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ОглавлениеLEVINAS Y LØGSTRUP EN EL MUNDO GLOBALIZADO DE CONSUMIDORES
Zygmunt Bauman*
University of Leeds, University of Warsaw
Emmanuel Levinas fue discípulo de Edmund Husserl. Sus primeros estudios y publicaciones independientes, empezando por su premiado ensayo de 1930 sobre la función de la intuición en la obra de Husserl, estaban dedicados a la exégesis y la interpretación de las enseñanzas del fundador de la fenomenología moderna y siguen siendo testimonios explícitos de esa deuda intelectual. Este punto de partida determinaría la trayectoria posterior de la obra de Levinas, aunque más en lo que respecta a sus herramientas, modo de razonamiento y métodos que a sus propósitos, hallazgos y proposiciones sustanciales, opuestos en aspectos cruciales a los de Husserl.
Lo que Levinas debía a Husserl, en primer lugar, era el osado acto de la reducción fenomenológica, «un acto –en sus propias palabras– de violencia que el hombre se hace a sí mismo (...) para volver a encontrarse como pensamiento puro»,1 y el estímulo, el coraje y el respaldo de la autoridad para una audacia aún mayor, necesarios para que la intuición de la filosofía preceda (y preforme) a la filosofía de la intuición.2 Gracias a la autoridad de la reducción fenomenológica –el procedimiento concebido, practicado y legitimado por Husserl–, Levinas llegaría a anteponer la ética a la ontología, en el acto que funda su propio sistema filosófico.
Siguiendo el itinerario propuesto y contrastado por la reducción fenomenológica de Husserl, «poniendo entre paréntesis» y empleando la herramienta de la epojé (separación, eliminación, suspensión), Levinas procedió a desvelar el misterio de «la ley moral dentro de mí» de Kant: la exploración de la «ética pura», absoluta, prístina, extemporal y extraterritorial, no contaminada por los productos del reciclado social ni adulterada por inserciones ilegítimas, heterogéneas, accidentales e innecesarias; la ética del significado puro –intencional, como según Husserl han de ser todos los significados puros– que posibilita la concepción de los demás significados adscritos e imputados, al mismo tiempo que los pone en entredicho y los explica.
Ese viaje de exploración no llevó a Levinas, en clara oposición a Husserl, a la «subjetividad trascendental», sino a la «otredad» trascendental, indomable e impenetrable del Otro. La última fase de la reducción fenomenológica del estilo de Levinas es la alteridad, esa irreductible otredad del Otro que despierta al Yo a sus responsabilidades únicas y colabora, aunque de manera indirecta, en el nacimiento de la subjetividad. Al cabo de la tarea de reducción de Levinas se produce el encuentro con el Otro, la impresión de ese encuentro y la silenciosa llamada del Rostro del Otro, no la subjetividad que siempre había estado ahí, introvertida, solitaria y desdeñosa, imperturbada, que elabora los significados, como la araña, desde su propio abdomen. Según la magistral interpretación de los hallazgos de Levinas que hace Harvie Ferguson,
el otro no es un fragmento diferenciado, o una proyección, de lo que antes es interno a la conciencia, ni puede ser asimilado a la conciencia en modo alguno; está, y sigue estando, «fuera del sujeto» (...). Lo que emerge tras la reducción del mundo objetivo, activamente constituido, de la vida cotidiana no es el ego trascendental ni la pura transición de la temporalidad, sino el hecho bruto, misterioso, de la exterioridad.3
No se trata (como afirma Husserl) de que el ego transcendental guarde cotidianamente a buen recaudo el mundo objetivo y pueda así volver a él, a sus raíces y al estado original de pureza primordial, mediante el esfuerzo determinado de la reducción fenomenológica, limpio de las poluciones mundanas y restaurado en su esencia. El ego, el Yo y su autoconciencia adquieren el ser en el enfrentamiento simultáneo de los límites y el desafío inasequible de la potencia creativa de sus intenciones e intuiciones: la «alteridad absoluta» del Otro como una entidad resguardada y protegida, permanentemente externa, que rechaza obstinadamente ser absorbida y asimilada y que, por tanto, incita y refuta el imparable esfuerzo del ego para trascender el abismo que los separa. En clara oposición a su profesor de filosofía, Levinas usa su metodología para reafirmar la autonomía del mundo contra el sujeto; enfáticamente no diseñador ni creador del mundo a la manera de Dios, el sujeto adquiere el ser al asumir la responsabilidad de la alteridad indomable e intransigente del mundo. Si para Heidegger Sein era «ursprünglich» Mitsein, para Levinas es (también «ursprünglich») Fürsein. El Yo nace en el acto de reconocimiento de su ser para el Otro.
Siguiendo a Husserl, Levinas emprende un viaje de exploración en busca de la Sachen selbst, en su caso de la esencia de la ética, y la encuentra una vez ha «puesto entre paréntesis» y dejado a un lado todo lo accidental, contingente y superfluo, en el ser-en-el-mundo, que ex post facto interfiere en la comparación del Yo pensante/sentiente con el Rostro del Otro al reducir la modalidad del «ser para», por naturaleza ilimitado y para siempre indefinido, a la serie finita de mandamientos y prohibiciones. Como Husserl, trae consigo de su viaje de descubrimiento ricos trofeos que no habría podido adquirir de un modo menos tortuoso: el inventario de las constantes de la existencia moral y de las relaciones éticamente saturadas, rasgos de la condición prístina de la que parte toda existencia moral y a la que vuelve en cada acto moral.
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«El Otro» y «El Rostro» son nombres genéricos, pero en cada encuentro moral, en el corazón del misterio de «la ley moral dentro de mí», cada nombre responde a un ser, sólo a uno, nunca más que a uno: un Otro, un Rostro. Ningún nombre podrá aparecer en plural al término de la reducción fenomenológica. La otredad del Otro es equiparable a su unicidad; cada Rostro es uno y sólo uno, y su unicidad desafía la endémica impersonalidad de la regla.
Es esta intransigente singularidad lo que vuelve redundante y en su mayor parte irrelevante todas las cosas que colman la vida cotidiana de cualquier ser humano de carne y hueso; el propósito de sobrevivir, la autoestima o el enaltecimiento, la yuxtaposición racional de medios y fines, el cálculo de pérdidas y ganancias, la procuración del placer, la paz o el poder... Entrar en el espacio moral de Levinas requiere tomarse un respiro en los asuntos diarios y dejar a un lado sus normas y convenciones mundanas. Al «encuentro moral de los dos», tanto Yo como el Otro llegamos desvestidos de los atuendos sociales, despojados de estatus, de distinciones sociales e identidades impuestas o socialmente tramadas, de posiciones o roles. No somos ricos ni pobres, ni superiores ni inferiores, ni poderosos o desposeídos. No se aplican estas calificaciones a los miembros de la pareja moral. Lo que lleguen a ser surgirá en y gracias a su condición de ser dos.
A sus anchas en ese espacio y sólo allí, el Yo moral ha de sentirse incómodo –confundido, perdido– cuando el encuentro moral de los dos es interrumpido por un Tercero. No sólo el Yo moral se siente incómodo; también Levinas, su explorador y portavoz. No se necesita una prueba mayor de su incomodidad que la urgencia obsesiva, casi impulsiva, con la que vuelve en sus últimos escritos y entrevistas al «problema del Tercero», es decir, a la posibilidad de salvar la relación ética nacida, crecida y cuidada en el invernadero de la compañía de dos, en las situaciones de la vida mundana, ordinaria, donde las intervenciones, intrusiones e «intromisiones» de incontables «terceros» son la pauta diaria.
Como Georg Simmel señaló en su comparación fundamental entre las relaciones diádicas y triádicas, «la característica decisiva de la díada es que cada uno de los dos miembros debe encargarse de algo y que, en caso de fracasar, sólo queda el otro, no una fuerza supraindividual, como prevalece en un grupo incluso de tres». Esto, insiste Simmel, «le da a la relación diádica una coloración muy marcada y específica (...), pues el elemento diádico suele enfrentarse con más frecuencia al todo o nada que un miembro de un grupo mayor».4 Es fácil ver por qué la relación diádica tiende naturalmente al «encuentro moral de los dos» (incluso es idéntica), y por qué tiende a ser un hábitat natural (casi una nodriza) de la «incondicionalidad de la responsabilidad» o del «silencio de la demanda ética» que probablemente no surgiría ni arraigaría de otro modo; no brotaría espontáneamente ni sería sostenida por grupos más amplios en los que prevalecen las relaciones mixtas sobre las relaciones inmediatas, cara a cara, y proporcionan, por tanto, una matriz para muchas alianzas y divisiones alternativas. También es fácil ver por qué una entidad pensante/sentiente crecida en el confinamiento seguro de la díada es sorprendida y se siente fuera de su elemento cuando se encuentra en una situación en la que hay un tercero. Es fácil ver por qué las herramientas y los hábitos desarrollados en una relación diádica han de ser examinados y complementados para que una tríada sea viable.
