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Capítulo VII

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Una vieja caritativa cuida de Cándido,

y éste halla inopinadamente lo que más quería

Cándido, sin animarse poco ni mucho, siguió a la vieja, que lo llevó a una casilla miserable: allí le dio un bote de pomada para que se untase, le dejó algo fiambre que comiera y un poco de vino, enseñándole una cama bastante limpia, en donde le dijo que podría acostarse, y junto a ella unos vestidos.

—Come —le dijo—, bebe y duerme y nuestra Señora de Atocha, y el glorioso San Antonio de Padua, y el bendito Santiago de Galicia te asistan y te favorezcan, y adiós, que mañana volveré.

Cándido, aturdido de lo que había visto, de lo que había padecido, y mucho más de la caridad de aquella santa vieja, quería besarle las manos, agradecido a tanto favor; pero ella no lo consintió, diciéndole:

—¡Ay, hijo mío! No es a mí a quien has de besar; guarda los besos para otra persona que los merece mejor. Úntate bien con la pomada, y come y duerme.

Así lo hizo, y al día siguiente la honrada vieja le trajo de almorzar; examinóle bien las espaldas, y ella misma se las untó con otra pomada que le pareció más a propósito; después le trajo de comer; volvió a la noche y le trajo de cenar, y al día siguiente repitió los mismos viajes.

—¿Quién es usted —le decía Cándido—, que tan extraña bondad usa conmigo? ¿Cómo le podré yo manifestar mi agradecimiento?

Pero la buena vieja a nada de esto respondía.Volvió a la noche sin traerle cena, y sacando de entre las faldas una espada de gavilanes, se la dio y le dijo:

—Toma ese chisme para lo que pueda ocurrir; vente conmigo, y cuidado con hablar palabra.

Lo asió del brazo y lo llevó al campo, en donde a cosa de un cuarto de legua de camino llegaron a una quinta rodeada de jardines y de canales. Llamó la vieja a una puertecilla, abrieron inmediatamente, y se subió con Cándido por una escalera secreta a un gabinete adornado con molduras y artesones de oro: hízole sentar en un canapé de Damasco, cerró la puerta y se fue. Cándido, en vista de sus pasadas desgracias y de aquel extraordinario acontecimiento, no estaba lejos de creer que todo era un sueño y una vana imaginación. Pero la vieja volvió de allí a muy poco en compañía de otra mujer de majestuosa presencia, ricamente vestida, llena de brillantes, cubierto con un velo el rostro, la cual manifestaba en sus ademanes no pequeña inquietud. La vieja, que con mucho trabajo la animaba y la sostenía, le dijo a Cándido:

—Levanta ese velo.

Lo cual hizo él inmediatamente lleno de timidez; pero ¡qué sorpresa fue la suya cuando al levantar las gasas le pareció que veía delante a la señorita Cunegunda, y la veía en efecto, y era ella misma! Él, sin poder articular palabra, cayó desfallecido a sus pies, y ella en el canapé que estaba inmediato: la vieja les hacía aire al uno y al otro, y les daba a oler espíritus a toda prisa.

Luego que volvieron en su acuerdo, comenzaron a decirse expresiones interrumpidas, sin orden; preguntas, respuestas atropelladas, lágrimas, suspiros, gemidos tristes. La vieja, encargándoles mucho que no hicieran ruido, los dejó solos para que hablasen cuanto quisieran.

—¿Conque es usted? —le dijo Cándido—. ¿Conque vive usted y la encuentro en Portugal? ¿Conque no fue cierto que la desfloraron a usted, ni le dieron un bayonetazo, como me aseguraba el doctor Pangloss?

—Todo ha sido cierto —respondió la hermosa Cunegunda—, pero no es preciso que una se haya de morir por eso. —¿Y su padre de usted y su madre? ¿Es verdad que los mataron?

—Verdad es —dijo Cunegunda deshecha en lágrimas. —¿Y su hermano de usted?

—A mi hermano lo asesinaron también.

—Y ¿por qué está usted en Portugal?Y ¿cómo ha sabido usted en dónde yo me hallaba?Y ¿por qué extraño accidente me han conducido a mí a esta casa?

—Todo te lo diré —respondió la señorita—, pero deseo que antes me refieras lo que ha pasado por ti desde aquel inocente beso que me diste, y aquellos puntillones que recibiste después.

Cándido la obedeció con el más profundo respeto, y aunque estaba muy asustado y el espinazo le dolía bastante, le contó en voz debilitada y trémula todo cuanto le había sucedido desde el momento de su separación. Cunegunda, oyendo aquella lamentable historia, alzaba los ojos al cielo, y se le inundaron de lágrimas al saber la muerte del generoso anabaptista y del sapientísimo Pangloss; después de lo cual habló en estos términos a Cándido, que estaba pendiente de sus palabras, y no apartaba la vista de su gentil presencia.

Cándido

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