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Seis

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Cristo se sentó junto a la ventana, en un lugar que le daba un buen acceso a las distintas salas. Eleanor Westbury se retrasaba ya veinte minutos, pero decidió esperar por si alguna dificultad inesperada le había impedido llegar a la hora.

Y se alegró de haberlo hecho cuando vio una figura vestida de azul oscuro llegar apresurada a la puerta y mirar a su alrededor con el rostro semi oculto bajo un amplio sombrero de verano. Tenía que ser ella.

Se levantó para que pudiera captar su movimiento y esperó. Ella no acudió directamente a su encuentro, sino que se acercó al mostrador a dejar un montón de libros ante un hombrecillo de aspecto eficiente.

Debía ser el bibliotecario. Habló con él unos minutos antes de atravesar la estancia, escoger un volumen de una de las estanterías y luego otro de la siguiente. Con dos pesados volúmenes en los brazos seguramente sentía que tenía excusa suficiente para dirigirse a una de las sillas del fondo de la sala donde hojearlos y decidir cuál se llevaba a casa para leer.

—¡Lord Cristo! Espero que podamos hablar rápidamente —dijo cuando por fin llegó ante él.

Su voz era exactamente como la recordaba, aunque en aquel momento hablase inglés, un inglés de dicción perfecta teñido de cierta irritación.

—Gracias por venir, lady Dromorne.

Ella enrojeció y reparó en que las manos le temblaban cuando dejó los volúmenes en su regazo.

—Pero no dispongo de mucho tiempo, milord.

—¿Estáis ya recuperada de vuestra maladie del otro día? —Maldición. No debería haber utilizado el francés, a juzgar por cómo fruncía el ceño—. Os encuentro muy diferente…

Otro error. Siempre se había enorgullecido de su tacto, y sin embargo en aquella ocasión se estaba comportando como un jovenzuelo torpe y obtuso.

La furia oscureció sus ojos azules.

—¿Diferente? —susurró con la voz casi ahogada por la ira—. Si os referís al pasado, creo que sería aconsejable que supierais que no dudaría en poner en conocimiento de vuestra familia el papel que interpretasteis en aquel desafortunado encuentro si decidís ser indiscreto, milord.

Decidió pasar por alto la amenaza.

—¿Por qué estabais allí, en París, y en el Château?

Hubiera querido añadir vestida de prostituta, pero le pareció inapropiado añadirlo, teniendo en cuenta quién era en la actualidad.

Ella miró a su alrededor por si había oídos curiosos.

—Había ido a visitar a una buena amiga, y acabé en el Château Giraudon por mi propia mala cabeza.

—¿Fuisteis allí con las otras mujeres? Eran prostitutas.

No podían seguir andando de puntillas alrededor de aquel asunto.

Ella asintió.

—Había oído que la clase alta parisina era bastante… osada en su forma de vestir, o mejor dicho, en su casi desnudez, y pensé que era cierto cuando entré en aquel local que no tenía la más mínima intención de conocer.

—Dios.

—Lo del coñac fue culpa mía y no he vuelto a tocar ni una sola gota de alcohol desde entonces.

—Dios —repitió, y se paso la mano por el pelo. No había sido culpa de ella sino suya, porque debería haberse dado cuenta de que aquella mujer era todo lo que otras no eran. Debería haber sabido leer los detalles con más exactitud y certeza. A él le pagaban por descubrir duplicidades y sin embargo se había dejado engañar por un rostro hermoso y un regalo inesperado. La conciencia le escocía. Si algún hombre trataba a su hermana como él había tratado a Eleanor, lo mataría.

Ojalá la hubiera convencido de que se citaran en un lugar alejado y desconocido para poder reemplazar las líneas de preocupación de su rostro por alegría y risas.

¡Pero quedaban aún tantas preguntas sin respuesta!

—Encontré una carta entre las sábanas la mañana que os marchasteis. Imagino que fue cosa vuestra.