Hay un parecido notable entre el intenso, pero al final inconcluso y frustrante intento de Levinas para devolver al Yo moral al mismo mundo de cuyas trazas ha tratado de purificarlo durante toda su vida, y el exorbitante, incluso hercúleo, aunque igualmente frustrado y frustrante intento del anciano Husserl para regresar a la intersubjetividad desde la «subjetividad trascendental», que había tratado de limpiar durante toda su vida de adulteraciones «interpuestas». La pregunta es si la capacidad y aptitud moral, hecha a la medida de la responsabilidad por el Otro como el Rostro, será lo bastante capaz y potente, y estará suficientemente dispuesta y será lo suficientemente vigorosa para acomodarse y llevar una carga completamente distinta de responsabilidad por el «Otro como tal», otro indefinido y anónimo, otro sin rostro (disuelto en la multitud de «otros otros»). ¿Podrá una ética nacida y cultivada en el seno del encuentro moral de los dos trasplantarse en la «comunidad imaginada» de la sociedad humana y, más allá, en la comunidad global imaginada de la humanidad?
Para decirlo de una vez: ¿prepara la educación moral recibida en el seno del encuentro moral de los dos a sus miembros para vivir en el mundo?
Antes de que el mundo, obstinada y vejatoriamente inhospitalario para la ética, se convirtiera en su principal y obsesiva preocupación, Levinas lo visitó en relativamente pocas ocasiones, breve y cautelosamente, y casi nunca por propia iniciativa, sino urgido por acuciantes. En «La moralidad empieza en casa, o el empedrado camino hacia la justicia» doy cuenta de esas visitas desde «Le moi et la totalité» de 1954 hasta «De l’unicité», publicado en 1986.5
Conforme pasó el tiempo, el espacio y la atención dedicados a las oportunidades del impulso moral que pone a prueba, en el amplio escenario social, «la amabilidad que lo engendró y lo mantiene con vida»,6 crecieron gradual, pero imparablemente. El mensaje más elaborado hacia el final de la vida de Levinas fue que el impulso moral, aunque sea soberano y autosuficiente en el seno del encuentro moral de los dos, es una pobre guía una vez se aventura fuera de sus límites. La frustrante infinidad e incondicionalidad de la responsabilidad moral, o (como el gran filósofo danés de la ética Knud Løgstrup diría) el nocivo silencio de la demanda ética que insiste en que hay que hacer algo, pero rechaza obstinadamente especificar el qué, no se sostiene cuando el «Otro» aparece en plural, como él o ella lo hacen en la sociedad humana. En el mundo densamente poblado de la cotidianidad humana, el impulso moral necesita códigos, leyes, jurisdicción e instituciones que los dispongan y supervisen: al ser proyectado en la gran pantalla de la sociedad, el sentido moral se reencarna en, o vuelve a procesarse como, justicia social.
En presencia del Tercero –dice Levinas en una conversación con François Poirié– abandonamos lo que yo llamo el orden de la ética, o el orden de la santidad o el orden de la misericordia, o el orden del amor, o el orden de la caridad, donde el otro ser humano me concierne con indiferencia del lugar que ocupa en la multitud de seres humanos, e incluso con indiferencia de nuestra condición compartida de individuos de la especie humana; me concierne como alguien cercano a mí, como el primero en llegar: es único.7
Simmel añadiría que «el punto esencial es que, en una díada, no hay mayoría sobre el individuo. Esa mayoría, sin embargo, es posible con la mera adición de un tercero. Pero las relaciones que permiten que el individuo sea gobernado por una mayoría devalúan la individualidad». Devalúan, por tanto, la unicidad y la privilegiada cercanía, y las prioridades incontestadas, y las responsabilidades incondicionales de la primera piedra de la relación moral.
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La repetida afirmación de que «Éste es un país libre» (queriendo decir que cada uno decide qué clase de vida desea llevar, cómo vivirla y escoge las opciones que hacen posible esa decisión, de modo que no sea culpa de otro si las cosas no salen como esperábamos) sugiere la alegría de la emancipación que se mezcla inseparablemente con el horror de la derrota. «Un hombre libre –diría Joseph Brodsky– no culpa a nadie cuando fracasa»8 (salvo a sí mismo...). Por poblado que esté el mundo, no hay nadie a quien atribuir mi fracaso. Como Levinas diría, repitiendo a Dostoievski: «Somos culpables de todo y por todos los hombres, y yo más que nadie», añadiendo: la responsabilidad es mi cometido. La reciprocidad es el suyo. «El Yo siempre tiene una responsabilidad más que los otros».9
Obtener la libertad se considera un acto de emancipación exultante, sea de obligaciones estrechas e irritantes prohibiciones, o de monótonas y empobrecedoras rutinas. Poco después, la libertad se convierte en el pan de cada día y una nueva clase de horror, no menos estremecedora que los terrores de los que nos hemos librado gracias a la libertad, hace que los recuerdos del pasado empalidezcan: el horror de la responsabilidad. Las noches que siguen a los días de rutina obligatoria están llenas de sueños de libertad de las constricciones. Las noches que siguen a los días de opciones obligatorias están llenas de sueños de libertad de la responsabilidad.
Es algo, por tanto, que merece destacarse, pero apenas resultará sorprendente que los dos ejemplos más poderosos y persuasivos de la necesidad de la sociedad (es decir, de un sistema comprehensivo, sólidamente establecido y eficazmente protegido, de constricciones y reglas) aducidos por los filósofos desde el inicio de la transformación moderna provengan del reconocimiento de las amenazas físicas y de las cargas espirituales endémicas a la condición de la libertad.
El primer caso, articulado por Hobbes y elaborado con detalle por Durkheim y Freud, y a mediados del siglo XX convertido en la doxa de los filósofos y científicos sociales, presenta la coerción social y las constricciones impuestas por la regulación normativa a la libertad individual como medios necesarios, inevitables y, en última instancia, saludables y beneficiosos de protección de la unidad humana contra «la guerra de todos contra todos» y de los individuos humanos contra la «vida que es odiosa, sucia y breve». El cese de la coerción social, defienden los partidarios de este caso (si ese cese fuera posible o concebible), no liberaría a los individuos; por el contrario, sólo los haría incapaces de resistir a las enfermizas presiones de sus propios instintos, esencialmente antisociales. Los haría víctimas de una esclavitud aún más horrible que la de todas las presiones que la realidad social firme pudiera producir. Freud presentó la coerción socialmente ejercida y la limitación resultante de las libertades individuales como la esencia misma de la civilización: puesto que «el principio del placer» (como el impulso a buscar gratificaciones sexuales o la innata inclinación humana a la pereza) guiaría, o más bien desorientaría la conducta individual hacia la tierra baldía de la asociabilidad o sociopatía, a menos que fuera constreñido, atado y contrarrestado por «el principio de realidad», ayudado por el poder y ejercido en nombre de la autoridad, la civilización sin coerción es impensable.
El segundo ejemplo de la necesidad, de hecho de la inevitabilidad de la regulación normativa socialmente establecida, y por tanto de la coerción social que constriñe la libertad individual, se funda en una premisa opuesta: la del desafío ético al que los seres humanos se exponen por la presencia misma de los otros, por la «silenciosa apelación del Rostro», un desafío que precede a todos los establecimientos ontológicos socialmente creados y socialmente mantenidos y que, al menos, trata de neutralizar, contener y limitar ese desafío, de otro modo infinito, de hacerlo soportable y capaz de vivir con él. En esta versión, elaborada con detalle por Levinas y Løgstrup, la sociedad es primordialmente un artificio para reducir la responsabilidad-por-el-otro esencialmente incondicional e ilimitada a una serie de prescripciones y proscripciones con las que las habilidades humanas puedan arreglárselas. La función principal de la regulación normativa, y la causa más importante de su inevitabilidad, es hacer del ejercicio de la responsabilidad (Levinas) o de la obediencia de la demanda ética (Løgstrup) una tarea realista para la «gente corriente», que no alcanza las pautas de la santidad y que debe quedar al margen de ellas si la sociedad ha de ser concebible. Como lo plantea el propio Levinas:
Es extremadamente importante saber si la sociedad, en el sentido habitual del término, es el resultado de la limitación del principio de que los hombres son depredadores unos de otros, o si, por el contrario, resulta de la limitación del principio de que los hombres viven para los otros. ¿Es resultado lo social, con sus instituciones, formas universales y leyes, de limitar las consecuencias de la guerra entre ellos, o de limitar la infinidad que se abre en la relación ética del hombre con el hombre?10
En suma, ¿es la «sociedad» el producto de embridar las inclinaciones egoístas, agresivas, de sus miembros con el deber de la solidaridad, o, por el contrario, de atemperar su endémico e ilimitado altruismo con la «orden del egoísmo»?
