Читать книгу Estudis sobre pragmàtica de la literatura medieval / Estudios sobre pragmática de la literatura medieval - AA.VV - Страница 7
ОглавлениеPRAGMÁTICA E HISTORIA DE LA LITERATURA
El estructuralismo y el formalismo, en el ya lejano tercer cuarto del siglo XX, nos incitaron a entender la obra literaria desde un punto de vista inmanente, ajeno al entorno en que había nacido, se había difundido o se había interpretado, y a concebir la historia literaria como el encadenamiento de unas obras con otras hasta formar un sistema, no menos cerrado ni menos ajeno al desarrollo histórico general. Los sucesivos cambios en la concepción de la literatura mudaron poco a poco la perspectiva de los estudiosos: la crítica textual tendió a la historia de la transmisión y recepción o pasó a centrarse sobre la constitución de cada testimonio o su tipología, por poner ejemplos muy fáciles y conocidos. La teoría de la recepción puso el énfasis en el impacto de la literatura, pero suele resultarnos más fácil de analizar desde el punto de vista de la evolución del sistema literario que desde su repercusión sobre los lectores. A lo largo de su desarrollo, cada disciplina acota un campo y crea un método; cualquier alteración de ambos supuestos resulta difícil, tanto más cuanto más se aleja de las concepciones tradicionales.
Por otra parte, para los estudiosos de las literaturas antiguas la perspectiva formal resulta muy agradecida. Quien esté familiarizado con las poéticas antiguas se reconoce inmediatamente en una metodología basada en las formas; de ahí que los grandes cambios de orientación, sea la función social del amor cortés durante la época feudal, sea el valor educativo de la cortesía en la formación de Europa nazcan a menudo desde disciplinas afines, la historia social o la sociología, y cueste a menudo hacerlas arraigar por faltarnos el utillaje teórico apropiado, la metodología y el corpus de trabajo, que no siempre caen dentro de nuestros recursos habituales.
Algo semejante viene sucediendo con las orientaciones pragmáticas. Nacen en el ámbito de la filosofía o la sociología del lenguaje y tardan en formar un cuerpo doctrinal coherente en los estudios lingüísticos, donde por fin se han establecido firmemente; en el ámbito de los estudios literarios resulta todavía difícil abandonar el territorio de lo teórico, de inspiración lingüística, y los intentos de aplicación, a veces ya muy logrados, suelen centrarse en la literatura contemporánea: compartiendo el lector un horizonte de expectativa muy próximo al del autor resulta más viable plantear problemas y buscar soluciones, pero ¿cómo actuar cuando trabajamos sobre literaturas antiguas, en las que la acomodación a los puntos de vista de escritores y lectores resulta en sí mismo un ejercicio intelectual complejo y difícil de abarcar en su totalidad? ¿Qué metodologías adoptar en este caso, qué corpus de trabajo seleccionar, qué controles resulta imprescindible aplicar? Este fue el punto de partida del proyecto cuyos resultados hoy por hoy pueden verse reflejados en el libro que el lector tiene en sus manos. Ni qué decir tiene que, procediendo de un grupo de investigación especializado en el estudio de la historia literaria medieval, nuestro proyecto no pretende elaborar teorías, sino explorar a través de la práctica del análisis literario una aproximación empírica a los aspectos pragmáticos de la literatura medieval.
