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Capítulo 2 Cayla

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Partir por una corazonada en medio del Bosque Antiguo del lago Kipawa me había parecido una buena idea en ese momento. Cuando el MFBP, el Ministerio de Fauna, Bosques y Parques, me propuso esta misión, me dije «genial, podré aunar mi pasión con mi necesidad de estar sola». Ahora que me encuentro en medio de esta vegetación preservada desde hace más de 400 años, magnífica y exuberante sí, pero completamente perdida, estoy menos convencida de este arrebato de genialidad. La soledad está bien, pero en absoluto cuando no hay más que árboles hasta perder la vista y cuando la orientación no es para nada mi punto fuerte. Aún estoy convencida que tenía todas las razones del mundo para exiliarme de esta manera, pero eso no me supone ahora ninguna ayuda frente al mapa que no me aclara en qué posición estoy. ¿Cómo diantres se lee esta cosa? No tengo ni idea de dónde me encuentro y mi cabeza rezuma de pensamientos extraños, cortocircuitando mi lado racional y pausado. Mi última relación amorosa se terminó en pérdida y fracaso y no me dejó más herida de lo que dejé ver a mi familia, dejándome llena de amargor. Mis padres pensaron que el cambio de aires me ayudaría a recuperarme y así pues me apoyaron en mi deseo de irme a la otra punta del mundo, sola. De todas maneras, a mi familia nunca les gustó Richard y era indispensable para mi salud mental que cambiara de aires.

Soy originaria de Lorena, donde descubrí mi pasión: los animales. Desde que era pequeña, tanto como logro recordar en mi memoria, me quedaba admirada frente a ellos y obligaba a mis padres a ir al zoo de Amnéville mínimo una vez al mes. Mis padres conocían esos caminos de memoria a fuerza de llevarme constantemente y a pesar de su lasitud, siempre accedieron a mi demanda. Las cebras y los tigres con sus rayas negras irregulares, los leones blancos de espeso pelaje y todos los otros habitantes del parque de animales me cautivaron a primera vista, como a cualquier niño supongo, pero sobre todo me enamoré de los rapaces. Su pajarera es una de las más grandes del mundo y su espectáculo es simplemente alucinante. Los inmensos halcones, las águilas pescadoras y los halcones de Harris, entre otros, vuelan libremente en un ballet excepcional que acaba en apoteosis con un vuelo final de más de sesenta pájaros simultáneamente que te dejan atónito. Para la pequeña niña que yo era en mi primera visita, aquello fue una revelación. Envidiaba su libertad en el cielo y su apariencia tan majestuosa. Tenía la impresión de ser minúscula bajo esos maestros de los cielos. Entonces decidí ser veterinaria y trabajar en ese zoo. Estudié, perseveré y seguí estudiando. Me sumergí en ese universo con todas las fuerzas de mi ser, poniendo frecuentemente entre paréntesis mi vida de estudiante fiestera y despreocupada diciéndome que ya recuperaría el tiempo más tarde. Mientras las locas de mis compañeras de piso se ponían de punta en blanco para reír, flirtear y seamos honestos, acostarse, yo me sumergía en mis libros de anatomía canina y de comportamientos de animales. Conseguí mi objetivo a los veinticinco años y nunca me he arrepentido de mis sacrificios.

Y justo cuatro años después me encuentro lejos de mi casa porque hice una mala elección. Una mala elección desde el inicio de mi vida y me encuentro a miles de quilómetros de mi familia. Si hay algo de lo que me arrepiento es de haberle hecho más caso a mi corazón que a mi cerebro. Tendría que haber seguido como antes y escuchar a mi cabeza que me gritaba que no hiciera eso. Salir con mi jefe fue un grave error. Sin embargo, todo había empezado bien. El director del zoo, Richard Watson, diez años mayor que yo, se fue fijando cada vez más en mí y yo me sentí halagada. Bueno, quién no se habría sentido. Richard es rico, carismático, agradable a la vista y respeto su trabajo y su lucha por salvaguardar las especies. Navegábamos en el mismo barco profesional, lo cual para mí era una ventaja. Creí ingenuamente haber encontrado mi alter ego. Era halagador llamar la atención de una autoridad como él en ese campo. Todo empezó con pequeños detalles: me saludaba dándome un beso en vez de apretarme la mano, venía frecuentemente al centro para comprobar que no me faltase material, me preguntaba a menudo mi opinión sobre los animales que iban a venir… Y luego un día todo se volvió más concreto.

«Me gustas mucho, Cayla. Llevo meses observándote, por más que me repito una y otra vez que soy tu jefe y que no son aconsejables las relaciones entre empleados, no logro estar lejos de ti. Vente conmigo a tomar algo».

