Читать книгу La Espera y otros relatos oscuros - Abel Gustavo Maciel - Страница 7
ОглавлениеLa mirada de vidrio
A mí no me engañás. Hay algo en tus ojos que no me pertenece, un reflejo distinto, tal vez un emergente pulsando por detrás de tu figura plana. No lo sé, no puedo descifrar misterio tan sutil, perdido en el entramado de la simulación que te recrea en mi presencia.
La superficie plana que nos separa es fría al tacto y suave, cuando intento acariciar tus formas esquivas. Semeja la pared de una prisión tal vez soportable, pero celda al fin que no nos permite realizar aquel encuentro ansiado desde el desdoblamiento inicial.
¿Cuál ha sido el origen de tal impronta temporaciada? ¿La luz, quizás? ¿La dualidad del universo que juega con las dimensiones construyendo minuto a minuto un sendero de doble vía, una bifurcación de sonidos y silencios pentagramados que puede leerse en avance o retroceso según necesidad del peregrino, o la impronta inducida por operadores invisibles?
Qué se puede decir de ellos. Oscuros, o transparentes, sutiles o desmedidos, delicados o brutales, reales o imaginados, existentes o solo pergeñados por la mente que los piensa. Serán los dioses ocultos, paganos por supuesto, acomodando el tablero donde las fichas realizan sus juegos de apetencia. O tal vez víctimas —al igual que el común de los mortales— de un azar eterno y recurrente, sin origen ni destino, que les otorgue sentido a sus trayectorias.
Sin embargo, esa superficie gélida y pulida resulta real a los sentidos. La palpamos, la observamos, le podemos hablar y la mueca parece responder en simultáneo. Ajenas a los sonidos cotidianos, se trata de una pared impersonal, un plano que otorga condición carcelaria a las realidades encerradas en aquellos dos gabinetes estancos. ¿Estancos?...
De pequeño nuestros encuentros resultaban naturales. A poco de avanzar en mi periplo por estos jardines, intentaba jugar con vos con la fruición del infante entusiasmado. Me divertían tus esfuerzos por emular mis morisquetas. La boca abierta y la lengua serpenteando afuera de ella. Los ojos desorbitados con esa mirada psicópata que los niños saben impostar a pedido de sus mayores. Las fosas nasales dilatadas y ambas manos agitándolas por sobre mi cabeza. Todo un arlequín de dimensiones místicas y devoradas por la resonancia de la mente infantil con el plano molecular, donde la Edad de la Razón impone fronteras carcelarias a la impronta creativa. Repito, querido demonio detrás de esta superficie pulida, me divertían tus movimientos.
Por supuesto, en esos tiempos te creía mi amigo, mi mejor amigo. El único a quien recurrir en los fríos espacios de soledad. Me acompañabas en todo momento, a todo lugar que visitara. Aquella superficie replicaba su existencia con la obstinación que la psicosis impone.
Solía encerrarme en los baños de las casas ajenas para disfrutar uno de esos encuentros. A solas, vos y yo. Íntimo, por supuesto. El mundo observa con ojos sospechosos este tipo de vínculo. Hay algo clandestino en ellos, algo que remite a tiempos remotos y arcaicos donde el terror tiene sustancia propia más allá de la mente que lo experimenta. Por eso estos encuentros deben realizarse en territorios aislados del bajorrelieve del mundo. Detrás de la puerta, siempre hay más seguridad…
Supongo que todos han caído alguna vez bajo tu influjo, así como yo lo he hecho en mi etapa adolescente. Entonces, era un muchacho extraño. La soledad era mi tierra prometida y no me refiero a la mera evidencia de la falta de compañía. Esa es una soledad bastarda, fácil de lograr y complaciente con el mundo. Basta acercarse a los demás y recorrer el silencio producido por tal contingencia.
Se trata de una experiencia buscada por los viajeros místicos o los ladrones furtivos que se ocultan del prójimo por razones profesionales. Es decir, como todo lo originado en Lo Explícito, no deja lugar a la auténtica nostalgia que debería precipitar.
De tal manera, aprendí a disfrutar la “verdadera” soledad en compañía de la gente. De muchacho, entonces, enfrentándote en el living de mi casa paterna, o encerrándome en los baños ajenos, me dedicaba a contemplarte serenamente y a pocos centímetros de tu presencia.
