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CAPÍTULO 2 Un día más

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Es temprano. Estoy en la cama mirando al techo, esperando que el maldito despertador suene de una buena vez para levantarme.

A las seis y media comienza a sonar el maldito, y es hora de empezar un nuevo día con la rutina. Para las siete de la mañana; ya estoy bañado y cambiado. Prendo la hornalla de la cocina para calentar el agua, mientras termino de atarme los zapatos en el dormitorio, al volver me sirvo el agua hirviendo en la taza y se hace la magia: un café calentito y humeante. Después, como cada día, prendo la televisión para ver las noticias de la mañana.

Resulta que las noticias son las mismas de ayer, la protesta por acá, corte de calle por allá; es un día más en una gran ciudad como en la que vivo. Busco mi maletín, las llaves, el bolso para ir al gimnasio, mi teléfono celular. Solo me falta el control remoto para poder apagar el televisor y ¡listo, ya no me falta nada para salir al trabajo!

Baje en el ascensor como todos los días hasta el garaje y me subo a mi SUV y lo enciendo un ratito luego de una noche fría, mientras pongo en la consola música de los ‘80. Y ahora sí arrancamos un nuevo día. Unos veinte minutos de viaje desde mi departamento en el barrio de Almagro hasta el Microcentro son más que suficientes para convertirte de una persona tranquila en una persona malhumorada por el tráfico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Y me repito la misma pregunta todas las mañanas: “¿Quién me mandó a comprar un auto?”. Obtengo la misma respuesta todas las mañanas: “Es la comodidad con la cual a vos te gusta vivir”.

Unos minutos antes de las ocho, paso la credencial por la recepción y camino hacia el ascensor, donde la buena gente que trabaja en el mismo edificio que yo, y a quienes saludo todas las mañanas, van ensimismadas en sus propios problemas y me cierran la puerta del ascensor en la cara.

Y yo, que fui bien educado, digo en mi interior: “¡Pedazos de mierda! ¿No ven que estoy llegando? Podrían haberme esperado unos segundos…”.

Me vuelvo a tranquilizar y me recuerdo: “Vamos, que recién comienza el día…”

Trabajo en una consultora de negocios. Lo que nos distingue del resto es la capacidad de generarles oportunidades de negocios tanto en el ámbito nacional como internacional a toda nuestra cartera de clientes. Un día normal está lleno de reuniones con clientes, con el personal, llamadas telefónicas, mails y videoconferencias. Pero se respeta una premisa: la hora de almuerzo es sagrada para todos. Es donde se toman las decisiones fundamentales para el resto de la jornada.

Todos en la oficina pensamos lo siguiente: “Comer liviano o no, una ensalada o algo más contundente, total después vamos al gimnasio y quemamos todas las calorías”.

Es mediodía, es hora de buscar mi abrigo y salir de la oficina. Presiono el botón del ascensor con la flecha descendente y veo que está a dos pisos del de la oficina. Recibo un llamado a mi teléfono celular. Es Claudia, una compañera que me pide que le compre un chocolate cuando vuelva. El viejo conocido pecado después de la comida.

El ascensor se detiene y comienzan a abrirse las puertas y pienso para mi interior: “Sí… a esta hora siempre hay mucha gente… y no pienso esperar otro…”

Entré sin saber que en ese día y en ese ascensor mi vida cambiaría.

Me dirigí al fondo del ascensor como es mi costumbre. Adentro había una mujer con su saco rojo, que es el uniforme de la oficina del bróker de seguros de tres pisos más arriba que la consultora. Un muchacho del delivery, que siempre lo veo a esta hora aproximadamente trayendo alguna comida una de las oficinas de edificio y tres de ejecutivos de alguna otra empresa. Yo estaba mirando mi celular por algún mensaje que por algún motivo no hubiera visto, cuando escuché a unos de estos ejecutivos decir:

—¿Cómo se llama “tú, pequeño”? Bueno, no importa... Recuerda lo que te digo: te va a causar líos.

