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PRESENTACIÓN

UN DÍA, JUNTO A LAS BARCAS pesqueras a orillas del lago de Genesaret, por las industriosas ciudades de Galilea, entre los riscos y los descarnados barrancos de la tierra de Judá... pasó el Rabí de Nazaret. No había estudiado a los pies de los grandes maestros de Israel, ni asistido a las lecciones de los sabios rabinos a la sombra de los pórticos del Templo; sin embargo, Jesús, el hijo de José el artesano (Mt 13, 55), predica a las gentes de Palestina, discute ventajosamente con los escribas y fariseos y —¡cosa admirable!— «no habla como los demás rabinos, sino como quien tiene potestad» (Mt 7, 29). A su paso no hay un corazón que reste indiferente: unos le aman; otros le odian hasta el paroxismo de su furor. El Maestro de Galilea gusta de estar largos ratos explicando a las turbas el anuncio de la salvación, y de adoctrinarles acerca del reino de Dios que comienza.

El Hijo del Hombre, en su delicada condescendencia divina, se acomoda a la capacidad de las inteligencias de sus oyentes y, con el cebo de sus parábolas, les hace tragar el anzuelo de la doctrina: ¡Cuántas cosas les ha contado del reino de los cielos! Sus más fieles discípulos las conservarán entrañablemente grabadas en su memoria y en su corazón, hasta el final de sus vidas. Con el tiempo, algunos de ellos, movidos especialmente por el Espíritu Santo, escribirán muchas de las gestas y dichos del Maestro, que los apóstoles —y singularmente Pedro— venían repitiendo oralmente en su catequesis. Y los discípulos de los discípulos, de generación en generación, nos transmitirán el palpitar del corazón del Dios-Hombre, en las páginas siempre vivas del Evangelio.

Jesús ameniza su doctrina con parábolas, que agradan e impresionan a las gentes sencillas. Pero esas parábolas, como una sabrosa granada que nunca se consume, serán exprimidas, desmenuzadas con cariño hasta el fin de los tiempos, para dar lozanía y frescor a nuestras bocas, y luz y esperanza a nuestras inteligencias necesitadas.

Entre los discípulos de los discípulos de Jesús, los Santos Padres nos han dejado un rico tesoro de comentarios a las parábolas de Nuestro Señor. De esos comentarios destacan las homilías del papa san Gregorio, de cuyos escritos homiléticos hemos hecho la presente selección.

Alguien ha definido certeramente las parábolas evangélicas como una comparación prolongada, empleada por Nuestro Salvador, con el fin de enseñar una verdad de orden sobrenatural, referente al Reino de Dios.

La parábola, como la alegoría, tiene su origen en la comparación. Esta une dos términos por medio de una partícula, o de un verbo, o de ambas cosas: «Judá es como un león rugiente». Precisamente, la parábola es el desarrollo de la comparación mediante un relato ficticio, con vistas a un fin didáctico. Es corriente que las parábolas del Evangelio empiecen con una fórmula comparativa expresa: «El reino de los cielos es semejante a...», por ejemplo, un tesoro escondido en el campo... Aquí, en la parábola, la comparación se desarrolla y no se reduce a dos términos; sino que compara dos situaciones: la del reino de los cielos y la del tesoro escondido. Pero, a diferencia de la alegoría, en la parábola cada uno de los relatos conserva su significado propio y original: el tesoro escondido significa tesoro escondido; al cual es comparado el reino de los cielos. Si quitásemos al segundo relato de la comparación su sentido propio y lo sustituyésemos por un sentido figurado, convertiríamos, si el caso lo permite, la parábola en alegoría. Por tanto, la parábola está dentro del ámbito del sentido propio; la alegoría, en cambio, en el del impropio, concretamente, en el del figurado.