Las literaturas europeas cumplieron un ciclo que se cerró a lo largo del siglo XVIII: el periodo cortesano. Una parte fundamental de las composiciones que entonces y ahora clasificamos como literarias eran compuestas muy a menudo para un público muy reducido y cercano al autor: grupos de colegas o amigos, círculos de mecenazgo, cortes concretas... La imprenta cambió muy pronto estas condiciones pero, como puede juzgarse fácilmente a partir de las ediciones poéticas valencianas o el Cancionero de Juan del Encina (1496), el círculo apenas se amplió: en el segundo caso, el incunable dependía directamente de unos protectores inmediatos (los duques de Alba) o mediatos (los reyes y el príncipe Juan) que seguramente costearon la edición; los lectores debieron multiplicarse y el autor pudo controlar el tenor y la fidelidad de la edición, pero no debieron de llegar más allá de donde llegaban las copias manuscritas: el grupo reducido de los que sabían leer y compartían los valores implícitos en aquellas obras. La imagen del intelectual o escritor que vive de la venta de sus libros y cuya producción depende enteramente del mercado cultural tardaría mucho en llegar y aún más en imponerse. Por otra parte, la misma difusión de una obra solía ser resultado de estas condiciones: ¿habría conocido Ausiàs March el éxito que tuvo en el siglo XVI sin el interés activo del duque de Calabria, del almirante Folch de Cardona o de Honorat Joan en la corte de Felipe II? ¿O si el mentor de los primeros petrarquistas hubiera sido otro que Joan Boscà? Y sin embargo, bajo tales supuestos, su cultura profundamente escolástica habría seguido siendo la misma y sus preocupaciones morales, también; pero no su difusión ni su repercusión poética, ética y religiosa.
La literatura de este periodo respondía a una concepción mucho más utilitaria que la nuestra, de ahí que las obras tuvieran un ámbito de aplicación y una rentabilidad práctica que nadie ponía en duda. Es lo que nos enseña el caso de las artes moriendi que analiza T. Martínez Romero, la combinación de predicación y poesía de las canciones de cruzada occitanas de que se ocupa A. M. Mussons, la vinculación entre hagiografía, propaganda y geopolítica que analizan A. Víñez y J. Sáez. Seguramente, sin esta convicción en el poder de la palabra escrita sobre la vida de sus lectores no habría sido posible la traducción ni la difusión que alcanzó Yosifón, entre la historia sagrada y la caballería, como pone de manifiesto el análisis de S. Gutiérrez. Sin la seguridad de los bienes espirituales que se derivarían tampoco habría sido posible la quizá impensable colaboración de un rabino y un fraile en la versión de una biblia del hebreo al castellano, cuyos hilos doctrinales y literarios nos ha reconstruido L. M. Girón. El círculo se podría ampliar cómodamente a las crónicas y los manifiestos y apologías en prosa o en verso, y podría incluir obras que hoy consideramos didácticas sin pensar que pudieron tener objetivos mucho más prácticos, como es el caso de la Consolatoria de Gómez Manrique. Hoy nos sentimos mucho más incómodos si alguien nos pregunta para qué sirve la literatura, sobre todo porque la sociedad no comparte ya ciertas convicciones sobre la conveniencia de una imprescindible formación humanística que sostuvo la producción y el consumo cultural y literario hasta hace algo menos de medio siglo, en una época que para muchos es aún la nuestra; los poetas modernos, Góngora por ejemplo, pudieron apoyarse en un consenso generalizado sobre la altísima importancia de la cultura literaria, lo mismo que los intelectuales de la Ilustración y del Romanticismo. La reconstrucción de la escala de valores que rodea las obras antiguas y las motivaciones inmediatas que movían por ejemplo a Bonifacio Calvo en su sirventés plurilingüe habrá de ser objetivo de nuestras investigaciones si no preferimos seguir en el limbo de la belleza incontaminada de las ideas, tan poco apreciado por nuestros contemporáneos.