Después de tantos años reconocí su voz y casi las mismas frases que me había dicho aquella criatura la noche de aquel accidente fatal, pero esta vez con acento francés.

Cerré la aplicación que estaba revisando y miré la superficie refractaria del ascensor para ver a estas personas. Mientras, apretaba el ícono de cámara para intentar sacarles una foto sin que ellos se dieran cuenta.

La señal sonora nos avisaba que llegamos a la planta baja, la cual cubrió en ese momento mi accionar. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, comenzamos a descender: la mujer del bróker de seguros primero, después los ejecutivos y al final el muchacho del delivery.

Me quedé para que no sospechara que lo había reconocido después de tanto tiempo, pero estaba vez no me paralicé de miedo. A continuación, marqué el piso de la oficina para hacer tiempo, mientras me preguntaba qué iba hacer, mientras miraba la foto de esta “persona”. Lo había reconocido por su frase, por su voz, por su rostro, el cual no había cambiado en nada en absoluto desde aquella noche en la ventanilla del auto de mi padre.

Esa noche había cambiado mi vida para siempre, y si ese ejecutivo era la criatura que había visto de niño, yo tendría que ser más inteligente que él. Volví a marcar el botón para ir a la planta baja y vi los números en el tablero descender como la cuenta regresiva de una película. Mientras pensaba qué haría al bajar, sonó la señal sonora que avisaba que había llegado, esta vez solo.

Salí del ascensor como si nada hubiese cambiado y me dirigí a la recepción del edificio. Allí estaba Eduardo, que forma parte del personal de la empresa de seguridad que tiene el edificio. Le consulté si podía ver el libro donde la seguridad registra la entrada y salida de todas las personas que no pertenecen al edificio.

Eduardo me respondió:

—No puedo permitirte eso, es solo para el personal de seguridad de la empresa.

—Ok. Lo entiendo.

Se me ocurrió consultarle de otra forma, para que él no tuviera problemas con su empresa.

—Con el muchacho del delivery, salieron tres ejecutivos... ¿Te podrías fijar cuáles son sus nombres y a que empresa pertenecen?

Eduardo se sonríe, sabiendo que no me lo podría decir. En un papel escribió los nombres de estos ejecutivos y la empresa a la que representan, y lo dejó encima del mostrador. Como cualquier mago, pasé la mano por encima del papel y lo hice desaparecer. Tal como lo recibí, lo guardé y después de esto solo atiné a decirle:

—Eduardo, te debo un gran favor.

Salí del edificio para ir a almorzar, pero mi apetito se había ido y solo caminé e intenté pensar con claridad. Encontré un café de los llamados “tradicionales”, de los pocos que aún quedan, y busqué con la mirada una mesa lejos de la puerta. Por suerte había una vacía en un rincón; me senté de espaldas a la pared, mientras miraba fijamente la puerta de entrada.

Enseguida el mozo se acercó a la mesa, con la carta en la mano, y me interrogó:

—¿Caballero, va a almorzar?

—No…, pero sí voy a querer un café doble.

Y antes de que el mozo se fuera le pregunté:

—¿Cuál es el nombre de la red wifi del café y su contraseña, por favor?

De inmediato me entregó la carta, mientras me señalaba dónde estaba escrito el nombre y la contraseña.

Saqué mi teléfono celular, me conecté al wifi y busqué la empresa que esos ejecutivos representaban. El nombre de la empresa era Le Groupe. Revisando su sitio web, aparecen los ejecutivos a cargo de la oficina regional que se encuentra aquí en microcentro y en unos de los edificios más exclusivos en Puerto Madero. Y los nombres que resaltan en su sitio web son: Jerome Merchant y Pierre Fournier. Para mi sorpresa, al ver la foto reconocí que eran los mismos que encontré en el ascensor del edificio. Es empresa multinacional posee oficinas por el todo mundo y con intereses muy diversificados dependiendo la región donde se encuentre.