Pero, a veces, las dos situaciones comparadas tienen una honda e insinuante correspondencia. Piénsese, por ejemplo, en la parábola de los viñadores perversos: «Un hombre plantó una viña, la arrendó a unos viñadores, y se ausentó por mucho tiempo. A su tiempo envió un siervo a los viñadores, para que le dieran del fruto de la viña. Pero los viñadores después del golpearlo lo despacharon con las manos vacías. Y volvió a enviarles otro siervo. Pero ellos lo azotaron y lo ultrajaron, y lo despacharon con las manos vacías. Y volvió a enviarles un tercero, pero ellos lo hirieron y lo echaron. Dijo entonces el dueño de la viña: “¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado; tal vez a él le respetarán”. Pero los viñadores al verlo comentaron entre ellos: “Este es el heredero; matémosle, para que su herencia pase a nosotros”. Y, sacándolo fuera de la viña, lo mataron. ¿Qué hará, pues, con ellos el dueño de la viña? Vendrá y exterminará a esos viñadores, y dará la viña a otros» (Lc 20, 9-16). ¿Quién no verá, al leer esta parábola, una representación figurada de la historia religiosa del pueblo de Israel? ¿Quién no verá a los profetas de Yahwéh en los siervos enviados a recoger el fruto de la viña y, finalmente, a nuestro Señor —el Hijo de Dios— en el hijo del dueño de la viña, arrojado fuera y muerto por los viñadores? Realmente aquí nos encontramos ante una parábola, cuyos dos términos de comparación tienen profundísimas relaciones; no son dos relatos, diríamos, incomunicados. La historia de los viñadores es también una alegoría de la historia de Dios y el pueblo elegido. Estamos, por tanto, ante un caso de parábola mixta, que a su vez es alegoría.

Es evidente la utilidad de la parábola como recurso didáctico para exponer una doctrina al pueblo, por su fuerza para atraer el interés y su honda incisión en la memoria: una vez fuertemente retenida en esta la anécdota, queda casi indeleblemente grabada la doctrina correlativa. Por eso, Nuestro Señor, ante las muchedumbres sencillas, empleó a menudo este eficaz procedimiento oratorio. Además, la parábola evangélica, por la hondura de su contenido, se presta ampliamente a ulteriores indagaciones y correspondencias, al ser de nuevo comentada. De ahí que haya sido siempre una cantera inagotable de donde extraer los tesoros del mensaje de Jesús.

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Dichas estas cosas, conviene que pasemos a presentar, brevemente, a nuestro autor. San Gregorio Magno fue una de las últimas luces esplendorosas de la era propiamente patrística. Nació en Roma hacia el año 540. Pertenecía a una ilustre familia de patricios. Como otros muchos Santos Padres, abandonó la carrera política en la flor de la edad y cuando la fortuna le sonreía: renunció al cargo de pretor de Roma, vendió sus cuantiosas riquezas —que repartió entre los pobres y en donaciones pías y religiosas—, convirtió la casa de sus mayores, situada sobre el monte Celio, en un monasterio y allí se retiró al recogimiento del claustro, organizado bajo la disciplina de la Regla de San Benito.

Pero no permanecería por muchos años en aquella paz. Gregorio, como Ambrosio, había dado muestras de especial competencia para los asuntos políticos antes de retirarse del mundo, de la misma manera que ahora sabía ser un monje humilde y observante. Así pues, la Sede Romana requirió pronto sus servicios y él, convencido de que era la Voluntad de Dios, volvió a los negocios públicos, muy a pesar suyo, pero con ánimo esforzado, para defender los intereses de la Iglesia y de las almas. Al cabo de poco tiempo fue elevado a la dignidad cardenalicia. Poco después marchó a Constantinopla en calidad de Nuncio Apostólico, misión esta de las más delicadas y difíciles, por los antagonismos políticos entre las dos capitales del Imperio romano desmembrado. En 590 era elegido papa. Murió en 604.

San Gregorio, como buen romano, fue hombre de genio práctico, manifestado en sus difíciles misiones diplomáticas y en el gobierno sabio de la Iglesia. Este mismo genio aparece también en sus escritos, en los que tiene especial preferencia por los temas pastorales, morales y canónicos, entremezclando la doctrina dogmática con las exhortaciones ascéticas.

