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Cuatro

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Londres, junio de 1830

Martin Westbury, conde de Dromorne, dejó a un lado el periódico y miró a su esposa.

—Fíjate lo que acabo de leer, Eleanor. Parece ser que el más joven de los hermanos Wellingham ha vuelto del continente con fortuna y un título para residir en Londres. Dicen que está buscando casa en el campo. ¿Crees que podría gustarle la de Woburn? Es una propiedad que podría encajar con un hombre como él.

Eleanor reflexionó un instante.

—Sé bastante poco de los Wellingham. ¿Viven por aquí?

—No, querida. Falder Castle está en Essex. De hecho, me sorprende que no pretenda adquirir una propiedad allí. Según el diario se dedica a la crianza de ganado y es un experto en équidos.

El sonido de unas risas interrumpió su conversación y las sobrinas de Martin, Margaret y Sophie, entraron en la estancia.

Con diecisiete y dieciocho años respectivamente eran la viva imagen de la belleza, ambas vestidas de una muselina amarilla que flotaba levemente a la brisa de aquel día del verano que comenzaba. Su estancia de un mes en Londres con Diana, su madre, las había llenado de energía.

—Lo pasamos de maravilla anoche en el baile de los Browne —dijo Sophie y su voz tenía tal tinte de excitación que Eleanor sintió curiosidad.

—Cristo Wellingham es el hombre más guapo que he visto en todo Londres, y se viste con ropa que le traen expresamente de París. ¿Lo conocisteis durante vuestra estancia allí?

Eleanor se quedó un instante inmóvil, perdida en aquella noche de invierno de 1825.

—Estaba demasiado ocupada conmigo para tener tiempo de conocer a nadie, Sophie —respondió Martin, y fingió sentirse ofendido cuando las chicas se echaron a reír.

—Todos sabemos que siempre fuisteis su ojito derecho, tío Martin —bromeó Margaret—, pero supongo que no por eso se quedaría ciega.

Eleanor tomó la mano de su marido en la suya. Le gustaba su familiaridad y su calor.

—Tus sobrinas son jóvenes y por lo tanto frívolas, y la poca consideración que les merece la valía de un hombre da sobrado testimonio de ello.

—Qué cruel sois —respondió Sophie—. Pero vuestro insulto debería aplicarse a otras jóvenes que estaban ayer también en el baile.

—¿Y cuándo volverá a prodigarse en público ese semidiós? —bromeó Martin.

—Esta noche, en el Theatre Royal Haymarket. Representan una comedia de James Planché. Dicen que es muy buena.

—¿Qué te parecería que fuéramos?

La voz de Martin parecía más fuerte de lo que lo había estado en mucho tiempo, pero Eleanor contestó que no con la cabeza. Algo no iba bien, estaba segura, pero aún no había conseguido identificar la causa.

—Por favor, Eleanor. Hace años que no salimos todos juntos y si Martin se siente con ganas…

—¡Pues claro! Nuestro palco lleva mucho tiempo vacío y estoy seguro de que también tu madre disfrutará de la salida, Sophie.

Cristo contemplaba cómo la lluvia caía sobre Hyde Park desde la ventana de su casa. El aguacero de verano estaba borrando los caminos que lo atravesaban.

Se llevó a los labios el coñac que se había traído de París y tomó un buen trago directamente de la botella. Sus hermanos no tardarían en llegar y necesitaría todo el apoyo del que pudiera hacer acopio. Ojalá consiguiera dejar de preocuparse por lo que pudieran querer decirle, pero su loca juventud le había alienado completamente y lo más probable era que se hubieran sentido tan aliviados como se sintió su padre cuando supieron que se marchaba de Inglaterra. En la primera carta que recibió de su padre nada más llegar a París, su progenitor se aseguraba de que comprendiera que volver al seno de la familia ya no era una opción para él. El recuerdo aún le dolía, pero lo dejó a un lado. No podía ya hacer nada al respecto y lo hecho, hecho estaba.

