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1 EL MUNDO

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¿¡Cómo dices!? ¿¡Japón!? ¿¡Qué va a enseñarnos Japón de la felicidad!?

Pues mucho, te lo aseguro, aunque fue algo sobre lo que tardé años en darme cuenta, y aún estoy confuso e intento desentrañar el sentido de todo cuanto he aprendido. Ciertos puntos clave me ayudaron a alejarme de aquello que me habían enseñado a creer que era la felicidad de pequeño.

En Japón, la felicidad no es una experiencia privada y tampoco es un objetivo. El objetivo es la aceptación.


Lo que mejor se le da a Japón —y lo que podemos aprender de su cultura— es protegerse del dolor que produce estar solo en el mundo. En Japón es fundamental aceptar la realidad, el pasado y el presente, y aprender a abrazar aquello que no es duradero. Pasar el tiempo en Japón, estudiar la cultura de los japoneses y esforzarme por determinar cómo hacen planes, organizan la vida, aman y se ven a sí mismos y a la naturaleza, ha hecho que cambie la manera en que entiendo el estrés y me enfrento a él.

No todo el mundo consigue ser parte de alguno de los muchos grupos que hay en Japón y, de hecho, el aislamiento es un problema recurrente, al igual que lo es en Occidente el de los ancianos, el de los marginados y el de aquellos que padecen enfermedades mentales crónicas.

No obstante, hay grandes diferencias entre ambos. En Japón existen opciones para la inclusión, desde los baños comunitarios hasta los seguros parques públicos, pasando por los enormes templos y capillas repartidos a lo largo del país que están abiertos a todos. Gracias, en parte, a la occidentalización, que rompió barreras y hegemonías, la gente se mezcla mucho —algo que, no obstante, solo sucede desde la Era Taisho (1912-1926), no antes—. Los grupos son primordiales en el día a día de Japón desde edades muy tempranas, puesto que los niños visten igual y comen lo mismo en los colegios. Las expectativas son tan obvias y generalizadas que es mucho lo que se da por sobreentendido: se supone que sabes cómo debes comportarte en casa, en el colegio, en las tiendas, en los restaurantes y en el trabajo, y estas expectativas no varían mucho de una persona a otra, si bien existen prejuicios de género, edad y uniformidad que están incrustados en la sociedad y resultan inhibidores.

Pero, sobre todo, en Japón, el yo, tu identidad, se forma tanto por tus pertenencias o filiaciones a grupos como por tus peculiaridades, opiniones y lo que te gusta o disgusta.

Al crecer en Estados Unidos, me adherí a nuestras amplias oportunidades culturales: a ese espíritu del «yo puedo», al mensaje de «sí, puedo», a su extraordinaria amplitud de miras y creatividad, a la voluntad de probar nuevos enfoques para hacer las cosas, a la ferocidad del individualismo.

Y aquí es donde entra Japón.

En Japón, la observación, saber escuchar, estar en silencio, asimilar lo que acontece a tu alrededor, considerar los problemas como retos, ser mucho menos contestatario y, sobre todo, practicar la aceptación, son las habilidades sociales mejor consideradas a la hora de relacionarse. Aunque estos comportamientos, unos u otros, se den en todo el mundo, qué duda cabe —puesto que se trata de rasgos característicos de nuestra especie—, en Japón representan la piedra angular del desarrollo institucional y sistémico.

Saber que quien soy tiene mucho que ver con quien soy dependiendo de con quién esté resulta liberador. El camino hacia el conocimiento de sí mismo y la satisfacción personal es interminable, restrictivo —por irónico que parezca— y especialmente aislante.

¿Quién necesita tener privilegios cuando se puede pertenecer a algo?

En ningún otro sitio he encontrado tanto equilibrio, calma, paciencia, respeto por el silencio y la observación, ni aceptación del hecho de que la comunidad y la naturaleza importen más que las necesidades de uno mismo. En Japón, el individualismo del que nos jactamos en Occidente se complementa con la conciencia de que los mayores placeres de la vida proceden de satisfacer a los demás.