Usando el vocabulario de Levinas, podríamos decir que la función principal de la sociedad, «con sus instituciones, formas universales y leyes», es hacer de la responsabilidad por el Otro, esencialmente incondicional e ilimitada, algo tanto condicional (en circunstancias escogidas, debidamente enumeradas y claramente defi nidas) como limitado (a un grupo escogido de «otros», considerablemente menor que la totalidad de la humanidad y, lo que es más importante, más reducido y fácil de manejar que la indefinida suma total de «otros» que podrán despertar en los sujetos el sentimiento de una responsabilidad inalienable, ilimitada). Si usamos el vocabulario de Løgstrup (un pensador notablemente cercano a las opiniones de Levinas y que, como Levinas, insiste en la primacía de la ética sobre las realidades de la vida-en-sociedad, y como él, apela al mundo para que explique por qué ha fallado en elevar las pautas de la responsabilidad ética), diríamos que la sociedad es un acuerdo para hacer audible (es decir, específico y codificado) el mandamiento ético, de otro modo obstinada y vejatoriamente, desgarradoramente silencioso (por ser inespecífico), y reducir la infinita multitud de opciones que ese mandamiento podría implicar a una escala menor y más manejable.
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Sin embargo, lo que ha ocurrido es que la sociedad líquida moderna de consumidores ha minado el crédito y el poder de persuasión de ambos ejemplos en aras de la inevitabilidad de la imposición social, cada uno de un modo distinto, pero por la misma razón: el evidente y expansivo proceso de desmantelamiento del antaño comprehensivo sistema de regulación normativa, que aparta cada vez más aspectos de la conducta humana de las pautas sociales y coercitivas, de la supervisión y los cursos de acción, y relega cada vez más funciones hasta ahora socializadas al reino de la «política de la vida» de los hombres y mujeres individuales. En las situaciones desreguladas y privatizadas que se centran en las preocupaciones y los objetivos de los consumidores, la responsabilidad por las opciones, por la acción que sigue a la decisión y por las consecuencias de esa acción, pesa sobre los hombros del agente individual. Como Pierre Bourdieu señaló hace veinte años, la estimulación ha reemplazado a la coerción, la seducción a la imposición forzosa de pautas de comportamiento obligatorias, el surgimiento de nuevas necesidades y deseos a la conducta PR y al consejo.
En apariencia, la llegada del consumismo ha privado al caso hobbesiano de buena parte de su crédito original, pues no se han materializado las catastróficas consecuencias, en teoría inevitables, de la retirada o el menoscabo de la regulación normativa socialmente administrada.
La nueva profusión y la intensidad sin precedentes de los antagonismos interindividuales y de los conflictos pendientes que ha seguido a la progresiva desregulación y privatización de funciones que en el pasado correspondían a la «sociedad», son ampliamente reconocidas y se encuentran en el centro del debate, pero la desregulada y privatizada sociedad de consumidores está lejos aún, y en apariencia ni siquiera tiende a acercarse, de la terrible visión de Hobbes del bellum omnium contra omnes. No le ha ido mejor al caso freudiano de la naturaleza necesariamente coercitiva de la civilización. Parece probable (aunque el jurado no se ha pronunciado aún) que –una vez expuestos a la lógica del mercado para que escojan por sí mismos– los consumidores consideren que las relaciones de poder entre los principios de placer y realidad se han invertido. Ahora es el «principio de realidad» el que se encuentra a la defensiva; diariamente se le obliga a retirarse, limitarse y comprometerse ante los repetidos asaltos del «principio del placer». Lo que los poderes fácticos de la sociedad consumista parecen haber descubierto para beneficio propio es que hay poco que ganar sirviendo a los duros y firmes «hechos sociales» tenidos por indomables e irresistibles en la época de Durkheim, mientras que obedecer el infinitamente expansible principio del placer promete un provecho comercial infinitamente extensible. La evidente y creciente «suavidad» y flexibilidad de los «hechos sociales» líquidos modernos ayuda a emancipar la búsqueda del placer de sus limitaciones en el pasado y franquea el paso a la explotación completa del mercado.
Respecto a la posición de Levinas y Løgstrup, la tarea de reducir la ilimitación sobrehumana de la responsabilidad ética a la capacidad de la sensibilidad humana ordinaria, al poder de juzgar y la habilidad de actuar, tiende también, en todas partes, salvo en algunas áreas selectas, al «subsidio» de hombres y mu jeres individuales. En ausencia de la traducción autorizada de la «demanda silenciosa» a un inventario finito de obligaciones y proscripciones, ahora le toca a cada individuo fijar los límites de su responsabilidad por otros seres humanos y trazar la línea entre lo plausible y lo reprensible en las intervenciones morales, así como decidir hasta qué punto está dispuesto a sacrificar su bienestar por el cumplimiento de su responsabilidad moral con lo otros. Como Alain Ehrenberg11 argumenta de modo convincente, los sufrimientos humanos más comunes tienden a producirse en la actualidad por el exceso de posibilidades antes que por la profusión de prohibiciones, como en el pasado, y si la oposición entre lo posible y lo imposible se ha hecho cargo de la antinomia de lo permitido y lo prohibido como estructura cognitiva y criterio esencial de evaluación y elección de la estrategia vital, sólo hay que esperar que la depresión que surja del terror de la inadecuación reemplace a la neurosis causada por el horror de la culpa (es decir, de la carga de inconformidad que sigue al rompimiento de las normas) como la aflicción psíquica más característica y extendida de los ciudadanos de la sociedad de consumidores.
Una vez encargada (o abandonada) a los individuos, esa tarea se vuelve abrumadora, pues la estratagema de esconder detrás de una autoridad reconocida y aparentemente indomable dedicada a declinar la responsabilidad (o al menos una parte significativa de ella) ya no es una opción viable o segura. Vérselas con una tarea tan intimidante deja a los agentes en un estado de incertidumbre permanente e incurable; con demasiada frecuencia, provoca una reprobación desoladora y degradante de uno mismo.
Sin embargo, el resultado en general de la privatización/subsidiarización de la responsabilidad se demuestra menos incapacitador para el Yo moral y los agentes morales de lo que Levinas, Løgstrup y sus discípulos –entre los que me incluyo– esperaban. Se ha encontrado el modo de mitigar su impacto potencialmente devastador y de limitar sus daños. Hay, al parecer, una profusión de agencias comerciales dispuestas a retomar la tarea abandonada por la «gran sociedad» y ofrecer sus servicios a los consumidores acongojados, ignorantes y confundidos...
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En un régimen desregulado/privatizado, la fórmula de «librarse de la responsabilidad» sigue siendo la misma que en estadios anteriores de la historia moderna: se aplica una medida de claridad genuina o putativa en una situación desesperadamente opaca mediante la sustitución (mejor dicho, el solapamiento) de la intimidante complejidad de la tarea por una serie de reglas francas relativas a lo que se debe y no se debe hacer. Ahora, como entonces, a los agentes individuales se les presiona o se llama su atención o se les adula para que pongan su confianza en autoridades encargadas de decidir y explicar con claridad lo que la demanda silenciosa les pide exactamente que hagan en esta o aquella situación, y hasta qué punto (no más allá) su responsabilidad incondicional les obliga a ponerse en esas situaciones. Sin embargo, aunque la estratagema es la misma, en la actualidad se tiende a emplear distintas herramientas.
Los conceptos de responsabilidad y elección responsable, que antes pertenecían al campo semántico del deber ético y de la concernencia moral por el Otro, han pasado al reino del cumplimiento del Yo y el cálculo de riesgos. En el proceso, «el Otro», como gatillo, diana y criterio de una responsabilidad aceptada, asumida y cumplida, ha desaparecido de la vista, eliminado o ensombrecido por el propio Yo del agente. «Responsabilidad» significa ahora, al principio y al final, responsabilidad con uno mismo («Te debes esto a ti mismo», como los portavoces comerciales del «librarse de la responsabilidad» repiten incansablemente), mientras que las «opciones responsables» sirven, al principio y al final, a los intereses y satisfacen los deseos del Yo e inhiben la necesidad de compromiso.
