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Capítulo III

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Consigue Cándido escaparse de entre los búlgaros, y lo que después le sucedió

No podía verse cosa más hermosa, más ágil, más brillante y bien ordenada que los dos ejércitos. Los trompetas, pífanos, clarinetes, tambores y cañones formaban una armonía tan particular, que en el infierno mismo no puede haberla semejante. Empezó la artillería por echar al suelo como unos seis mil hombres de una parte y otra; la fusilería que siguió después barrió del mejor de los mundos posibles nueve o diez mil pícaros que infestaban su superficie; las bayonetas fueron también razón suficiente de la muerte de otros muchos: todo ello pudo ascender a unos treinta mil, dos más o menos. Cándido, que temblaba de pies a cabeza, como buen filósofo, se escondió lo mejor que supo mientras duró aquella matanza. Acabada que fue, y en tanto que los dos reyes, cada uno en su campo, hacían cantar el Te-Deum, determinó marcharse a otra parte donde pudiese raciocinar con mayor holgura sobre las causas y los efectos. Atravesó entre montes de muertos y moribundos, encaminándose al lugar más inmediato, que halló reducido a cenizas: pertenecía a los ávaros, y los búlgaros lo habían quemado, según leyes del derecho público. Allí los ancianos heridos por mil partes veían morir a sus mujeres degolladas, que aún apretaban sus tiernos niños a los pechos sangrientos; muchachas atravesado el vientre a estocadas, después de haber satisfecho las necesidades naturales de algunos héroes, despedían los últimos alientos; otras, medio abrasadas en el común incendio, daban gritos espantosos pidiendo que les acabaran de quitar la vida; la tierra estaba cubierta de sangre y miembros palpitantes y destrozo horrible.

Huyó Cándido a toda prisa en busca de otro lugar que pertenecía a los húngaros y por consecuencia los ávaros lo habían dejado un montón de ruinas. Atravesó como pudo por en medio de ellas, y caminando sin cesar, se halló fuera del teatro de la guerra con algunas provisiones de boca en la mochila, y sin olvidarse jamás de la señorita Cunegunda. Faltáronle los víveres al llegar a Holanda; pero como sabía que allí eran cristianos, y que todos estaban ricos, no dudó que encontraría, cuando menos, la misma asistencia y regalo que había tenido en el castillo del señor barón, antes de que lo echaran de él a patadas por unos ojos azules. Pidió limosna a algunos graves personajes, y todos le dijeron que si continuaba en aquel oficio, lo harían encerrar en una casa de corrección para enseñarle a ganar la vida. Dirigióse después a un hombre que había estado hablando en una grande asamblea acerca de la caridad cristiana, sin que nadie le replicase en más de una hora que duró su discurso. El orador, mirándolo de mala manera, le dijo:

—¿Qué viene usted a hacer aquí? ¿Es usted partidario de la buena causa?

—No hay efecto sin causa —respondió Cándido con mucha modestia—: todo está encadenado necesariamente y ordenado para el fin mejor. Necesario ha sido que me echaran de la compañía de la señorita Cunegunda, y que me dieran dos carreras de baquetas, como ahora es necesario que pida un pedazo de pan, hasta que con mi trabajo pueda ganarlo; todo ha sucedido como necesariamente debió suceder.

—Diga usted, amigo —añadió el orador—, ¿cree usted que el papa es el Anticristo?

—Nunca lo había oído decir —respondió Cándido—, pero que lo sea o que lo deje de ser, lo cierto es que yo me muero de hambre.

—No mereces comer —le respondió el otro—, vete de ahí, canalla; marcha, pícaro, y en tu vida te acerques a mí.

La mujer del orador, que se había asomado a la ventana, y vio a un hombre que dudaba que el papa fuese el Anticristo, marchó a la cocina como un relámpago, cogió un barreño de agua de fregar, y toda se la vertió encima al desdichado metafísico. ¡Tanto puede en el devoto sexo el celo de la religión!

Un hombre de mediana edad que aún no se había bautizado, esto es, un honrado anabaptista, llamado Jacome, observó el modo ignominioso y cruel con que acababan de tratar a un hermano suyo, a un animal bípedo y sin plumas, dotado de ánima racional, y lleno de compasión lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos florines, y aun trató de enseñarle a trabajar en una manufactura que él dirigía de telas de Persia, tejidas en Holanda. Cándido, prosternándose delante de él, exclamaba:

—Razón tenía el doctor Pangloss en decirme que todo va en este mundo lo mejor posible; porque en mí ha causado un efecto infinitamente mayor esta excesiva generosidad que experimento, que toda la crueldad de aquel señor de los hábitos negros y la de su señora consorte.

Al día siguiente tropezó Cándido en una calle con un pobre todo cubierto de pústulas, los ojos moribundos, roída la punta de las narices, la boca torcida hasta una oreja, los dientes negros, hablaba con el gaznate, y atormentado sin cesar de una tos obstinada y profunda; a cada esfuerzo que hacía el infeliz escupía una muela.

Cándido

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