Otra ficción. Otro engaño. Inglaterra y sus aires y expectativas le empujaron a tomarse otro buen trago de coñac, y aún otro más. No debería haber vuelto, pero diez años en suelo extranjero le habían parecido toda una eternidad y el corazón verde y suave de Inglaterra le llamaba incluso en sueños.

—¿Qué capa desearéis esta noche, milord? ¿La negra o la azul oscura?

Milne, su mayordomo, le mostraba una capa en cada brazo.

—Creo que la negra. Y no me esperes levantado hoy. Llegaré tarde.

—Ayer dijisteis lo mismo, milord. Y antesdeayer.

Cristo sonrió. La fragilidad de Milne le tenía preocupado, pero el anciano tenía demasiado orgullo para aceptar la generosa cantidad de dinero que Cristo había intentado hacerle aceptar para que se retirara. A él también le había avejentado París. Una culpa más descansando sobre sus hombros que añadir a los tratos oscuros del Château Giraudon, sórdido pago a la devoción, la lealtad y la fe que Milne tenía en él. Era un gran alivio poder dejarlo todo atrás.

—Mis hermanos no tardarán en llegar. Cuando lo hagan, acompáñalos hasta aquí, te lo ruego.

—Sí, milord.

—Y por favor, pídele al ama de llaves que tenga preparado un té.

—Sí, milord.

Colocó la botella de licor dentro de un armario y cerró las puertas. El alcohol era uno de los factores de su distanciamiento y no quería que resultara demasiado evidente. El té le pareció un sustituto aceptable.

La corbata que llevaba al cuello le parecía tan selecta como el chaleco azul marino que lucía sobre la camisa blanca inmaculada. Las botas nuevas le hacían daño en los talones.

—Asher Wellingham, duque de Carisbrook, milord —anunció Milne—, y su hermano lord Taris Wellingham.

Cristo se levantó cuando los dos hombres entraron en la habitación. Taris tenía una cicatriz que partía del párpado izquierdo inferior y aquella fue la primera causa de preocupación para Cristo, aunque no dio muestras de ello. Sus hermanos parecían mayores y endurecidos. Ambos lo miraban serios.

—Así que de verdad has vuelto.

Ashe nunca se andaba por las ramas.

—Eso parece —respondió sin preocuparse por la falta de cautela tan evidente en sus palabras, pero la distancia que se palpaba entre ellos era mucho mayor que los escasos metros que los separaban en la biblioteca.

—Siempre has rechazado los intentos que hemos hecho de mantenernos en contacto contigo —le recordó Ashe—. Las notas que nos fuiste enviando a lo largo de los años indicaban que no sentías afecto alguno por el nombre de nuestra familia o por sus miembros. Y sin embargo, aquí estás.

Cada palabra contenía una gélida carga de culpa.

—¿Estás bien? —le preguntó Taris, y percibió una nota de preocupación en su voz que le descentró.

—Muy bien.

En ninguna de las muchas escaramuzas en las que se había visto inmerso en París le había latido con tanta velocidad el corazón.

Asher miró a su alrededor reparando en la falta de adornos, seguramente. De adornos y de pertenencias. Sin embargo, la mirada de Taris, igual a la de su madre, no se apartó de él ni un instante.

¡Alice! La única madre que él había conocido. Malditos fueran todos ellos. Con la mano que tenía en el bolsillo se agarró la pierna. Maldita fuese Inglaterra y maldita fuese su familia. Maldita la esperanza que nunca se había extinguido, ni siquiera en los momentos más terribles.

—Y dado que parece que tienes intención de quedarte, he dispuesto lo necesario para que vuelvas a ser presentado en sociedad y en el seno de la familia, merced a tu asistencia a una representación teatral. Con tanta oscuridad y una distracción podremos dar la impresión de que disfrutamos siendo de nuevo una familia. Las apariencias son importantes.

Cristo se limitó a asentir. No se sentía capaz de controlarse si hablaba. Se había marchado de Inglaterra jurando que no volvería a posar el pie en aquella tierra, ya que su salvaje comportamiento en Cambridge había inflamado lealtades y había puesto a prueba el amor ya frágil de su familia. Nunca había conseguido encajar, jamás se había plegado a los rígidos códigos de su padre, y cuando todo se desató tras la muerte de Nigel Bracewell-Lowen en el cementerio del pueblo cercano a su casa, su propio padre fue el primero en decirle que no podía ser un auténtico Wellingham, ni un hijo legítimo de Falder.

