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Presentación

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Leer, incluso antes de ser editados, estos textos de mi hermano capuchino, el cardenal Seán O’Malley, fue como hacer un viaje de reconocimiento a diferentes momentos de la vida de la Iglesia: bautismos, confirmaciones, ordenaciones diaconales, sacerdotales, episcopales, profesiones religiosas, entierros, aniversarios... Es difícil imaginar cualquier otra manera tan directa e inmediata de entrar en contacto con tantas y tan diferentes realidades de la vida eclesial.

Las homilías del cardenal O’Malley, como las del papa Francisco en Santa Marta, son verdaderas «homilías», en el sentido original del término, esto es, son conversaciones, reflexiones sobre cosas y acontecimientos, no ideas sobre ideas. Por este motivo, la homilía –especialmente cuando se escucha en vivo, a posteriori– es un género difícil de convertir en libro. El lector es invitado a recrear el clima, a convertirse en oyente más que en lector. Para conseguirlo, el autor viene en nuestra ayuda dejando muchas cosas en el aire, apenas sugeridas, llenando el texto de alusiones que invitan al lector a completar la meditación por sí mismo.

San Agustín –que vivía de sus homilías, que pasó toda su vida haciendo una todos los días y que llenó varios volúmenes con ellas– revela el mecanismo que explica la eficacia de su método:


Todo –escribe– inflama mucho más vivamente el corazón cuando es sugerido a través de símbolos que lo que lo llega a hacer la propia verdad cuando esta nos es presentada sin el misterioso revestimiento de las imágenes [...] A nuestra sensibilidad le cuesta inflamarse mientras permanece ligada a las realidades puramente concretas, pero, si se la orienta con símbolos tomados del mundo corpóreo y es trasladada desde ahí al plano de las realidades espirituales que esos símbolos representan, entonces adquiere gran vivacidad por el simple hecho de ese paso y se inflama más y más, como una antorcha en movimiento (Epístola 55, 11).


Las homilías de O’Malley están salpicadas de pequeñas historias, recuerdos personales, anécdotas, imágenes, que, sin aires de grandeza, cumplen esta ley fundamental de la comunicación.

En la predicación, hasta los conceptos abstractos deben ser revestidos de imágenes, símbolos, metáforas, parábolas, historias vividas, referencias concretas a la vida e intereses de la gente. La palabra debe «hacerse carne» una y otra vez. La experiencia muestra que la mayoría de las veces lo que el oyente recuerda de un sermón no es una idea, sino un ejemplo, una imagen, una historia, y gracias a todo eso es como se recuerda también la idea. Es lo que yo mismo intento hacer en mi predicación. En este punto tenemos los dos un ilustre ejemplo, el del autor del evangelio. Jesús hablaba casi exclusivamente a través de parábolas. Si en su tiempo hubiera existido la televisión, habría sido el predicador televisivo ideal, pues eso es precisamente lo que caracteriza el lenguaje de la tele, su gran ventaja: ¡hace ver y oír las cosas al mismo tiempo! Al hacer todo más leve y agradable, en la charla del cardenal asoma constantemente su vida humorística típicamente irlandesa.

La doctrina y el dogma no están en absoluto ausentes en estos discursos «circunstanciales», pero son propuestos de una manera diferente a como lo hacen los manuales y el mismo Catecismo de la Iglesia católica. Por otra parte, también se ve claramente que el corazón del cardenal tiende más al lado de la moral que al del dogma, que tira más hacia la vida que hacia la doctrina. Todos conocemos su empeño en las campañas a favor de la vida, en todas sus fases y expresiones, que en él se expresa en tonos serenos, sin condenas, con el ánimo del pastor y no del activista social.

No puedo concluir estas pocas líneas de presentación sin mencionar un aspecto de la personalidad del cardenal O’Malley que hace de él un ejemplo y estímulo para nosotros, sus hermanos capuchinos. En las homilías de este libro se transparenta la misma imagen de él que encontramos en su vida diaria, al margen de las ocasiones oficiales derivadas de su cargo: hábito capuchino, sandalias en los pies, una sencilla cruz al pecho y una barba grisácea que ya le supuso la humillación de ser confundido con otro hermano capuchino mucho más viejo, el padre Raniero Cantalamessa. Su discurso sobre la minoridad, en la Asamblea de los capuchinos el 25 de mayo de 2015, dice lo esencial sobre dicha cuestión, y lo dice con la credibilidad de quien consiguió permanecer como «fraile menor» aun con catorce doctorados, cuatro investiduras como caballero y ostentando el más alto cargo eclesiástico de su Orden religiosa.


P. RANIERO CANTALAMESSA

Enganchados a la luz

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