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1. MUJERES Y PINTORAS

La visibilidad artística femenina en la pintura española de la primera mitad del siglo XIX

Rafael Gil Salinas

Universitat de València

INTRODUCCIÓN: EL CONTEXTO INTERNACIONAL

Una de las principales características de la historia del arte ha sido el protagonismo ejercido por infinidad de mujeres. Han sido modelos y musas. Han protagonizado algunos de los cuadros más importantes de todas las épocas: desde las señoritas de Aviñón a las majas, la Mona Lisa, las venus, las bailarinas de Degas o las prostitutas de Toulouse-Lautrec, entre otras.

Son solo algunos ejemplos evidentes, pero mientras que las mujeres se dejan ver en las paredes de los museos son muy pocas las que firman los lienzos que cuelgan de ellos. La concepción decimonónica de la mayoría de los manuales del tema las excluyó, aunque hubiera mujeres retratistas de Corte, escultoras de cámara o pintoras religiosas. Han sido silenciadas y su rescate del olvido, afortunadamente recuperado en los últimos años, merece todos los empeños.

Su existencia fue ciertamente reducida en muchas épocas, pero hay un buen número de nombres de mujeres que, en cada etapa de la historia, alcanzaron una fama y un reconocimiento público que fue posteriormente silenciado. Mujeres que no aparecen en los libros de arte ni suenan en el imaginario colectivo por culpa del concepto de historia del arte procedente del siglo XIX, centuria en la que se vetó especialmente la independencia creadora de la mujer por la moral burguesa reinante y relegó al género femenino a una condición hogareña casi exclusiva, mediante un canon casi exclusivamente masculino en las primeras publicaciones dedicadas al arte. Una discriminación que, además, se estandarizó cuando se crearon los grandes museos europeos. Tampoco ayudó la visión de muchos grandes hombres del arte que se despacharon con opiniones similares a la de Renoir: «la mujer artista es sencillamente ridícula».

¿El resultado? Una visión androcéntrica del arte que ha borrado a muchas pioneras que merecen un lugar destacado en nuestras conciencias artísticas. Hay que empezar por Ende, considerada la primera pintora de la historia, una copista encargada de iluminar códices en el siglo X que ya firmó entonces Ende pintrix et Dei aiutrix (Ende, pintora y sierva de Dios), el manuscrito del Comentario al Apocalipsis del Beato de Liébana o Hildegarda de Bingen, una monja benedictina que fue pionera en el campo de la música, la literatura y la pintura y que ya fue silenciada en su propia época.

El nombre de Sofonisba Anguissola quizás sea uno de los que más puedan sonar porque es la única mujer cuyas obras se pueden ver en las colecciones del Prado y a la que en la actualidad se dedica en aquella institución una exposición monográfica junto a Lavinia Fontana.1. Esta pintora renacentista cosechó muchos éxitos en su época. Miguel Ángel alabó su obra, Giorgo Vasari la incluyó en su diccionario con 133 biografías de artistas (todos hombres menos la escultora Properzia de Rossi y su mención), se hizo famosa en Italia, Van Dyck la retrató y fue pintora de la Corte de Felipe II (un retrato suyo del monarca está en el Prado), sin embargo, como era mujer no podía firmar sus obras, motivo por el cual muchas fueron atribuidas a hombres. La partida de ajedrez es uno de los pocos cuadros que tiene su rúbrica, pero otras como La dama del armiño hoy siguen generando debate sobre si es obra de su mano o de la del Greco.

También en la Italia del siglo XVI Lavinia Fontana fue una cotizada retratista, pero no solo por su reconocimiento, sino porque se convirtió en pintora oficial de la Corte del papa Clemente VIII y también trabajó para el Palacio Real de Madrid. Quizás es la pintora más exitosa del Renacimiento y el Barroco, una pionera que realizó cuadros de desnudos de hombres y mujeres (en la época los estudios de anatomía estaban vetados para las mujeres) y en la conciliación: su marido dejó el trabajo para ocuparse de la casa y sus once hijos mientras ella sustentaba la economía familiar con sus pinturas.

Mientras que ambas nacieron en ambientes artísticos, la vida de Judith Leyster fue completamente distinta. Esta artista holandesa del siglo XVII era hija de un cervecero y la pintura apareció como un oficio necesario para sobrellevar las penurias económicas de la familia. Influida por Rembrandt, Vermeer, Frans Hals, su maestro y la pintura caravaggista apenas hay una cincuentena de obras conservadas de ella porque dejó el arte cuando se casó, pero hoy sigue observándonos directamente a los ojos desde la National Gallery of Art de Washington mientras pinta a un violinista.

Otro de los grandes nombres del Barroco fue el de Artemisia Gentileschi, una pintora que llegó a gozar de una notable consideración en la Italia del Setecientos, aunque su fama decreció tras su muerte y un siglo más tarde su obra cayó en el más profundo olvido, en parte por la dispersión, la pérdida y las malas atribuciones. Fue la primera mujer admitida en la selecta Academia del Disegno florentina, lugar donde consiguió el mecenazgo de los Medici. La Galería de los Uffizi muestra una de sus obras, de clara influencia caravaggista, más reconocidas: Judith decapitando a Holofernes. En ella se representó en los rasgos de Judith y se vengaba de su preceptor artístico y agresor sexual, Agostino Tassi, retratándole como Holofernes. Le llevó a un juicio por violación y, aunque fue desterrado, ella sufrió torturas y un humillante examen ginecológico para demostrar su inocencia. Es, para muchos, la primera pintora feminista de la historia y, en 2016, Roma le dedicó una gran exposición.2.

En el mismo siglo en España despunta la sevillana Luisa Roldán, hija del mejor escultor de la segunda mitad del XVII de la capital hispalense y más conocida como La Roldana. Dominó la talla de madera y barro, fue escultora de cámara de Carlos II y Felipe V y suyas son tallas como Entierro de Cristo, que se exhibe en el Metropolitan Museum de Nueva York, o el gran San Miguel Arcángel del Escorial. A pesar de su profusa actividad pasó muchas dificultades económicas y a su muerte su nombre también cayó en el olvido.

La mujer que puso rostro a Goethe o Reynolds fue Angélica Kauffman, una pintora suiza neoclásica que alcanzó una gran fama en el siglo XVIII, al igual que la francesa Marie Louise Elisabeth Vigée Lebrun, una de las retratistas más cotizadas de la época. No aparecerá en los libros de historia del arte, pero sí en los de historia universal: retrató a toda una corte de personajes cuyas cabezas acabarían cortadas en la guillotina de la Revolución francesa. Pintó, por ejemplo, a Lord Byron o a María Antonieta hasta en 35 ocasiones. El primer retrato se lo hizo con solo 23 años.

En el misógino siglo XIX hay nombres propios ya más reconocibles, como los de Berthe Morisot, Mary Cassatt y Marie Bracquemond, las tres mujeres de primer nivel que formaron parte del impresionismo, al igual que la escultora Camille Claudel. Las vanguardias del siglo XX tampoco trataron mejor a sus creadoras. Aunque Frida Khalo, Georgia O’Keefe, Sonia Delaunay o Tamara de Lempicka son más conocidas, en el ostracismo han quedado numerosos nombres como los de Sophie Taeuber Arp, Leonora Carrington, Lee Krasner, un auténtico referente del expresionismo abstracto siempre a la sombra de Pollock, su marido, o Florine Stettheimer, la mujer que hizo el primer autorretrato desnuda de la historia del arte.