—Lo fue.

—¿Conocíais su contenido?

—El sobre iba lacrado, y como comprenderéis no iba a profanar las últimas voluntades de mi abuelo.

—¿Vuestro abuelo?

—Yo era Eleanor Bracewell-Lowen antes de casarme con Martin Westbury, el conde de Dromorne. Nigel era mi hermano.

La historia volvió a solidificarse. Cada vez que se encontraba con aquella mujer, su mundo giraba en dirección opuesta.

Nigel Bracewell-Lowen había empapado de sangre sus manos mientras intentaba taponar la herida que tenía en la garganta. Una botella vacía de coñac hablaba de otra noche de excesos. Juventud salvaje y moral aún más, y las consecuencias no existían en el desbordado comportamiento de la adolescencia de Cristo. Hasta que ocurrió lo de Nigel…

—Mi padre se mató al año siguiente —su voz sonó de nuevo cargada de culpa—. Sabed que ya os habéis llevado una buena parte de la felicidad de mi familia.

Cristo movió la cabeza. Se había quedado sin palabras y sin pensarlo estiró el brazo para poner su mano sobre la de ella. El segundo error más grande de toda su vida.

Fue como si una corriente de electricidad le recorriera el brazo y alcanzase lo más profundo de su alma, llenándola de necesidad, lujuria, urgencia y calor.

Rápidamente la apartó y al hacerlo la miró francamente a los ojos. Se había quedado completamente pálida y los libros se le resbalaron de las manos y cayeron al suelo con estrépito.

Todo el mundo los miró: el bibliotecario con sus gruesas gafas, las dos mujeres que había junto a la puerta y el grupo de hombres que leía los periódicos del día. Sin embargo, y en lugar de agacharse a recoger los volúmenes caídos, se quedó paralizado contemplándola y recordando.

Recordando cómo la había sentido bajo su cuerpo, tumbada sobre aquel terciopelo de color vino mientras él enardecía sus sentidos. Recordó su abandono, su seducción, su humedad.

—¿Puedo ayudarle, señor? —el bibliotecario estaba junto a él—. ¿Estáis bien, lady Dromorne?

Tuvo que aplaudir la sangre fría de Eleanor, que se volvió al bibliotecario con una sonrisa.

—Estoy perfectamente, señor Jones, gracias. Este caballero me estaba preguntando acerca del sistema de préstamos de la biblioteca. Es nuevo en Londres y al parecer desearía hacerse socio.

El rostro del bibliotecario se iluminó considerablemente.

—Si me acompaña al mostrador, señor, estaré encantado de ponerle al corriente de los detalles.

Cristo se levantó, tal y como había hecho ella, y la luz de la sala brilló en su anillo de casada mientras se arreglaba el sombrero. Cada vez se alejaba más de la mujer que había conocido en París. Casada. Feliz.

No pudo hacer otra cosa que verla marchar, ocultando en un bolsillo la mano con que la había tocado, apretando en el puño sus remordimientos.

No debería haber ido, ni haberse citado con él a solas, ni haber permitido que la tocase porque ahora el chantaje era la menor de sus preocupaciones.

Se había sentado en un rincón de Hyde Park bajo los árboles a disfrutar de cómo el verano se iba colando en el parque, casi siempre húmedo y neblinoso, aquel día brillante de sol. El corazón le latía a un ritmo que sólo había sentido una vez y había necesitado aquel corto instante para recuperarse.

Olvidado. Vivo. Decadente. Desmedido.

La edad y la impotencia de Martin habían sido la razón por la que había aceptado su proposición de matrimonio y la base sobre la que se asentaba su felicidad con él y que hasta el momento no se había puesto en cuestión.

Hasta que la mano de Cristo Wellingham había desatado una sensación innegable en su cuerpo. Como el agua en un desierto, capaz de crear vida donde no la hay, el caos había reverdecido imparable y se había dispuesto a golpear como lo hizo en el pasado.