Por supuesto, ya no ejecutaba las morisquetas pasadas. Nuestra complicidad en el tiempo había perimido, quizás para siempre. Ahora pulsaba la necesidad de estudiar tu bajorrelieve.
De todas formas, poco pude avanzar en esa dirección. Más allá de la aprensión que produce una visión detallada como aquella, preñada de abismos sin respuesta explícita a su rebelión metafísica, la experiencia buscaba su escape sumergiéndose en una profunda estereotipia. La inquietud genuina producida por la simetría inversa, naturalizada a partir de la repetición de esas paredes pulidas en la geometría universal, simetría plana al fin de cuentas, dejaba paso al paisaje revelado que se tornaba anodino, repetido, falto de interés a la luz de mis investigaciones.
Interrumpí el experimento cuando caí en cuenta de lo desagradable que comenzaba a parecerme aquel semblante.
Luego, la esclavitud del mundo se apoderó de mi alma, como suele suceder al emprender el sendero de los años adultos. La prisión, emplazada según instrucciones del protocolo social, hizo el resto.
Nuestro vínculo se volvió frío y litúrgico. Solíamos encontrarnos frente a frente en las mañanas, impronta ineludible toda vez instalada en la cultura humana el concepto de “higiene” asociado a la topología de “baño”. El peine, objeto transicional en esta notable ceremonia, realizaba la gestión mediadora entre nosotros.
Vos estabas allí, esgrimiendo tu mano izquierda en tanto acomodabas los cabellos. En simultáneo, yo, con la derecha, concluía la faena.
El rito se repetía día tras día, ceremonia programada y ancestral. Volvía a realizarse en las noches, cumpliendo el movimiento cíclico que edifica las paredes de esta cárcel. Y a veces, al regreso hogareño de la vida fruitiva, nos mirábamos tras la concesión de la ducha.
Y así pasaron los años. Encuentros obligados en los baños, privados o públicos, en el altar de los mingitorios; en los livings donde se construyen los escenarios de las reuniones sociales; en los hoteles baratos donde el amor se vuelve compulsión y paga peaje; en los vidrios de los trenes durante atardeceres bifurcados.
Por supuesto, la repetición cotidiana precipita la naturalización de un evento. Y esta ley, viejo compañero, nos incluye a ambos. Un ritual difundido en el mundo y aceptado por los viajeros del destino. Una doble identidad de verdaderos gemelos en el movimiento.
Sin embargo, el día memorable por fin llegó…
No recuerdo situación previa que representara antecedente a ese descubrimiento. Tal vez respondiera a una observación registrada en el territorio inconsciente de la percepción libre y flotante, esa a la que apelan los psicoanalistas para no caer en la sutilidad extrasensorial. La cuestión es que, decidido, un día me paré delante del vidrio y observé el detalle impropio en tu mirada.
Me encontraba en el baño de la Estación Retiro. Había viajado a esa colmena de almas ensimismada que llamamos Ciudad de Buenos Aires, donde la búsqueda deja de ser un medio para transformarse en un fin en sí mismo. Estaba rodeado por la marea humana que la invade a media tarde, cuando el hombre dormido regresa a su hogar con la sensación alienante de haber cambiado su tiempo por dinero, líquido, por supuesto. Una energía cuya precipitación física y efímera la vería al finalizar el mes, pero que tranquilizaba en estos menesteres de supervivencia en un mundo ajeno al llamado de los sueños.
Traté de disimular mi estupor delante de quienes maniobraban el entorno abriendo canillas, cerrándolas, operando las máquinas de aire caliente emplazadas en las paredes. Una energía punzante y repentina me desinstaló de mí mismo.
Aquel descubrimiento era demasiado grande como para compartirlo con esas mentes dormidas. Además, la incredulidad suele gobernar las opiniones a la hora de romper con un mito literario.
De allí sobreviene el descrédito y el repudio posterior y público. Todo eso daba vueltas en mi cabeza. Sin embargo, la impronta era trascendente y no podía evitar cierto temblor en las manos.
