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ОглавлениеEl reto de la excelencia. Indicadores para medir la calidad periodística
Josep Lluís Gómez Mompart y Dolors Palau Sampio
1. De la industria a los medios
La espectacularización de las noticias, la telebasura o el infoentretenimiento, por un lado, y la crisis de la prensa, así como la adaptación de los periódicos a las diversas aplicaciones digitales, por otro, han situado la calidad como uno de los temas clave del debate sobre los medios de comunicación en las últimas décadas. Su protagonismo, sin embargo, ha sido paradójico, especialmente en el contexto español, más para recalcar la ausencia o degradación progresiva, que para plantear cuáles son los criterios que rigen una información de calidad.
El concepto moderno de calidad surge en la década de los años veinte del siglo pasado en EE.UU., ligado a grandes industrias como la Ford, preocupadas por la producción de bienes y servicios, pero también al ámbito de la productividad agrícola. En las tres décadas siguientes se desarrolla la idea de «control de la calidad total», que persigue como fin último «la satisfacción plena de los clientes». La reconstrucción de Japón, destruido tras la II Guerra Mundial, sirvió como laboratorio de pruebas en un control de la calidad definido «como la aplicación de principios y técnicas estadísticas en todas las etapas de producción, para lograr una manufactura económica con máxima utilidad del producto por parte del usuario» (De la Torre y Téramo, 2007: 44). En las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX esta preocupación por asegurar la calidad creció y se extendió a los diferentes intermediarios y, de forma análoga, a la responsabilidad de los medios de comunicación, vinculada a los códigos éticos y de deontología profesional, pero también a manuales de estándares como los elaborados por las grandes cadenas estadounidenses de televisión.
Desde las reflexiones sobre la prensa de élite realizadas por J. Merrill en 1968, revisadas en 1999,[1] hasta la actualidad se han ido sucediendo diversos intentos de definir y caracterizar un concepto complejo, poliédrico, en el que confluyen tanto aspectos económicos y profesionales como implicaciones de responsabilidad democrática.
2. ¿Qué se entiende por calidad periodística?
La calidad o su ausencia ha sido un tema tan recurrente como resbaladizo en las reflexiones académicas y profesionales sobre periodismo de las últimas décadas. Las primeras investigaciones sobre esta cuestión, explica Gutiérrez Coba, «partieron de las teorías sobre gatekeeping y newsmaking, en las cuales se trazaron las pautas para establecer los criterios de noticiabilidad que hacen atractivo un hecho para el medio de comunicación, y la forma en que se realiza el proceso de construcción de la noticia que va a ser publicada». Sin embargo, la pregunta «¿qué se entiende por calidad periodística?» sigue a la espera de respuesta, pese a que, como señala la autora, «de manera intuitiva, cualquier periodista experimentado es capaz de reconocer el buen periodismo de uno de poca calidad» (2006: 31).
Gutiérrez Coba afirma que se trata de un concepto «complejo» –no solo por la dificultad para definirlo sino porque está compuesto de una gran variedad de elementos– y «polivalente», ya que puede aplicarse a bienes, servicios o procesos, y también al periodismo como profesión. Tanto es así que «no es posible hablar de manera exclusiva de calidad informativa sino más bien de calidad periodística, ya que los elementos que la componen no se encuentran solo en el producto como tal (la información publicada) sino en todo el proceso de su producción», desde periodistas y editores a los administradores de la empresa periodística (2006: 34).[2] Desde la perspectiva de la investigación, Handstein (2010) apela a la dificultad de encontrar unos criterios de calidad universales en el periodismo, teniendo en cuenta que estos dependen de las exigencias de calidad y esta, a su vez, del observador y del conjunto observado. También Hassemer y Rager (2006) apuntan a la diversidad de nociones que engloba el concepto de calidad como uno de los principales problemas a la hora de definirlo.
Pese a la existencia de un gran número de investigaciones sobre el tema de la calidad de la información, no es fácil encontrar un fundamento ampliamente aceptado. Si bien la definición de la American Society for Quality –calidad como «la totalidad de funciones y características de un producto que le permite satisfacer una determinada necesidad»– parece apropiada para referirse a empresas de bienes y servicios, resulta más problemática, en cambio, para un «bien intangible» como la información periodística (Gutiérrez Coba, 2006: 32).
Entre las propuestas que se han realizado destacan, por una parte, las que han incidido en el aspecto más de servicio o bien de consumo, frente a las que se decantan por cuestiones más inspiradas en el «interés público». Al primer grupo apunta L. Moses cuando señala que
... quienes se han dedicado a investigar sobre el tema se han concentrado en demostrar que la calidad trae grandes ganancias a las empresas periodísticas, en términos de mayor audiencia, pauta y prestigio, pero se han encontrado con el gran problema de que no existe un acuerdo en lo que significa calidad periodística (en Gutiérrez Coba, 2006: 32).
En el segundo grupo se integrarían las aportaciones de D. McQuail o de W. Schulz (2000: 1), quien parte de las reflexiones del primero para subrayar que el ideal de calidad periodística –entendido como independencia, diversidad y objetividad– se sustenta en los valores democráticos y en tres condiciones que garantizan el libre ejercicio del periodismo: los recursos, el orden político y legal y los estándares profesionales.
R. G. Picard sostiene que las presiones económicas han afectado de forma clara a la calidad periodística y que la respuesta de algunos gestores ha mermado el valor social de los contenidos del periódico (2004: 54). Sin embargo, la definición de este concepto «amorfo y problemático» no resulta fácil (2004: 60-63). Calidad periodística, sostiene, apela no solo a los contenidos (variedad y contextualización de las noticias) y métodos periodísticos (variedad de fuentes), sino también a las actividades operacionales, vinculadas a aspectos técnicos y de gestión. «Hay que reconocer que calidad y rendimiento de la compañía están relacionados», concluye.