El tiempo del almuerzo acabó, había terminado mi café y ya era hora de volver a la oficina. Empecé el camino de retorno, pero en mi cabeza no podía olvidar lo sucedido. Antes de llegar al trabajo me paré en un kiosco cercano para comprar ese bendito chocolate por el cual me había llamado Claudia.

Ingresé al edificio, pasé la credencial y me encaminé hacia el ascensor, donde me quedé esperando que llegara a la planta baja, cuando siento una palmada en la espalda. Era Eduardo, y me dijo:

—Si no apretás el botón, no va a bajar el ascensor o no se va abrir la puerta sola, che…

Asiento con una leve sonrisa, dando por sentado que lo que me decía estaba en lo correcto. Se aleja unos cuantos pasos, se detiene, gira la cabeza, e intrigado me dice:

—¿Todo bien?

Mi respuesta sincera y sin pensar fue:

—Aún no lo sé.

Subí al ascensor, marqué el piso de la oficina. Pasé por el escritorio de Claudia para dejarle el chocolate que me había pedido y luego de eso me dirigí a mi escritorio donde pasé el resto de la tarde solo respondiendo mails; no quise atender ningún llamado.

Las cinco de la tarde marca el fin del día laboral. Luego voy al gimnasio para despejarme. Pasé por la SUV, agarré el bolso y me fui al gimnasio que está a la vuelta del trabajo. Comencé con la bicicleta fija, después algo de cinta caminadora, y para terminar de despejarme la cabeza comencé a darle piñas a la bolsa, a ver si lograba sacar tensiones y el estrés de aquel cruce inesperado.

Al ver la hora, había perdido la noción del tiempo. Me di una ducha rápida, me cambié y salí corriendo del gimnasio rumbo al estacionamiento, para volver lo más rápido posible a casa.

Al llegar al garaje del edificio, un vecino salía y con sus luces me saludó. Yo levanté el brazo en señal de respuesta. Saqué el bolso, el maletín y me dirigí a la puerta del garaje que se comunica con el pasillo en el cual se encuentra la puerta del ascensor. Miré en mi maletín buscando la llave de mi departamento y al ver mis manos, me di cuenta de que mis nudillos estaban colorados de los golpes que le había dado a la bolsa.

Llegué al piso de mi departamento, ambas puertas del ascensor se abrieron, y caminé por el pasillo iluminado en medio de un silencio absoluto. Abrí la puerta y la cerré rápidamente con llave. Prendí la luz y fui directo a la mesa donde se encuentra el control remoto para prender el televisor y que comience a haber un poco de ruido en esa tarde-noche silenciosa.

Después me dirigí al dormitorio y me senté en la cama. Por primera vez en el día sentí algo de alivio al descalzarme. Volví al living donde se encontraba la televisión prendida, me desabroché el cinturón y me desplomé en el sillón. Cerré los ojos por un momento y al abrirlos miré la hora en la pantalla: eran las 22:10 y no tenía nada para cenar. Tuve una regresión a la infancia e hice lo que tenía que hacer. Agarré el pan y saqué la manteca de la heladera, me senté a la mesa mirando la televisión y comencé a partir el pan con el cuchillo para luego untarle manteca y le agregué azúcar, “este es un placer que nunca cambia”.

Cuando terminé de cenar, apagué la televisión y comencé a lavar lentamente el plato y el cuchillo; los dejé sobre la mesada para escurrir bien el agua para poder luego secarlos tranquilamente. Era tarde; fui al baño a cepillarme los dientes, volví al dormitorio y encendí la luz, volví a la cocina, sequé el plato y el cuchillo. Luego verifiqué que la puerta estuviera cerrada y apagué la luz de la cocina. La luz del dormitorio me sirve de guía para mi destino final de esa noche para finalizar este día de sorpresa y estupor.

La noche ya pasó. Es temprano y estoy en mi cama, mirando al techo, esperando que el maldito despertador suene para levantarme como todos los días (aunque mis pensamientos no me dejaron dormir tranquilo).

