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CAPÍTULO 1 Una historia irreal

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Esta historia comenzó hace mucho tiempo.

En unos de los tantos viajes que realizábamos en familia, mi padre iba al volante y mi madre en el asiento del acompañante y yo, por supuesto, en el asiento trasero. Tenía todo ese gigantesco asiento solo para mí; yo era solo un niño de cinco años. Recuerdo que llevaba en mi bolso algunas galletitas dulces para comer en el camino.

Estos viajes eran largos, entre doce y quince horas, dependiendo de cuánto tráfico encontráramos en la ruta nacional 9 hasta la provincia de Córdoba y de allí por la ruta nacional 38; ese tiempo incluía la espera para cargar combustible o lo que nos llevara comer algo en algún parador.

Nunca he olvidado esa noche de verano, ni esa luna llena que parecía gigante por la ventanilla del auto, en la que viajábamos hasta la casa de mi abuelo en Catamarca. El paisaje nocturno me mostraba los diferentes matices del color negro en los árboles y sus formas tan variadas al costado de la ruta 38. Este tipo de paisajes se cortaban al llegar a los pequeños pueblos, cercanos a la ruta, donde se veían las típicas estaciones de servicio y los paradores que, con sus carteles luminosos, atraían a los insectos del lugar.

En nuestros viajes familiares escuchábamos música en la radio (sé que al día de hoy parece una antigüedad, pero en ese entonces era una de las formas que teníamos para divertirnos y hacer más ameno el camino). Las diferentes tonadas de los locutores nos daban pistas de dónde estábamos durante el recorrido.

A unos diez minutos de uno de esos pueblos que cruzamos, escuchamos un gran estruendo, en el silencio de la noche. Mi padre miró por el espejo retrovisor para ver si no venía nadie, y una vez que estuvo seguro de ello comenzó a aminorar la marcha.

Mientras el auto iba mermando la velocidad, dijo:

—Ese golpe fue metal contra metal…

Él daba por sentado que había sido un accidente vial, uno de los tantos que año a año ocurren en la temporada de verano. Entonces, tomó todas las precauciones necesarias. Él y mi madre habían estudiado juntos la carrera de medicina; ambos se graduaron y como médicos estaban dispuestos a ayudar a quien lo necesitara.

Pasaron un par de minutos desde que escuchamos el estruendo hasta que encontramos el lugar del accidente: se trataba de un Peugeot blanco, un auto grande oscuro y una camioneta gris. La camioneta y el auto blanco estaban sobre la ruta, había pedazos de chapa y vidrio rotos regados por el pavimento y en la banquina, mientras que el vehículo oscuro se encontraba a unos diez metros de la ruta más o menos. Tenía el techo completamente destruido, y eso era señal de que había volcado.

Mi padre prendió las balizas y se detuvo en la banquina, ambos se bajaron a ayudar.

—Te quedás en el auto y no te bajás de acá. Afuera es muy peligroso —me ordenó mi madre.

Sacó la linterna que guardaba en la guantera, para casos de emergencia y fueron a sacar del baúl el botiquín de primeros auxilios para dirigirse al lugar del accidente. Estacionamos a veinte o veinticinco metros de aquel accidente. Agarrado fuerte de los asientos de adelante, yo podía ver el panorama de los autos destruidos como si fuera una película de cine. Mis padres metían sus manos entre el metal arrugado de aquellos vehículos, para ver si sus ocupantes estaban vivos y si podían ayudar en algo.

Solo se veía un cuerpo en la ruta y otro tirado a metros del vehículo oscuro que estaba alejado de la ruta. Pensé qué habría sucedido para que esos autos colisionaran de esa forma tan violenta.

Entre la oscuridad de la noche, con la luna llena y la luz de nuestro auto, vi a mi padre regresar al auto. En ese momento, una luz comenzó a cobrar intensidad a mi espalda, y al darme vuelta vi que eran las luces de una camioneta que venía por la ruta en el mismo sentido que nosotros. Mi padre levantó los brazos y comenzó a agitarlos para que la camioneta lo viera y aminorara la velocidad. El conductor se bajó de la camioneta con su matafuego, y en un típico acento cordobés, dijo:

—¿En qué le puedo ayudar?

—Lo mejor es que dé la vuelta. Cruz Del Eje está cerca y allí podría encontrar algún patrullero o personal de la Policía provincial, para informar del accidente y pedir que envíen ayuda lo antes posible —respondió mi padre.

Vi a mi madre dirigirse a la parte posterior de la camioneta y llamar a mi padre. Él, al escucharla, con un pequeño trote se acercó a ver. Mientras eso pasaba, el hombre de la camioneta emprendió la vuelta al pueblo más cercano para solicitar ayuda. Luego de un par de minutos, me di cuenta que aquel cuerpo que antes estaba tendido en el campo, ya no estaba. Pensé que me lo había imaginado. De repente, una sombra en el espejo lateral de nuestro auto me tomó por sorpresa, al girar, vi que era una persona que caminaba por la banquina, muy cerca del auto.

En ese momento no lo sabía, pero mi vida habría de cambiar para siempre. La figura que se aproximaba llevaba la ropa del cuerpo que pensé que había imaginado.

Su rostro se asomó lentamente por la ventanilla y llegué a ver sus ojos. Su mirada y su color me parecían diferentes. Miré de nuevo al frente, donde se encontraban los autos chocados y mis padres, pero sentía la presencia en la ventanilla, y la sombra de aquel individuo inundaba el auto. Volví a girar mi cabeza a la ventana, la cual se ensombrecía por causa de esa persona y en un momento cruzamos las miradas. Su rostro no mostraba dolor; al contrario, comenzó a dibujase en él una leve sonrisa.