Se tragó la bilis que aquel recuerdo le hacía llegar a la boca al recordar el discurso final de su padre. Ashborne había yacido con una francesa en uno de sus muchos viajes, una cita insignificante con una mujer que era, según sus palabras, descerebrada, poco recomendable, inapropiada e irreflexiva. Sus palabras aún tenían la capacidad de hacerle daño aun con los años que habían pasado porque ¿qué se le podía decir a un padre que condenaba de aquel modo su concepción y a la mujer que le había traído al mundo?

La otra cara de la moneda también era dolorosa para él. Alice, su madre adoptiva, lo había aceptado en Falder y lo había querido como si fuera hijo suyo, y si alguna vez había mencionado algo sobre las circunstancias de su nacimiento a sus oídos no había llegado. Con tres meses de edad, Cristo de Caviglione había pasado a ser un Wellingham y su nombre había quedado escrito en la Biblia de la familia de puño y letra de Alice. Ella misma se lo había referido un tiempo después, cuando las tensiones entre su padre y él habían terminado por lanzarle a la cara la verdad y ella había acudido presta a Londres para rogarle que no se marchara.

El amor y la ira se habían entretejido con el engaño, y en la hora presente con una duplicidad distinta.

—Nuestras esposas también nos acompañarán.

¡Emerald Seaton y Beatrice-Maude Bassingstoke! Los rumores sobre lo ocurrido a la familia también habían llegado hasta París, y las dos mujeres eran tan formidables como sus hermanos. Ojalá él también tuviera una mujer de esas características a su lado.

—Habrá algunos puentes que cruzar si pretender ser aceptado aquí, teniendo en cuenta tu alocada juventud y los cuestionables asuntos a que te has dedicado en París —le advirtió Taris, mirándole con las cejas enarcadas como si quisiera interrogarle.

—Entiendo.

Un lugar público aseguraría la distancia y la formalidad necesarias, y los años de buena crianza le dictarían lo que significaba la palabra «propiedad». Era un alivio.

El té que su ama de llaves había preparado y que llevaba en aquel momento con una sonrisa le había parecido buena idea en un principio, pero ahora no estaba tan seguro viendo las caras de sus hermanos.

Fue un alivio verla salir y poder olvidarse de las nubecillas de vapor que salían de la tetera y de las tres tazas con sus respectivos platos de porcelana, recuerdos todos ellos de una vida que había dejado atrás y perdido hacía mucho tiempo ya.

Ashe ya daba muestras de querer marcharse.

—Entonces, te veremos esta noche.

—Así es.

—A las siete y media.

—En punto.

Taris señaló la bandeja con su bastón de ébano.

—Me tomaría una taza.

—Es té, Taris —intervino Ashe.

—Ya lo sé.

—Tú no bebes nunca té.

Cristo vio a Taris sacar de la chaqueta una petaca y quitarle el tapón.

—Yo sólo he pedido una taza.

Merde. Cristo recordó con envidia los intercambios de sus hermanos. Él era muchos años más joven que ellos y nunca había tomado parte en sus bromas, por mucho que lo deseara.

Abrió de nuevo las puertas de armario, sacó dos copas de cristal y las puso ante ellos junto con una botella nueva.

—Servíos.

—¿No nos acompañas? —preguntó Ashe.

—Intento no pasarme estos días.

—A Ashborne le habría gustado saberlo.

La mención del nombre de su padre quedó cargada de amargura, y el pasado se materializó como una losa de silencio entre ellos.

—Dudo mucho que le importara.

La expresión del rostro de sus hermanos cambió, lo que le hizo desear haber podido contener esas palabras, reflejo de una ira que no quería revelar.

—Puede que no sepas que dejó este mundo pronunciando tu nombre —espetó Ashe con toda la indignación que su título de duque le permitía mostrar.