Tampoco puede faltar entre las mujeres pioneras y ser rescatada de la historia del arte el nombre de la española Maruja Mallo. Desterrada de los libros, fue una de las grandes surrealistas –el propio Dalí la calificó como «mitad ángel, mitad marisco»–, además de una mujer comprometida políticamente con la difusión del arte. Fue parte de la Generación del 27, colaboró con las misiones pedagógicas republicanas y tuvo que exiliarse a EE. UU. y Argentina durante la Guerra Civil y la dictadura. Es una de las creadoras de las que quizá se conozca más su anecdotario (su rebelión contra el uso del sombrero, sus provocaciones anticlericales o el empleo de pantalones prestados, «soy la primera travesti», para acceder a un edificio religioso) que su propia obra. Cometió, como la definió María Zambrano, «uno de los errores más destructivos e imperdonables: ser libre». El mismo que todas estas mujeres empeñadas en desmentir esas palabras de Bocaccio, para quien «el arte es ajeno al espíritu de las mujeres, pues esas cosas solo pueden realizarse con mucho talento, cualidad casi siempre muy rara en ellas».

LAS PRIMERAS MANIFESTACIONES ARTÍSTICAS FEMENINAS EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX: DE LA ARTESANÍA AL ARTE

Además de mostrar su condición femenina, muchas mujeres fueron artistas en unos momentos en los que, como veremos, no se les puso nada fácil el desarrollo de esta actividad. Una idea bastante difundida es la de que las mujeres siempre han trabajado junto a sus compañeros varones, ya sea compartiendo o distribuyendo tareas, aunque las leyes hayan puesto límites a su formación, su ejercicio profesional y a sus derechos. Sin embargo, la histórica voluntad de asociarlas al llamado ámbito doméstico y la identificación del concepto trabajo con la percepción de un salario que caracteriza a las sociedades industriales han provocado un efecto perverso en la memoria histórica, ocultándose la creación y el protagonismo social de las mujeres en la producción, transformación y distribución de bienes y servicios, restándoles protagonismo social en la configuración y evolución de las sociedades, al tiempo que se han infravalorado los trabajos y saberes considerados «propios de mujeres».


Fig. 1. Florero de conchas isabelino con fanal en vidrio. 50 cm alto x 29 cm diámetro. Tercer cuarto del siglo XIX. Colección particular.

A comienzos del siglo XIX, en instituciones como la Real Sociedad Económica de Amigos del País, el Ateneo, el Casino-Obrero, el Liceo Artístico y Literario o en los escaparates de los principales comercios de las ciudades, comenzaron a aflorar exposiciones temporales que, con una duración máxima de quince días, permitieron exhibir muestras en las que se exhibían conjuntamente piezas artesanales (figura 1) y obras artísticas. Lienzos que mostraban flores, naturalezas muertas, bodegones, paisajes o retratos convivían con bordados, abanicos, flores realizadas con conchas o artilugios con ciertos mecanismos que permitían que las obras artesanales cobrasen vida.

El dibujo, la música y la costura, así como los idiomas o la geografía, formaron parte de la formación habitual que las jóvenes de clase alta recibían con el fin de aprender a desenvolverse en sociedad. Eso hizo que muchas mujeres cultivasen en sus hogares la pintura, así como diversas técnicas decorativas, a modo de pasatiempo, sin que por ello careciesen de calidad artística o de dificultad técnica.

Muchas mujeres del siglo XIX dedicaron buena parte de su tiempo a labores como los bordados. La destreza en las labores ocupó un papel fundamental en la educación que las niñas recibían en los conventos o en colegios en el siglo XIX, y que formaban parte de las llamadas labores del hogar o labores de adorno. La mujer afirmaba su papel de «ángel del hogar» decorando cada ángulo de su casa: toallas, centros, cojines, reposapiés, fundas para sillas, tapetes, cortinas, barandillas, paneles contra el fuego, etc.

Las niñas se iniciaban en las diferentes técnicas de la costura ejecutando «trabajos de prueba» o dechados, en los cuales aprendían a hacer cenefas, vainicas, deshilados o letras que servirían para marcar las prendas de su ajuar. Estos dechados también se convirtieron en instrumentos de alfabetización donde las muchachas aprendían a leer y escribir. Posteriormente, continuarían con otras labores más especializadas, como el bordado o el encaje, la calceta, la frivolité, el crochet, el punto de red o el dobladillo, que aplicaban a la indumentaria, a los ajuares domésticos y a los ornamentos de iglesia.

Las revistas femeninas ofrecían patrones y diseños para poder llevar a cabo todas estas labores. Los grandes avances de la imprenta contribuyeron a un considerable aumento de esquemas y modelos: parece ser que en 1840 se publicaron más de catorce mil. Por otro lado, los progresos de la química y de la industria textil surgidos en el siglo XIX permitieron satisfacer la creciente demanda de tejidos, hilos de colores o utensilios para la ejecución de bordados y encajes.

Desde la perspectiva de las bellas artes, las mujeres artistas encontraron mayores facilidades en la dedicación a determinados temas y técnicas, por considerarse eminentemente femeninos. Por ello es frecuente encontrar un mayor número de mujeres artistas en el campo de la miniatura, la ilustración, el bordado o la porcelana que en el ámbito de la pintura o la escultura. Las artistas solían cultivar temas de género y bodegones y, en ocasiones, retratos y temas religiosos, temas que eran considerados secundarios en la jerarquía artística de la época. Eran géneros y medios que en la época fueron valorados acordes a su sensibilidad y sus capacidades, pero, en realidad, también influyó el tener vedado el acceso a ciertas asignaturas, que les impidió ampliar su formación, incrementar sus habilidades y, en consecuencia, atreverse con otro tipo de composiciones.

En un artículo publicado en la Gazette des Beaux-Arts en 1860 se retrataba con claridad el sentimiento de la época respecto a la situación y consideración de la mujer artista:

El genio masculino no tiene nada que ver con el gusto femenino. Dejemos que los hombres de genio alumbren grandes proyectos arquitectónicos, esculturas monumentales y formas pictóricas excelsas. En una palabra, que los hombres se ocupen de todo lo que tiene que ver con el gran arte. Dejemos que las mujeres se ocupen de esas clases de arte por las que siempre han sentido preferencia, la pintura de flores, esos prodigios de elegancia y frescura que sólo pueden competir con la elegancia y frescura de las propias mujeres. A las mujeres corresponde sobre todo la práctica del arte gráfico, esas laboriosas artes que se compadecen tan bien con el papel de abnegación y devoción que la mujer honesta desempeña felizmente aquí en la tierra, y que es su religión.3.

LAS PIONERAS: PINTORAS ESPAÑOLAS DE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX. REINAS Y PINTORAS DE LA FAMILIA REAL

Son bien conocidos los numerosos retratos de miembros de la familia real que ornamentaban tanto los reales sitios, como las principales instituciones públicas españolas. Esta ingente cantidad de retratos reales, especialmente los que se ejecutaron de Isabel II, responden, a la delicada situación política en la que se encontraba España tras la guerra de Independencia y la muerte de Fernando VII, que dejó como heredera al trono a una niña de tres años, Isabel II, lo que motivó la realización de multitud de retratos de la joven reina para legitimar tanto su propio estatus como la imagen de estabilidad de la monarquía.

Pero, además de la representación de las imágenes regias, las mujeres de la realeza, tanto reinas como infantas, demostraron también aptitudes para la pintura. La primera de las cuatro reinas de la España contemporánea es doña María Luisa de Parma (María Luisa de Borbón), esposa de Carlos IV y madre de Fernando VII, fallecida en Roma en 1819. De su mano se conocen dos paisajes a plumilla de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. De doña María Isabel de Braganza, segunda esposa de Fernando VII, destacó que fue gran protectora de las Bellas Artes, a la que se le debe el establecimiento de dibujo para niñas que estuvo agregado a la Academia de San Fernando, y más especialmente concluir el proyecto iniciado por José Bonaparte, con la creación del magnífico Museo del Prado, «honra de nuestra nación y envidia de las extrañas», museo que fue inaugurado el 19 de noviembre de 1819, un año después de su muerte. De sus aptitudes artísticas se conoce que regaló a la Academia de San Fernando nueve modelos de principios para que sirvieran a sus discípulos.