Sobre estas cuestiones vinculadas a las condiciones de producción centra su atención el estudio The Quality and Independence of British Journalism (en Lewis et al., 2007), realizado por un grupo de profesores de la Universidad de Cardiff. Las conclusiones del informe muestran claramente cómo la degradación de las condiciones de trabajo –la producción de contenidos por periodista se ha triplicado en dos décadas– ha obligado a recurrir a gabinetes de prensa y agencias para cubrir el trabajo que recaía en manos de la redacción, hasta el punto de que «una significativa actividad periodística independiente es la excepción más que la regla» (2007: 11). Según el estudio, menos de uno de cada cinco artículos analizados (19%) se basa fundamentalmente en información propia (2007: 25), la mayor parte de los temas (87%) están respaldados con una sola fuente y en solo uno de cada cinco casos la voluntad de contextualizar o verificar la información se ha hecho de forma coherente y significativa (2007: 26).
C. Guyot señala que, si bien no existe una definición canónica, buena parte de los periodistas coincidirían a la hora de apuntar algunos de sus indicadores: «precisión, imparcialidad, profundidad, talento del staff» (2007: 67). La dificultad, sin embargo, crece cuando se ponen sobre la mesa otras variables: «¿Es lo mismo la calidad editorial para un medio de la India y uno de Suecia? ¿Lo mismo para un tabloide gratuito popular y un diario sábana metropolitano de referencia? ¿La concepción de la calidad ha variado en los últimos diez años a partir de la explosión de Internet?». Todo ello manifiesta hasta qué punto «cuando se habla de calidad editorial los distintos actores piensan en cuestiones, por lo menos, diversas» (2007: 67). En opinión de Sánchez-Tabernero, buena parte de la dificultad para definir este concepto reside en que «se basa en el equilibrio de factores subjetivos y objetivos, derivados de la percepción del público y los estándares profesionales» (2008: 37).
En La televisión de calidad. Contenidos y debates, E. Pujadas concluye que el concepto de «televisión de calidad» es «relacional», ya que «no se trata de una definición cerrada de conceptos o de condiciones previas sino que se trata de un concepto que evalúa la relación entre un conjunto de características de un objeto [...] y unos valores sociales y contextuales determinados» (2011: 228-229). Así, las aproximaciones a esta idea dependen, en buena medida, del ámbito de referencia de los discursos. Si la calidad se valora en términos de sistemas de televisión, los criterios varían respecto a cuando se tiene en cuenta la calidad de la programación, de las cadenas o de un determinado espacio televisivo. Mientras en los primeros pesan indicadores estructurales, el último nivel se acerca a un terreno más concreto, en el que, sin embargo, también es posible distinguir entre una evaluación externa (los objetivos atribuidos al medio que provienen de disciplinas como la política, la economía, la ética, la extática o la crítica televisiva) e interna, planteada en términos estéticos que incluyen referencias al contenido, los temas, el tipo de tratamiento o la forma del programa, entre otros (2011: 148).
El aspecto relacional al que apuntaba Pujadas en la definición de calidad televisiva está presente también en la aportación de Amado Suárez, que concluye que «la calidad informativa no puede entenderse solo mirando hacia adentro de la redacción, sino que depende en gran medida de las relaciones que se establecen con el entorno» (2007: 25). En su opinión, involucra por igual a periodistas y empresarios.
Gutiérrez Coba apela a la idea de que el periodismo «no es simplemente un negocio sino un servicio social» –aunque tal vez sería más riguroso hablar de «servicio público o cívico»–, ya que en la calidad informativa confluyen la capacidad comercial, el compromiso del medio de comunicación y su proyecto informativo, pero también las competencias profesionales de quien elabora la información.
Y, desde esta perspectiva, la calidad de la información es un producto en sí, pues aunque se trate de un bien intangible es este producto el que entra en relación directa con el público y no los complejos lazos que se establecen entre profesionales del periodismo y empresa informativa (2006: 32).
Pese a no constituir propiamente una definición, las normas profesionales dictadas por grandes cadenas norteamericanas como CBS, NBC o ABC representan, en la práctica, una explicitación del concepto de calidad o excelencia profesional, ya que, como recoge J. A. García Avilés, sirven «como punto de referencia para evaluar la calidad del producto informativo de acuerdo con criterios profesionales» (1996: 19). Uno de los pioneros fue E. Murrow –trabajó en la CBS entre 1935 y 1960–, que apostaba por una información más original (no copiada de agencia) y reflexiva, un estilo claro y directo, independencia editorial frente a los criterios comerciales, imparcialidad basada en criterios profesionales, veracidad, responsabilidad y distinción entre información y opinión (García Avilés, 1996: 41-46). En la década de los sesenta del siglo XX empezaron a introducirse y aplicarse estándares de forma sistemática y a ampliarse a medida que surgían temas polémicos a los que cabía hacer frente (recreación de acontecimientos, periodismo de investigación, cobertura de disturbios, Guerra de Vietnam), pero estos no se fijaron en forma de manual hasta los años setenta. Sin embargo, desde entonces, bastantes de esos estándares no siempre se han respetado por intereses y presiones diversas.
3. Entre la justificación económica, el profesionalismo y la garantía democrática
La necesidad de abordar la calidad periodística ha estado ligada, en general, a diferentes tradiciones y objetivos. Si la investigación en el ámbito norteamericano ha tenido una orientación comercial, enmarcada en la búsqueda de beneficios económicos, la realizada en Alemania[3] se ha desarrollado en torno al profesionalismo. La tercera línea, que tiene como motor principal –pero no exclusivo– algunos países latinoamericanos, ha centrado su atención en la responsabilidad social y la calidad democrática.
Tras revisar las investigaciones realizadas durante más de tres décadas, E. Thorson (2003) llegó a la conclusión de que existe una relación directa entre calidad e ingresos que confirmaría la tesis de que «la inversión en contenidos de calidad mejora los resultados».[4] La tónica, señala Thorson, se repite desde que estudios realizados en 1978 conectaron «mayor calidad de contenidos con aumento de la difusión y la penetración de mercado», tanto en trabajos de gran alcance como en otros más cualitativos. Una investigación de mediados de los ochenta del siglo pasado en EE.UU. –a partir de 114 diarios y tomando como base ocho indicadores de calidad– desveló que el 22% de la variación en difusión estaba vinculada a la calidad.