El resultado no es muy distinto de los efectos «adiaforizantes»12 de la es tratagema practicada por la burocracia sólida moderna, que ha sustituido la «responsabilidad ante» (ante una persona superior, una autoridad, una causa y sus portavoces) con la «responsabilidad de» (del bienestar, la autonomía y la dignidad de otro ser humano). Sobre todo, estos efectos adiaforizantes (es decir, neutralizar éticamente las acciones y eximirlas de la evaluación y la censura éticas) se logran, en la actualidad, al reemplazar la «responsabilidad ante los demás» con la amalgama de la «responsabilidad por uno mismo» y la «responsabilidad con uno mismo». La víctima colateral del salto a la conversión consumista de la libertad es el Otro como objeto de responsabilidad ética y concernencia moral.
Siguiendo fielmente el itinerario del «estado público de ánimo» en su ampliamente leído e influyente libro de hace dos décadas, Colette Dowling manifestaba el deseo de estar segura, cómoda y a salvo de «sentimientos peligrosos».13 Advertía a las Cenicientas del porvenir para que no cayeran en la trampa: en el impulso de preocuparse por los demás y el deseo de ser cuidada por otros acecha el terrible peligro de la dependencia, de la pérdida de la habilidad de escoger la marea más cómoda para deslizarse y pasar de una ola a otra cuando la corriente cambiase. Como cometa Archie Hochschild, «su miedo a depender de otra persona evoca la imagen del vaquero americano, que vaga libre con su caballo (...). De las cenizas de Cenicienta surge una vaquera posmoderna».14 El más popular de los best-sellers enfatiza y aconseja «en un susurro al lector: ten cuidado con la inversión emocional. Dowling aconseja a las mujeres que inviertan en el ego como única empresa».
El espíritu comercial de la vida íntima está hecho de imágenes que allanan el camino a un paradigma de desconfianza (...) al ofrecer como ideal un Yo defendido contra las heridas.
Los actos heroicos que un Yo puede llevar a cabo consisten en sepa rarse, marcharse y depender cada vez menos de los demás y necesitarlos menos.
En muchos rígidos libros modernos, el autor nos dispone a favor de gente que no precisa nuestro alimento y de gente que no puede alimentarnos.
La posibilidad de poblar el mundo con más gente solícita e inducir a las personas a preocuparse no figura en el panorama de la utopía consumista. Las utopías privatizadas de los vaqueros y vaqueras de la época consumista muestran, por el contrario, un vasto «espacio libre» (libre para mí, por supuesto), una especie de espacio vacío que el consumista líquido, propenso a empresas solitarias y sólo a empresas solitarias, necesita cada vez más y del que nunca tiene bastante. El espacio que los modernos consumidores líquidos necesitan y por el que se les aconseja por todas partes que luchen sólo puede conquistarse desalojando a otros seres humanos y, en particular, a los seres humanos solícitos y que más necesidad tienen de cuidados.
El mercado de consumo retoma de la burocracia sólida moderna la tarea de adiaforización: la tarea de exprimir el veneno del «ser para» de la inyección de «ser con»; tal y como Levinas vislumbró, al darse cuenta de que, en lugar de ser (como sugirió Hobbes) un artificio para lograr la unión pacífica y amistosa de los seres humanos, la «sociedad» puede convertirse en una estratagema para conseguir una vida egoísta, centrada en el Yo y referida al Yo, para seres morales innatos despojados de las responsabilidades con los demás intrínsecas a la presencia del rostro del Otro; de hecho, a la unión humana.
Como señala Frank Mort15 –según los informes quincenales del Henley’s Centre (una organización mercantil que proporciona a las industrias de consumo información sobre los cambios de pautas en el ocio de los futuros consumistas británicos)–, los placeres preferidos y más buscados durante las dos últimas décadas fueron
logrados mediante formas de previsión basadas en los mercados: ir de compras, comer fuera de casa, ver películas en vídeo y DVD. Al final de la lista estaba la política; ir a un mitin político estaba a la par que ir al circo como una de las cosas que era improbable que hiciera el público británico.
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En su The Ethical Demand, Løgstrup preconiza una perspectiva optimista de la inclinación natural de los seres humanos. «Es característico de la vida humana que confiemos naturalmente entre nosotros», escribió.
Sólo por alguna circunstancia especial desconfiamos de un extraño por anticipado (...). En circunstancias normales, sin embargo, aceptamos la palabra del extraño y no desconfiamos de él hasta tener un motivo para hacerlo. No sospechamos de la falsedad de nadie hasta que lo cogemos en una mentira.16
En las intenciones del autor, estos juicios no son afirmaciones fenomenológicas, sino generalizaciones empíricas. Aunque la mayoría de las tesis éticas de Levinas disfruta del estatus fenomenológico, no es el caso de Løgstrup, que obtiene sus generalizaciones de las interacciones diarias con sus feligreses.
Løgstrup concibió The Ethical Demand durante los ocho años siguientes a su matrimonio con Rosalie Maria Pauly, que pasó en la pequeña y apacible parroquia de la isla de Funen. Con el debido respeto a los amables y sociables residentes de Aarhus, donde Løgstrup pasaría el resto de su vida enseñando teología en la universidad local, dudo que Løgstrup pudiera gestar esas ideas una vez asentado allí, entre las realidades de un mundo en guerra y bajo la ocupación, como miembro activo de la resistencia danesa. Las personas tienden a tejer sus imágenes del mundo con el hilo de su experiencia. La generación actual puede encontrar la soleada y boyante imagen de un mundo confiado y digno de confianza contrahecha, diversa con lo que aprende todos los días y con lo que las narraciones corrientes de la experiencia humana y las estrategias recomendadas de la vida insinúan. Más bien se reconoce en los hechos y las confesiones de la reciente oleada de programas de televisión, muy vistos y populares, como El Gran Hermano, Superviviente y El lazo más débil, que (a veces de manera explícita, pero siempre de manera implícita) aportan otro mensaje: no hay que fi arse de un extraño. El subtítulo de Superviviente lo dice todo: «No te fíes de nadie», algo a lo que cada emisión de El Gran Hermano proporciona amplias y vívidas ilustraciones. Los fans y adictos de los reality shows (y esto quiere decir una gran parte, tal vez una mayoría sustancial, de nuestros contemporáneos) darían la vuelta al veredicto de Løgstrup y decidirían que «es característico de la vida humana que sospechemos unos de otros». Estos espectáculos televisivos que cogen a millones de espectadores por sorpresa y se apoderan de su imaginación son ensayos públicos de la disponibilidad de los seres humanos. Incluyen en la historia indulgencia y advertencia: siendo su mensaje que nadie es indispensable, nadie tiene derecho a tomar parte en un esfuerzo conjunto porque ha llegado tarde, aunque sea un miembro del equipo. La vida es un juego duro para gente dura. La vida empieza en la línea de salida; los méritos pasados no cuentan: cada uno es digno en función de los resultados del último duelo. Los otros son, ante todo, rivales; intrigan, cavan hoyos, tienden emboscadas, desean que tropecemos y caigamos. Cada jugador se debe a sí mismo y, para avanzar, por no hablar de llegar a la cima, primero hay que cooperar en la exclusión de todos aquellos dispuestos a sobrevivir y tener éxito que se interponen en el camino, pero sólo para apartar, uno tras otro, a todos aquellos con los que se ha colaborado y dejarlos –derrotados e inútiles– atrás.
Las cualidades que ayudan a los vencedores a sobrevivir a la competición y salir victoriosos de la batalla mortal son de muchas clases, desde la autoafirmación vociferante hasta la mansa autoanulación. Cualquiera que sea la estratagema, y cualesquiera que sean las cualidades de los supervivientes y las capacidades de los derrotados, la historia de la supervivencia está condenada a desarrollarse de la misma y monótona manera: en un juego de supervivencia, la confi anza, la compasión y la misericordia (los principales atributos de la «soberana expresión de la vida» de Løgstrup) son suicidas. Si no eres más rudo y menos escrupuloso que los demás, acabarán contigo, con o sin remordimiento. Hemos vuelto a la sombría verdad del mundo darwiniano: el más apto sobrevive invariablemente. La supervivencia, más bien, es la última prueba de la adecuación.