A las seis y media comienza el día, con la rutina diaria. Prendo el calefón y preparo ya la taza con el café; esta vez será de máquina y con azúcar, para despabilarme. Me dirijo al baño y abro la ducha, dejando que corra el agua fría recorra todo mi cuerpo, todo vale para despertarme. Busco la ropa para el trabajo y agarro una campera que espero que sea suficiente en el día de hoy.

Siendo las siete, tomo el café, lavo la taza y la dejo escurrir mientras voy de atarme los zapatos en el dormitorio. Busco mi maletín, las llaves y mi teléfono celular; creo que ya es tiempo de salir al trabajo. Me subo a mi SUV escuchando mi música y arranco un nuevo día de trabajo. Los veinte minutos de viaje son eternos, pero esta vez no me importaba si había cortes o protesta durante el camino, ni siquiera el tráfico me molestaba hoy. Llegué sin contratiempos a la oficina. Como siempre, unos minutos antes de las ocho, que es la hora de entrada.

Entro al edificio, paso la credencial por la recepción y camino hacia el ascensor, donde la buena gente que trabaja en el mismo edificio hoy no está. La sensación en el ambiente es diferente, algo cambió. Dentro del ascensor veo a una joven del bróker de seguros; estaba llorando mientras un compañero de trabajo trataba de consolarla.

Bajé del ascensor y al entrar me encontré con el mismo ambiente que se respiraba en la recepción y le pregunté a una telefonista qué había sucedido, que todos se veían tan decaídos.

—Nancy, una de las chicas del bróker, fue asesinada ayer a la noche —me respondió.

Me dirigí al escritorio, prendí mi computadora y mientras se iniciaba, tomé ese tiempo para mirar a mis compañeros y colgar mi campera en el perchero. Me acomodé y comencé con el trabajo diario. De a poco los sonidos característicos de la oficina inundaron el ambiente. Trascurrió una hora tras otra después de un comienzo de día laboral diferente, para intentar convertirse en un día, digamos, “normal”. Y como todos los días, llegó el horario en que comienza el desfile, quién come qué cosa y quién va a comprar.

Agarré mi campera antes de que me hicieran algún pedido de comida extraño y salí de la oficina con rumbo al ascensor. Apreté el botón, para mi suerte, se detuvo y se abrieron las puertas. Y, como todos los días, pienso para mi interior: “Horario de mucha gente… Y no pienso esperar otro”.

Ingresé al ascensor y solo estaba el muchacho del delivery. Mientras descendíamos, tomé mi teléfono celular para ver la hora y la temperatura. Al levantar mi cabeza, vi al muchacho mirarse al espejo. La señal sonora marcó que llegamos a planta baja; descendió primero él y después yo, como de costumbre.

El día anterior, en aquel bar tradicional me sirvieron un café como hace tiempo no tomaba y quería volver a experimentar esa sensación. Caminé por la calle en sentido opuesto al tránsito en busca de esa infusión tan deseado. Mientras la puerta de vidrio se abría, sentí un escalofrío, al ver reflejada la imagen del otro ejecutivo que el día anterior había visto en el ascensor con aquella criatura.

De todos modos, entré al bar y busqué la misma mesa de antes, lejos de la puerta y con mi espalda dando contra la pared. El mismo mozo se acercó a la mesa y me consultó:

—¿Caballero, va a almorzar hoy?

—No, pero sí voy a querer un café doble bien caliente y rápido si puede ser, pero esta vez con tostadas, mermeladas y manteca. Pero por favor, que el cuchillo sea serrucho y no de los lisos —contesté.

El mozo se alejó caminando hacia la barra a encargar mi pedido y se quedó parado junto a la caja, hablando con alguien (supongo que debería ser el encargado del café). Mientras eso sucedía, yo seguía mirando fijamente la puerta de entrada, cuando de repente, se abrió lentamente y eran un par de mujeres que venían de comprar por la zona, sus bolsas de la tienda las delataban. Un hombre mantuvo la puerta abierta mientras ellas entraban, y unos segundos después, volví a ver el mismo rostro de aquella noche.