Sus obras literarias pueden reducirse esencialmente a dos grupos: las Homilías y los Diálogos. Estos últimos son una colección de consideraciones espirituales; fueron probablemente redactados en 593 y 594; Gregorio, a la sazón, tras unos años de intenso trabajo en el gobierno de la Silla apostólica, se tomó una temporada de retiro para reorganizar su vida interior; su íntimo amigo, el diácono Pedro, le hacía compañía; ambos charlaban de cosas espirituales y se inflamaban mutuamente en el amor de Dios y en los deseos de santidad y de caridad con el prójimo. De vez en cuando, Gregorio resumía esas charlas, dándoles forma literaria.

Las Homilías integran tres series: las 22 homilías sobre Ezequiel, las 40 sobre distintos pasajes de los Evangelios —Homiliae in Evangelia— y las Morales —Moralium libri XXXV sive expositio in librum Iob—.

La doctrina de san Gregorio Magno tiene muchos puntos comunes con la de san Agustín: la perfección no excluye totalmente las pequeñas faltas, debidas más bien a la intrínseca limitación humana que a la ausencia de buena voluntad; en su temática tiene un puesto predominante el amor de Dios y del prójimo; el amor es esencialmente activo y ha de traducirse en obras; analiza la tentación y da avisos sagaces para saberse conducir en ella.

La ascética de san Gregorio trasluce claramente una unidad y un centro: Cristo. Percibió el santo, de modo pleno, la responsabilidad de su ministerio de pastor de las almas y a esta misión van dirigidos principalmente sus escritos, fruto, en general, de su propia predicación oral. A instruir a los fieles en las sendas de la perfección cristiana dedica conscientemente sus esfuerzos. No se dirige a un determinado grupo de personas, sino, casi siempre, a los fieles corrientes; de vez en cuando, a los sacerdotes, recordándoles su misión y dándoles doctrina para que sepan conducir a los demás fieles. Entre los deberes pastorales insiste en la predicación y en la corrección fraterna y amorosa, pero llena de sentido de responsabilidad, que deben hacer los ministros del Señor a toda clase de personas, según sus condiciones, pero sin dejarse vencer por la timidez, la cobardía, los respetos humanos o la falsa prudencia de la carne.

Nos obligaría a escribir más páginas de las que queremos si intentáramos siquiera resumir la multiforme labor de san Gregorio Magno en los catorce años de su pontificado. Baste consignar, además de lo ya dicho, que el Santo Padre echó las bases de la estructura de los dominios temporales de la Iglesia, es decir, del Patrimonium Petri de la Sede Romana. Hizo frente generosamente a las calamidades sociales y económicas, que produjeron en su tiempo las recientes invasiones de los bárbaros. Protegió a Roma de los longobardos, a los que, finalmente, encauzó hacia su conversión al catolicismo. Envió misioneros a Inglaterra y estrechó relaciones con Francia y los visigodos de España. Se mantuvo hábil en los conflictos diplomáticos con Constantinopla. Reorganizó la disciplina eclesiástica y la liturgia: de él procede la revisión del canto en las iglesias, llamado por esta causa canto gregoriano.

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La selección de homilías sobre las parábolas del Evangelio, que integran el presente volumen, está sacada de las Homiliae in Evangelia de san Gregorio, recogidas en la edición de MIGNE, Patrología, Series latina, vol. LXXVI, columnas 785-1314. Hemos seguido, con ligeros retoques, la versión castellana, de autor desconocido, revisada y publicada por el docto sacerdote don Francisco Caminero en 1878. Para los pasajes evangélicos, al principio de cada capítulo, ha sido adoptada, la versión de la Sagrada Biblia. Santos Evangelios, EUNSA, 3.ª ed., Pamplona, 1990.

NEBLÍ siente especial alegría en poner a disposición de sus lectores los escritos de los Santos Padres. Estos, después de la Sagrada Escritura, constituyen, juntamente con los documentos del Magisterio de la Iglesia, la fuente más pura y rica de las enseñanzas cristianas. Hacia los escritos de los Padres debemos sentir los fieles de la Iglesia de Cristo un hondo respeto, una cariñosa veneración y un acuciante deseo de aprender su doctrina para hacerla vida en nuestras propias vidas.

JOSÉ MARÍA CASCIARO

Las parábolas del Evangelio

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