Lo reflexioné, sopesé los pros y los contras y terminé aceptando. Su sonrisa viril en esos labios firmes y carnosos y sus ojos brillantes de deseo por mí acabaron derrotándome. Nuestra relación empezó un año antes con un beso fogoso. El tipo de beso que te deja con las piernas flaqueando y las bragas húmedas y yo pensaba ingenuamente que acabaríamos pasando nuestra vida juntos. Aunque no vivíamos juntos, a veces hablábamos de tener un hijo. Bueno, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que era sobre todo yo quien pensaba en esa continuación lógica a nuestro amor, mientras que mi amante esquivaba sistemáticamente el tema.

«Estoy tan bien contigo. ¿Te imaginas un pequeño ser que se nos pareciera? ¿Una mezcla entre tú y yo?

—Ya tendremos tiempo para pensar en eso, Cayla, no corras».

Yo no estaba del todo de acuerdo con ese comentario. Al fin y al cabo, nos llevábamos diez años de diferencia y yo me preguntaba a veces si su reticencia no se debía a ese hecho. Richard rozaba los cuarenta y yo suponía que eso lo hacía dudar, mientras que yo me decía que era o ahora o nunca para tener un hijo. No quería que Richard fuese un padre «viejo» cuando llevase a nuestro hijo a la escuela. Es fastidioso cuando le dicen a un niño «aquí está tu yayo» y que te responda «es mi padre». La realidad habría resultado mucho más dolorosa y humillante. El señor no consideraba tener descendientes, ni entonces ni nunca, y la edad era efectivamente un problema para nuestra pareja, pero no era suyo, sino mío. A priori veintinueve años es el límite para sus conquistas.

Me acuerdo perfectamente del día que cambió mi vida y modificó mi futuro. Fui a darle una sorpresa. Ese día libraba y había previsto encontrarme con él para invitarlo a comer. Bien por mí. Fui yo quien se quedó estupefacta y no en el mejor de los sentidos. Entré sin llamar, como solía hacer, y me quedé paralizada in situ por lo que vi. Richard estaba sentado en su sillón detrás de su escritorio, con la bragueta abierta, con una becaria sobre sus rodillas. Fue la voz de mi jefe lo que me sacó de mi estupor.

«—Cayla, ¿qué haces aquí?

—¿Es lo único que se te ocurre decir? Podrías subirte la bragueta al menos.

—No es lo que te imaginas.

—¿Ah no? Déjame adivinar. ¿Nuestra nueva becaria especialista en reptiles quería alimentar tu serpiente? Déjalo bonita, no es ninguna anaconda, más bien una culebrilla».

Me fui dando un portazo bajo la risita ahogada de la jovencísima chica y el rostro carmesí de mi desde entonces ex amante. Aquella pésima venganza no me alivió en absoluto y volver al trabajo al día siguiente como si nada, después de haber ignorado un sinfín de llamadas de ese idiota, supuso una tortura, todos mis compañeros estaban al corriente de la razón de nuestra ruptura. Su apoyo y su compasión frente a la traición de Richard no hicieron sino intensificar mi impresión de ahogarme en ese lugar que yo tanto había amado. Ya no soportaba recorrer los senderos llenos de familias felices y de compañeros que sabían demasiado sobre mis desengaños amorosos y la vida sexual de Richard.

Así que me puse esa misma tarde en busca de otro trabajo que me permitiera evadirme de todo eso pero estando siempre en contacto con rapaces. Aun así no estaba dispuesta a olvidar mis prioridades. Tras muchas búsquedas, me encontré con la página del Ministerio de Fauna, Bosques y Parques del Quebec. El MFBP buscaba veterinarios especializados en aves para estudiar los pigargos y así adaptar mejor su protección sobre el territorio. Sin pensármelo dos veces, me presenté al puesto y me cogieron. Richard intentó retenerme, recordándome que tenía que dar un preaviso, pero la amenaza de denunciarlo por acoso, con el apoyo de SMS, hizo que desistiera. Y así es como ahora me encuentro en el condado de Témiscamingue, con mi material de camping y de observaciones en un carrito, recorriendo el lago Kipawa por entre las tsugas canadienses y los abedules amarillos, un primo lejano estos de nuestros banales abetos, para observar las águilas majestuosas que nidifican en ellos. Me siento chiquitina en medio de este paisaje inmenso, ciertos especímenes llegan a una altura de hasta treinta metros, pero sigo sintiendo paz. Las semanas después de mi ruptura fueron extenuantes moralmente y la insistencia de Richard por querer retenerme, sólo Dios sabrá por qué, no ayudó mucho. Mi dimisión puso punto y final a esa página de mi vida y este silencio apacible es un auténtico bálsamo apaciguador para mi corazón magullado.

Mi Águila Ottawa

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