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PARÁBOLA DEL TESORO ESCONDIDO

El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.

Asimismo, el Reino de los Cielos es semejante a un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.

Asimismo, el Reino de los Cielos es semejante a una red barredera que, echada en el mar, recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y sentándose echan lo bueno en cestos, mientras lo malo lo tiran fuera. Así será el fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí será el llanto y rechinar de dientes.

¿Habéis entendido todo esto? Le respondieron: Sí. Él les dijo: Por eso, todo escriba instruido acerca del Reino de los Cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas (Mt 13, 44-52).

El reino de los cielos, carísimos hermanos, se dice semejante a las cosas terrenas, para que nuestra alma, por el conocimiento de lo que ve, venga en conocimiento de lo desconocido, de modo que por las cosas visibles se sienta atraída a las invisibles, y excitada por lo que diariamente aprende, se enardezca y aprenda, por lo conocido que sabe amar, a tener amor a lo que no conoce. He aquí, pues, que el reino de los cielos es comparado a un tesoro escondido en un campo, «cuyo tesoro esconde el hombre que lo encuentra, y lleno de gozo por tal hallazgo, va y vende todo cuanto posee y compra aquel campo». Debemos considerar en todo esto, que el tesoro hallado es escondido con el fin de conservarlo; porque no basta para defender de los espíritus malignos el deseo de la bienaventuranza celestial, vulnerable a las alabanzas humanas. En la vida presente estamos colocados como en un camino por el que vamos a nuestra patria. Los espíritus malignos nos asaltan en él a manera de ladrones. Por consiguiente, tiene deseos de que le roben quien lleva a la vista un tesoro en su camino. Os digo esto, no con el fin de que nuestros prójimos no vean nuestras obras, pues está escrito: «Vean nuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos»[1]; sino con el fin de que no busquemos alabanzas por lo que hacemos en público. Que las acciones que obréis en público sean realizadas de tal manera que vuestra intención permanezca oculta; para que demos ejemplo a nuestros prójimos con nuestras buenas obras; pero con nuestra intención, con la que procuramos agradar solo a Dios, hemos de desear que permanezcan ocultas. El tesoro significa los deseos celestiales, y el campo en que se esconde este tesoro significa la conducta para alcanzarlos. Por tanto, compra este campo el que, vendido todo cuanto posee y renunciando a los placeres de la carne, tiene a raya todos sus deseos terrenales, conservando las divinas enseñanzas, de manera que no tenga gusto por nada de lo que deleita a la carne, ni se horrorice nuestro espíritu por ninguna de las cosas que mortifican nuestra vida carnal.

También se dice que es semejante el reino de los cielos a un comerciante que anda en busca de buenas perlas, y hallando una muy preciosa, vende cuanto tiene y la compra; porque quien llega a conocer perfectamente la dulzura de la vida celestial, en cuanto es posible, abandona con sumo gusto todo cuanto amaba. En comparación de aquella, nada tiene valor, y el alma abandona todo cuanto había adquirido, derrama todo cuanto había congregado, se enardece con el amor de las cosas celestiales, no siente placer en las cosas terrenas, y considera como deforme todo lo que le parecía bello en la tierra, porque solo brilla en el alma el resplandor de aquella perla preciosa. Acerca de este amor dice Salomón: «El amor es fuerte como la muerte»[2]; porque, así como la muerte quita la vida al cuerpo, así también el amor de la vida eterna mata al amor de las cosas corporales. El que está perfectamente posesionado de este amor, queda como insensible a los deseos terrenos.

Ni la santa, cuya fiesta celebramos en este día, hubiera podido morir por Dios en cuanto al cuerpo, si primeramente no hubiera muerto en su interior a los deseos terrenales. Su alma, llegada a la cúspide de la virtud, no hizo caso de las torturas y despreció los premios: presentada ante los tribunales armados, se mantuvo firme, más fuerte que el verdugo, más elevada que el juez. ¿Qué decimos a esto nosotros, hombres ya fuertes y robustos, cuando vemos cómo débiles niñas van por medio del hierro al reino celestial? ¿Qué decimos nosotros, a quienes domina la ira, hincha la soberbia, perturba la ambición y mancha la impureza? Y si no podemos llegar a conseguir el reino de los cielos sufriendo persecuciones, al menos nos ha de avergonzar el no seguir a Dios por la vía de la paz. A ninguno nos dice ahora Dios: Muere por mí; sino: Mata en ti al menos los deseos ilícitos. Si, pues, no queremos sujetar los deseos de la carne, ¿cómo llegaríamos a dar la misma carne en caso de persecución?