Si los jóvenes de nuestra época fueran también lectores de libros, particularmente de viejos libros que no se encuentran en la lista de los más vendidos, probablemente estarían de acuerdo con la amarga, en modo alguno luminosa imagen del mundo que dio el exiliado ruso y filósofo de la Sorbona, Lev Šhestov: «Homo homini lupus es una de las máximas más firmes de la moralidad eterna. En cada uno de nuestros vecinos tememos a un lobo. ¡Somos tan pobres, tan débiles, tan fáciles de arruinar y destruir! ¿Cómo no vamos a tener miedo? Vemos peligros, sólo vemos peligros».17 Insistirían, como Šhestov sugería y El Gran Hermano ha elevado al rango de sentido común, en que éste es un mundo duro, para referirse a gente dura, un mundo de individuos a los que sólo les queda confiar en su propia astucia, tratando de burlar y superar a los demás. Para tratar con un extraño hace falta primero cautela, después cautela y más cautela. Estar juntos, arrimar el hombro y trabajar en equipo tiene sentido sólo si nos franquea el camino; no hay ningún motivo por el que debiera ser la pauta cuando ya no procura beneficios o procura menos beneficios de los que romper las promesas y cancelar las obligaciones razonable, o posiblemente, procuraría.
De hecho, el mundo parece conspirar contra la confianza. La confianza podrá ser, como sugiere Løgstrup, una efusión natural de la «soberana expresión de la vida», pero una vez conocida busca en vano un lugar donde arraigar. La confianza ha sido condenada a una vida llena de frustración. La gente (en solitario, en grupo o toda), las compañías, los partidos, las comunidades, las grandes causas o las pautas de la vida dotadas de autoridad para guiarnos no logran compensar la devoción. No son ejemplos de coherencia y continuidad. No hay un solo punto de referencia en que fijar la atención con seguridad y que permita descansar a los hechizados buscadores de pautas del molesto deber de estar constantemente alerta o desandar los pasos dados o previstos. Ninguna señal de orientación depara una expectativa más amplia que la propia vida de quienes buscan una orientación, por abominablemente cortas que sean sus vidas corporales. La experiencia individual señala al Yo como el apoyo más probable de la duración y la continuidad anheladas con avidez.
Además, a los patronos no les gustan los empleados que tienen compromisos con los demás, particularmente los que se han comprometido en serio y a largo plazo. La demanda de supervivencia profesional enfrenta a hombres y mujeres a opciones moralmente devastadoras entre los requisitos de la carrera y el cuidado de los demás, incluidos los amigos más queridos. Los jefes prefieren individuos libres, sin cargas, flotantes, dispuestos a romper los lazos en un instante sin pensar dos veces que la «demanda ética» ha de sacrificarse a las «demandas del trabajo».
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Vivimos en una sociedad global de consumidores y las pautas de la conducta consumista afectan a los demás aspectos de nuestra vida, incluyendo el trabajo y la vida familiar. Estamos urgidos a consumir más y a convertirnos, de paso, en mercancías en el mercado de consumo y trabajo.
En palabras de J. Livingstone, «la forma mercancía penetra en, y reforma, dimensiones de la vida social hasta ahora exentas de su lógica hasta el punto de que la subjetividad se convierte en una mercancía llevada y vendida en el mercado como la belleza, la pulcritud, la sinceridad y la autonomía».18 Como Colin Campbell establece, la actividad de consumir
se ha convertido en una pauta del modo en que los ciudadanos de las sociedades occidentales contemporáneas consideran todas sus actividades. Puesto que cada vez más áreas de la sociedad contemporánea se han asimilado al «modelo consumista», no resulta sorprendente que la metafísica subyacente del consumismo se haya convertido en una especie de filosofía por defecto de la vida moderna.19
Arlie Russell Hochschild encierra el «daño colateral» perpetrado en el curso de la invasión consumista en una sucinta y punzante frase: «materialización del amor».20
El consumismo trata de mantener el trastorno emocional del trabajo y la familia. Expuestos a un bombardeo continuo de publicidad durante un promedio diario de tres horas de televisión (la mitad de su tiempo libre), los trabajadores se convencen de que «necesitan» más cosas. Para comprar lo que necesitan, necesitan dinero. Para ganar dinero trabajan más horas. Lejos de casa durante tantas horas, compensan su ausencia del hogar con regalos que cuestan dinero. Materializan el amor. Así el ciclo se perpetúa.
Podríamos añadir que su nuevo desafecto espiritual y su ausencia física del hogar vuelven a los trabajadores o trabajadoras impacientes en los conflictos, grandes o pequeños o triviales, que implica vivir bajo un mismo techo.
Conforme se pierden las habilidades necesarias para conversar y buscar el entendimiento mutuo, lo que solía ser un desafío pacientemente negociado se convierte cada vez más en un pretexto para romper la comunicación, escapar y quemar los puentes. Ocupados en ganar más para cosas que creen necesarias para la felicidad, hombres y mujeres tienen poco tiempo para la empatía mutua y para negociaciones intensas, a veces tortuosas y dolorosas, pero siempre largas y que consumen energía, sobre sus mutuas reservas y desacuerdos, no digamos para las soluciones. Esto traza otro círculo vicioso: cuanto más éxito tienen en «materializar» su relación amorosa (como el continuo flujo de mensajes publicitarios les urge a hacer), menos oportunidades tendrán para el entendimiento y la simpatía que suscita la ambigüedad del amor. Los miembros de la familia tratan de evitar el enfrentamiento y buscar un respiro (o mejor aún, un refugio permanente) para las contiendas domésticas, y entonces la presión para «materializar» el amor y el cuidado amoroso adquiere más ímpetu conforme las alternativas a consumir más tiempo y dinero se hacen menos asequibles cuando más necesarias resultan a causa del creciente número de agravios que hay que aplacar y de los desacuerdos que exigen una solución.
Si los profesionales cualificados, la niña de los ojos de los directores de las compañías, encuentran con frecuencia en el lugar de trabajo un grato sustituto de las cualidades hogareñas perdidas en casa (como Hochschild advierte, la tradicional división de funciones entre el lugar de trabajo y la familia tiende a revertirse), los empleados de rango inferior, menos preparados y fácilmente reemplazables, no encuentran nada similar. Si algunas compañías, en especial Amerco, investigada por Hochschild en profundidad, «ofrecen la vieja utopía socialista a una elite de trabajadores del conocimiento en la cima de un mercado de trabajo crecientemente dividido, otras compañías ofrecen cada vez más lo peor del capitalismo temprano a trabajadores semipreparados o no preparados», a los cuales ni el sistema ni los compañeros de trabajo proporcionan otra cosa que una banda, camaradas de copas en la esquina o grupos de este tipo.
La búsqueda de placeres individuales articulada por las mercancías en curso, una búsqueda guiada y constantemente redirigida y reorientada por las sucesivas campañas de publicidad, proporciona el único sustituto aceptable (aunque innecesario y mal recibido) de la evanescente solidaridad de compañeros de trabajo y de la calidez de cuidar y ser cuidado por los seres queridos y cercanos en el seno del hogar y en la vecindad inmediata.
Quien trate de resucitar los seriamente afectados «valores familiares», y sea firme en lo que estos valores implican, tendrá que empezar por pensar en las raíces consumistas de la desaparición de la solidaridad social en los lugares de trabajo y del impulso a compartir y cuidar en los hogares.
Habiendo pasado varios años observando las cambiantes pautas de empleo (casi participando en ellas) de los sectores más avanzados de la economía americana, Hochschild descubrió y documentó tendencias sorprendentemente parecidas a las de Francia y toda Europa, descritas con detalle por Luc Boltanski y Eve Chapiello como el «nuevo espíritu del capitalismo».21 La preferencia de los patronos por empleados flotantes y libres, sin afecto, flexibles, disponibles y «generalistas» (del tipo chico-para-todo, antes que especializados y sometidos a un entrenamiento estricto) ha sido el más fecundo de los hallazgos. En palabras de Hochschild,
desde 1997, un nuevo término –«sin obstáculos»– circula tranquilamente por Sillicon Valley, el corazón de la revolución informática en América. En su origen se refiere al movimiento sin fricción de un objeto físico como un patín o una bicicleta. Luego se aplicó a los empleados que, sin tener en cuenta incentivos económicos, dejan un trabajo por otro con facilidad. Recientemente ha pasado a significar «desafecto» o «sin obligaciones». Un patrón puede decir elogiosamente de un empleado: «Sin obstáculos», dando a entender que está disponible para un puesto complementario, para responder a una emergencia o ser trasladado. Según P. Bronson, un investigador de la cultura de Sillicon Valley, «sin obstáculos» es algo óptimo. A los solicitantes se les acabará preguntando por su coeficiente de obstáculo.