Sin embargo, más se conoce de doña María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (figura 2), última esposa de Fernando VII, madre de la reina Isabel II y reina gobernadora entre 1833 y 1840. De su obra da constancia una carta enviada en 1833 por la reina a José de Madrazo, junto al cuadro Psiquis y Cupido, que transcribe:

Palacio 7 de abril de 1833. Madrazo: Te remito el cuadro de Psiquis y Cupido, que acabo de pintar al óleo, para que le presentes á la Academia de San Fernando, como una prueba del aprecio que me merece esta corporación por su celo en la enseñanza de las Bellas Artes, y para que conserve al mismo tiempo esta pequeña muestra de mi afición á la hermosa arte de la pintura.4.


Fig. 2. María Cristina de Borbón, Paisaje fluvial, óleo sobre lienzo, 25,5 x 45,1 cm. Colección particular.

Este escrito obtuvo una carta de agradecimiento por parte de la Real Corporación de 21 de abril de 1833:

Señora: Nunca pudiera aplicarse con mayor oportunidad y ampliación aquella antigua máxima de que el honor es el que fomenta y vivifica las artes, que cuando V. M. ha tenido la dignación de honrar á su Academia de San Fernando remitiéndola el cuadro de Psiquis y Cupido, pintado por su augusta mano, acompañándole de una carta cuyas expresiones delicadas y honoríficas quedarán para siempre grabadas en las actas y en la memoria de esta Academia. Nacida V. M. en el país clásico de las bellas artes, donde hasta las ruinas y vestigios de la antigüedad hablan y ofrecen modelos del más exquisito gusto para nuestra enseñanza, ha querido darnos un sublime ejemplo de aplicación y conocimientos artísticos para estímulo y honra de los profesores y discípulos en la noble arte de la pintura, después de presentar al mundo tantas y tan grandísimas pruebas de la discreta política y de la tierna beneficencia con que ha logrado regir esta vasta Monarquía durante el restablecimiento de la preciosa salud de nuestro soberano. Dígnese V. M. admitir benignamente estas sinceras expresiones de la Academia, como un débil tributo de su profunda gratitud á las sublimes gracias con que V. M. la distingue, y como un testimonio de la admiración y el respeto con que aprecia las altas virtudes y prendas que esclarecen y adornan la persona y nombre de V. M.

Algunos de sus cuadros –copias de pinturas conservadas en las colecciones reales– figuraron en distintas exposiciones celebradas por la Academia de San Fernando entre 1834 y 1851. En 1835 presentó una Sacra Familia, copia de Antonio Alegri da Correggio, a la que José de Madrazo le dedicó unos versos.

La reina Isabel II protegió los esfuerzos de los artistas, les abrió nuevos caminos de gloria y, rompiendo con tradicionales preocupaciones, no esquivó concurrir a las exposiciones públicas de Bellas Artes con trabajos pictóricos de su mano.

Según la crítica de su tiempo, «a la edad de catorce años copiaba con perfección al óleo y al pastel las obras de los mejores artistas», destacando que, con esta edad, en 1844 dedicó uno de sus trabajos a la reina doña María Cristina, con motivo de su cumpleaños. Participó en algunas exposiciones, como la celebrada en el Liceo Artístico y Literario de Madrid en 1846, donde presentó dos figuras de cuerpo entero, copia de Tiépolo, y en la organizada por la Academia de Bellas Artes de San Fernando de 1847, donde mostró una «copia de la bellísima Concepción, de medio cuerpo, de Murillo, y otra de la Magdalena penitente, de Correggio, en cuyas obras, según un autorizado crítico, es verdaderamente notable el empaste del color y la pureza de las tintas». También exhibió sus obras en otras exposiciones celebradas en 1848 y 1851. Y así concluye el texto dedicado a doña Isabel II:

Los altos cuidados que impone el Trono y los de la familia fueron causa indudable de que no haya vuelto a dar al público sus obras desde aquella época, si bien nos consta que ha hecho numerosas copias, y entre ellas unas notabilísimas figuras del cuadro de la Porciúncula, de Murillo.5.

Se trataba del lienzo El jubileo de la Porciúncula de Bartolomé Esteban Murillo, que presidió el retablo mayor del convento de Capuchinos de Sevilla hasta el inicio del siglo XIX. En 1810 fue trasladado al Real Alcázar por el ejército francés y, posteriormente, a Madrid, para formar parte del museo promovido por José Bonaparte, hasta que pasó a la Real Academia de San Fernando, donde apareció registrado en 1813. El cuadro fue devuelto a los frailes capuchinos de Sevilla en 1815. El deterioro sufrido por los lienzos de la serie obligó a la comunidad a encargar al pintor Joaquín Bejarano su restauración, que en pago recibió el lienzo El jubileo de la Porciúncula. Este lo vendió al pintor madrileño José de Madrazo por 18.000 reales, a quien lo compró por 90.000, antes de 1832, el infante Sebastián Gabriel, cuya colección fue incautada por el Gobierno en 1835 por su activo papel durante la rebelión carlista. El lienzo pasó a formar parte del recién creado Museo de la Trinidad de Madrid, abierto al público en 1838. En 1853 hay noticia de él en el Palacio Real, para copiarlo Isabel II.

Esta reina, además, demostró su interés por las artes escénicas. Por Real Orden de 29 de diciembre de 1848 Isabel II decidió instalar un teatro dentro de los muros del Palacio Real, y encargó al arquitecto Narciso Pascual y Colomer buscar el lugar idóneo. Este propuso instalarlo en los locales que ocupaba el Archivo General de la Real Casa. Sin tiempo para efectuar un traslado adecuado de la documentación, se procedió a la realización de las obras necesarias, como el derribo de tabiques, dejando la dependencia al descubierto, con la consiguiente desorganización y pérdida de documentación, así como daños en las magníficas estanterías de caoba del tiempo de Fernando VII, que todavía se conservan hoy en el archivo. Tres años más tarde, se decretó la clausura del teatro palatino y seis años después, el 24 de julio de 1857, se dispuso que el archivo volviera al local que había ocupado desde su origen.


Fig. 3. María Francisca de Asís de Braganza, San Pablo ermitaño, 1811, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

También algunas infantas españolas mostraron su interés por la pintura. Doña María Francisca de Asís de Braganza, esposa de don Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII, destacó por varias obras, al pastel y dibujo, conservadas en la Academia de San Fernando (figura 3). También doña María Luisa Fernanda de Borbón, hermana de la reina Isabel, se interesó por la pintura, en cuyo género realizó una copia de Tiépolo regalada a su madre la reina doña María Cristina en 1844 y varias figuras de medio cuerpo, al pastel, y unos floreros a la aguada que figuraron en la exposición del Liceo Artístico y Literario de Madrid en 1846. Igualmente, dos de las hijas de la reina Isabel, las infantas María de la Paz y María Eulalia de Borbón, nacidas en 1862 y 1864, discípulas ambas del pintor Carlos Múgica (1821-1892), colaboraron con dos cuadritos en una rifa benéfica celebrada en 1880 y realizaron dos dibujos en madera para ser publicados, grabados, en el periódico La Niñez, bajo la dirección de Manuel Ossorio y Bernard. De la primera se conocen algunas obras, al óleo y a la acuarela, que figuraron en la exposición Hernández en 1881 y en otras colecciones. Por último, las infantas doña Josefa Fernanda Luisa y doña María Cristina de Borbón, hermanas del rey Francisco de Asís, llevaron a cabo varios floreros a la aguada presentados en la exposición del Liceo de Madrid en 1846, y de la segunda se recuerda un óleo que mostró en la exposición organizada por la Sociedad Económica de Amigos del País de Jerez de la Frontera en 1858, por el que recibió el título de socia de mérito.

CON TÍTULO NOBILIARIO O HIJAS DE NOBLES: LA GALERÍA DE RETRATOS DE LAS «PINTORAS DE AFICIÓN»

La dedicación al ejercicio de las bellas artes por parte de las reinas y las pintoras de la familia real debió de ejercer un efecto de ósmosis entre las más destacadas mujeres de la aristocracia española. O bien se convirtió en un recurso de ejercicio artístico y expresión de la realeza y la aristocracia española que sería seguido por otros estratos sociales. Pero conviene subrayar que, en la mayoría de los casos, no constituyó en sí mismo una profesión.