Respecto a la Europa medieval y moderna, quizá ha cambiado menos la forma en que la estructura cultural de la sociedad se adapta a las circunstancias históricas y cómo todas ellas repercuten en la creación literaria, aunque sí lo han hecho sus modalidades de adaptación. El análisis de G. Caiti-Russo sobre la scripta del Thalamus de Montpellier y el cancionero occitano E es mucho más cercano a cuanto solemos imaginar sobre cómo las grandes catástrofes políticas afectan a las culturas, a los hombres y a sus mecanismos de defensa. Lo mismo podemos decir de las posibilidades de colaboración intercultural que las aljamas castellanas ofrecieron a sus protectores, tras cuya desaparición se volvieron imposibles las traducciones del hebreo al castellano que acabo de mencionar. Una apropiación muy interesante de valores sociales en beneficio propio, la de conceptos eclesiásticos y religiosos con fines políticos, es el objeto de la investigación de A. Contreras y por fin, un ejemplo muy significativo nos lo dan también los resultados de la guerra de Túnez sobre la literatura castellana, analizados por el que subscribe: sin el testimonio de los memorialistas del evento nunca habríamos entendido el alcance real que tuvo en la poesía de Garcilaso ni el éxito de ciertos temas en el romancero, y ni siquiera podríamos imaginar que ambos fenómenos respondieron a las mismas causas. Y sin embargo, detrás de tanta poesía, lo que hay es una experiencia cultural hoy difícil de imaginar en una sociedad tan poco dada a la lírica, consecuencia a su vez de una aventura político-militar a la que nunca habríamos atribuido resultados de este cariz. Las necesidades, las formas y los instrumentos de la propaganda ideológica, religiosa o política han tenido consecuencias literarias de las que no solemos ser conscientes.
Tampoco se puede homologar con nuestros tiempos el impacto que las formas de la vida literaria, la institución y el mercado, tuvieron sobre las creaciones y su interpretación. Chrétien de Troyes dice haber compuesto Le chevalier de la charrete a petición de Marie de Champagne, que le había impuesto el tema y le había proporcionado el relato en que se basó, y Fernando de Rojas añadió unos actos a La Celestina porque algunos lectores le pidieron que «alargase en el proceso de su deleite destos amantes». L. M. Girón Negrón nos explica que fue una imposición del Maestre de Calatrava la que obligó a Moshe Arragel a preparar su traducción y que le fue impuesta asimismo la revisión de un equipo de teólogos dominicos y franciscanos; podríamos equiparar su situación con algunos encargos editoriales de nuestros días, pero a la reconstrucción que nos da G. Vallín de la relación entre el rey de Navarra y Philippe de Nanteuil no es fácil encontrarle equivalentes modernos y, además, es una cuestión que, combinada con las peculiaridades de su transmisión manuscrita, ha tenido graves consecuencias sobre la atribución de sus obras: resultaría difícil encontrar en nuestros días ejemplos similares de interferencias producidas por la institución y el mercado literarios. Es también la institución literaria la que ha promovido seguramente la revisión de la vida de Perdigón cuyas consecuencias describe G. Caiti-Russo. Las dificultades que nos crean las formas de la performance trovadoresca, sin la que no podemos entender cabalmente una parte importante de su misma naturaleza, quedan de manifiesto en el análisis del sirventés plurilingüe de B. Calvo que expongo en mi intervención: por una parte parece obvio que la elección de las lenguas viene impuesta por el contexto, pero ¿realmente llegó a circular fuera de la corte de Alfonso X? ¿Hubo algún intento de hacerlo llegar a las cortes enemigas, dispuestas para entrar en combate? ¿O fue cantado ante sus embajadores para dar muestras fehacientes de la combatividad de las fuerzas castellanas? A su vez, como se pregunta E. Fidalgo, ¿cuándo y cómo se cantaron las Cantigas de Santa Maria? ¿Fueron interpretadas por la capilla musical de la catedral de Sevilla como el rey había mandado en su testamento? Y si fue así, ¿qué tipo de transcripción del texto usaron? ¿Durante cuánto tiempo se cumplió esta manda testamentaria, que había de resultar imperativa?
