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PRÓLOGO

La victoria de la Unidad Popular (UP) generó una gran ilusión en Chile, en toda Latinoamérica y también en España. Todo lo contrario sucedió con el golpe de Estado de septiembre de 1973, que liquidaría la democracia chilena, remitiría al terreno de la utopía el sueño de una nueva vía al socialismo y constituiría un auténtico trauma. De nuevo, por supuesto, y con las más terribles consecuencias para los chilenos, pero también para el conjunto de la humanidad democrática y progresista. Y de nuevo, también, para la España que luchaba por la reconquista de la libertad.

Mucho han cambiado las cosas en el mundo y particularmente en España y Chile en los últimos cuarenta años. Ambos países recuperarían la libertad y lo harían desde el protagonismo indiscutible –por más que muchos se empeñen en discutirlo– de sus pueblos. Hubo después, y entre tanto, nuevos países que recuperaron la democracia, hasta el punto de que esta, la democracia, aparece como una forma de gobierno consolidada y generalizada como no lo había estado nunca en la historia de la humanidad. No en todas partes, desde luego, pero sí en las suficientes para que se tienda a considerar todo esto como un dato de hecho, algo así como un proceso poco menos que predeterminado y al que todos, cada uno a su modo, habrían contribuido.

Todos demócratas, pues, ahora, y todos, digámoslo así, demócratas retrospectivos. No es de extrañar en consecuencia que a lo largo de las últimas décadas hayan surgido narrativas legitimadoras y justificativas respecto de actitudes que en el pasado no siempre fueron democráticas ni caminaban hacia la democracia. Y ello tanto en el plano internacional como en el de las distintas sociedades que hubieron de superar experiencias especialmente traumáticas.

En el plano internacional, desde luego, y conviene detenerse un tanto en ello. No hace falta que nos remitamos a construcciones tan idílicas como ya periclitadas a lo Fukuyama sobre el «fin de la historia». Pero sí conviene retener que hay otras más vigentes y operativas, como la famosa teoría de la «tercera ola» de Samuel Huntington. Toda una construcción ideológica, en apariencia neutra, objetiva y científica, a mayor gloria de la contribución de los EE. UU. de América a esa oleada democrática. Porque ni hubo ola ni ese fue el papel de la gran potencia hegemónica. Recordemos: la democracia cae en Chile en 1973 con la «colaboración» norteamericana; se recupera en Portugal en 1974 con una revolución, la de los «claveles», que encuentra la más hostil de las recepciones en esa misma potencia; cae en Argentina un año más tarde, y se recupera en España en 1977 sin que el pueblo español tenga absolutamente nada que agradecer al «amigo americano». Curiosa «ola», desde luego.

Podría pensarse que todo esto tiene poco que ver con otro tipo de narrativas como las que se producen en el plano interno en las sociedades postdictatoriales. Pero no es así. Primero, porque las visiones retrospectivas y legitimadoras se dan en todos los planos. Segundo, porque obedecen en todos ellos a un propósito de tergiversar, negar y hacer olvidar el pasado. Tercero, porque tienden a enlazar con sesudas construcciones, según las cuales las conquistas de la democracia obedecieron a casi todo –contexto internacional, «modernización», élites especialmente clarividentes...– antes que al protagonismo popular. cuarto, porque todo esto confluye en una gran narrativa según la cual este es el mejor de los mundos posibles, siempre y cuando, naturalmente, nadie lo altere adoptando posiciones, actitudes o políticas que desafíen el patrón de la «verdadera democracia», imaginando otros futuros o empeñándose en reabrir «viejas heridas».

No es otro el problema de la memoria histórica. En Chile, como en España, la batalla por la «memoria histórica» se libra desde presupuestos muy similares. Por una parte, están quienes, en nombre de la verdad y la justicia, apelan a la necesidad de realizar el necesario trabajo de memoria para reivindicar a las víctimas, recordar que la democracia no es un dato de hecho, «natural», y constatar que toda legitimación de la democracia debe pasar por la más completa, abierta, explícita y frontal ruptura con todo pasado dictatorial; hay quienes consideran, en suma, que desde la negación o tergiversación del pasado no se puede conformar una ciudadanía democrática, no se puede construir el futuro. Por otra parte, al otro lado, están aquellos que consideran que todo esto es un empeño inútil, más obsesionado por el pasado que abierto al futuro, a veces incluso «revanchista», peligroso siempre en tanto que reabre viejas heridas y perjudica a la convivencia. Y no faltan, por supuesto, quienes no encuentran mejor modo de combatir los movimientos por la «memoria histórica» que el de sacar a colación todos los errores y, presuntas o no, irresponsabilidades, que tuvieron lugar en aquellas experiencias democráticas –como el Chile de la UP o la España republicana– que fueron segadas por las sucesivas dictaduras.

¿Cuál es el papel del historiador y del científico social en todo esto? No falta quien contrapone en términos absolutos «memoria» e «historia». Y, efectivamente, no nos extenderemos en esto, no son lo mismo, pero tampoco compartimentos estancos. Porque la historia, o mejor, la historiografía, juega un papel esencial en la construcción de la/s memoria/s, sean estas del signo que sean; porque la historia tiene en la «memoria» una de sus fuentes y, por qué no decirlo, condicionantes; y porque, en fin, los procesos de construcción de la/s memoria/s son también objeto de estudio del historiador.

¿Cómo enfrentarse entonces al problema? Mi respuesta a esta pregunta no puede ser más clara: justamente como lo hace el libro que el lector tiene en sus manos. En efecto, los sucesivos textos que conforman el volumen responden en lo fundamental a algunos de los retos insoslayables a los que se enfrentan la historiografía y las ciencias sociales. Lo hacen desde una perspectiva interdisciplinar y la más rigurosa práctica del oficio –de historiador, de sociólogo, de politòlogo, de filósofo– que les es propio: fieles a su propia agenda, analizando los problemas en toda su complejidad, con todos los elementos de la crítica científica, sin relatos apologéticos pero sin descalificaciones acríticas. Lo hacen, también, ajenos a todo ensimismamiento, profundizando en las dimensiones internacionales de la experiencia de la Unidad Popular. Lo hacen estudiando las lecturas del pasado desde el presente y sus proyecciones de futuro. lo hacen, en fin, desde el firme convencimiento de que el respeto escrupuloso a las normas y prácticas de su propia ciencia no remite a los estudiosos a su peculiar «torre de marfil», sino que también hay una insoslayable dimensión cívica en su tarea, la que los identifica con los valores de la democracia en su sentido más amplio.

Este libro se refiere a Chile, a la historia y la memoria del Chile de 1973. Me caben pocas dudas, si alguna, de que será de extraordinaria utilidad para los estudiosos y ciudadanos chilenos; no me cabe ninguna de que, como la buena actividad académica, será de utilidad también para los historiadores y científicos sociales de otras latitudes y, en particular, para los españoles, enfrentados, como los chilenos, a un «pasado que no acaba de pasar»; identificados con los chilenos en tantos momentos de nuestra historia reciente.

ISMAEL SAZ CAMPOS

Director del Departamento de Historia Contemporánea

Universitat de València

Chile 73

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