Asimismo, el impacto de la calidad en la difusión quedó reflejado en propuestas que partían de una metodología muy diferente. A través de entrevistas a una treintena de lectores, realizadas durante dos años, se llegó a la conclusión de que la principal razón para cancelar una suscripción era el descontento con los contenidos. En otra investigación de 1998, basada en el análisis de 64 de los 128 diarios de una compañía considerada por su propio director ejecutivo como de baja calidad, el resultado era similar: «una cadena de baja calidad tiene como promedio menos suscriptores que sus rivales, menor índice de penetración de mercado y sus ingresos se reducen en comparación con los de la competencia. Al final, la cadena acaba por vender sus periódicos». También Sánchez-Tabernero alude a esta relación nefasta:
La comercialización de productos de baja calidad puede producir alta rentabilidad a corto plazo, pero constituye una estrategia extraordinariamente arriesgada: supone apostar por los beneficios inmediatos, frente al logro de una ventaja competitiva sostenible, basada en el servicio a los lectores, oyentes y espectadores (2008: 47).
El director de The New York Times, Arthur Sulzberger Jr., incidía en una entrevista en el 2002 en este vínculo entre calidad y ventas:
Al aumentar la calidad, máxime cuando muchos periódicos se están apartando del periodismo de calidad porque estiman que los gastos son demasiado elevados, sobre todo a la hora de enviar reporteros al extranjero, aumenta la difusión. Nuestra difusión ha crecido a lo largo de los últimos cinco años en un momento en el que la mayoría de los periódicos han experimentado un bajón. Sí, la calidad vale la pena.[5]
Sin embargo, históricamente no faltan ejemplos de rotativos que han logrado elevar su difusión mediante informaciones espurias.
En sus conclusiones, Thorson señala que si los estudios de gran escala apuntan a la conexión entre «contenidos del periódico, difusión, penetración de mercado y salud financiera global», los más cualitativos refuerzan esta tesis. De este modo, mientras las ventajas del recorte de gastos son inmediatas y visibles, la deserción de lectores fieles es inevitable, aunque responde a un patrón de un proceso a más largo plazo.
Meyer ha profundizado en los tiempos y los procesos para señalar que la relación entre calidad periodística y rentabilidad probablemente no se representa con una línea recta, sino con una campana de Gauss, de manera similar a como ocurre entre tirada ideal de periódicos e ingresos de publicidad: «Partiendo de cero, los beneficios de aumentar la calidad se aceleran. La línea es claramente ascendente, pero luego los niveles bajan. A partir de cierto punto, el coste de aumentar la calidad es mayor que el beneficio» (2003). En otro trabajo conjunto insiste en que es fundamental conocer en qué punto de la curva se está para optimizar la inversión: en el momento de escalarla, una reducción de costes puede implicar una caída por la pendiente (Meyer y Kim, 2003: 2). El primer paso consiste en medir la calidad de los contenidos y sus efectos en el éxito del negocio, y para ello, como apuntaba Thorson, cabe determinar qué elementos se someten a juicio (Meyer, 2003).
La tradición de los estudios germanos sobre calidad arrancó a principios de la década de 1990 y puso su atención inicial en la audiencia, especialmente en la credibilidad y la confianza en los medios, como explica González (2011: 18-19). Los investigadores Schatz y Schulz (1992) –inspirados en las teorías de McQuail– pusieron las bases de un campo de análisis que ha tenido en el profesionalismo y en la búsqueda de unos indicadores de calidad en los medios –relativos tanto a los contenidos como al diseño– su columna vertebral. Las aportaciones de estos autores, que están en el origen de buena parte de los estudios empíricos que se han desarrollado en los últimos años en Alemania, han puesto su atención en cuestiones como la diversidad, la relevancia, el equilibrio y la precisión, pero han dejado de lado todo lo relativo al marco jurídico. Aunque, recalca González, los enfoques multimedia han incorporado no solo cuestiones de uso del lenguaje, sino también otras relativas a la interacción de texto e imagen. En su opinión, los investigadores alemanes han desarrollado el más amplio sistema de principios y criterios para evaluar la calidad informativa. Sin embargo, en buena medida han dejado de lado las cuestiones vinculadas a la responsabilidad social (2011: 218-242).
Más allá de los requisitos y beneficios económicos, o de las garantías profesionales, están los vinculados directamente a la calidad democrática. Kovach y Rosenstiel remiten a la historia para poner de manifiesto esta tendencia: «Cuanto más democrática es la sociedad, más noticias e información suele suministrar» (2003: 29), y destacan que «el propósito del periodismo consiste en proporcionar al ciudadano la información que necesita para ser libre y capaz de gobernarse a sí mismo» (2003: 18). En ello inciden también los impulsores –periodistas, directivos de medios y académicos– de la Propuesta de indicadores para un periodismo de calidad en México, al señalar que la preocupación por la calidad de la información no responde solo a una cuestión técnica, de estándares para la confección de un producto, sino que va más allá: «Aspirar a un “periodismo de calidad” es una necesidad para la consolidación de las democracias». Y el reto, dicen, está colocado a tres niveles: «mayores elementos para discriminar la multiplicación de informaciones, mayor profesionalismo en el manejo del contenido e información más atractiva para el ciudadano» (en VV.AA., 2006: 18-19).
El estudio realizado por Th. E. Patterson, Doing well and doing good (2000), establece una clara conexión entre información y participación política, tras advertir que noticias y políticos comparten un destino común:
El interés por la información y por la política están inextricablemente ligados. Existe poco interés en las noticias más allá de un sólido interés por la política. Las noticias son una ventana hacia el mundo de los asuntos públicos. Sin un interés por este mundo, son escasas las razones para seguir las noticias (2000: 9).
Y en esta suerte compartida, llama la atención sobre el hecho de que, si bien en las pasadas décadas de los sesenta y setenta del siglo XX el periodismo crítico despertó el interés por la política, en los últimos años, sin embargo, el tratamiento negativo de esta ha disminuido la confianza y el interés en ella, pero, de paso, en la propia información:
A medida que los políticos devienen menos atractivos para los ciudadanos, también las noticias. Las personas con gran interés en los temas políticos tienen tres veces y media más posibilidades (83 sobre 24%) de seguir las noticias que los que tienen escaso interés en ella (2000: 11).