Vivir lejos de Sillicon Valley, tener mujer o hijos, eleva dicho coeficiente y reduce las posibilidades de empleo del solicitante. Los patronos quieren que sus futuros empleados naden más que andar y que se deslicen más que nadar. El empleado ideal sería alguien sin lazos, compromisos o afectos emocionales previos, que esquive los nuevos, dispuesto a aceptar cualquier tarea y preparado a reciclarse y cambiar de inclinaciones, abrazar otras prioridades y dejar a un lado las que ya tenía. Alguien habituado a que «emplearse a fondo» –en un trabajo, una habilidad o un modo de hacer las cosas– no sea bien visto; alguien que al final deje la compañía, cuando ya no se le necesite, sin quejarse ni emprender litigios. Alguien que considere más preocupantes los proyectos a largo plazo, las carreras solemnes y cualquier tipo de estabilidad que el carecer de ellos.
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En nuestra sociedad supuestamente reflexiva es poco probable que la confianza se refuerce empíricamente. Un escrutinio riguroso de los datos proporcionados por la evidencia de la vida señala en dirección opuesta y revela repetidamente la debilidad de las reglas y la fragilidad de los vínculos. ¿Significa esto, sin embargo, que la decisión de Løgstrup de albergar esperanzas de moralidad en la tendencia espontánea, endémica, a confiar en los otros haya quedado invalidada por la incertidumbre endémica que satura nuestro mundo?
Estaríamos tentados de decirlo si no fuera porque la perspectiva de Løgstrup no era que los impulsos morales surgen de la reflexión. Por el contrario, en su opinión, la esperanza de la moralidad residía precisamente en su espontaneidad prerreflexiva. «La misericordia es espontánea porque la menor interrupción, el menor cálculo, la menor disolución de la misericordia la destruiría o la convertiría en su opuesto, la inmisericordia».22
Sabemos que Levinas insistía en que la pregunta «¿por qué he de ser moral?» (es decir, plantear argumentos del tipo: ¿qué tengo yo que ver con eso?, ¿qué justifica mi preocupación?, ¿por qué habría de preocuparme si los demás no lo hacen?, ¿no podría hacerlo otro en mi lugar?) no es el punto de partida de la conducta moral, sino una señal de su desaparición, igual que la amoralidad empieza con la pregunta de Caín: ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? Løgstrup estaría de acuerdo, con su confianza en la espontaneidad y el impulso a confiar más que a calcular.
Ambos filósofos parecen estar de acuerdo en que «la necesidad de la moralidad» (esta expresión es un oxímoron: lo que hace frente a una «necesidad» es algo más que la moralidad) o la «conveniencia de la moralidad» no se puede establecer discursivamente, mucho menos probar. La moralidad no es sino una manifestación innata de la humanidad; no «sirve» a ningún «propósito» y seguramente no está guiada por expectativas de provecho, comodidad, gloria o enaltecimiento. Es cierto que las acciones objetivamente buenas –solícitas y útiles– han sido una y otra vez fruto del cálculo de ganancias del agente, ya sea la obtención de la gracia divina, de la estima pública o de la absolución de la inmisericordia mostrada en otras ocasiones, pero esto no se puede clasificar entre los hechos genuinamente morales, precisamente por tener motivos.
En las acciones morales, «el motivo ulterior está descartado», insiste Løgstrup. La expresión espontánea de la vida es radical gracias a «la ausencia de motivos ulteriores», morales o amorales. Ésta es una razón de que la demanda ética, la presión «objetiva» para ser moral que emana del solo hecho de estar vivo y compartir el planeta con los demás sea y deba ser silenciosa. Puesto que la «obediencia a la demanda ética» puede convertirse fácilmente (deformarse, distorsionarse) en un motivo de conducta, la demanda ética es suprema cuando se olvida y no se piensa en ella: su radicalidad consiste en su pretensión de resultar superflua. La inmediatez del contacto humano se sostiene en las inmediatas expresiones de la vida y no necesita ni tolera otros apoyos. Levinas estaría completamente de acuerdo: según Philippe Nemo, su atento entrevistador y leal intérprete, la «exigencia ética no es una necesidad ontológica. La prohibición de matar no hace que el asesinato sea imposible. Lo hace malo». El «ser» de la ética sólo consiste en «turbar la complacencia del ser».23
En términos prácticos, esto significa que por mucho que un ser humano se resienta de haberse quedado solo (en última instancia) a expensas de su propio consejo y responsabilidad, es precisamente esa soledad la que alberga una esperanza de una unión moralmente impregnada. Esperanza, no certeza, mucho menos una certeza garantizada.
Las expresiones de espontaneidad y soberanía de la vida no testimonian que la conducta resultante sea la opción éticamente apropiada y laudable entre el bien y el mal. El asunto es que los errores y los aciertos provienen de la misma condición, como esos impulsos tan ansiosos por buscar el refugio que los mandamientos autoritarios proporcionan y la osadía de aceptar la responsabilidad propia. Sin aceptar la posibilidad de equivocarse, poco podría hacerse para perseverar en busca de la opción adecuada. Lejos de ser una amenaza a la moralidad (y una abominación para los filósofos de la ética), la incertidumbre es el hogar de la persona moral y el único terreno en el que la moralidad puede brotar y florecer.
Pero, como Løgstrup señala con acierto, las «inmediatas expresiones de la vida sostienen la inmediatez del contacto humano». Supongo que esta relación y mutuo condicionamiento tiene dos vertientes. «Inmediatez» parece desempeñar en el pensamiento de Løgstrup un papel similar al de la «proximidad» en los escritos de Levinas. La «inmediata expresión de la vida» es suscitada por la proximidad, o por la presencia inmediata de otro ser humano, débil y vulnerable, doliente y necesitado de ayuda. Lo que vemos es un desafío, un desafío para obrar, para ayudar, para defender, para procurar solaz, para curar o salvar.
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Parece que en su acepción corriente, la «expresión espontánea de la vida» suscita desconfianza y mixofobia, antes que confianza y desvelo. «Mixofobia» es una reacción bastante predecible y extendida a la confusión y al nerviosismo de los tipos humanos y los estilos de vida que se encuentran y arquean las cejas o se encogen de hombros en las calles de las ciudades contemporáneas, no sólo en los oficialmente llamados (y por esa razón evitados) «distritos duros» o «barrios bajos», sino en las zonas «ordinarias» (léase no protegidas por «zonas prohibidas»). Conforme avanza la multivocalidad y variedad cultural del entorno urbano de la época de la globalización, para intensificarse probablemente con el tiempo en lugar de mitigarse, las tensiones que surgen de la extrañeza vejatoria, confusa e irritante, llevarán a tomar medidas segregacionistas.
Los factores que precipitan la mixofobia son triviales, en modo alguno difíciles de localizar, sencillos de entender aunque no necesariamente fáciles de olvidar. Como Richard Sennett sugiere, «el sentimiento del nosotros, que expresa un deseo de ser parecidos, es un modo para que hombres [y mujeres] eviten la necesidad de escrutarse entre sí».24 Podríamos decir que promete un consuelo espiritual: la perspectiva de hacer la vida en común más fácil de soportar al cortar el esfuerzo por entender, negociar, comprometerse que requeriría la vida con la diferencia. «Innato al proceso de formar una imagen coherente de la comunidad es el deseo de evitar la participación real. Sentir vínculos comunes sin una experiencia común ocurre, en primer lugar, porque los hombres tienen miedo de la participación, temen los peligros, los desafíos que eso supone y su dolor».
El impulso hacia una «comunidad de similitudes» es una señal de retirada no sólo del exterior de la otredad, sino también de la entrega a la interacción interna, vivaz, turbulenta, vigorizante y suprema. La atracción de la «comunidad de lo mismo» es la de una política de seguridad contra los riesgos de la vida diaria en un mundo polivocal. La inmersión en «lo mismo» no decrece una vez superados los riesgos que la incitaron. Como todos los paliativos, sólo puede prometer una protección ante los efectos más inmediatos y temidos.
Escoger la opción escapista como medicina para la mixofobia tiene una secuela insidiosa y perniciosa: una vez adoptado, el supuesto régimen terapéutico cobra vida propia, tiende a perpetuarse y a reforzarse conforme más ineficaz resulta. Sennett explica por qué ocurre esto, por qué ha de ocurrir.25
Las ciudades americanas han crecido durante las dos últimas décadas de modo que las áreas étnicas se han vuelto relativamente homogéneas; no parece accidental que el temor al exterior haya crecido también hasta el punto de que las comunidades étnicas hayan desaparecido.