No son las únicas consecuencias que impone el mercado (por emplear la terminología que parece imponerse) a la creación literaria del medioevo. Uno de los factores que vuelve única la Biblia de Moshe Arragel es el comentario; la tradición católica moderna exige que las biblias sean anotadas para fijar así la interpretación y evitar desviaciones doctrinales, pero al traductor le encargaron expresamente que añadiera una glosa rabínica escrita para lectores cristianos, exactamente lo contrario. ¿Por qué un comanditario católico encargó este tipo de paratexto, ajeno a su tradición exegética? ¿Quizá para usarlo en las polémicas y apologías antijudaicas? ¿O más bien cabría insertarlo en el contexto de asimilación de los conversos en que tan empeñada estaba la corte castellana durante el segundo cuarto del siglo XV? ¿Cómo los podían interpretar sus lectores, carentes de la necesaria formación para una lectura crítica? La investigación de J. Perujo recorre el camino contrario: el análisis de la variación en las copias latinas de Guido delle Colonne, a las que cabría atribuir las divergencias de las diversas versiones romances respecto a la edición hoy canónica de la Historia de la destrucción de Troya. Su investigación nos sumerge en un mar de variantes donde pueden haber coincidido tanto la innovación voluntaria de algunos copistas como las deformaciones o malinterpretaciones por incomprensión, pero al final fueron estas versiones innovadoras las que divulgaron la materia troyana en la Baja Edad Media y condicionaron sus pormenores, y quién sabe si su aceptación misma.
Queda un campo clásico en los estudios literarios: el impacto de las obras ya canónicas sobre la producción y la vida literaria de la posteridad. M. Simó se ha ocupado de una de sus manifestaciones en periodos cortos: las citas líricas en un grupo de romans franceses del siglo XIII, donde los poemas entonces ya consagrados como modelos experimentan una actualización y una reinterpretación que los erigen en arquetipos clásicos. La vitalidad de la primera poesía europea en nuestra historia literaria es puesta de manifiesto en las aportaciones de E. Dobry y V. Escudero sobre cómo situaciones del pasado pueden modelar los planteamientos del futuro y como, en algunos casos, la experiencia moderna modula nuestra interpretación del pasado. Por su parte, R. Capelli ha puesto de manifiesto cuántos intereses puede haber tras las innovaciones socioculturales que conducen a la reivindicación de la propia historia, desde los ideológicos a los territoriales, de los identitarios a los filológicos o históricos.
Las últimas décadas han puesto de manifiesto hasta qué punto interesan los márgenes de la literatura si deseamos verdaderamente entender su centro, el restringido grupo de obras que conforman el canon. El desafío que afrontamos en estos momentos estriba en la ampliación de nuestro punto de vista: la literatura ha canalizado la respuesta de la sociedad europea (y no solo la europea) ante los desafíos de su historia. Entender cabalmente su funcionalidad, su utilidad (quizá la palabra clave de nuestras dudas actuales cuando esta se cuestiona) pasa por la investigación de las inquietudes que la incitaron y de las respuestas que concitó. Traducido al argot profesional, la dimensión pragmática de la literatura puede ayudarnos a entender y a conservar el papel primordial que ha ocupado desde que el hombre aprendió la magia de la palabra y la eficacia de la escritura.
La historia de la literatura, como las ciencias históricas en general, pretende aprender del pasado para mejor afrontar las incertidumbres del presente; cuando Johann Wolfgang Goethe echaba los cimientos de la nación y la cultura alemanas consideró útil para esta empresa un mejor conocimiento de los trovadores, a cuyo estudio indujo al entonces jovencísimo Friederich Diez, estudioso también del romancero castellano. Vivimos tiempos turbulentos y parecen vacilar los cimientos en que Europa ha construido un presente que paradójicamente, sin ignorar cuantas sombras podemos denunciar, resulta un modelo nada desdeñable de bienestar social y de respeto mutuo. La literatura se ha erigido en la mejor manifestación de las ambiciones y los temores de la humanidad desde los albores de la cultura escrita; auscultar su latido, revivir los triunfos y los errores del pasado, resulta otra forma nada desdeñable de afrontar el futuro.
VICENÇ BELTRAN