¡Pues no iba a permitirlo!

Martin prefería la vida tranquila y no lo inesperado.

«Una existencia pacífica es en resumen una vida feliz» le gustaba decir, y tras la debacle de París, tal sentimiento le había resultado muy atractivo, recordaba mientras retorcías las delgadas asas de su bolso. No miró a nadie de quienes pasaban ante ella y permaneció allí sentada intentando calmarse.

—¿Lady Dromorne?

Eleanor alzó la mirada. Lady Beatrice-Maude Wellingham se había detenido ante ella.

Estirando las arrugas de su vestido, Eleanor se levantó. Apenas conocía a Beatrice-Maude Wellingham y cuando la mujer le pidió a su doncella que se separase de ellas sintió crecer la preocupación.

—Me alegro mucho de encontraros aquí, lady Dromorne, porque hay un pequeño asunto del que deseo hablaros y que me tiene bastante preocupada.

Eleanor la invitó a tomar asiento a su lado.

—En ese caso, espero poder seros de alguna ayuda.

—Es un asunto relacionado con mi cuñado, Cristo Wellingham.

El nombre quedó suspendido entre ambas como una daga fuera de su vaina, afilada y brutal, y Eleanor se quedó sin palabras.

—Como es posible que sepáis, ha vuelto a casa tras muchos años en el extranjero y como familia nuestra que es nos gustaría que se decidiera a quedarse a vivir entre nosotros. Es en ese sentido en el que busco vuestro consejo.

—¿Mi consejo?

Las palabras le salieron apenas sin sonido y Beatrice-Maude la miró con extrañeza.

—Quizá no sea el mejor momento para preocuparos con nada —dijo—. Quizá nos os encontréis aún recuperada tras lo del otro día en el teatro…

—No, no; estoy completamente recuperada.

Eleanor percibió pánico en su propia voz y ante la pregunta que veía brillar en los ojos de aquella mujer.

—Muy bien. En ese caso es que ha llegado a mi conocimiento el hecho de que vos podéis tener cierto interés en que mi cuñado no se instale definitivamente en Inglaterra.

—¿A vuestro conocimiento?

Todo lo que se temía estaba aflorando a la luz. ¿Habría confiado Cristo Wellingham todo lo ocurrido a su familia?

—A través de varias fuentes, y la mayoría de toda confianza.

Aquella mujer parecía no tener ni idea del horror que estaba consumiendo a Eleanor.

—No obstante soy consciente de que la situación puede ser bastante dificultosa para vos, pero confiaba en que la claridad podría persuadiros para que considerarais los hechos como nosotros los vemos.

—¿Cómo pueden verlos?

—Han pasado muchos años y su delito fue sólo fruto de la pasión…

¡Sólo de la pasión!

Eleanor ya había oído bastante y se puso en pie.

—¡No sé por qué habéis querido hablar de este asunto conmigo, lady Beatrice-Maude, pero os ruego que os marchéis! La verdadera naturaleza de mis relaciones con vuestro cuñado es algo de lo que no deseo hablar, y si insiste en destrozar mi reputación, que no os quepa la menor duda que me enfrentaré a él hasta con mi último aliento. Tengo una hija a la que considerar, y cualquier difamación que vuestro cuñado pueda hacer de mi carácter resultará contestada vehementemente en cualquier foro. Puedo añadir que las riquezas de mi esposo no tienen fin y que llevar cualquier asunto ante los tribunales de justicia sería prohibitivamente costoso.

—¿Sus difamaciones? —Beatrice-Maude parecía aturdida—. Yo no hablaba de sus difamaciones, sino de las vuestras. Sé que estuvo relacionado con el escándalo que envolvió a la muerte de vuestro hermano y había pensado intentar calmar las aguas y encontrar una solución a tal pérdida.

—¿Mi hermano? —el mundo volvió a girar—. ¿Estáis hablando de Nigel?