Cada vez que mostramos empatía con el sufrimiento ajeno, nuestro bienestar se ve mermado. Me refiero a que, cuando ponemos en práctica nuestra solidaridad con el otro, lo que hacemos es absorber el dolor de los demás. En mi condición de médico, al oír, por ejemplo, terribles historias de pérdidas, vergüenza o aislamiento, mi bienestar se reduce. Esto explica, en buena medida, por qué evitamos, culpamos o tememos a aquellos que sufren a ojos vistas para los demás. Cuanto más nos identificamos con el dolor ajeno, más reconocemos que su condición es parte de nuestra identidad.

Piensa en ello de la manera más pragmática posible: si tu hijo, esposa, un familiar o un amigo íntimo está sufriendo, tu bienestar disminuye debido a que te sientes parte de ellos, porque los llevas en tu corazón y pensamiento. Si mi hijo, hija o esposa están sufriendo, no puedo plantearme ni siquiera ser feliz.

Si tenemos en cuenta que soy muy capaz de provocarme estrés, que se me da bastante bien hacerlo, de hecho, y que provengo de una familia en la que el estrés estaba normalizado, a lo largo de la vida he tendido a reproducir los mismos errores familiares.

Y no es solo personal. Nunca lo es. ¡Cómo iba a serlo!

Tres mañanas por semana, entrevisto a una serie de personas en el Departamento de Asistencia Transitoria de Dudley Square,2 en Roxbury, Massachusetts, para llevar a cabo evaluaciones de discapacidad de gente sin hogar o en el umbral de la pobreza, que ha sufrido abusos o estuvo encarcelada recientemente. Luego, cuando vuelvo al carísimo barrio en donde vivo, que está solo a ocho kilómetros, puedo comprobar con gran alivio cómo el logro y seguridad personal tienen mucho menos que ver con la manera de conducirse por la vida que con la raza, el género y el nivel económico.

Con el tiempo, descubrí la ayuda que necesitaba, aquello de lo que carecía, al integrar las experiencias que obtenía en Japón con mi vida en Estados Unidos.

Incorporar hábitos japoneses, de forma gradual o solo en parte, ha cambiado, fundamentalmente, cómo veo y experimento el estrés, cómo lo evito y cómo acepto el mundo sin dejar de esforzarme al máximo por cambiar mi papel en él.

Pushing the World Away es el nombre de uno de los discos del saxofonista de jazz Kenny Garrett, y dado que el músico es un gran conocedor de lo japonés y ha pasado mucho tiempo en Japón, el título es también un indicio de cómo él y muchos otros —yo incluido— vemos su cultura.

Cuando un día hablé con Garrett, me dijo: «Japón siempre ha sido mi segundo hogar». Inspirado por la cultura japonesa, añadió: «Mi música tira de ti, tira de ti, tira de ti. En realidad, la energía que empleamos para “dejar el mundo a un lado” deberíamos utilizarla de forma positiva».

Esa es, en pocas palabras, la aceptación japonesa. Dejar de lado el mundo como una manera ferviente de dar forma a experiencias significativas que nos acerquen los unos a los otros y a la sensualidad de estar vivo.

Gracias a la integración cotidiana de actividades y prácticas japonesas sencillas en el día a día siento menos estrés, tanto en lo relativo a mi propia vida como a la hora de trabajar con personas que han perdido parte de sus derechos y cuyas historias son desgarradoras. Se trata de un proceso en desarrollo constante y, de hecho, algunos días resultan mejores que otros. Y seguro que tengo más que nunca con qué trabajar, gracias al uso de la observación, del silencio y, sobre todo, de la aceptación en sus muchas facetas. Ahora dispongo de más medios para entender y disminuir el poder destructor del estrés.

No son estos secretos para ser feliz. No se trata del medio para evitar los retos a los que se enfrentan los ciudadanos responsables, sino de un modo diferente de ver las cosas, parafraseando a John Berger, que se suma a nuestras perspectivas habituales.3 Esta manera de hacerlo nos ofrece una serie de posibilidades.