Patterson apunta a la calidad y a la extraordinaria exigencia como factores indispensables del periodismo crítico. Sin embargo, las condiciones de trabajo y la presión cada vez mayor no han favorecido esto: «Cuando los políticos hacen una declaración o toman una decisión, los periodistas se convierten en una especie de adversarios. El elemento crítico se sustituye, no por una cuidada evaluación de la reivindicación o de la acción, sino por la inclusión de una reprimenda» (2000: 14). Solo desde un periodismo de calidad, que retome su papel investigador, será posible restituir la confianza de los ciudadanos, advierte (2000: 15).
Amado Suárez observa que el periodismo de calidad no es una tarea de periodistas o meramente empresarial, sino que «debe ser una cuestión de la sociedad en su conjunto».
Nadie se atrevería a objetar que una mejora en la calidad informativa redunda en una mejora en la democracia. Pero es fundamental para el periodismo y los medios mostrar una iniciativa clara en ese sentido como señal para la sociedad, porque solo su apoyo consolidará su lugar en los tiempos que vienen (2007: 36).
4. ¿Cómo se mide y a través de qué indicadores? Propuestas de estudio
La cuestión de si se puede medir la calidad periodística con métodos empíricos y cuantitativos ha centrado parte de la investigación en comunicación de las últimas décadas, pero también ha dado pie a distintas opciones de análisis, como recoge Schulz (2000), que tratan de dar respuesta a quién debe servir como punto de referencia:
Algunos estudios parten de entrevistas a profesionales y tratan de conocer cómo entienden la profesión a partir de su experiencia (Albers, 1992; Weber y Rager, 1994). Otros centran su investigación en las audiencias, para que evalúen la calidad de los medios (Tebert, 2000). Una tercera aproximación parte de las normas de los medios y extrae los estándares para una actuación de estos conforme a la norma y un periodismo de calidad (Schatz y Schulz, 1992). Otra aproximación obtiene estos estándares de una deducción teórica de las normas y valores sociales (McQuail, 1992).
La elección de una u otra perspectiva de análisis influye de manera importante, como subraya González, en la definición del concepto. Así, parece más probable, dice, que una investigación que parte de la audiencia centre su atención en evaluar la calidad en términos de satisfacción, mientras que la mirada profesional abordaría cuestiones técnicas y estéticas. El punto de vista normativo vincularía, en cambio, la calidad del ejercicio profesional con los requisitos legales vigentes y, desde una perspectiva comercial –como se ha visto en la mayoría de estudios norteamericanos–, se evaluaría la calidad en términos económicos (2011: 125).
Pese a que medir la calidad se antoja como algo conflictivo, Rosenstiel y Mitchell apuestan claramente por ello:
Para muchos periodistas, esto parece arriesgado. La calidad es en parte subjetiva, y tratando de crear normas lo que en realidad puede ocurrir es que se tienda a atenuar esto a través de la homogeneización. Los mejores periodistas son a menudo aquellos que aportan lo indefinible, lo intangible, a su trabajo.
Un posible camino, aunque controvertido, pasaría por definir calidad periodística y después medir si los diarios que responden a ella presentan las mejores condiciones financieras. Pero algunos casos de diarios internacionales de las dos últimas décadas presentan unas paradojas que permiten tildarlas de «periodismo especulativo» (Gómez Mompart, 2009: 55-61).
Más asequible parece, en cambio, valorar la inversión en redacción: «Examinar la inversión en la Redacción también tiene sentido. La investigación que se remonta a 1978 ha establecido que la inversión de recursos –capacitación, personal, déficit informativo o lo que sea que usted elija– crea potencial para la calidad» (Rosenstiel y Mitchell, 2004: 2). Sin embargo, destinar más recursos a la redacción solo garantiza un mejor producto si se cuenta con una buena gestión y liderazgo, de lo contrario contribuirá únicamente a dilapidar recursos. Sobre la base del análisis de los datos de Inland Press Association, Rosenstiel y Mitchell concluyen que «si un periódico invierte más en su Redacción, con el tiempo, aumentará los ingresos, la difusión y el beneficio sustancialmente –mucho más que el coste de invertir en el producto–. Por otro lado, si un periódico no invierte, es probable que con el tiempo el resultado sea significativamente menor» (2004: 5).
Los estudios de Meyer van en la misma línea a la hora de apuntar a los efectos de los recortes de plantilla. Tras comparar la fortaleza (robustness) –la difusión de un periódico en su área de referencia durante un periodo (1995-2000)– de medios que habían reducido, mantenido o incrementado su staff, el investigador concluyó que aquellos que optaron por las dos primeras estrategias perdieron capacidad de penetración en sus mercados locales (condados). «Así que la capacidad no importa», concluye. El otro elemento que es necesario tener en cuenta, en estrecha relación con la calidad y rentabilidad, es la credibilidad: «[A] mayor credibilidad, mayor fortaleza. La gente lee aquello en que cree y/o cree aquello que lee» (2003).
Una de las primeras referencias al concepto de calidad periodística se recoge en The Elite Press (1968). Como ya hemos avanzado, en esta obra J. Merrill establecía un ranking de los mejores periódicos basándose en cinco indicadores,[6] considerados como demasiado subjetivos, y que tres años después el autor revisó, en un trabajo conjunto con R. L. Lowenstein (Media, Messages and Men, 1971). La nueva propuesta, «más objetiva y operativa que las pautas anteriores», establecía una distinción entre criterios de evaluación internos, empleados por el periódico (buena tipografía y diseño, cuidada edición y revisión de textos, correcta puntuación y gramática, equilibrio en el material editorial/noticias, excelencia en la reproducción e impresión de imágenes, ortografía y externos, preocupación por la calidad del staff y la política editorial o por la autoevaluación y crítica externa), y externos o relativos a la audiencia (frecuencia de citas y alusiones, suscripciones de bibliotecas, reputación entre periodistas e historiadores, entre políticos, gobierno y diplomacia, y en círculos académicos) para evaluar la calidad (Meyer y Kim, 2003).