Mostrándome algo aún más aterrador que aquel accidente y el cuerpo sin vida en la carretera, sus colmillos se asomaron, los vi agrandarse, y de su boca salía sangre. Salté al otro lado del asiento, en un intento por alejarme de aquella ventanilla y de aquel rostro tras el vidrio.

Al ver por la otra ventanilla, allí seguía ese rostro maléfico con sus colmillos, intentando esta vez abrir la puerta de atrás, pero para suerte mía estaba con el seguro puesto. No sé cómo, pero esta persona se convirtió en una criatura que me horrorizaba. Con su dedo golpeó la ventanilla y escuché las siguientes palabras, que quedaron grabadas para toda la vida en mi mente:

—¿Cómo te llamas, pequeño? Bueno, eso no importa... Recuerda lo que te digo: nunca me viste. Si me entero de que le contaste a alguien sobre mí, voy a volver a buscarte ti y voy a lastimar a tus papás.

En ese momento se escuchó unas sirenas que anunciaban la llegada de la policía de la Provincia, los bomberos y algunas ambulancias. Esta criatura maligna con forma humana que se había acercado al auto, sin llegar a saber yo sus intenciones, salió corriendo para el campo, mezclándose con la sombra de la noche y los árboles del lugar.

El miedo que sentí en ese momento nunca más lo volví a sentir. No podía decir ni hacer nada, estaba completamente paralizado. En mi interior gritaba de miedo, pero mi boca estaba cerrada, como si alguien me hubiese pegado los labios. Cerré los ojos para que así todos mis sentimientos y esa pesadilla que había sufrido despierto se desvaneciera en mi mente.

Al escuchar abrirse la puerta delantera del auto me sobresalté. Era mi madre, y al ver esta reacción de mi parte destrabó de inmediato el seguro de la puerta trasera y se sentó a mi lado. Yo estaba temblando, y con el amor que solo una madre puede dar, me tomó entre sus brazos y me dijo:

—Ya está cariño, ya está… Dentro de unos minutos papá va a volver y nos vamos a ir de acá. Seguro te asustaste por todo este accidente. Tranquilo, ya nos vamos a ir.

El resto de ese viaje lo pasé sentado y con el cinturón de seguridad puesto. No quería dormir, ni tampoco mirar por esa ventanilla. El paisaje que tanto me distraía se convirtió en un escenario de miedo y terror. Escuché a mi padre comentarle a mi madre, algo como:

—En el auto oscuro los policías encontraron un cuerpo con el cuello desgarrado, lo que les llamó la atención fue que extrañamente no había tanta sangre como debían haber encontrado…

Esas vacaciones fueron muy difíciles para mí. Paramos en una villa turística llamada El Rodeo, en el Departamento Ambato, a treinta minutos de la capital de la provincia. La villa estaba rodeada de montañas verdes, y para llegar allí debíamos transitar un camino sinuoso al borde del precipicio. Al entrar a la villa se podían observar las casas en el valle, al costado del camino y también en las laderas de la montaña. Recuerdo el mástil en el medio del pueblo con la bandera argentina flameando, y un camino que salía desde allí y a cien metros un puente colgante sobre un río con agua de deshielo.

Ese verano me la pasé caminando de la casa al río, pero al caer el sol en el valle, las sombras del lugar me llevaban en mi mente de regreso a esa noche en el auto.

Cada año que pasaba allí mis vacaciones las disfrutaba cada vez más. El abuelo, un alemán estricto –no tanto con su nieto– había llegado al país después de la Segunda Guerra Mundial, en el año 1946. Su vida era el trabajo con la madera y su casa que levantó con sus propias manos desde los cimientos. Allí me enseñó sobre las diferentes maderas y cómo trabajarlas, me enseñó a pescar y también algo de su idioma. Mi padre también me lo enseñaba a veces, y mi madre me instruía en el francés. Para mí era más fácil a veces entenderle al abuelo en su idioma nativo que en su español con acento alemán.

Una vez que estábamos armando un banco, con la inocencia que tiene uno de niño, le pregunté al abuelo:

Der Ahn, ¿por qué vives tan lejos de nosotros?

—Yo nací en un país que está muy lejos de aquí. Mi país y mi ciudad fueron destruidas. Solo vi escombros donde antes había edificios y bellas casas. Necesitaba un lugar donde hubiera tranquilidad, donde la naturaleza se aprecie en todo su esplendor, que todo esté para construir…—respondió con su rostro serio característico.

Muchos años pasaron y seguimos viajando juntos en familia para ver al abuelo y volvíamos a pasar por aquel lugar del accidente, a veces de día, a veces de noche, y en cada viaje le agradecíamos a la Virgen del Valle por su protección.

Esta historia nunca se la conté a mis padres cuando los tenía conmigo, ni tampoco a mis amigos de la infancia con los cuales compartí cumpleaños, campamentos y las noches que me quedaba a dormir en casa de algunos de ellos. Crecí y me convertí en un hombre que por convicción seguía siempre hacia adelante sin importarle nada. Lo único que importaba era seguir hacia adelante. Muchos años han pasado y traté de considerar el suceso traumático como una pesadilla o un mal sueño, pero siempre terminé convenciéndome de que sí estuve despierto.

Cuando era niño no podía encontrar una palabra para describir la mirada de esa criatura. Con el tiempo pude hallar una que la describía: deseo.

Más adelante encontré otro término para nombrar a esa criatura que aún hoy me niego a usar y ese término que mejor encajaba es… vampiro.

El 3ro

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