Hace un tiempo, el ikigai se volvió de lo más popular. Se determinó que se trataba de un código o de un secreto, que, una vez descifrado, te ponía en el camino hacia la felicidad. Pero en Japón no es la felicidad lo único que importa. De hecho, la historia de Japón tiene más que ver con la fortaleza, la resiliencia y la comunidad.4

Lo que ofrece Japón son formas verdadera y fundamentalmente diferentes de hacer las cosas, de vernos a nosotros mismos como parte de la naturaleza, de crear y ser útiles para las comunidades y de aceptar lo corto que es el espacio de tiempo que pasamos por el mundo.

Para que quede claro: los japoneses no tienen el monopolio de la complicidad para con el otro. ¡Ni mucho menos! En el día a día, de hecho, la vida en Japón a menudo se caracteriza por la indiferencia, como si la gente no quisiera reaccionar ante quienes la rodean. «¿Qué pasa si digo o hago algo que esté mal? ¿Y si interrumpo cuando no debo? ¿Qué pensarán los demás de mí?».

Al mismo tiempo, lo normal —aunque no suceda siempre— es que la seguridad pública y el civismo sean extraordinarios y que estén determinados por una cohesión poderosa y predominante muy bien establecida, en varios aspectos, desde el primer momento. Hay estructuras externas que proporcionan todo lo necesario para que así sea, de modo que el individuo no tiene por qué reaccionar mucho. Siempre hay alguien que se encarga de todo.

Sin embargo, cuando ocurre alguna crisis, una en donde las estructuras externas no sean suficientes para resolver la situación, ¿qué se supone que deben hacer los individuos? Condicionados como están para mirar al grupo en busca de algunas respuestas, podría resultar difícil saber cómo actuar, qué hacer.

Mi ejemplo artístico favorito sale en El infierno del odio, la película de Akira Kurosawa de 1963 en la que un empresario rico de Tokio se ve obligado a elegir entre la ruina empresarial o salvar la vida del hijo de su chófer. El empresario, Kingo Gondo —interpretado por Toshiro Mifune—, deja a un lado su egoísmo, provocado, tal y como sugiere la película, por la americanización de Japón después de la Segunda Guerra Mundial, y demuestra que la empatía acaba imponiéndose sobre las ganancias.

La película se estrenó cuando Japón se hallaba en lo más alto, pues su industria no solo se aproximaba a la occidental, sino que estaba a punto de superarla. Kurosawa quería dejar claro que los valores clave de la cultura japonesa se encontraban amenazados por el concepto del éxito occidental —y a punto de sucumbir.

En opinión del cineasta, ¿qué se estaba perdiendo?

La película viene a decir que la empatía es esencial en la cultura japonesa y que no hay que sacrificarla para adoptar unos valores occidentales fundamentados en la avaricia. Ayudar a los demás, comprender y aceptar que somos parte de una comunidad, eso es lo que dice Kurosawa que significa ser japonés. A su entender, el egoísmo y la avaricia son tentaciones impuestas por los estadounidenses que es preciso dejar de lado.

¡Sí, ya lo sé, es una película nacionalista!

En cualquier caso, también en Estados Unidos se puede encontrar desprendimiento y empatía por todos lados. Ya sea a través de los vínculos religiosos, los valores comunitarios, las familias que se interesan por ti y te apoyan o gracias a una inclinación natural a preocuparse por los demás, los estadounidenses piensan a diario en posibles formas de ayuda mutua.

Jackie Robinson dijo: «La vida no es importante excepto por el impacto que tiene en la existencia de los demás».

La soledad, la separación que sufrimos los unos de los otros, el alejamiento de la naturaleza, el egoísmo que estropea la vida tan a menudo… En Japón, estas situaciones estresantes son reconducidas desde la infancia.

En Japón, el hecho de ser parte de la familia, del colegio, de la empresa, de la comunidad, se ve reforzado por multitud de actividades diarias, de comportamientos y maneras de relacionarse unos con otros; desde observarse hasta escucharse, pasando por disculparse —¡muchísimo!— y por aceptarse.