Esta vez no estaba solo, sino acompañado con su socio, y vinieron directamente hacia mi mesa. Mientras su socio se sentaba a la mesa en diagonal a la mía, esta criatura me dijo:

—Buenos días, ¿me permite? —con acento francés, señalando con su cabeza la silla que estaba frente a mí del otro lado de la mesa.

Con un gesto de mi mano le doy la aceptación para que se siente.

—Oh, ¿dónde quedó mi educación? Me presento: mi nombre es Jerome Merchant.

—Si vos sos Jerome Merchant —con mi mirada y con mi dedo índice señalándole a su socio, le dije: —entonces aquel caballero sería Pierre Fournier, supongo.

Ambos sonrieron al mismo tiempo. Jerome se reclinó hacia el respaldo de la silla y giró su cabeza para el lado de su socio, y le dijo:

—¿Viste? Te dije que me había reconocido… —Pierre asintió con su cabeza a lo que Jerome le decía.

—Caballeros, ¿lo van a acompañar con un café? —interrumpió el mozo.

Con toda una parsimonia, el mozo fue dejando mi pedido en la mesa. El café humeante, las tostadas con la mermelada, manteca y con el cuchillo de serrucho. No solo era mi supuesto almuerzo sino también eran todas mis armas defensivas.

—Gracias, pero nos retiramos en un par de minutos —aclara Pierre desde la otra mesa.

Mientras eso sucedía, Jerome y yo nos miramos fijamente. No podía demostrarle temor; yo ya no era aquel niño en el auto de mi padre.

—¿A qué se debe esta visita, después de tantos años…? —dije en tono de broma.

—Tú me reconociste, pero yo también te reconocí por tu olor, y te recordé también.

—Entonces voy a tener que cambiar mi desodorante, supongo…

—Veo que eres gracioso.

—Si no tomamos la vida con un poco de humor terminaríamos como vos, un viejo amargado.

Aunque esta criatura lucía igual que aquella noche, solo era diferente su ropa y su corte de cabello. Ante esta nueva realidad, le pregunté:

—¿Tu socio es igual a vos?

—Igual a mí… ¡No! —respondió en forma tajante. Pero continuó:

—Yo lo creé —expresó orgulloso—. Veo que te has quedado sin palabras.

—En este momento haría un comentario sobre tu sexualidad para que te sintieras incómodo —atiné a decir irónico—. Pero si los dos son iguales… bueno esa etapa la pasamos hace rato entonces... Yo intentaba por todos los medios hacer resurgir su orgullo, para poder seguir bromeando con esa criatura. Luego le seguí castigando el ego:

Estás igual… Aunque ya se te notan las canas, tendrías que pensar en teñirte. Y las entradas están más pronunciadas desde la última vez que te vi.

Pierre sonríe desde la otra mesa. Jerome, con un gesto de fastidio, me responde:

—Y yo veo que ya no eres aquel niño al que asusté dentro del auto.

Tomándose su tiempo, en forma de sentencia y mirándome fijamente a los ojos me susurró:

—Pero eso ya no importa. Te comento que ya visitamos a aquellos que viajaron con nosotros en el ascensor ayer... Aunque Pierre no llegó a tiempo con el muchacho del delivery, se lo adjudicamos a la violencia e inseguridad de tu sociedad.

Al momento de decir esto, Pierre se levantó y con su mano izquierda le tocó el hombro. Él me miró a los ojos, y me dijo sin ningún tipo de titubeo:

—Esta noche nos volveremos a ver por última vez.

Luego de esa amenaza, ambas criaturas se alejaron de mi mesa hablando entre sí, mientras buscaban la salida.

Ahora que estoy solo en mi mesa, pienso: “Creo que mi monólogo en esta situación lo llevé bastante bien; mis bromas y comentarios sarcásticos e irónicos salieron en forma fluida ante un público tan hostil. Lo único que ya me queda por hacer es tomar mi café y prepararme para el gran evento de esta noche”.

El 3ro

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