De hecho, son varias las mujeres artistas en el siglo XIX con título nobiliario o hijas de nobles a las que, hoy en día, se conoce más por sus rostros retratados por los grandes artistas de su tiempo que por su producción artística realizada. Esto se convirtió, por el contrario, en una forma de dar visibilidad a estas «pintoras de afición». Este calificativo no tuvo, contrariamente a lo que se pueda pensar hoy, un sentido peyorativo, manifestando así que se trataba de mujeres que se dedicaban a la pintura como «una afición», sin emitir con esta definición ningún juicio crítico sobre la validez o no de sus obras. Además, también se adoptó la fórmula de «pintora contemporánea» para aquellas que desarrollaban su actividad en aquellos momentos.

Este es el caso de Josefa de la Soledad Alonso de Pimentel y Téllez-Girón (1752-1834), condesa-duquesa de Benavente y duquesa de Osuna. Nació en Madrid el 28 de noviembre de 1752, hija única de Francisco de Borja Alfonso Pimentel Vigil de Quiñones, conde-duque de Benavente, y de María Faustina Téllez-Girón, hija del VII duque de Osuna. Descendiente directa de la nobilísima casa de Pimentel, heredó las de López de Zúñiga y Ponce de León con los ducados de Béjar, Arcos, Mandas, Plasencia y Gandía; fue princesa de Anglona y de Squillace, marquesa de Lombay y Jabalquinto, condesa de Mayorga y, por su matrimonio, en 1771, con su primo Pedro Alcántara Téllez-Girón y Pacheco (1755-1807), el ducado de Osuna.

Su talento y su gusto se vieron reflejados en sus salones, que eran de los más animados de la aristocracia madrileña. Protegió a escritores y a numerosos artistas, de los cuales el de mayor fama fue Francisco de Goya. En 1786 fue nombrada presidenta de la Sección Femenina de la Sociedad Económica Matritense. Además, fue académica de honor y mérito y presidenta de la Junta de Damas desde el 5 de julio de 1818.

Destacó por su patriotismo en la guerra de la Independencia y residió en Cádiz mientras duró la contienda. Murió en Madrid el 5 de octubre de 1834.

Fue retratada por Francisco de Goya, tanto sola como acompañada de su marido y sus hijos. El retrato individual, actualmente en colección particular, fue realizado en 1785, haciendo pareja con otro, también de cuerpo entero, de su marido. Aparece vestida a la moda francesa, a la que era gran aficionada, lleva un traje azul en el que destacan los encajes y el lazo rosa del pecho. El tocado, adornado con lazos y plumas, está inspirado en los que lucía la reina María Antonieta. Con la mano derecha sostiene un abanico. Cabe destacar en el rostro de esta mujer la inteligencia y seguridad que transmite a través de su viva mirada.


Fig. 4. Francisco de Goya, Los duques de Osuna y sus hijos, 1786-1787, Museo del Prado, Madrid.

En el retrato de familia realizado por Goya entre 1787-1788, se representa a La familia del IX duque de Osuna, don Pedro Téllez-Girón (1755-1807) y de su mujer la condesa-duquesa de Benavente y duquesa de Osuna, doña Josefa Alonso de Pimentel (1752-1834) (figura 4). El duque aparece vestido con el uniforme de brigadier de su regimiento, de alivio luto por el fallecimiento de su padre. Por lo que se refiere a la duquesa, va vestida a la moda francesa con botones de porcelana decorados con paisajes. La pareja está acompañada de sus cuatro hijos nacidos hasta el año 1788.

Además de estos dos retratos, hacia 1797 Agustín Esteve y Marqués (1753-1820) llevó a cabo el lienzo que representa a La condesa-duquesa de Benavente (?), acompañada de Mercedes de Rojas y Tello, futura marquesa de Villanueva de Duero, y su hija María Asunción. Los rasgos de la retratada, concretamente la característica forma de la nariz, recuerdan el retrato pintado hacia 1785, posiblemente por Agustín Esteve y Marqués, de la condesa-duquesa de Benavente. En esta miniatura aparece representada sin aderezos, tan solo con una toca de cabos sobre los hombros, lo que acentúa el carácter íntimo del retrato.6.

El lienzo procede de la colección Bornos y la reciente aparición en el mercado de antigüedades de un retrato de cuerpo entero de Valentín Bellvís de Moncada en uniforme de guardia de corps,7. también de Esteve y procedente de la misma colección, ha llevado a identificar a la joven retratada en pie como Mercedes de Rojas y Tello, condesa de Villariezo y futura marquesa de Villanueva de Duero, junto a su hija María Asunción. Mercedes de Rojas y Tello nació en 1774 y casó el 15 de agosto de 1795 con Valentín Bellvis. Además, su aspecto coincide con el que muestra en una miniatura fechada en 1819, debida a José Alonso del Rivero Sacades (Museo del Prado). Su hija María Asunción, nacida el 4 de julio de 1796, casó en 1814, en primeras nupcias, con José Ramírez de Haro, X conde de Bornos. En su testamentaría se citan cuatro retratos de cuerpo entero de Agustín Esteve.8.

La edad que aparentan Mercedes y María Asunción lleva a fechar este retrato hacia mediados de 1797, lo que coincide asimismo con la moda de las camisas de muselina blanca que visten, si bien los estudios técnicos efectuados al cuadro revelan que el lienzo fue ampliado cuando estas dos figuras ya estaban pintadas. Se le añadió una porción de lienzo en la parte izquierda para incorporar al personaje que aparece sentado, mientras que se cortó ligeramente por la derecha para centrar la composición. De igual modo, se aprovechó para añadir a la figura de Mercedes la banda de la Real Orden de Damas de la reina María Luisa, que obtuvo en 1802, fecha en torno a la que habría que situar la modificación del retrato.

Tradicionalmente se ha identificado a la dama que aparece sentada como la condesa-duquesa de Benavente, María Josefa de la Soledad Alonso-Pimentel, sin embargo, no se ha documentado ninguna vinculación especial entre ella y Mercedes de Rojas y Tello como para justificar su inclusión en un retrato de evidente intimidad, como revela la presencia de la cuna de la niña, por lo que cabría la posibilidad de que, a pesar del parecido, esta figura no responda a la duquesa de Osuna, cuya edad en estas fechas no sería tan avanzada como la que muestra la retratada. Resulta probable que realmente se trate de la madre de Mercedes y abuela de María Asunción, doña Eusebia Soterraña Tello y Riaño, dama de la Real Orden de María Luisa desde 1794 y fallecida en 1798. La cercanía de la fecha del óbito a la finalización de un retrato tan familiar habría motivado a Mercedes a solicitar a Esteve la modificación del lienzo para incluir la figura de su madre y su ingreso en la citada Orden.9.


Fig. 5. Francisco de Goya, La XII marquesa de Villafranca pintando a su marido, 1804, Museo del Prado, Madrid.

El Museo Lázaro Galdiano conserva una miniatura de duquesa de Osuna pintada, seguramente, por Nicolás Dubois.

También el grabador Fernando Selma (1752-1810) realizó, al menos, dos retratos de María Josefa Pimentel que se conservan en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Otro de los personajes más destacados de la aristocracia española fue María Tomasa Palafox y Portocarrero, marquesa de Villafranca. De ella se conserva un retrato pintado por Francisco de Goya, La XII marquesa de Villafranca pintando a su marido (figura 5). Fue ejecutado en 1804.