H. Borrat no solo se muestra crítico con la propuesta de ranking de Merrill y Fisher (1980) –que considera una entronización por parte de lectores «de calidad», con una clara proyección publicitaria–, sino que cuestiona los criterios elegidos, así como la identificación entre periódico de calidad y de élite o de referencia (2005: 7-9). En sus reflexiones en torno al Control de la Calidad Periodística (CCP), Borrat señala que «la calidad de un periódico nunca se ha de dar por supuesta ni, una vez reconocida, por irrevocable y definitiva. No es su manera de ser esencial sino un atributo contingente». En su opinión, «el ccp de mayor alcance es aquel que se despliega sincrónica y diacrónicamente, a lo largo de cada temario y de la secuencia de temarios de un periódico. La calidad de un periódico es inseparable de la calidad de sus textos y, por lo tanto, de sus autores, sus fuentes y sus lectores» (2005: 8). Asimismo, Borrat sugiere considerar también los conceptos de coherencia –«una afirmación es verdadera si es coherente con otras afirmaciones que ya se sabe que son verdaderas»– y de correspondencia –«una afirmación es verdadera si se corresponde con los hechos, con la realidad» (Fontcuberta y Borrat, 2006: 318).
Tras revisar distintos estudios realizados entre las décadas de 1970 y 1990 (Ghiglione, 1973; Becker, Beam y Russial, 1978; Gladney, 1990; Stone et al., 1981), Meyer y Kim concluyen que los indicadores propuestos en ellos no permiten un análisis a gran escala, y remiten a L. Bogart para concluir que «pese a que estos criterios de calidad subjetivos pueden ser utilizados con frecuencia por editores y profesores para evaluar la calidad de los periódicos, son difíciles de reproducir» en otros estudios (2003: 4). La superación de estos inconvenientes llegó de la mano de Bogart, quien en Press and public (1989) propuso 23 indicadores de calidad, ordenados por rango,[7] que podían ser aplicados a cualquier periódico.
Desde entonces, distintos autores (Lacy y Fico, 1990, 1991; Cole, 1995) han tomado los descriptores de Bogart para explorar la relación entre calidad y difusión, y constatar el vínculo entre ambas. Por su parte, S. Maier y Meyer han considerado también como elementos de calidad los errores ortográficos en el nombre, o en la profesión, dirección y edad de la fuente, u otros referidos a la fecha o localización del evento[8] (Meyer, 2003).
Pese a reconocer el exitoso uso de los indicadores de calidad propuestos por Bogart, que validan la noción de que existen instrumentos «relativamente objetivos y fiables», Meyer y Kim apuestan por una revisión que recoja los cambios experimentados en el competitivo mercado de la prensa de la mano de los editores actuales (2003: 5). De ahí que plantearan quince indicadores para evaluar la calidad –entre ellos algunos de los propuestos por Bogart–, a partir de las encuestas formuladas a miembros de la American Society of Newspaper Editors (ASNE),[9] editores y responsables directamente implicados en el desarrollo de contenidos de los periódicos (2003: 6). Una vez determinados, los autores agruparon los indicadores en cinco factores:
1. Facilidad de uso: número de tiras cómicas, legibilidad alta en Flesch o sistemas similares de puntuación, número de columnas de resúmenes, relación alta de calidad textual.
2. Localismo: número de personal por informaciones firmadas, relación alta de redactores respecto a los servicios por cable ajenos.
3. Vigor editorial: importancia de los editoriales, número de editoriales por edición, número de cartas al director por edición.
4. Cantidad de noticias: porcentaje alto de noticias por reportaje, proporción alta de contenido no publicitario, cantidad total de contenido publicitario, número de noticias de agencia publicadas.
5. Interpretación: diversidad de columnistas políticos, proporción alta a partir de interpretaciones de prensa y de material de referencia para detectar posibles noticias (2003: 9).
Los resultados obtenidos, concluyen Meyer y Kim, los sitúan en el camino de un sistema de medición que permita definir y localizar el punto óptimo (sweet spot) de calidad. Pero sus cuestionarios abiertos-cerrados a editores muestran también que «la exactitud de la información, el periodismo de investigación, las habilidades del personal y el civismo todavía son valores tradicionalmente apreciados en tanto que indicadores de calidad». En general, señalan, «el periodismo de calidad, en las mentes de algunos, es un coste no rentable», una opinión basada, en muchos casos, en la errónea percepción del coste de reducir la calidad: «Los beneficios netos son inmediatos, pero el coste de la disminución de lealtad de los lectores y el reemplazo de una cohorte reducida son más lentos en materializarse». En su opinión, es imprescindible «encontrar los recursos para ayudar a los directores de periódicos a posicionar sus productos con mayor precisión en tanto que servicio lucrativo. En ausencia de un buen posicionamiento, tanto su rentabilidad como su responsabilidad social pueden estar en riesgo» (2003: 9). Buena parte de los estudios, especialmente en el ámbito norteamericano –como mostraba el realizado por Thorson–, centran su atención en vincular calidad y productividad, es decir, en determinar la inversión que garantizará la máxima difusión. Quizá por ello autores como R. Edmonds, del Poynter Institute, se afanan en advertir que el suyo no es un estudio corporativo, destinado a animar a la reducción de costes y plantillas. El investigador plantea cómo influyen en la calidad factores como la propiedad, los cambios en la paginación, la lógica empresarial y, en especial, la desigualdad de recursos, que califica de extraordinariamente amplia. Tras observar que un mayor número de empleados no es una garantía de calidad –«algunos destacados periódicos parecen tener éxito con un número promedio de personal suficiente»–, apunta a que la clave es más bien una cuestión de liderazgo: «Doscientas personas, bien dirigidas, lograrán más que 225 que van a trabajar cada mañana mientras intentan averiguar lo que deberían estar haciendo [...] los números importan tanto como el nivel de habilidad del personal».
