voluntad de reescribir la historia, imponiendo desde la escuela primaria hasta la universidad una verdad oficial y única. Es en contra de estas fake truths, de estas verdades falsas, que el trabajo de los historiadores debe afirmar su capacidad para producir un saber verdadero. Sabemos que la escritura de la historia retoma estructuras narrativas y formas retóricas que comparte con la literatura. Sin embargo, sus técnicas propias, sus operaciones específicas y los criterios de prueba a los cuales se somete establecen una radical diferencia entre la fábula y el conocimiento, entre los encantos de la ficción y las operaciones científicas que desenmascaran las falsificaciones y aseguran una representación adecuada de lo que ha sido y que ya no es.

Es lo que mostró, paradójicamente, Max Aub, un valenciano de adopción, cuando publicó en 1958 la biografía de un pintor imaginario, Jusep Torres Campalans. La ficción se apoderaba de todas las técnicas encargadas de acreditar la realidad del pasado tal como está representado por el discurso histórico, pero lo hizo no solamente para el engaño divertido de los lectores, sino también para recordar la distancia que separa los juegos con un pasado imaginado y el conocimiento producido por las reglas, las operaciones y los controles propios de la historia. El epígrafe del libro lo indicaba con ironía: «¿Cómo puede haber verdad sin mentira?». Los sortilegios placenteros de la ficción son así la garantía del saber histórico, tal como el olvido es la condición de la memoria.

Es esta certidumbre la que inspiró a la Universitat de València cuando honró a una serie de prestigios historiadores con su doctorado honoris causa: no solamente Pierre Vilar, al que ya mencioné, sino también John Elliot, Paul Preston o Josep Fontana. Encontrarme en semejante compañía resulta más que intimidante. Es una exhortación para seguir los caminos que abrieron. Fueron diferentes sus senderos, por supuesto, y como los de Borges, algunas veces se bifurcaron. Pero todos recuerdan el rigor que deben respetar las investigaciones históricas, cualquiera que sea su temática.

Mi campo de estudio es la historia de la cultura escrita en la primera Edad Moderna, entre los siglos XV y XVIII. Este trabajo histórico no puede ignorar los interrogantes del presente. ¿Cómo mantener el concepto de propiedad literaria, definido desde el siglo XVIII a partir de una identidad perpetuada de las obras, reconocible más allá de cuál fuera la forma de su publicación, en un mundo donde los textos son posiblemente móviles, maleables, abiertos? ¿Cómo reconocer un orden del discurso, que fue siempre un orden de los libros o, para decirlo mejor, un orden de las producciones escritas que asociaba estrechamente autoridad de saber y forma de publicación, cuando las posibilidades técnicas permiten, sin controles ni plazos, la puesta en circulación universal de opiniones y conocimientos, pero también de errores y falsificaciones? ¿Cómo preservar maneras de leer que construyen el sentido a partir de la coexistencia de textos en un mismo objeto (un libro, una revista, un periódico) mientras que el nuevo modo de conservación y transmisión de los escritos impone a la lectura una lógica enciclopédica donde cada texto no tiene otro contexto más que el proveniente de su pertenencia a una misma temática? Los historiadores son profetas lamentables que a menudo se equivocaron, pero tal vez pueden procurar a sus lectores instrumentos de comprensión que ubican en la larga duración de la cultura escrita los entusiasmos y temores del presente y así domarlos.

Es un placer particular para mí ver que mi trabajo es reconocido por una de las más antiguas universidades de Europa, donde estudiaron dos autores presentes en mi biblioteca histórica: Joan Lluís Vives, encontrado en mis primeros estudios dedicados a la historia de la educación, y Gregori Maians i Siscar, primer biógrafo del autor omnipresente en mis más recientes investigaciones, Miguel de Cervantes. «El tiempo del Quijote» es el título de un magnífico ensayo de Pierre Vilar. Pierre Vilar recibió el doctorado honoris causa de la Universitat de València el 24 de mayo de 1991. Veinticinco años después, lo recibo con inmensa gratitud y humilde orgullo, vinculando en mis pensamientos la lucidez intelectual del historiador y los sueños del hidalgo que esperaba un mundo más justo.

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