Los han («grupos») de la escuela primaria, los baños públicos, las relaciones tácitas y el decoro público son parte de ese esfuerzo, de ese consenso. En Japón, cuando los individuos participan en cada uno de estos marcos sociales, su individualismo es moldeado por el de quienes le rodean. En un colegio, los estudiantes han de ceñirse a los uniformes y a las comidas. En los baños públicos, desnudo entre desconocidos o entre conocidos de la comunidad, la privacidad es imposible. El silencio en las multitudes que marchan por las aceras sugiere la comunión de unos con otros —les guste o no—. Todas estas representaciones culturales y conductas aceptadas desembocan en una sensación compartida de responsabilidad que se traduce en comportamientos sanos, en comunidades muy funcionales, en grandes infraestructuras públicas y en vidas longevas.5

No hay garantías, pero lo que está claro es que pensar en los demás y mirar a tu alrededor hace que te conciencies de que no estás solo y de que no eres tan importante, lo que debería suponer un alivio. El bienestar resulta del acto de ayudar a los demás y de encajar en el grupo.

El ideal de comunidad sigue siendo un pilar y una función básica dentro de los imperativos culturales de Japón. Sus objetivos se fundamentan en la creencia de que formar parte de un grupo es más importante que certificar la propia individualidad. En Japón se ve con malos ojos la afirmación del yo —prestar atención a demandas individuales que no estén sugeridas por el grupo.

Tengo la suerte de disfrutar de amigos japoneses cuya paciencia conmigo y cuya capacidad para reírse de mis numerosos errores ha hecho que mi consciencia se haya intensificado. De todos los países en los que he estado, Japón es, con diferencia, aquel en donde más importan las relaciones, un lugar en el que tu relación con las personas con quienes trabajes va más allá de los asuntos contractuales.

Japón también es muy didáctico. Mis amigos me corrigen constantemente y se toman el tiempo necesario para mostrarme la forma correcta de hacer las cosas. Ya se trate de cómo entregarle a una persona una tarjeta de visita, de qué preguntar al inicio de una reunión con un nuevo colega o de cómo comportarse en el tren, no han dejado de enseñarme la mejor manera de encajar. ¡Las incontables experiencias vividas durante mis primeras visitas a Japón por asuntos de trabajo muestran a las claras la orientación que me proporcionaron!

La primera vez que viajé al país fui a Niigata, una prefectura situada al noroeste de Tokio, en el mar del Japón. Correría el año 2005. Le conté a Rocky Aoki —el antiguo luchador olímpico y fundador de la exitosísima franquicia Benihana— que iba a ir allí y le pregunté qué podía esperar. Entre risas, me dijo que Niigata era «el Oklahoma de Japón». Esta conversación tuvo lugar en el lujoso apartamento que Rocky tenía en la Quinta Avenida de Manhattan, desde el que pude contemplar la catedral de San Patricio. Me dijo que, en su opinión, Niigata era muy provinciano.

«No tienes de qué preocuparte —me aseguró—. Está lleno de paletos».

¡Pues ni mucho menos! Niigata era un sitio sofisticado, reconstruido de pies a cabeza desde la guerra, muy sensato, que me recordó a cualquier gran ciudad industrial de Estados Unidos.

Por suerte, mi amigo Takeshi Endo, que era quien me había invitado a aquella ciudad, se pegó a mí como una lapa para asegurarse de que me comportaba como era debido. Me había contratado la asociación de productores de sake de la prefectura —muchos de cuyos asociados eran conocidos de Takeshi gracias a su empresa de comida— para que les ayudara a introducir sus bebidas en Estados Unidos. El sake de Niigata, por si te lo estás preguntando, se considera uno de los mejores de Japón debido a la pureza del agua que se usa en su elaboración, procedente del deshielo masivo anual.6

Sigo.

Takeshi, literalmente, se mantenía pegado a mi codo y me decía cómo debía entregar mis meishi («tarjetas de visita»), cómo debía aceptar la de la persona con la que estaba hablando, cómo debía mirar la tarjeta, qué debía decir después de recibir la tarjeta y dónde tenía que dejar la tarjeta tras recibirla. «Dile que le agradeces que te haya invitado —me susurraba al oído—. Describe su hotel en términos favorables. Menciona que aprecias la confianza depositada en ti».