Tanto en el ámbito español como en el latinoamericano, las propuestas destinadas a medir la calidad no han tomado en cuenta, al menos de forma explícita, la relación entre calidad y beneficios empresariales, como han hecho algunos de los autores norteamericanos citados,[10] sino que, por el contrario, han abogado por aspectos más estrechamente ligados a la ética y la deontología, más en el terreno de la obligación moral que del negocio.[11]
Una de las primeras opciones de análisis procede de un equipo de investigadores de la Pontificia Universidad Católica de Chile (2001) que desarrolló un patrón de medición denominado «Valor Agregado Periodístico» (VAP), entendido como «la capacidad que tiene el periodista de entregar y procesar información sin distorsionar la realidad, seleccionando y jerarquizando profesionalmente lo que es noticia, y las fuentes involucradas en el hecho» (VV.AA., 2001: 114). Junto con una asignación de espacio adecuada, el sistema tiene en cuenta «las dos grandes dimensiones del proceso de elaboración periodística: la selección de la noticia (pauta) y la creación de las notas (mensaje)».
Si bien la mayor parte de los estudios apelan a los profesionales –editores y periodistas– para determinar el estándar de calidad, algunos apuestan por la percepción de la audiencia como elemento de referencia. En esta línea se involucran De la Torre y Téramo al proponer un indicador de Percepción de la Calidad Periodística (PCP). Esta propuesta –en estrecha relación con el vap– se estructura no sobre la idea de satisfacción o preferencias estéticas del cliente de un producto de consumo, sino sobre los requisitos de noticiabilidad que percibe el lector de diarios (2005: 176).
Gómez Mompart, tras un conjunto de reflexiones críticas sobre los problemas del periodismo en el tránsito de los siglos XX a XXI, derivados del nuevo ecosistema comunicativo en la era digital y de las diversas crisis de los medios convencionales, contrapone la elaboración de textos periodísticos desde dos orientaciones (forma épica y forma dramática de la noticia, en alusión a la distinción teatral que planteó Bertolt Brecht), reivindicando la calidad y el rigor de la primera frente a la manipulación de la segunda (2001: 33). A continuación y después de evaluar someramente las periodísticas de calidad de dos docenas de medios internacionales (de prensa, radio y televisión), extrae los principios sobre los que considerar un periodismo de calidad, los cuales agrupa en cuatro apartados: A. Cuestiones éticas y deontológicas; B. Fuentes y documentación para las informaciones; C. Tratamiento y desarrollo de las noticias; y D. Relación con la opinión pública (2001: 34). En un trabajo posterior más teórico, el mismo autor aborda los condicionantes que arrastra el periodismo actual a la hora de tratar la complejidad social, insistiendo sin embargo –mediante ciertas propuestas– en que, en la sociedad de la información y del conocimiento, es necesaria una información que no rehúya dicha complejidad si el periodismo quiere seguir siendo un bien social y contribuyendo a la democracia (2004: 13-30).
J. M. de Pablos y C. Mateos lanzaron en el 2004 una iniciativa destinada a evaluar la calidad periodística sobre la base de tres índices que unen aspectos a menudo considerados de modo separado y que resultan invisibles para los lectores. Así, el Índice de Calidad de las Noticias conjuga aspectos empresariales, periodísticos y –como nexo entre los dos anteriores– laborales. Los autores apuestan por la creación de un Consejo de Calidad Informativa[12] (CCI), un órgano plural que regularía «la calidad de lo que en el mercado editorial circula como periodismo» y asignaría etiquetas a cada publicación en función de su categoría (medio de referencia, medio de calidad, medio popular o medio sin clasificar):
Índice laboral. Mediría las condiciones de las plantillas de redacción:
1. Número suficiente.
2. Productividad adecuada.
3. Cualificación profesional actualizada.
4. Especialización acorde con los contenidos de la publicación.
5. Normas: libro de estilo, estatuto de redacción, defensor del lector.
6. Conflictividad laboral.
7. Salario justo.
8. Turnos y jornadas de dedicación racionales.
9. Vacaciones y tiempo libre del personal del medio homologables.
Índice periodístico. Mediría la calidad de las informaciones:
1. Pluralidad de fuentes utilizadas y citadas.
2. Frecuencia de uso de fuentes corporativas.
3. Uso de bases documentales primarias.
4. Porcentaje de temas propios.
5. Grado de cumplimiento normativo (códigos éticos y normas de autorregulación).
6. Porcentaje de periodismo de investigación.
7. Libertad de la redacción en sus cometidos.
8. Continuidad de las informaciones ofrecidas.
9. Grado de corrección lingüística.
Índice empresarial. Contabilizaría el papel del empresario ante la información:
1. Composición de intereses accionariales insertados en el diario.
2. Cuenta de resultados publicada y bien a la vista, no escondida.
3. Datos de distribución y ventas expuestos a los lectores en el propio periódico (2004: 19-20).
Por su parte, la Red de Periodismo de Calidad de México planteó en el 2006 una Propuesta de indicadores para un periodismo de calidad, en la que establecía ocho principios a partir de los cuales son definidos los indicadores para medir un periodismo de calidad. Estos se dividían en dos grupos:
1. Principios que dependen directamente del trabajo del periodista, de la formación, el compromiso, la ética:
a) Transparencia en los procesos de construcción y procesamiento de la información.
b) Verificación y contextualización de los datos e información.
c) Investigación periodística.
d) Derechos y obligaciones en la relación entre los periodistas y sus directivos.
2. Principios que dependen del entorno del periodista:
a) Códigos de ética.
b) Mecanismos de contrapeso a los medios: derecho a réplica, defensor del lector, veedurías ciudadanas, observatorios civiles.
c) Equidad en la asignación e publicidad. Comercialización y publicidad oficial.
d) Derecho y acceso a la información (VV.AA., 2006: 36-37).
Entre las iniciativas destinadas a mejorar los estándares de calidad, figura la ofrecida por D. Santoro. El autor realiza un diagnóstico de la situación para concluir con algunos de los problemas que lastran este concepto, como la tendencia a abusar del off the record, la declaracionitis frente al periodismo de investigación, la escasa transparencia de la propiedad de los medios y el uso retórico de la bandera de la calidad periodística. En su intervención en el foro celebrado en Monterrey en el 2008, ofrecía algunas de estas reglas a partir de la revisión de los protocolos de calidad de algunos periódicos de referencia, como The Washington Post, The New York Times y The Wall Street Journal, así como del Foro de Periodismo Argentino[13] (Fopea).