También se compara el reino de los cielos a una red de pescar arrojada al mar, la cual recoge toda clase de peces, y cuando se ha llenado se la saca a la playa, en la que son escogidos los peces buenos para guardarlos y los malos para arrojarlos. La santa Iglesia es comparada a una red de pescar, porque también está encomendada a pescadores, y por medio de ella somos sacados de las olas del presente siglo y llevados al reino celestial, para no ser sumergidos en el abismo de la muerte eterna. Congrega toda clase de peces, porque brinda con el perdón de los pecados a los sabios e ignorantes, a los libres y a los esclavos, a los ricos y a los pobres, a los robustos y a los débiles. De aquí que diga a Dios el Salmista: «A Ti vendrá toda carne»[3]. Esta red de pescar llegará a estar completamente llena, cuando contenga a todo el género humano. Será sacada y los pescadores se sentarán junto a ella en la playa; porque, así como el tiempo está representado por el mar, así también la playa del mar representa el fin de los siglos. Al fin de los siglos serán separados los peces buenos para ser conservados, y los malos serán arrojados fuera; porque los elegidos serán recibidos en los tabernáculos eternos, y los réprobos, después de perdida la luz del reino interior, serán arrojados a las tinieblas exteriores. Al presente estamos mezclados los buenos con los malos, como los peces en la red; pero la playa nos dirá qué es lo que contenía la red, esto es, la santa Iglesia. Los peces que son pescados ya no pueden mudarse; mas nosotros somos cogidos, siendo malos, para que nos convirtamos en buenos. Pensemos mucho, carísimos hermanos, durante la pesca, para que no nos separen en la playa. Ved cuán grata es para vosotros la fiesta de este día, de suerte que siente no poca molestia cualquiera de vosotros que no pueda asistir a ella. ¿Qué hará, pues, en aquel día el que sea separado de la presencia del juez y de la compañía de los elegidos, el que sea privado de la luz y atormentado con el fuego eterno? Esta misma comparación la explicó en pocas palabras el Señor, cuando dijo: «Así sucederá en la consumación de los siglos. Saldrán los Ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí será el llanto y el crujir de dientes». Esto, hermanos carísimos, es más para temerse que para explicarse. Bien terminantemente se nombran los castigos que esperan a los pecadores, para que nadie se excuse por ignorancia, si se hablase con alguna oscuridad acerca de los suplicios eternos. De aquí que todavía añada el mismo Jesucristo: «¿Habéis entendido todas estas cosas?». Y le contestaron: «Sí, Señor».

Al final del Santo Evangelio de este día se añade: «Por consiguiente, todo escriba docto en el reino de los cielos, es semejante a un padre de familia que saca de su cofre lo antiguo y lo nuevo». Si entendemos por lo nuevo y lo antiguo de que se hace mención ambos Testamentos, no podemos admitir que Abrahán fuese docto, el cual, aunque conoció los hechos del Antiguo y del Nuevo Testamento, no publicó las palabras. Tampoco podemos comparar a Moisés con el padre de familia, porque si bien explicó lo referente al Antiguo Testamento, no manifestó la materia del Nuevo. Por consiguiente, excluida semejante inteligencia de estas cosas, tenemos que buscar otra. En todo lo que dice la misma Verdad con estas palabras: «Todo escriba docto, en el reino de los cielos, es semejante a un padre de familia», puede entenderse que no se habla solamente de los que hubieren pertenecido a la Iglesia; sino de todos los que podían haber pertenecido, los cuales sacan a luz cosas antiguas y nuevas, cuando con sus palabras y sus obras nos dan a conocer las predicaciones de ambos Testamentos. Puede entenderse también de otra manera. Lo viejo del linaje humano fue bajar a las mazmorras del infierno, sufrir por sus pecados tormentos eternos. Mas por la venida del Mediador se le agregó una cosa nueva, a saber, que, si cuida de vivir bien, puede penetrar en el reino de los cielos; y que el hombre nacido en la tierra muera de esta vida corruptible para ser colocado en el cielo. Hay, pues, lo viejo: que el linaje humano muera por la culpa para pena eterna; y lo nuevo: que, convertido, viva en el cielo. Y así, lo que el Señor añade en la conclusión de su plática, es ciertamente lo mismo que había dicho anteriormente. Primero hace la comparación del reino de los cielos con el tesoro escondido y con una piedra preciosísima, y después habla de las penas del infierno y del fuego con que serán atormentados los malos; y para concluir, añade: «Por consiguiente, todo escriba docto, en el reino de los cielos, es semejante, a un padre de familia que saca de su cofre cosas nuevas y viejas. Como si dijera terminantemente: En la santa Iglesia aquel es un predicador docto, que sabe decir cosas nuevas acerca de la suavidad del reino celestial, y cosas antiguas acerca del terror de los tormentos, para que se aterren con las penas los que no se mueven a obrar el bien con el aliciente de los premios. Prestemos atento oído a lo que se nos dice del reino celestial que debemos amar; prestemos atento oído a lo que se nos dice de los suplicios para que, si no nos mueve a obrar el amor del reino celestial, al menos nos incite el temor. Ved, pues, qué se nos dice del infierno: «Allí será el llanto y el crujir de dientes». Como a los goces presentes siguen, hermanos carísimos, los lamentos perpetuos, huyamos aquí de la vana alegría, si es que temblamos llorar allá. Ninguno puede gozar aquí con el mundo, y reinar allá con Cristo. Mitiguemos los impulsos de los placeres temporales, y dominemos los gustos de la carne, para que recibamos sin trabajo los gozos eternos con el auxilio de nuestro Señor Jesucristo.

(Homilia 11 in Evangelia)

[1] Mt 5, 16.

[2] Cant 8, 6.

[3] Ps 64, 3.

Las parábolas del Evangelio

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