Algunas de las cosas que me decía no son exclusivas de Japón, pero lo que resultó diferente y esencial fue la precisión y los distintos pasos que me hizo seguir. Quedaba implícito que no había alternativas, que solo había una manera correcta de hacer las cosas. Me encantó tanta claridad. ¡Qué alivio! Era como contar con el apoyo de unos puntales.

Tenía que mirar la tarjeta y recitar el nombre de la persona y su ocupación al mismo tiempo que le miraba brevemente a los ojos. Tenía que decir algo que demostrara que me sentía impresionado por su cargo u ocupación. Luego, la persona hacía lo mismo con mi tarjeta. Después de eso, había que doblar ligeramente la parte inferior con ayuda del borde de la mesa y colocarla de cara a la persona que la había recibido, de manera que se viera el nombre y la ocupación. Takeshi y yo habíamos hablado aquel día de las pausas a hacer entre mis preguntas y respuestas: dónde tenía que sentarme en una reunión de negocios, en qué lugar colocarme en el ascensor, de si debía hacer reverencias y de cuán pronunciadas en cada caso, de si dar la mano o no.

Mis amigos sabían todo esto al igual que yo sabía atarme los zapatos, y la verdad es que le confería estructura y ritmo al día. En Tokio, Yuko me enseñó cómo pedir fideos en un restaurante, dónde permanecer de pie, dónde hacer cola, cómo meter monedas en la máquina de la entrada, que emitía para cada plato que hubiera elegido un recibo que, después, tenía que entregarle al camarero, quien a su vez se lo entregaba a los cocineros. Shinji me contó qué decirle al jefe de cocina cuando hubiera acabado de comer. Yumi me enseñó qué hacer cuando saliera del restaurante y los empleados estuvieran en la acera despidiéndose y haciendo reverencias hasta que ya no pudieran distinguirnos. Jiro me indicó dónde sentarme en el coche y qué cumplido hacerle al granjero que nos enseñaba los patos que se comían los insectos que estaban destruyendo su arroz.

En un momento dado, en la prefectura de Ishikawa, al salir de un salón de té irlandés en mitad de la nada, un sitio que resultaba un duplicado perfecto de un salón de té de Irlanda —debido a los profundos bolsillos del dueño y a su fanatismo (había traído muebles y carpinteros de Irlanda)—, Jiro me indicó: «Dile que lleva un traje muy bonito».

Hablaré por extenso de cada una de estas personas más adelante.

Lo que este interminable catecismo proporciona en Japón es una serie de honores agradables que aportan confianza y sentido de pertenencia. En realidad, viene a ser como una enorme colección de apretones de manos secretos. Y, cuando entras en la rueda, resulta reconfortante y una manera estupenda de superar muchos de los complejos personales.

Ahora bien, en calidad de extranjero, también soy el entretenimiento. La gente me observa. Para los lugareños, es divertido ver si me equivoco o si, por el contrario, lo hago bien. Como aquella vez en un restaurante, cuando doblé el envoltorio de los palillos con forma de diminuto acordeón en donde colocarlos.

Takeshi se rio.

—¿Qué es tan gracioso?

—Eso te lo ha enseñado una mujer.

—¡Oh!

—Un hombre nunca haría eso.

—¿Y?

—No, no pasa nada. —Volvió a reír—. Solamente era un comentario.

O cuando lo hago bien y me gano sus alabanzas, ya sea en un correo electrónico, ya tras un discurso que me piden que improvise para darle las gracias al dueño de un izakaya, y un amigo me susurra: «¡Suenas de lo más japonés!».

Bueno, supongo que debo darle las gracias.

Grupos inclusivos, grupos exclusivos, maneras de determinar quién es quién. La verdad es que me encantaría que todo ello se aplicara aquí, cuando el esfuerzo por entablar lazos de pertenencia proviene de mí y se dirige hacia otro individuo. Tratar de determinar qué tenemos en común hasta que los dos nos sintamos cómodos el uno con el otro.