—Por supuesto. Me dijeron en aquel momento que Cristo fue responsable de su accidente.

—Entiendo.

Eleanor tragó la bilis que tenía en la boca. Dios Santo… el miedo le había hecho interpretar la situación de un modo completamente equivocado, y había dicho cosas que no había admitido nunca ante nadie. Apretó las manos. BeatriceMaude Wellingham era una de las mujeres más inteligentes de Londres. La más, si los rumores estaban en lo cierto, y ella acababa de desvelarle los hechos inherentes a su relación.

No sabía qué hacer. No se atrevía a volver a hablar.

Por fin fue Beatrice-Maude quien lo hizo.

—Creo que debo marcharme.

—Creo que sí.

Eleanor ya no podía seguir mostrando buenos modales. Enfrentarse a dos Wellingham en el mismo día era agotador.

Vio que la mujer hacía ademán de echar a andar, pero que aún se volvía.

—Podéis contar con mi discreción, lady Dromorne. No le hablaré a nadie de esto —le dijo con suavidad, como si fuera consciente de la importancia de no revelarlo.

—Un detalle que os agradeceré eternamente, lady Beatrice-Maude.

Eleanor no se levantó y esperó a dejar de oír sus pasos para alzar la mirada. El viento había cobrado fuerza y alzó varias hojas en el aire.

Estúpida. Estúpida. Estúpida.

¿Podría confiar en aquella mujer? ¿Mantendría su palabra y guardaría silencio? El lazo de sangre lo dificultaba más, y habiéndolos visto en grupo la otra noche tenía la impresión de que eran personas solidarias. ¿Hasta qué punto lo serían?

Cuando Martin la llamó poco después de que llegase a casa, media hora más tarde, se pellizcó las mejillas para darles color antes de presentarse ante él, porque nada de lo ocurrido debía llegar a conocerse, ya que su salud era muy frágil.

Le ofreció su mano y le besó cariñosamente en la mejilla apoyándose en los brazos de su silla de ruedas.

—¿Cuándo estará en casa Florencia? La gobernanta ha dicho que aún no ha vuelto.

—No tardará, creo yo. Tu hermana se la ha llevado a dar un paseo.

—Estás pálida.

—He estado sentada en el parque, leyendo, y hacía un poco de frío. Lady Beatrice-Maude Wellingham se ha detenido un momento a preguntarme cómo estábamos.

Qué fácil era desdibujar la verdad cuando toda tu vida dependía de ello.

Él le apretó la manos.

—A veces me preocupa pensar que conmigo tu vida es demasiado aburrida, querida.

No le dejó seguir hablando de ese modo y le bastó poner la mano en su mejilla para que él se callara.

Por encima de la barba incipiente de ocho horas notó cómo su carne había menguado.

Estaba más delgado. Mayor. Más cansado.

Él volvió a entrelazar los dedos con ella. Era un hombre bueno, un hombre de honor, una persona muy alejada de la clase de marido que habría tenido que aceptar si se hubiera hecho pública su situación.

Era la mujer más afortunada del mundo y el sacrificio de la intimidad marital era el pago que debía hacer a cambio de la respetabilidad, no iba a desear otra cosa.

Mientras él seguía acariciándole el dorso de la mano pensó en cómo era posible que el simple contacto de la mano de Cristo Wellingham hubiese provocado en ella una reacción tal que se le había extendido por el cuerpo como pólvora.

—Me gustaría organizar una fiesta, Taris, para celebrar el regreso de Cristo.

Beatrice cruzó los pies con los de su marido. Ambos estaban ya en la cama aquella misma noche y su calor le resultó muy agradable.

—No sé si le gustaría tal cosa —contestó Taris, riendo—. Desde luego a mí no me gustaría. Además, como aún no tenemos ni idea de por qué ha decidido volver a Inglaterra. Puede que sólo haya venido a restregar por el barro nuestro apellido como ya hizo en otra ocasión y quiera marcharse en cuanto la rutina diaria de la vida le aburra.