—El deseo de perdón expresado en el lecho de muerte carece de importancia teniendo en cuenta que en vida no podía soportar mi presencia.

Cristo había recuperado el equilibrio.

—Con la reputación que te habías ganado en París, es comprensible que no quisiera saber de ti —respondió Taris con gran vehemencia—. El título que llevas es venerable y antiguo, y todos los que lo llevamos hemos de hacerlo con orgullo para legarlo a nuestros herederos.

«Un argumento que tendría más peso para mí si de verdad fuese un Wellingham».

A punto estuvo de dar voz a aquel pensamiento, sin pensar en las consecuencias, pero el recuerdo de Alice le contuvo.

Mejor sonreír y seguir con la farsa de ser una familia unida por la sangre, los ancestros comunes y una línea ininterrumpida de historia. El cabello oscuro de sus hermanos brillaba a la luz de la lámpara como un sello de pertenencia o el símbolo de un título. El reflejo de sí mismo que le devolvía el espejo le hizo mirar hacia otro lado, ya que su rubio cabello denotaba su pertenencia a otro linaje.

Taris apuró su coñac y se sirvió otro mientras que el reloj de la chimenea daba las tres.

—Entonces, has vuelto con intención de quedarte, ¿no?

—Ésa es mi intención.

—¿Cómo perdiste ese dedo?

La pregunta de Asher sonó desinteresada, un tema de conversación tan mundano cono el tiempo o los asistentes al último baile.

—En un barco después de dejar Inglaterra. Pero mi oponente salió peor parado.

—Se dice que han sido muchos los oponentes que han salido peor parados, como tú dices.

—Los rumores tienden siempre a la exageración.

—Un paso en falso aquí y la sociedad te crucificará —le advirtió Asher—. En París los extremismos del comportamiento humano se toleran, pero aquí no vas a poder disfrutar de ese lujo y yo no pienso quedarme de brazos cruzados y contemplar cómo arrastras por el suelo el nombre de nuestra familia. Ni yo, ni Taris.

Ya habían llegado al meollo de la cuestión. Se habían acabado las indirectas o la fingida congenialidad familiar. Su pasado le había alcanzado y ya se habían quitado los guantes.

—No he vuelto a casa para eso.

—¿Y para qué has vuelto?

En un primer momento sintió la tentación de mentir, de limitarse a sonreír y mentir descaradamente pero allí, en el corazón de Inglaterra, descubrió que no podía hacerlo.

—He vuelto para vivir.

Ninguno de sus hermanos contestó y él sintió cómo el músculo de la mandíbula le temblaba ante su silencio.

—Dios…

Ashe maldijo un par de veces justo cuando el sol traspasaba la barrera de nubes y la biblioteca se inundaba de luz. Taris alzó la mano izquierda para llevársela a la cara.

—Lucinda te envía su cariño.

Lucinda, su hermana.

—¿Se ha casado?

—No. Sigue empeñada en llegar a ser solterona.

—Es toda una elección.

—De ti podría decirse lo mismo.

Ashe recogió los guantes y el sombrero de la silla que había junto a él y Cristo se puso en pie cuando ellos lo hicieron, lo que le proporcionó una pequeña satisfacción, ya que a lo largo de los años había crecido unos cinco centímetros más que ellos. Se estrecharon la mano como harían con un desconocido y vagamente reparó en el escudo de los Carisbrook labrado en el grueso sello ducal que lucía su hermano mayor.

—Entonces, hasta esta tarde.

—Hasta entonces.

Los vio seguir a Milne hasta el vestíbulo y cuando la puerta se cerró, se apoyó en el brazo del sofá, ni sentado ni de pie. El día se oscureció mientras miraba por la ventana y las campanadas de una iglesia marcaron las horas. Unas voces inglesas le llegaron desde la calle.

Hogar.

El olor era distinto. Más suave. Más verde. Conocido.

«He vuelto para vivir». Aquella idea volvió a acudir libremente a su memoria y los secretos que guardaba tiñeron de negro su corazón.

Noche prohibida - Delicioso engaño

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