Es como conversar sobre los efectos relajantes que tiene observar a los patos nadar en un estanque con una persona que estoy evaluando y que acaba de salir de la prisión estatal, después de pasar una década encerrada por intento de asesinato. O como hablar de las recetas de guisos favoritas con una mujer en la espaciosa sala de un refugio7 para víctimas de violencia doméstica porque cocinar le proporciona la sensación de hallarse en paz.

No estoy ignorando las tragedias a las que dan pie los comportamientos antisociales ni tampoco minimizando los trastornos que dejan tras de sí. Antes bien, lo que procuro es forjar una confianza para ver qué tenemos en común como seres humanos. No me gusta el abordaje patológico de las enfermedades. Es mejor empezar con aquello que compartimos como individuos sanos porque, a decir verdad, es muchísimo más que lo que nos separa.

Estos son puntos de partida —basados en pertenencias o filiaciones a grupos —, no puntos de llegada u objetos, y es la consciencia japonesa de los grupos y mi deseo de que estén en mi vida lo que me ha calmado tantísimo, lo que me ha acercado a los demás y lo que ha convertido mi vida en una serie de observaciones en vez de en una consecución de reacciones personales a cuanto me sucedía.

A veces, me figuro que estoy en una película: En el aeropuerto. En el supermercado. En medio de un atasco. Al teléfono con la empresa de electrodomésticos. Cuando me veo parte de un grupo que se encuentra en cada una de estas situaciones, en vez de tomármelo como si estuviera pasando por ello yo solo, me siento más capacitado para dar un paso atrás y verlo todo en perspectiva. Y sentirme parte de esas situaciones y observar.

Los grupos están ahí si nos molestamos en buscarlos, y si aceptamos formar parte de ellos. Tenemos más en común con esa persona de la periferia de lo que queremos creer. Y como veo aspectos en esa persona que me recuerdan tanto a mí como a mi familia —a la pasada y a la presente—, me siento más inclinado a actuar para serle de provecho a ese individuo. Es algo muy satisfactorio.

Los hábitos diarios, los asuntos muy pragmáticos, hacen de Japón un sitio en el que los individuos se ven animados —y, en ocasiones, requeridos— a dejar de lado sus necesidades egoístas y formar parte de su entorno. Cuando funciona, te das cuenta de lo insignificante que eres, experimentas las relaciones y la naturaleza más profundamente y te concentras en las necesidades de los demás. Todo esto se suma a una sensación de satisfacción y bienestar cada vez mayor.

Mi intención es compartir contigo esa parte de la forma de vida japonesa que contribuye al ukeireru, a la aceptación.

¿Qué significa aceptar un estado de abandono y anteponer las necesidades ajenas por delante de las tuyas? Japón no es el único país que prioriza el altruismo, pero sí un sitio que se vale de este concepto para estructurar y mantener las instituciones y los sistemas.


En Occidente, el distanciamiento del yo queda compendiado en la «doctrina de la capacidad negativa» del poeta John Keats: «Si un gorrión se acerca a mi ventana, yo tomo parte en su existencia y picoteo en la gravilla […] de modo que, en poco tiempo, soy aniquilado».

Pero, espera, antes de que digas: «¿¡Quién en su sano juicio iba a querer que lo aniquilaran!?», debes tener en cuenta que Keats murió de tuberculosis hace doscientos años, en 1821, a los veinticinco. Fueron las microbacterias las que lo aniquilaron, amigo mío, no un pajarillo. A lo que se refería, a lo que me refiero, que es algo en lo que los japoneses destacan, es a la aniquilación de la exploración de uno mismo, de la propia duda, del egoísmo más puro.

Resulta que no somos nuestros mejores amigos.

Al observar la naturaleza y concentrarnos en lo inmediato y transitorio, salimos de nuestra propia consciencia, de nuestra cabeza, algo que resulta tremendamente relajante.

En Japón, eso es una forma de vida.

¿Por qué ser feliz?

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