Aunque no desarrolla propiamente un método de análisis de la calidad periodística, es interesante hacer referencia al proyecto dirigido por S. Alsius, «Ética y excelencia informativa. La deontología periodística frente a las expectativas de los ciudadanos», que tiene como objetivo contrastar hasta qué punto los profesionales de la información comparten las normas existentes (Alsius y Salgado, 2010). En la medida en que la deontología implica una ética de actuación profesional y que las distintas propuestas de calidad apelan a ella, es interesante hacer referencia a los elementos que Alsius plantea en su tesaurus de la ética periodística, que se sustentan en cuatro principios básicos desglosados en una serie de modos de actuación: veracidad (rigor informativo, neutralidad valorativa, procedimientos discursivos, recreaciones y falseamientos, procedimientos engañosos, plagio), justicia (imparcialidad, tratamiento de grupos desfavorecidos, presunción de inocencia), libertad (condicionamientos externos, relación con las fuentes, conflictos de intereses) y responsabilidad (primacía de la vida y seguridad de las personas, privacidad, asuntos de especial sensibilidad social, cooperación con las autoridades e instituciones públicas). A ellos suma, a modo de apéndice, un anexo con cuestiones tangenciales, como los elementos estilísticos, la organización redaccional, el contexto sociolaboral o, entre otros, la cláusula de conciencia (Alsius, 2011: 38-50).
En su tesis doctoral, M. González ha optado por una propuesta integral, que engloba las dimensiones anteriores en torno a tres ejes: calidad formal, calidad de contenidos y calidad social, vinculada al marco legal y la deontología. Sin embargo, a la hora de desarrollar la metodología e indexar los indicadores, se ha centrado especialmente en los dos primeros. Así, plantea un análisis de los aspectos formales destinado a detectar posibles defectos y errores técnicos en la presentación y transmisión, y un análisis de los contenidos que centra su atención en tres aspectos: la diversidad (temas, protagonistas y ámbitos geográficos), la independencia (origen de la información, tipo de fuentes, grado de facticidad –a partir de la distinción entre hechos, afirmaciones y conjeturas–, adecuación al momento –currency o timeliness– y relevancia) y un tercer aspecto vinculado al proceso de elaboración (precisión, exhaustividad, número de perspectivas, adecuación de los elementos adicionales y uso apropiado del lenguaje) (2011: 258-345).
5. Caminos para la investigación futura
La revisión de las distintas aportaciones realizadas al estudio y la caracterización de la calidad periodística o informativa ponen de manifiesto la complejidad a la hora de abordar este concepto y, especialmente, de plantear una definición concluyente que pueda traducirse en una serie de indicadores mensurables. Ello contrasta, sin embargo, con aproximaciones intuitivas y con la frecuente apelación a una especie de saber común profesional capaz de detectar la calidad, pero escasamente operativo en términos analíticos.
De manera indirecta, distintos autores apuntan a la calidad periodística como un concepto «relacional» –como lo denomina E. Pujadas–, en el sentido de que no puede desligarse de una serie de elementos contextuales, un factor que contribuye a desdibujar sus fronteras, en el sentido de que pesan sobre él valores políticos, económicos, éticos o estéticos que actúan como condicionantes. Así pues, las producciones periodísticas no son meros productos de consumo, sino que cumplen un servicio público o cívico, por lo que los parámetros para medir su calidad van más allá de los de otros modelos de negocio en los que la respuesta a las necesidades del público, y la relación consumidor-producto, es más directa y evidente. No en vano, la referencia a los valores democráticos y la deontología son una constante en el análisis de numerosos autores sobre el concepto de calidad. Esta, por tanto, no puede ser entendida –ni analizada– sin tener en cuenta aspectos explícitos (de índole lingüística y expresiva, técnicos y de contenido), pero también otros asociados a su carácter intangible.
Es en la intersección entre la condición material, más fácilmente cuantificable, y la contextual donde radica la principal dificultad a la hora de definir este concepto. La calidad periodística es la expresión de distintos procesos de obtención y gestión de la información, fruto de la aplicación de los estándares de equilibrio e imparcialidad, de contraste y pluralidad –de acuerdo con los códigos éticos y las normas de autorregulación–, al tiempo que exige variedad y originalidad –en los temas y en su tratamiento–, investigación, profundización e independencia –respecto a los condicionantes políticos y las presiones económicas–. Todo ello impide que pueda desligarse de unas condiciones de producción y de un contexto de recepción, por más que la condición factual o material de un determinado relato informativo ofrezca condiciones para ser analizado como elemento de un corpus. Así pues, el reto consiste en identificar los parámetros que, en cada producción periodística, pueden reflejar y remitir, a través de indicadores textuales y contextuales, a los valores de excelencia.
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[1]. John Merrill elaboró en 1968 y 1999, respectivamente, sendas listas de los diez diarios mejor considerados por expertos, profesionales y editores del mundo, y cronológicamente eran estos:
1968: 1. The New York Times (EE.UU.); 2. Neue Zürcher Zeitung (Suiza); 3. Le Monde (Francia); 4. The Guardian (Reino Unido); 5. The Times (Reino Unido); 6. Pravda (URSS); 7. Renmin Ribao (República Popular de la China); 8. Borba (Yugoslavia); 9. L’Osservatore Romano (Ciudad del Vaticano); 10. ABC (España).
1999: 1. The New York Times (EE.UU.); 2. Neue Zürcher Zeitung (Suiza); 3. The Washington Post (EE.UU.); 4. The Independent (Reino Unido); 5. Süddeutsche Zeitung (Alemania); 6. Le Monde (Francia); 7. Asahi Shimbun (Japón); 8. Los Angeles Times (EE.UU.); 9. Frankfurter Allgemeine (Alemania); 10. El País (España).
La prensa de élite era para Merrill una dimensión mediática definida por una sólida estructura informativa, una fuerte implantación e influencia entre quienes toman decisiones políticas y económicas, el cosmopolitismo de su agenda y su apertura a las grandes corrientes culturales y científicas del momento. Pretensiones que en algunos casos no se cumplían plenamente, aunque sin duda se trataba de periódicos representativos de países o regímenes importantes entonces. De aquí a que finales de los años sesenta contaba más la influencia que la calidad; eso explica que aparezcan entre los diez diarios principales, rotativos claramente sesgados y fuertemente dependientes como Pravda, Renmin Ribao, Borba o L’Osservatore Romano. En cambio, los diez primeros de 1999, en general, lo eran sobre todo por su calidad, destacando como común denominador que eran periódicos preferentemente de centro izquierda y androcéntricos del hemisferio occidental «Norte» con la sola relativa excepción de Asahi Shimbun.