En la obra realizada por Goya se ve a la marquesa pintando el retrato de su marido en una postura un poco teatral y afectada, que respondía a una realidad del momento. En el Retrato de María Tomasa Palafox (1780-1835), marquesa de Villafranca, se la representa vestida con un traje blanco estilo imperio, sentada en una butaca tapizada de seda roja adamascada, con los pies reposando sobre un almohadón y pintando un retrato de su marido, Francisco de Borja Álvarez de Toledo y Gonzaga, XI marqués de Villafranca, actualmente en paradero desconocido. Dirige su mirada fuera de la composición, quizás al modelo de su cuadro, su marido que aparece representado con el uniforme de oficial de infantería de línea. A su derecha, sobre un velador, descansa la paleta con los colores, algunos pinceles y un pequeño cuenco de metal. El marqués mira también a su esposa desde su propio retrato, en un juego de miradas que Goya utilizó conscientemente, quizás para reflejar el gran amor que, según las fuentes contemporáneas, se profesaba el matrimonio.

Aunque por su actitud podría recordar a una musa clásica, esta idea queda diluida por la presencia del ostentoso sillón, alusivo a su elevada posición social. Casada con Francisco de Borja Álvarez de Toledo, XII marqués de Villafranca y duque de Medina Sidonia, en 1798, por su matrimonio era cuñada de la duquesa de Alba. Ese parentesco debió influir para que Goya retratase a la marquesa consorte. Aquel, a partir de su relación con la duquesa Cayetana, retrató a su esposo José Álvarez de Toledo, XI marqués de Villafranca,10. hermano del marido de María Tomasa Palafox, y a la madre de ambos, María Antonia Gonzaga y Caracciolo,11. viuda del X marqués de Villafranca. Con posterioridad a todos esos retratos, el aragonés pintó, probablemente en el mismo año de 1804, el retrato de María Tomasa y el de su hermana Gabriela (1779-1820), marquesa consorte de Lazán.12.

Francisco de Goya ejecuta la modelo de forma un tanto teatral: sentada sobre un sillón tapizado con un damasco ocre mientras apoya los pies sobre un gran cojín, a modo de escabel. La marquesa parece contemplar concentrada a su esposo Francisco cuyo busto vestido de militar aparece pintado en un lienzo a la derecha de la noble dama; media entre el cuadro y la mano diestra que empuña un pincel grueso una mesa auxiliar sobre la que apoya una paleta oval provista de aceitera y en la que se lee el nombre de la ejecutante; debajo asoman varios pinceles. Con la mano izquierda, sobre el brazo del sillón, sostiene un tiento de pintor. La escena se produce en un interior sin decorar, donde sobre un fondo parduzco oscuro sobresalen en vivo contraste el retrato sin concluir del marido, dispuesto sobre un caballete, siguiendo la tipología del cuadro dentro del cuadro, y la figura sedente de la pintora elegantemente vestida con vaporoso traje talar de gasa blanca ceñido bajo el pecho, con amplio escote y con mangas, a la moda imperio; el pelo negro de la dueña está recogido aunque deja caer sobre la frente algunos rizos; sobre la coronilla aparece un pasador o diadema dorados. La pintora alcanzaría un año después de retratada por el de Fuendetodos, el 25 de julio de 1805, el nombramiento de académica de mérito de San Fernando, institución a la que también perteneció su hermano el conde de Teba, probablemente también pintado por Goya.13. Lady Holland escribió de María Tomasa en su famoso diario de viaje que «se parecía mucho a su madre física y moralmente», elogio ponderado después de calificar a la de Montijo como «dotada de un ingenio y talento descomunales».

María Teresa de Palafox (1730-1835), marquesa de Villafranca por matrimonio, de raigambre aragonesa, recibió una esmerada educación de su madre, María Francisca de Sales Portocarrero, condesa de Montijo, una de las mujeres más cultas e influyente de la aristocracia del momento. La condesa, además de mantener una de las tertulias intelectuales más importantes de Madrid, fue presidenta de la Junta de Damas de la Real Sociedad Económica Matritense (1787-1805), institución fundada en 1775 en el marco de la Real Sociedad Económica Matritense, que se implicó muy activamente en programas de reforma social, entre ellas la educación de las mujeres y la mejora de las condiciones en cárceles femeninas e inclusas. Fue una intelectual filojansenista, reformadora de las cárceles para mujeres y de las inclusas, casada en segundas nupcias con Estanislao de Lugo, director desde 1793 de los Reales Estudios de San Isidro de Madrid, el centro de enseñanza media más importante de la Península.

María Tomasa continuó el trabajo de su madre y participó también en las actividades de la sociedad matritense, mostrando gran interés por las nuevas ideas pedagógicas y el desarrollo científico. Así mismo, participó activamente en las primeras formas de asociaciones femeninas en España, de tinte conservador y compuestas por señoras de la aristocracia, pero que defendían también ideas ilustradas. Así, por ejemplo, reivindicaba los derechos de las mujeres al margen del discurso de la excelencia que aceptaba como válida la igualdad solo para aquellas mujeres que eran consideradas extraordinarias por sus cualidades.

Las academias de carácter artístico, científico y literario no excluían en principio a las mujeres, pero en la práctica pocas pudieron incorporarse a ellas. La Academia de San Fernando fue una de las primeras en permitir la incorporación femenina y, en 1766, contaba con diez pintoras y una presidenta honoraria, la condesa de Fuentes, pero frecuentemente se ponía límite a su formación pictórica y no se les permitía asistir a las clases al natural de desnudos, ni salirse de los temas marcados como femeninos: la pintura de flores o paisajes; a pesar de ello algunas de esas mujeres artistas fueron reconocidas como académicas de mérito.

La marquesa fue una mujer culta, gran amante de las artes y pintora aficionada. En ese ambiente culto y muy refinado, no siempre parejo de la alta aristocracia, María Tomasa destacó como pintora, pose elegida por la aristócrata para ser retratada por Goya en 1804. Esa peculiar iconografía ya fue empleada de forma convencional por su cuñado Francisco Bayeu en el retrato de la aragonesa Mariana de Urriés y Pignatelli, condesa de Estepa. Fueron varias las mujeres pintoras pertenecientes a la aristocracia española y algunas recibieron altas recompensas honoríficas.

Además del conocido retrato de Goya, el pintor José Alonso del Rivero Sacades también realizó un retrato en miniatura de medio cuerpo, que se conserva en el Museo del Prado. Esta miniatura formó parte del conjunto pintado por Alonso del Rivero de las tres hermanas Palafox y Portocarrero, Gabriela, Ramona y Tomasa, que en 1920 pertenecía a la condesa de Sallent. Están pintadas poco tiempo después de que Goya retratara a Gabriela, marquesa de Lázan, y a Tomasa, marquesa de Villafranca, en 1804. En 1805, año en que se fecha el conjunto de miniaturas de Rivero, se presentó en la exposición anual de la Academia el retrato de la marquesa de Villafranca pintado por Goya y también una miniatura de la duquesa de Alba pintada por Rivero. Desde ese momento, el pintor ovetense se dedicó plenamente a la miniatura participando en la exposición de la Academia de 1806. Unos años más tarde, hacia 1815 y cuando Rivero regresó a Madrid después de su estancia en Alicante, volvió a retratar en miniatura a la marquesa de Villafranca.14.

En tercer lugar, queremos destacar a María Fernanda Waldstein y Watemberg, IX marquesa viuda de Santa Cruz (Viena, 1763-Fano, 1808). María Fernanda Waldstein, marquesa de Santa Cruz de Mudela desde 1781 por su matrimonio con el IX marqués, don José Joaquín de Silva-Bazán, fue discípula en Madrid del pintor Isidro Carnicero (1736-1804).


Fig. 6. Adolf Ulrich Wertmüller, María Fernanda Waldstein y Watemberg, marquesa viuda de Santa Cruz. Colección particular.

El Musée du Louvre conserva un retrato de Mariana Waldstein, IX Marquesa de Santa Cruz realizado por Francisco de Goya entre 1797-1800. En la pintura se ve a la señora vestida de maja, sobre un fondo campestre, mirando al espectador entre desafiante y risueña. Además, en colección particular se encuentra otro retrato de la marquesa de Santa Cruz, de medio cuerpo, realizado por Adolf Ulrich Wertmüller (figura 6).