Allí estaba la prueba, delante de mis narices y a los ojos del mundo. Allí, reflejada en el espejo donde algunos hombres contemplan a esos seres que impunemente impostan sus imágenes.
La simetría inversa siempre estuvo revestida de sospechosa en mi visión de los paisajes, pero la exactitud de tus movimientos mimetizando los míos lograba sostener el mito ancestral de la física clásica. Ese que nos explica la imagen construida a partir de la incidencia luminosa, una de las tantas explicaciones materialistas de las ciencias que logran calmarnos frente al acecho de un mundo paralelo al nuestro…
El fenómeno habrá durado un segundo, tal vez menos: un destello temporal revistiéndose con la naturaleza de un diferencial.
En el momento que desviaba la mirada del vidrio, tus ojos permanecieron fijos observándome. Mi visión periférica, ejercitada en los años infantes durante aquellas prácticas místicas, supo captar la sutileza. Pude percibir la intención en tus pupilas, quizás un dejo de reproche gélido y siniestro, pero también un cansancio ancestral imposible de ocultar. Y esa altanería típica de quien conoce con mayor profundidad el objetivo de la existencia, así como el dolor que causa no poder transmitir esta relación a los seres dormidos que se mueven detrás del vidrio.
Todas esas sensaciones y muchas otras imposibles de narrar atravesaron mi alma en aquel instante único. Cuando abandoné la visión periférica y te observé de manera directa, el mito volvió a recomponerse detrás del cristal. La impostura de geometría inversa reconstruyó la creencia milenaria. Y todo pareció volver a la normalidad. Pero ese reproche en tus ojos…
Incapaz de sostener esa mirada de vidrio, aparté los ojos del espejo y contemplé el paisaje a mí alrededor. Los hombres dormidos se movían mecánicamente, inconscientes del drama que acontecía en los sanitarios de la Estación Retiro.
Con el impulso provocado por el terror que circundaba mi corazón, abandoné las instalaciones atropellando a un par de personas en mi fuga. Ellas me miraron sorprendidas. Se hicieron a un lado permitiéndome la huida.
Por supuesto, aquella noche cubrí todos los espejos de mi casa con una tela negra que adquirí en la tienda del barrio. En tanto realizaba la maniobra, evité posar mis ojos en la superficie pulida donde el monstruo habitaba. Reprimí un impulso interno de observarlo de soslayo. Lo prohibido ejerce su magnetismo en la mente humana. El miedo es una fuerza poderosa y a quien lo posee lo vuelve un autómata desesperado.
Aquella noche me acosté temprano. No pude conciliar el sueño; tampoco responderle a Alicia su invitación sexual. Hacía tres meses que convivíamos. Mi relación con las mujeres era inconstante, a veces manipuladora y cruel. No entendía bien el motivo que le permitía a ella soportar ese vínculo enfermo y alienante.
Sin embargo, la psicopatía de mis actos en lo concerniente a los espejos la obligó a marcharse una mañana. Pobre Alicia, la convivencia con alguien que ha descubierto la dimensión paralela, evidente y a la vez ignorada, despertó en ella sus mecanismos de defensa ancestrales y horrorosos.
Comencé a recluirme en mi casa. Las vidrieras de los comercios del barrio fueron acechándome en la medida en que percibía de ellas el reflejo de aquella silueta esperando con paciencia mi atención.
Abandoné las reuniones con los amigos. En sus viviendas, los livings y los baños abundaban en esas puertas dimensionales emplazadas a cierta altura del piso, dispuestas a devorarnos con sus campos inductivos. Estaba convencido de que ellos, los habitantes de aquel territorio instalado en la simetría inversa, algún día saldrían de sus marcos y buscarían una venganza bien justificada. Nadie puede vivir en la esclavitud realizando la mímica de otra persona durante siglos y siglos y no acumular genuino rencor.
Ahora vivo encerrado en estas cuatro paredes, haciendo caso omiso de tu voz murmurando detrás de las telas negras. Más allá del terror que a veces me invade en las noches de insomnio, una pregunta sin respuesta persiste en recorrer los pasillos de mi mente: «¿Cómo podemos los humanos convivir con estos demonios, contemplarlos detrás de esos vidrios fríos y sumergidos en un mundo invertido?»