[2]. Prueba de ello es la tradicional clasificación –por parte de la patronal británica de prensa– entre Quality press y Mass press, cuando históricamente ambos productos son y pertenecen a la cultura y comunicación de masas. Sin obviar sus diferencias en el tratamiento de la información, desde principios de este siglo, la reducción del formato sábana de destacados rotativos como The Times o The Independent al estándar tabloide ha significado una transformación no solo formal en términos periodísticos (Coperías y Gómez Mompart, 2011). Por su parte, también M. González incide en los aspectos de gestión cuando se refiere al concepto de media quality y lo distingue de news quality (2011).
[3]. M. González (2011) presenta esta línea como la más destacada del contexto europeo, aunque concede a los países escandinavos el mérito de ser pioneros en los estudios de calidad, a partir de la noción de informatividad, una idea ligada a la cantidad de información y el espacio dedicado por un medio a un conjunto de hechos.
[4]. Siguiendo el modelo: «Gastos de redacción → Contenidos de calidad → Difusión/penetración → Ingresos» (2003).
[5]. La Vanguardia, 15 de diciembre del 2002, p. 47.
[6]. «Criterios internos y externos para la evaluación de la calidad del periódico: 1. Independencia, estabilidad financiera, integridad, preocupación social, buena escritura y edición. 2. Opinión fundamentada y énfasis interpretativo, conciencia del mundo, sin sensacionalismo ni maquillaje en los artículos. 3. Énfasis en la política, las relaciones internacionales, la economía, el bienestar social, la acción cultural, la educación y la ciencia. 4. La preocupación por conseguir, desarrollar y mantener una plantilla extensa, inteligente y bien formada, que esté articulada y preparada técnicamente. 5. La determinación de servir y ayudar a ampliar una buena formación intelectual para los lectores del país y del extranjero; así como el deseo de influir, en cualquier lugar, en los líderes de opinión» (en Meyer y Kim, 2003: 2).
[7]. «Indicadores de calidad del periódico: 1. Relación redactores por servicios de cable y de reportajes ajenos. 2. Contenido total sin la publicidad. 3. Relación de interpretaciones de prensa y de material de referencia para detectar posibles noticias. 4. Número de cartas al editor por edición. 5. Diversidad de los columnistas políticos. 6. Puntuación alta de legibilidad. 7. Relación de ilustraciones por texto. 8. Relación del contenido no publicitario en relación con el contenido de la publicidad. 9. Relación de las noticias con respecto a los reportajes. 10. Número de empleados por reportaje. 11. Relación de noticias y reportajes deportivos respecto al contenido total de noticias (CTN). 12. Presencia de resumen de noticias. 13. Presencia de un destacado por columna. 14. Número de editoriales por edición. 15. Número de agencias noticiosas. 16. Relación de las noticias culturales, informes y reportajes con respecto al CTN. 17. Relación de servicios de noticias periodísticas con respecto al CTN. 18. Proporción de noticias y reportajes de negocios en relación con el CTN. 19. Número de columnistas políticos. 20. Número de tiras cómicas. 21. Extensión promedio de las informaciones de primera página. 22. Presencia de una columna de astrología. 23. Relación de noticias estatales (regiones, autonomías), nacionales e internacionales en relación con las noticias locales» (Meyer y Kim, 2003: 4).
[8]. La investigación, centrada en consultar a las fuentes citadas en diez periódicos por los errores registrados en las informaciones, concluía que, en el mejor de los casos, un 7% de las informaciones incluía alguno, mientras que en los más descuidados este porcentaje crecía hasta el 14%.
[9]. Participaron un total de 285 editores, un 50,2% del total de profesionales que agrupa la asociación, 568 editores.
[10]. Entre las excepciones cabe destacar a Jay Rosen, que planteó una aproximación al concepto de calidad a partir de la suma de diversos elementos asociados al buen hacer periodístico. En una mesa redonda celebrada en el Encuentro anual de la aejmc (Baltimore, 1998) presentó su fórmula como una adición (A + B + C + D + E = F): A = precisión, B = equilibrio, C = juicio crítico, D = demostrabilidad o desapego, E = ética y F = equidad o calidad.
[11]. En este sentido es interesante recoger las palabras de T. Rosenstiel: «Para sobrevivir, el negocio de la información tiene que ir más allá de afirmar que la calidad es simplemente una obligación moral. O tiene que mantener a la gente de negocios al margen de la Redacción. Lo bueno es que, al parecer, hay una generación investigadora –y los datos actuales así lo confirman– que sugiere que la Redacción tiene mucho, mucho más que hacer a favor [de la calidad]. Ahora es necesario desarrollar la investigación para argumentarlo» (2003).
[12]. El Consejo de Calidad Informativa necesita ser un órgano independiente y contar con una composición equilibrada de profesionales de prestigio, representantes de los lectores, representantes sociales (gobierno, sindicatos, empresarios), y un porcentaje mínimo del 10% de miembros honoríficos vinculados a instituciones culturales y sociales defensoras o protectoras de la lengua, la ética, los derechos fundamentales, etc. También plantean la creación de observatorios de medios, asociaciones de especialistas, con intervención libre de lectores concienciados del valor primario de los medios informativos e interesados vivamente por la permanencia de la prensa de calidad, que se ocuparían de fiscalizar a los media.
[13]. Los miembros de esta entidad aprobaron en el 2006 un compromiso con la calidad periodística. En este apuestan por una política de contraste y verificación de datos, de fe de erratas claras, del uso de citas textuales; no abusar del off the record; apostar por el periodismo de investigación; crear la figura del defensor del lector; formación permanente para los periodistas; transparencia de la propiedad de los medios; indicar el lugar donde se recogió la información; citar a otros medios que tuvieron las primicias; nombrar a quienes ayudaron a buscar datos.