La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando la nombró el 1 de diciembre de 1782 directora honoraria de pintura y también académica de honor, ocasión en la que presentó una copia al pastel de Mujer en jubón y mangas de camisa, que luego retiró para presentar en su lugar una miniatura copia de un cuadro de Rubens que representa al pintor con una de sus mujeres,15. manifestando que con esta distinción «redobló sus esfuerzos en el cultivo del arte, dedicándose desde entonces más especialmente á la miniatura al lado de M. Dubois, pintor acreditado en esta corte, y Mr. Heltz, sajón».16. Viuda desde 1802, viajó por Italia y fue miembro de la Academia de Bellas Artes de Florencia y, posteriormente, de la de San Lucas de Roma. Regresó a España en 1805 para trasladarse nuevamente a Roma, donde falleció a los 45 años, el 21 de junio de 1808.

La futura marquesa de Santa Cruz era hija del conde de Waldstein Watemberg, consejero privado imperial, y de Mariana, princesa de Lichtenstein. Se educó en un convento de religiosas y empezó su afición por la pintura. Contrajo matrimonio en 1781 con el español José Joaquín de Silva Sarmiento Bazán, IX marqués de Santa Cruz, y se trasladó a España.

Fue miembro de la Academia de Bellas Artes, gran copista y miniaturista. Cultivó el dibujo y la pintura bajo la dirección de Isidro Carnicero. Posteriormente se dedicó también a la miniatura, que estudió con Dubois, pintor acreditado en la Corte, y conoció al pintor sajón y miniaturista Heltz.

En 1798 presentó en la exposición pública de la Academia madrileña dos miniaturas, una copia de Murillo, posiblemente Las gallegas, entonces propiedad del duque de Almodóvar y otra de Tiziano; y en la de 1799 otras dos copias de Murillo, exposición en la que Nicolás de la Rive presentó también Retrato de la marquesa. A la de 1800 envió el Retrato de su hijo José, el marqués del Viso, otro Retrato del tonto don Benito, además del de una Mujer caricata, que representaba a la esposa de un criado suyo.

Se enamoró del hermano de Napoleón, Luciano Bonaparte, embajador en España a comienzos del siglo XIX; actuó de intermediaria en las negociaciones secretas entre Godoy y Francia.

En el año 1802, estando ya viuda, se marchó a Italia, en donde se perfeccionó considerablemente y dejó su Autorretrato en la Academia de Florencia, que la nombró académica de mérito, al igual que la de San Lucas de Roma, a la que regaló una copia del cuadro de Rafael de la Galería de Florencia que representa al pintor con su maestro de esgrima.

En 1805 regresó a España, pero pronto marchó a Viena y luego de nuevo a Italia. Siguió pintando y copiando obras de los grandes maestros, como la Sonatriz de guitarra de Caravaggio, que está en la Galería Lichtestein de Viena, el Amor divino de Tiziano17. y la Judit de Benvenuto Garofalo, que era propiedad del pintor Camuccini, al que apreciaba mucho, así como al pintor Landi y al célebre escultor Canova, a quien le hizo un retrato y le encargó un monumento para el cuerpo de su hija la condesa de Haro, que había fallecido en 1805, y para el suyo, que debió haberse colocado en la capilla de Jesús Nazareno de trinitarios descalzos de Madrid. En Roma conoció a los pensionados españoles.

Obras suyas figuraron en la exposición de la Academia madrileña del año 1802, concretamente dos copias de Murillo, y en la de 1805 expuso Retrato de una santa y Retrato del escultor Canova. Ese mismo año la de San Fernando, agradecida por las muestras de afecto que recibió de la marquesa, y ya que no podía ofrecerle más títulos, le regaló un ejemplar encuadernado de Antigüedades árabes de Granada y Córdoba. Cuando falleció, los diarios de Roma se hicieron eco del deceso y elogiaron su figura.

LA (ESCASA) PRODUCCIÓN ARTÍSTICA (CONOCIDA) DE LAS PINTORAS ESPAÑOLAS DE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX

Durante todo el siglo XIX la enseñanza oficial de las bellas artes estuvo presidida, como hemos señalado, por las academias. Las mujeres se enfrentaron a numerosas dificultades para acceder y las que lo consiguieron tuvieron vetado el acceso a asignaturas clave para su formación, como Anatomía, Colorido y Composición, lo que, indudablemente, supuso un freno en su desarrollo artístico para poder cultivar géneros tan valorados como la pintura de historia. También fue arduo que pudieran ejercer la enseñanza artística en estas instituciones, aunque algunas lo consiguieron, a menudo ayudadas por los vínculos familiares con el profesorado.

Fue bastante frecuente que las mujeres que acabaron dedicándose a la práctica artística tuvieran una vinculación familiar con el mundo del arte. Esto les permitió acceder a una formación artística completa. No obstante, incluso las alumnas de centros oficiales, tuvieron que recurrir a la enseñanza privada como medio de perfeccionamiento, especialmente para aprender aquellas asignaturas que les estaban vetadas. Este tipo de enseñanza supuso una gran alternativa para estas mujeres artistas para conseguir profesionalizarse, especialmente notable en el último tercio del siglo XIX, cuando surgieron centros más liberales que impartían enseñanzas mixtas. En París destacaron varias escuelas, como la Academia Julián, que reunió a muchas artistas procedentes de diferentes países. Además, a finales de siglo aparecieron también los primeros centros privados de enseñanza artística exclusivamente femeninos.

Quizás uno de los principales problemas en el estudio de la pintura femenina española de la primera mitad del siglo XIX sea la práctica inexistencia de obras localizadas realizadas por las pintoras. Esto, sin duda, constituye un problema de primera magnitud. Tenemos la certeza de que muchas de esas obras se encuentran en los almacenes de los museos y academias, sin tener identificadas a sus autoras. Esta labor es fundamental para comprender la magnitud de la valía de la producción pictórica femenina.

Sirvan algunos ejemplos para testimoniar la tipología y calidad de las obras ejecutadas.

María Tomasa Palafox y Portocarrero realizó hacia 1801, a los 21 años de edad, una copia del cuadro del pintor barroco sevillano Alonso Cano Sagrada Familia en el taller del carpintero, que se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (figura 7).


Fig. 7. María Tomasa Palafox y Portocarrero, Sagrada Familia en el taller del carpintero (copia de Alonso Cano), 1801, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

No obstante, mejor conocida es la biografía y la obra de Rosario Weiss (1814-1843). Rosario Weiss nació en 1814, siendo la tercera hija de Leocadia Zorrilla e Isidoro Weiss, un joyero alemán judío afincado en Madrid. El matrimonio ya daba muestras de agotamiento dos años antes de que ella llegase al mundo, pero no fue hasta 1817 cuando su madre decidió acomodarse como ama de llaves de la Quinta del sordo, la finca que Francisco de Goya tenía por aquel entonces a las afueras de la capital.

La inusual ruptura de la familia Weiss Zorrilla y la influencia que el artista maño ejerció en la pequeña han dado lugar durante décadas a numerosos rumores, que señalaban a Goya como progenitor de la artista. No existen, sin embargo, pruebas fehacientes que permitan afirmarlo, pero lo que realmente importa es que Goya la quiso como a una hija: en una carta a Leocadia se refiere a ella como «mi Rosario», y en otra que escribió a su amigo Ferrer le pide que la trate «como si fuera su hija».

Cuando la niña tenía apenas 7 años, y mientras aprendía a escribir, Goya hacía dibujos para que ella los copiara o los completara. Prueba de ello son algunas láminas como Mujeres lavando o Hay que me caso, obras conjuntas en las que el profesor y su alumna representaban imágenes cotidianas a partir de las ideas y los trazos del reconocido artista. Son obras muy interesantes por mostrar sus comienzos y por ilustrarnos sobre una faceta poco conocida del pintor aragonés, profesor de dibujo en un ámbito familiar.