Una vez ha tenido lugar la separación territorial, y conforme la gente vive en un entorno uniforme –en compañía de otros «como ellos», con los que se puede socializar en seguida sin incurrir en el riesgo de la incomprensión y sin tener que luchar con la vejatoria necesidad de las (siempre arriesgadas) traducciones entre distintos universos de sentido–, es más probable que se desaprenda el arte de negociar significados compartidos y un modus vivendi común.
Las guerras territoriales van de un lado a otro de la barricada que separa el bienestar del malestar, pero no pueden tener otro resultado que la profundización de la incomunicación. Conforme los soldados voluntarios e involuntarios de las permanentes guerras territoriales olviden o descuiden las habilidades necesarias para una vida satisfactoria en la diferencia, resultará menos extraño que los buscadores y practicantes de la terapia escapatoria vean con creciente horror el enfrentamiento con extraños. Los «extraños» (es decir, la gente que está al otro lado de la barricada) tienden a parecer cada vez más amenazadores conforme se van haciendo ajenos, poco familiares e incomprensibles. El diálogo y la interacción, que podrían asimilar circunstancialmente su «otredad» a nuestra vida, se desvanecen o no tienen lugar al principio. El impulso a un entorno homogéneo, territorialmente aislado, es el cinturón de seguridad, el proveedor de la mixofobia, y se convierte en su agente principal.
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Al final, el desafío ético de la «globalización», o más bien la globalización como desafío ético.
Sea lo que sea lo que signifique «globalización», significa que somos dependientes. Las distancias ya no importan. Lo que sucede en cualquier parte tiene consecuencias globales. Con los recursos, las herramientas técnicas y los procedimientos, los seres humanos han dado a sus acciones un alcance enorme en el espacio y en el tiempo. Por localmente confinados que estén, los agentes harán mal en no tener en cuenta los factores globales, que decidirán el éxito o el fracaso de sus acciones. Lo que hacemos (o dejamos de hacer) influye en las condiciones de vida (o en la muerte) de gente en lugares que no conocemos y de generaciones que no conoceremos.
Ésta es la condición bajo la que, lo sepamos o no, hacemos nuestra historia compartida. Aunque mucho, tal vez todo o casi todo en esa historia depende de las opciones humanas, la condición bajo la que esas opciones se toman no es una opción en sí misma. Al desmantelar la mayoría de límites espaciotemporales que solían confinar el potencial de nuestras acciones al territorio que podíamos examinar, conocer y controlar, ya no podemos encontrar refugio, al llegar al final de nuestras acciones, en la red global de la dependencia mutua. Nada se puede hacer para detener, mucho menos para invertir, la globalización. Podemos estar a favor o en contra de la nueva interdependencia planetaria con el mismo efecto que el de apoyar o condenar el siguiente eclipse solar o lunar. Sin embargo, mucho depende de nuestro consentimiento o resistencia la forma que ha tomado la globalización de las demandas humanas.
Hace medio siglo, Karl Jaspers podía separar con nitidez la «culpa moral» (el remordimiento que sentimos por haber hecho daño a otros seres humanos, por nuestras acciones u omisiones) de la «culpa metafísica» (la culpa que sentimos cuando se daña a un ser humano, aunque el daño no tenga nada que ver con nuestras acciones). Esa distinción ha sido despojada de significado con el proceso de la globalización. Como nunca antes, las palabras de Donne («No preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti») representan la genuina solidaridad de nuestro destino; el asunto es, sin embargo, que la nueva solidaridad de destino no ha sido emulada por la solidaridad de nuestros sentimientos, mucho menos de nuestras acciones.
En un mundo de dependencia global, interconectada, no podemos estar seguros de nuestra inocencia moral mientras haya seres humanos que sufran indignidades, miseria o dolor. No podemos decir que no sabemos, ni estar seguros de que no hay nada que cambiar en nuestra conducta que impida o al menos alivie el destino de los que sufren. Podemos ser impotentes individualmente, pero podemos hacer algo juntos, y estar juntos es algo que tiene que ver con los individuos. El problema es que, como lamenta otro gran filósofo del siglo XX, Hans Jonas, aunque el espacio y el tiempo ya no ponen límite a los efectos de nuestras acciones, nuestra imaginación moral no ha progresado más allá del alcance que tenía con Adán y Eva. Las responsabilidades que estamos dispuestos a asumir no se aventuran tan lejos como la influencia que nuestra conducta diaria ejerce en las vidas de gente aún más distante.
El «proceso de globalización» ha dado lugar a una red de interdependencia que penetra en cada rincón del planeta, pero poco más. Sería groseramente prematuro hablar de una sociedad global o de una cultura global, mucho menos de un curso de acción global o de una ley global. ¿Hay un sistema social global emergente al final del proceso de globalización? Si lo hay, no se parece a los sistemas sociales que hemos aprendido a considerar la norma. Solíamos pensar en los sistemas sociales como totalidades que coordinan y ajustan y adaptan todos los aspectos de la existencia humana, sobre todo los mecanismos económicos, el poder político y las pautas culturales. Sin embargo, en la actualidad lo que solía estar coordinado al mismo nivel y en la misma totalidad ha sido separado y desplazado a niveles radicalmente distintos. El alcance planetario del capital, las finanzas y el comercio, las fuerzas decisivas para el rango de las opciones y la efectividad de la acción humana, para el modo en que viven los seres humanos y para sus sueños y esperanzas, no ha sido emulado por una escala similar de los recursos que la humanidad ha desarrollado para controlar esas fuerzas que controlan a los seres humanos.
Más importante aún, esa dimensión planetaria no ha sido emulada por una escala global similar de control democrático. Podemos decir que el poder «ha huido» de las instituciones desarrolladas históricamente que solían ejercer un control democrático de los usos y abusos del poder en los Estados-nación modernos. La globalización, en su forma actual, significa una progresiva pérdida de poder de los Estados-nación en ausencia de un sustituto efectivo.
Ya se había dado un acto de magia similar de los agentes económicos, aunque obviamente a una escala más modesta que en nuestra época globalizada. Max Weber, uno de los analistas más agudos de la lógica (o falta de lógica) de la historia moderna, advirtió que la partida de nacimiento del capitalismo moderno fue la separación de los negocios de la casa familiar, de la que dependía la densa red de derechos y obligaciones mutuos de las comunidades urbanas, parroquias o gremios de artesanos en la que las familias y los vecinos estaban atrapados. Con esa separación (mejor dicho, de acuerdo con la antigua alegoría de Mennenio Agrippa, «secesión»), los negocios se aventuraron en una genuina tierra fronteriza, una tierra de nadie virtual, libre de concernencias morales y constricciones legales, subordinada sólo al propio código de conducta de los ne gocios. Como sabemos, esa extraterritorialidad moral sin precedentes de las actividades económicas llevó en su momento al espectacular avance del potencial industrial y al crecimiento de la riqueza. Sabemos también, sin embargo, que durante todo el siglo XIX esa extraterritorialidad redundó en la miseria humana, la pobreza y una polarización estremecedora de las pautas y oportunidades de la vida humana. Sabemos que, al cabo, los emergentes Estados modernos reclamaron la tierra de nadie que los negocios consideraban propiedad exclusiva suya. Las agencias normativas del Estado invadieron esa tierra y circunstancialmente, aunque no sin una resistencia feroz, se la apropiaron y colonizaron, colmando así el vacío ético y mitigando las consecuencias menos favorables para la vida de sus súbditos/ciudadanos.
La globalización podría ser descrita como una segunda secesión. Una vez más, los negocios han escapado al confinamiento familiar, aunque esta vez la casa dejada atrás es la «casa imaginada» moderna, circunscrita y protegida por los poderes culturales, militares y económicos del Estado-nación, políticamente soberano. Una vez más, los negocios han adquirido un «territorio extraterritorial», un espacio propio, que puede recorrer libremente apartando los débiles obstáculos locales y eliminando los más difíciles, persiguiendo sus propios fines y relegando otros económicamente irrelevantes y, por tanto, ilegítimos. Una vez más observamos efectos sociales parecidos a los que se suscitaron en la protesta moral con la primera secesión, aunque (como la segunda secesión misma) a una escala global inmensamente mayor.