—Es tu hermano, Taris. Pase lo que pase, tienes que intentar arreglar las cosas con él o resignarte a pasar toda la vida lamentándolo.

—Asher preferiría construir un muro más alto y echarlo de la familia para siempre. Los pecados de su pasado no han sido una bagatela y cuando se marchó la última vez las discusiones entre nuestro padre y él eran muy virulentas. Fue un joven salvaje, sin límites, aunque Ashborne siempre mantuvo cierta distancia con él, lo cual puede que empeorase las cosas.

—Pero no es una mala persona.

Él sonrió.

—¿Cómo puedes decir eso tan pronto?

—Sabes que llevo años casada con un malvado y acabas reconociéndolos enseguida.

—Por dios, Bea. A veces eres implacable…

Su risa se extendió por toda la habitación.

—Sólo contigo, Taris —le contestó, acariciándole los brazos—. Podríamos organizar un fin de semana en Beaconsmeade. No gran cosa. Algo íntimo.

—¿A quién invitarías?

Bea sintió que el pulso se le aceleraba porque nunca se le había dado bien engañar.

—A la familia, por supuesto, y algunos amigos más y conocidos.

Él le sujetó la muñeca y allí notó su pulso.

—¿Conocidos?

Hizo la pregunta con un tono que exigía saber la verdad.

—Hoy he visto a lady Dromorne en el parque. ¿Alguna vez te ha hablado tu hermano de ella?

Taris se colocó la almohada que tenía tras la espalda.

—¿Eleanor Westbury? ¿En qué sentido?

—¿Alguna vez ha estado… interesado en ella?

—No.

La negativa sonó demasiado rápida. Demasiado forzada.

—Está lo de aquella reyerta años atrás con Nigel Bracewell-Lowen que según algunos fue fruto de los numeritos de Cristo, aunque por supuesto aquella acusación nunca se demostró. Además es una mujer casada y Martin Westbury rara vez sale de casa.

Bea asintió. La unión de Eleanor Westbury y su marido se suponía feliz, pero su instinto le sugería otra cosa. Lady Dromorne se había desmayado al ver a Cristo en el teatro y aquella misma tarde Prudence Tomlinson decía haberlos visto dándose la mano en una biblioteca pública.

Ella le había dicho para acallar el rumor que su cuñado había pasado el día en Beaconsmeade y Prude le había quitado importancia achacándolo a su imaginación. Sin embargo, el posterior encuentro con Eleanor había despertado su curiosidad.

¿Cómo podían ser responsables de la reputación de Eleanor las revelaciones que pudiera hacer Cristo? Ella se había imaginado que podía tener que ver con la edad y la enfermedad de su marido. Y tenían una hija de unos cinco años, si la memoria no le fallaba, y se preguntó cómo podía concebir un hombre tan mayor y enfermo. ¿Y si Martin Westbury no era el padre de la hija de Eleanor? Condenada imaginación…

—Si estás decidida a reparar las relaciones de nuestra familia quizá sirviera más a tus propósitos que invitaras a las dos sobrinas más jóvenes de la familia Dromorne. Se dice que son chicas muy razonables. Puedes invitar a algunos jóvenes de la zona para compensar.

Beatrice sonrió. Su buen juicio le decía que se olvidara del asunto, pero la tristeza que había visto en los ojos azules de Eleanor Westbury estaba relacionada sin duda con su cuñado, y proporcionar una oportunidad para que la conclusión de algo importante pudiera tener lugar no podía hacer daño a nadie, ¿no?

Se acurrucó en brazos de su marido y se cubrieron con una manta ligera.

—Te quiero, Taris.

Él se echó a reír y colocándose sobre ella le susurró:

—Demuéstramelo.

Noche prohibida - Delicioso engaño

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