El pintor aragonés, pues, la instruyó en el dibujo desde niña. Recibió también formación del arquitecto Tiburcio Pérez Cuervo, al menos entre mayo y septiembre de 1824, con quien empezó a emplear el difumino y la tinta china.

En otoño de 1824, siguiendo los pasos de Goya, Leocadia Zorrilla y sus dos hijos Guillermo y Rosario, llegaron a Burdeos. Meses después de establecerse junto a él, en la ciudad francesa, destacado asentamiento del exilio liberal, Rosario entró en la escuela pública y gratuita de dibujo que dirigía el maestro Pierre Lacour (1778-1859). Allí la joven pudo recibir la instrucción académica que su, hasta entonces, único maestro había rechazado en sus inicios, y la expresividad de sus obras se atemperó. El trazo de sus creaciones se volvió así «preciso, limpio y ordenado», apostando por el estilo predominante en Francia.

De esta época son Autorretrato de Rosario Weiss, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, Retrato de Goya, copia del autorretrato del maestro aragonés realizado hacia 1824, que se localiza en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid, o Retrato de una dama judía en Burdeos, que se encuentra en el Museo del Prado.

La muerte de Goya en 1828 dejó a Leocadia, que por aquel entonces era considerada su compañera sentimental, en una posición difícil. Aunque ella misma relató en cartas posteriores al fallecimiento que, en sus últimos momentos, el pintor aragonés quiso hacer testamento a su favor, pero el odio que profesaba al único hijo superviviente de Goya, y este a ella, la condenó a pasar algunos años difíciles. Zorrilla y sus dos hijos pudieron sostenerse gracias a una pensión que Leocadia obtuvo del Gobierno francés como exiliada política y al apoyo de su círculo de amistades, de españoles exiliados y de Pierre Lacour, el profesor de Weiss en Burdeos.

Unas penurias a las que lograron poner fin en 1833, cuando la amnistía para los liberales exiliados permitió que Leocadia y sus hijos regresasen a Madrid. Por aquel entonces Rosario, con 19 años, comenzó a trabajar como copista en el Museo del Prado primero, en la Academia de San Fernando después y en alguna colección privada, como la de la duquesa de San Fernando, más tarde. En estos momentos realizó la pieza Amorcillo portando los atributos de Marte que custodia la Biblioteca Nacional.


Fig. 8. Rosario Weiss, La Tirana. Colección particular.

Gracias a los encargos de particulares interesados en el arte, Weiss pudo contribuir a la economía familiar copiando al óleo y a lápiz pinturas de los grandes maestros, entre las que se encontraba el retrato que Vicente López hizo de su maestro, Francisco de Goya, junto a otros dibujos y las versiones en tamaño reducido que la pintora realizó del retrato de La Tirana (figura 8), precisamente del pintor aragonés, y del Retrato de los duques de San Fernando según el original de Rafael Tegeo, sobre el que volveremos más adelante.

«Para poder continuar sus estudios i atender a su existencia i a la de su madre que penden solo del producto de su profesión, necesita como medio único para continuar su carrera copiar los cuadros del Real Museo de pintura de esta Corte», escribió Weiss en 1836 a la regente María Cristina en una carta. Un año después, la inauguración del Liceo Artístico y Literario ayudó a Weiss a destacar en el competitivo ambiente artístico del Madrid de la época, presentando sus obras en las exposiciones anuales de la institución, dibujando junto a otros socios y retratando una clientela burguesa ilustrada, entre la que se encontraban escritores como Espronceda, Zorrilla, Larra, Mesonero Romanos o la miniatura del poeta Manuel José Quintana, realizada hacia 1840, una de las figuras más importantes de la etapa de transición al Romanticismo, que se encuentra en el Museo Lázaro Galdiano en Madrid. Cultivó, por tanto, la miniatura, el retrato a lápiz, que conforma el grueso de su producción, como Alegoría de la atención, que es en realidad un autorretrato realizado hacia 1842 y que se conserva en el Museo Romántico de Madrid, y la litografía. Entre 1834 y 1842, participó en las exposiciones anuales de la Academia de San Fernando, institución que la honró el 21 de junio de 1840 con el título de «Académica de mérito por la pintura». Un año después, su obra El silencio obtuvo una medalla de plata en la exposición organizada por la Société Philomatique de Burdeos. También fue socia, desde 1837, del Liceo Artístico y Literario de Madrid, entidad en la que participó de forma muy activa tanto en las sesiones de competencia artística que se celebraban semanalmente, donde hizo numerosos retratos, como en las exposiciones celebradas en 1837, 1838 y 1839 (y, póstumamente, también en las de 1844 y 1846).

En 1840 Rosario Weiss consiguió ser admitida como académica en San Fernando, un nombramiento que «le proporcionó prestigio personal y profesional y ella lo utilizó como aval en su petición para ocupar el puesto de maestra de dibujo de las hijas de Fernando VII», fallecido siete años antes. La llegada al poder de los liberales en marzo de 1841 propició la renovación del personal encargado de la educación de la heredera al trono y su hermana, a quienes pretendían mantener alejadas de las interferencias de su madre, exiliada en Francia.

El interés de la corte por hacer de Isabel II una monarca culta y constitucional llevó a procurarle la mejor educación y Rosario Weiss fue seleccionada gracias a «su buena formación, su perfil liberal y también (por) el hecho de ser mujer». Apoyada por el círculo liberal, el 18 de enero de 1842 recibió su máximo reconocimiento profesional al ser nombrada maestra de dibujo de Isabel II y de su hermana, la infanta Luisa Fernanda. Prueba de la cercanía de la pintora con la casa real es una litografía realizada por Rosario Weiss de la reina Isabel II, de tres cuartos, sentada en un sillón, con la bola del mundo a sus espaldas y un documento sostenido por su mano izquierda, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid. El salario era de 8.000 reales al año. A través de los dibujos de Isabel II y Luisa Fernanda de Borbón, se puede apreciar que la pintora madrileña se decantó en sus clases diarias por el método tradicional de los principios del dibujo para que sus distinguidas alumnas diesen sus primeros pasos en el arte. Repeticiones de esbozos de manos, pies y bocas muy diferentes a sus comienzos en el mundo de la ilustración, mucho más académicos que los que Goya le procuró a ella misma casi treinta años antes.

Rosario Weiss desempeñó este empleo durante poco tiempo, ya que falleció de cólera morbo, no epidémico, el 31 de julio de 1843.18.

La Rosario Weiss ha muerto, y entre tantos periódicos artísticos y literarios que se publican en España, no ha consagrado ninguno el menor recuerdo, la más simple memoria que dé a conocer la gran pérdida que con su muerte ha sufrido nuestra patria. Era muger, y está sola circunstancia debiera haber bastado para que con más entusiasmo se ensalzara su mérito y se llorara su fin; porque si son dignos de admirar los talentos de aquellos hombres que han logrado sobresalir en la profesión a que se dedicaran, mucha más alabanza merece una muger que sobreponiéndose a las dificultades que le ofreciera su sexo ha sabido vencerlas con éxito feliz.

Con estas palabras comenzaba Juan Antonio Rascón Navarro, conde de Rascón, el obituario que la Gaceta de Madrid publicó el 20 de septiembre de 1843 sobre Rosario Weiss. Una de las pocas mujeres que, en aquella época, tuvo el honor de ingresar como académica de mérito por la Pintura de la Historia en la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando.

«Si con mejor fortuna no se hubiese visto precisada a trabajar incesantemente para subsistir», continuaba Rascón, «habría dado ancho campo á su florida imaginación, legando a la posteridad obras tan inmortales como las que hicieron célebres á los Murillos, a los Velázquez y a los Herreras». Pero la vida de la joven artista poco tuvo en común con aquellos que referenciaba el noble, muchas veces por ser mujer, otras simplemente por el momento histórico que le tocó vivir.19.

Su delicada salud no permitió que Weiss tuviese tiempo de enseñar mucho más a la reina, y apenas un año después de haber empezado a ejercer de «maestra real» falleció de cólera.