Hace casi dos siglos, en medio de la primera secesión, Karl Marx imputó el error de la «utopía» a los partidarios de una sociedad más decente, equitativa y justa que esperaban lograr su propósito deteniendo el capitalismo triunfante y volviendo al punto de partida, al mundo premoderno de casas extendidas y talleres familiares. Marx insistía en que no había vuelta atrás, y en este punto al menos la historia le ha dado la razón. Cualquiera que sea la justicia y equidad que arraigue en la realidad social, necesita partir del punto al que las transformaciones irreversibles han llevado a la condición humana. Hay que recordar esto cuando se piensa en las opciones endémicas de la segunda secesión.
Un paso atrás de la globalización de la dependencia mutua entre seres humanos, del alcance global de la tecnología humana y las actividades económicas, es, con toda probabilidad, imposible. Respuestas como formar un círculo con los carros o la vuelta a la tribu (nacional, comunal) no sirven. La cuestión no es cómo remontar el río de la historia, sino cómo combatir su contaminación de miseria humana y encauzar su corriente hacia una distribución más equitativa de los beneficios que depara.
Hay que recordar otra cosa. Cualquiera que sea el control global que se postule sobre las fuerzas globales, no podrá ser una réplica magnificada de las instituciones democráticas desarrolladas en los dos primeros siglos de la historia moderna. Esas instituciones democráticas fueron cortadas a medida del Estado-nación, la «totalidad social» mayor y más comprehensiva de la época, y son inadecuadas al volumen global. El Estado-nación tampoco fue una extensión de los mecanismos comunales. Fue, por el contrario, el producto final de modelos radicalmente nuevos de unión humana y nuevas formas de solidaridad social. Tampoco fue el resultado de la negociación y el consenso logrado mediante pactos de las comunidades locales. El Estado-nación que acabó proporcionando la respuesta a los desafíos de la «primera separación» lo hizo a pesar de los firmes defensores de las tradiciones comunales y de la posterior erosión de las soberanías locales en decadencia.
La respuesta efectiva a la globalización sólo puede ser global. El destino de esa respuesta depende de la emergencia y el atrincheramiento de una arena política global (distinta de la «internacional» o, mejor dicho, interestatal). Esa arena es la que ahora se echa en falta. Los agentes globales son reacios a establecerla. A sus adversarios más conocidos, adiestrados en el antiguo, aunque floreciente, arte de la diplomacia interestatal, parece faltarles la habilidad necesaria y los recursos indispensables. Se necesitan nuevas fuerzas para restablecer y revigorizar un foro verdaderamente global adecuado a la época de la globalización, y ellos mismos sólo pueden afirmarse interpretando ambos papeles.
Parece la única certeza; lo demás es cuestión de inventiva y de la práctica política del acierto y el error. Pocos pensadores, si hay alguno, pudieron prever, en medio de la primera secesión, la forma que la operación de perjuicio y reparación adoptaría. De lo que estaban seguros es de que alguna operación de esa clase era el imperativo supremo de su época. Estamos en deuda con ellos por esa intuición.
Careciendo de los recursos y las instituciones necesarios para el esfuerzo colectivo, y perplejos ante la cuestión de quién será capaz de hacer algo, aunque sepamos qué hay que hacer, sólo podemos obtener un consuelo del consejo de Franz Kafka, que es a la vez advertencia y aliento:
Si no encuentras nada en los pasillos, abre las puertas; si no encuentras nada detrás de las puertas, hay más pisos, y si no encuentras nada en ellos, no te preocupes, sube otro tramo de escaleras. Mientras no dejes de subir, habrá escaleras bajo tus pies siempre hacia arriba.26
Nadie podría decir que ha recogido los dilemas a los que nos enfrentamos al subir esas escaleras mejor que el gran Italo Calvino en las palabras que pone en boca de Marco Polo, en su Città invisibili:
El infierno de los vivos no es algo que será: si existe, ya está aquí, el infierno donde vivimos cada día, el que formamos estando juntos. Hay dos modos de escapar a su sufrimiento. El primero es fácil para muchos: aceptar el infierno y convertirse en una parte de él, de modo que ya no lo veas. El segundo es arriesgado y exige una vigilancia y aprehensión constantes: buscar y aprender a reconocer quién y qué, en medio del infierno, no son el infierno, y hacer que perduren, darles espacio.
Creo que ni Levinas ni Løgstrup habrían rehusado añadir su firma a estas palabras.
* «Levinas and Løgstrup in the globalized world of consumers». Traducción de Antonio Lastra. Añado entre corchetes las referencias bibliográficas en castellano.
1 E. Levinas: The Theory of Intuition in Husserl’s Phenomenology, trad. ing. de A. Orianne, Michigan, Northwestern UP, 1995, p. 36 [La teoría fenomenológica de la intuición, trad. cast. de T. Checchi, Salamanca, Sígueme, 2004].
2 Ibíd., p. liv.
3 H. Ferguson: Phenomenological Sociology: Experience and Insight in Modern Society, Londres, Sage, 2006, p. 73.
4 Véase The Sociology of Georg Simmel, trad. ing. y ed. de Kurt H.Wolff, Glencoe, The Free Press, 1964, pp. 134 y ss.
5 Véase el cap. 4 de mi Postmodernity and Its Discontents, Polity Press, 1997.
6 E. Levinas : «L’Autre, Utopie et Justice», Entre nous, Le Livre de Poche, 1991.
7 F. Poirié: Emmanuel Levinas: Qui êtes-vous?, París, Éditions la Manufacture, 1987.
8 J. Brodsky: «The Condition we call Exile», en On Grief and Reason, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1998, p. 34 [Del dolor y la razón, trad. cast. de A. Martí, Barcelona, Destino, 2000].
9 E. Levinas: Ethics and Infinity, trad. ing. de R. A. Cohen, Duquesne UP, 1985, pp. 98-99 [Ética e infinito, trad. cast. de J.-M.ª Ayuso, Madrid, Visor, 1991].
10 Ibíd., p. 80.
11 A. Ehrenberg: La fatigue d’être soi, Odile Jacob, 1998.
12 Adiaphoric, término tomado del lenguaje de la Iglesia, significa originalmente una creencia «neutral» o «indiferente» en cuestiones de fe y de su doctrina. En nuestro uso metafórico, «adiafórico» significa amoral, no estar sujeto al juicio moral, carecer de significado moral.
13 C. Dowling: Cinderella Complex, PocketBook, 1991.
14 Véase A. R. Hochschild: The Commercialization of Intimate Life, University of California Press, 2003, pp. 21 y ss.
15 Véase F. Mort: «Competing Domains: Democratic Subjects and Consuming Subjects in Britain and the United States since 1945», en The Making of the Consumer: Knowledge, Power and Identity in the Modern World, ed. de Frank Trentmann, Berg, 2006, pp. 225 y ss. Mort cita los informes del Henley Centre, Planning for Social Change (1986), Consumer and Leisure Futures (1997) y Planning for Consumer Change (1999).
16 K. E. Løgstrup: Etiske Fordring, citado según la traducción inglesa de Hans Fink y Alisdair MacIntyre (University of Notre Dame Press, 1977).
17 L. Šhestov: «All Things are Perishable», en A Šhestov Anthology, ed. de Bernard Martin, Ohio UP, 1970, p. 70.
18 J. Livingstone: «Modern Subjectivity and Consumer Culture», en S. Strasser, C. McGovern y M. Judt (eds.): Consuming Desires: Consumption, Culture and the Pursuit of Happiness, Cambridge UP, 1998, p. 416, citado en R. W. Belk: «The Human Consequences of Consumer Culture», en Karin M.Ekström y Helen Brembeck (eds.): Elusive Consumption, Berg, 2004, p. 71.
19 C. Campbell: «I shop therefore I Know that I am», en Elusive Consumption, pp. 41-42.
20 A. R. Hochschild: The Commercialization of Intimate Life, pp. 208 y ss.
21 A. R. Hochschild: The Time Bind: When Work Becomes Home and Home Becomes Work, Henry Holt & Co, 1997, pp. xviii-xix.
22 K. E. Løgstrup: After the Ethical Demand, trad. ing. de Susan Dew y van Kooten Niekerk, Aarhus University, 2002, p. 26.
23 E. Levinas: Ethics and Infinity, pp. 10-11.
24 R. Sennett: The Uses of Disorder: Personal Identity and City Life, Faber & Faber, 1996, pp. 39 y 42.
25 Ibíd., p. 194.
26 F. Kafka: «Advocates», en Nahum N. Glatzer (ed.): The Collected Short Stories of Franz Kafka, trad. ing. de Tania y James Stern, Penguin Books, 1988, p. 451.