En la flor de su edad, en la época en que más debía haber brillado su ingenio, vino la muerte á arrebatar á la España una artista que hubiera sido su gloria; porque si tan temprano había llegado a sobresalir en el difícil arte de la pintura, en las diferentes clases á que se dedicara ¿que no hubiera alcanzado en lo sucesivo según la marcha progresiva con la que caminaba?

se preguntaba el conde de Rascón en su obituario. El noble, obviamente, nunca tuvo respuesta.


Fig. 9. Rosario Weiss, La Virgen en oración, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

Además de las obras citadas, Rosario Weiss tuvo ocasión de realizar al óleo algunos cuadros de temática religiosa. Como La Virgen en oración, que se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid (figura 9) o el retrato de Un ángel, en colección particular, que evidencian la notable técnica adquirida por la pintora.

Por último, detengámonos en la obra que hacia 1830 llevó a cabo Rafael Tegeo Díaz de Los duques de San Fernando de Quiroga ante un paisaje. En dicha obra aparecen retratados los primeros duques de San Fernando de Quiroga. La duquesa, María Luisa Fernanda de Borbón y Vallabriga (1783-1846), fue hija del matrimonio morganático del infante Luis Antonio de Borbón y Farnesio, hermano de Carlos III, y de Teresa de Vallabriga y Rozas; por tanto, era hermana de Luis María, arzobispo de Toledo y de María Teresa, XV condesa de Chinchón, y esposa del valido Manuel Godoy. El matrimonio de su hermana supuso su rehabilitación en la familia Borbón, con cuya ocasión recuperó el apellido paterno, el reconocimiento de su condición de infanta de España y su inclusión en la Orden de Damas Nobles de María Luisa.

Aparece representada junto a su marido, Joaquín José Melgarejo y Saurín (1780-1835), II marqués de Melgarejo, I duque de San Fernando de Quiroga. Caballero de la Orden de Calatrava, su proximidad a la familia real le valió la concesión de las insignias de las órdenes de Carlos III y del Toisón de Oro; fue reconocido como benemérito de la patria por sus actuaciones durante la invasión francesa y nombrado consejero de Estado por Fernando VII.

El destino de este matrimonio estuvo marcado por el parentesco con la familia real y del ministro de Carlos IV y, sin embargo, las simpatías liberales de la pareja la empujaron al exilio en Francia en el periodo más radical del reinado fernandino.

Familiarizados con el ámbito artístico, desde Goya hasta Rosario Weiss, pasando por Solá y Salvatierra; fueron coleccionistas y promotores de arte, reuniendo una colección aún no bien conocida.20. Entre las obras que la formaron se encontraba un retrato del matrimonio en gran formato, realizado por Rafael Tegeo, documentado mediante el inventario de bienes redactado en 1835, a la muerte del duque. Su descripción coincide con la de la presente obra, salvo en que, en el gran formato de Tegeo, la acción de los personajes se desarrolla en el interior de un salón, mientras que en esta se les representa en un paisaje. Sí coincide, sin embargo, la descripción de la obra del pintor murciano con la de otra conservada en el Museo.

El proceso creativo en torno a esta obra se resume en la existencia de un retrato doble de grandes dimensiones realizado por Rafael Tegeo –obra de la que se desconoce su paradero–, del que el propio autor realizó una versión de tamaño reducido, con la variación de situar a las figuras en un ámbito paisajístico y una reducción del retrato original, realizada por la pintora Rosario Weiss –como manifiestan los pies de imprenta de las estampas que reproducen dicha obra en papel y otros testimonios de archivo–, lo que explicaría las diferencias estilísticas entre los dos pequeños retratos.21.

En la copia realizada por Rosario Weiss hacia 1835, ella aparece de frente, a la izquierda, sentada, con alto peinado que se remata con una peineta de carey. Él, a la derecha, en pie, vistiendo uniforme con banda y numerosas condecoraciones. Los dos de cuerpo entero. De muy cuidado dibujo y modelado. Como libre interpretación, Weiss varió el fondo del retrato del paisaje por el de un interior palaciego. Indudablemente esta obra, como la copia conocida del retrato de Goya cuyo original realizó Vicente López, evidencia la notable calidad artística alcanzada por Rosario Weiss, una artista que ha permanecido hasta fechas recientes en el completo anonimato. El legado de Weiss se ha conservado intacto para mostrar que un día no hace demasiado tiempo una artista como pocas en la pintura española fue alumna de uno de los más grandes maestros y maestra de una reina. Aquella a la que, paradójicamente, acabaron apodando «la de los tristes destinos». Su visibilidad es un claro ejemplo de la necesidad de investigar la producción artística femenina en la España de la primera mitad del siglo XIX, de manera que el actual relato de la historia del arte contemporáneo español incorpore necesariamente un importante elenco de mujeres artistas, no como una excepción, sino como parte del conocimiento objetivo y contrastado de la realidad artística española.

1. Véase el catálogo de la exposición Historia de dos pintoras: Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana, 22/10/2019 - 02/02/2020, Museo del Prado, Madrid, 2019.

2. Artemisia Gentileschi e il suo tempo (ed. Nicola Spinosa), 30/11/2016 - 07/05/2017, Museo di Roma, Roma, Skira, 2016.

3. Léon Lagrange: «Du rang des femmes dans les arts», Gazette des Beaux-Arts 1(8), octubre, París, 1860, p. 39, citado por Norman Bryson: Cuatro ensayos sobre la pintura de naturalezas muertas, Madrid, Alianza Forma, 2005, p. 185.

4. Citado por Estanislao de Kostka Vayo y Lamarca: Historia de la vida y reinado de Fernando VII de España, vol. 3, Madrid, Imprenta de Repullés, 1842, p. 392.

5. Citado por Manuel Ossorio y Bernard: Galería biográfica de artistas españoles del siglo XIX, Madrid, Ediciones Giner, 1975, p. 91.

6. Carmen Espinosa: Las miniaturas en el Museo Nacional del Prado. Catálogo razonado, Madrid, Museo del Prado, 2011.

7. Fernando Durán, 26/07/2017, mal identificado como el IX duque de Osuna.

8. Archivo Histórico de la Nobleza, Toledo, Bornos, C.360, D.1.

9. Virginia Albarrán, «Agustín Esteve y Marqués», en Diccionario Biográfico. Real Academia de la Historia, versión en línea, 8 de enero de 2020.

10. Esta obra se localiza en el Museo del Prado.

11. También en el Museo del Prado.

12. Obra que se encuentra en la colección de los duques de Alba en Madrid.

13. Conde de la Viñaza, Goya. Su tiempo, su vida, sus obras, Madrid, Tipografía Manuel G. Hernández, 1887, n.º CLX, p. 272.

14. Carmen Espinosa, Las miniaturas en el Museo Nacional del Prado. Catálogo razonado, Madrid, Museo del Prado, 2011.

15. La obra original es propiedad del duque del Infantado.

16. Citado por Eustaquio y Francisco Fernández de Navarrete: Colección de opúsculos del Excmo. Sr. D. Martín Fernández de Navarrete, Tomo II, Madrid, Imprenta de la viuda de Calero, 1848, p. 284.

17. Que se encuentra en la Galería Borghese.

18. Carlos Sánchez Díez: «Biografía de Rosario Weiss», Dibujos de Rosario Weiss en la Colección Lázaro, Fundación Lázaro Galdiano, 2015, pp. 12-15.

19. Una carrera artística singular que la Biblioteca Nacional recuperó en 2019 a través de la exposición Dibujos de Rosario Weiss (1814-1843).

20. Véase Pedro J. Martínez Plaza: El coleccionismo de pintura en Madrid durante el siglo XIX. La escuela española en las colecciones privadas y el mercado, CEEH, Madrid, 2018, pp. 85-87.

21. J. R. Sánchez del Peral y López: El retrato español en el Prado. De Goya a Sorolla, Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 98-99.

Olvidadas y silenciadas

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