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Jazmines eternos

Y finalmente la dama de rostro inexpresivo y silencio nostálgico ingresó en la casa de los jazmines eternos.

Su figura, como suele suceder en los momentos trágicos, pasó desapercibida para los habitantes de la vivienda. Pocos de ellos eran permanentes, tan solo el dueño de casa y su criada, mujer de obesa geometría y expresión taciturna. Ella daba vueltas por los ambientes trayendo y llevando bandejas pobladas de canapés, pequeños pocillos con el negro brebaje ansiado por todos y algún que otro licor, según lo acostumbrado en esas ceremonias.

Ella caminó con el garbo de la nobleza invisible, atravesando paredes y puertas sin producir el más mínimo murmullo. Los visitantes permanecían apostados en el living de amplias dimensiones y los pasillos, conversando amenamente. Algunos lo hacían impostando gestos de prudencia y miradas taciturnas. Otros reían descaradamente y elevaban sus voces en el recuerdo de anécdotas pasadas o acciones destacadas en el último partido de fútbol.

La dama detuvo su andar en el gran salón y los contempló detenidamente uno por uno. Por supuesto, ninguno de ellos reparó en su presencia. Resultaba imposible aquella impronta dada la evanescencia de esa silueta perteneciente a los planos virtuales de la existencia. Continuaron con sus charlas, ignorándola por completo.

Daniel sintió aquella brisa suave y gélida acariciando su rostro. La reconoció de inmediato; era el mensaje que esperaba, breve, tanto como lo era su esperanza de amante condenado; palabras encerradas en los dedos etéreos posados levemente sobre su piel. Sin embargo, y a pesar de la sensación de ausencia penetrando su alma, supo en lo inmediato que aquel crepúsculo irreverente llegaba a su fin.

Aparecieron en su mente destellos inconexos de los últimos acontecimientos. La mansión de Pilar, en la ruralidad bonaerense, ahora revestida de bruma lúgubre pero también melancólica, había sido el escenario para el devenir de una obra todavía inconclusa.

Las recaídas en la salud de Isabel incrementaron su frecuencia en los últimos meses. Su esposa recorría un equilibrio suave y diáfano como las tardes de otoño cuando el sol abandona el firmamento.

—No responde al tratamiento, estimado amigo —había dicho el médico con expresión fría e impersonal—. La suerte está echada, como usted comprenderá. Solo nos queda acompañarla en este último periplo…

Recordó las palabras perdiéndose en los pasillos de su mente. No produjeron dolencia implícita en su semántica. Más bien representaron la liberación perpetrada por una posibilidad no expresada, pero a la vez tangible, como todo objeto perteneciente a este mundo. Detrás de lo molecular acecha una dimensión virtual difícil de describir con palabras, una zona fantasma irradiada en esa geometría de aparente resolución y contenedora de la sustancia nuclear.

De allí en más, Isabel se fue marchitando como lo hacen los ocasos en el invierno. Recorrían las tardes sentados en el Jardín de los jazmines eternos. En ocasiones charlaban con el entusiasmo de los jóvenes enamorados, ajenos a toda acechanza y ensimismados en los pequeños proyectos. Otras, sumergidos en el espeso silencio que solía envolverlos sin miramientos, permanecían absortos frente al manto de pétalos blancos que cubría gran parte de la superficie del jardín.

En esos momentos, Daniel cerraba los ojos y en su mente se fusionaba el aroma de las flores con la silueta de su amada, de tal manera que ambos resultaban indivisibles, uno consecuente del otro, como suelen serlo la vida y el deseo.

El camino se fue haciendo. Al principio semejaba un sendero de lento devenir y sinuoso en su contorno. Luego, con el paso de los atardeceres y la marcha de los duendes nocturnos, la repetición de los días fue aletargando la sensibilidad al sufrimiento. Tan solo quedó la estereotipia abriendo espacios en la casa de los jazmines eternos.

Durante los últimos quince días Isabel permaneció postrada en el lecho. Era inconsciente del entorno. Permanecía vinculada al mundo molecular mediante aquel hilo de respiración efímera.

Daniel consumía las horas sentado a su lado. El cuarto, otrora templo santificado de un amor indeleble, fue transformándose, con el repiqueteo de Cronos, en oscura prisión.

Finalmente, el hilo se cortó de madrugada, cuando el silencio de la noche permitía esparcirse a los sonidos provenientes del territorio onírico. Un grito, primero lejano y luego explanado en briosa presencia, irrumpió el sueño de Daniel con la impronta de un puñal clandestino.

Despertó con el rostro sudoroso y la convicción de quien espera un desenlace inevitable. Isabel permanecía inmóvil en la alcoba, con la mirada vidriosa contemplando el cielorraso. El perfume a jazmín, surgente desde los espacios intangibles, invadió el cuarto. Aquella esencia fue tan efímera como el último suspiro de su amada. Efímera, sí, pero penetrante en la fisura abierta en su corazón. Luego, de nuevo el silencio…

Horas después, Daniel observaba la extraña figura erguida en el centro del salón principal. Rápidamente percató la transparencia de aquella silueta, cual si fuera surgente de un bosque encantado o de los infiernos tan temidos. La supo invisible al resto de los visitantes. Sin embargo, el detalle no le importó. Conocía la causa de aquella presencia y, por supuesto, la dejaría obrar libremente dada la naturaleza de su vista. Entonces, procedió a contemplarla detenidamente.

La mujer vestía túnica negra, en apariencia de una sola pieza, cayendo libremente en tanto cubría el cuerpo esbelto. Los cabellos eran largos, sedosos, abundantes y de color azabache. Su piel, de tonalidad pálida como si hubiera sido bañada por el flujo de Selene, se mostraba delicada. Los ojos lucían profundos y ausentes de toda expresión. Simulaban abismos profundos e insondables donde el viajero podía perderse en la caída sin solución de continuidad.

La vio reiniciar la marcha rumbo al cuarto principal. Sus movimientos eran sutiles y silenciosos. Parecía deslizarse sobre aquel mosaico de tonalidades tornasoladas. Los visitantes de la casa conversaban ajenos a su presencia, las voces saturaban el ambiente y los ojos del dueño de casa acompañaron el andar cadencioso de la extraña dama.

Daniel la vio ingresar en la habitación principal con la angustia que provocan los acontecimientos inevitables. Podía proyectar en su mente la escena que se desenvolvía en el interior. El cuerpo de Isabel, frío e irreconocible a los ojos de quienes la habían amado, debía entregar el tesoro que resguardara durante treinta años de permanencia en la secuencia temporal. La dama de negro, imperturbable a su lado, así lo exigía.

Minutos después ella emergió del cuarto. Daniel creyó percibir un brillo familiar en esos abismos de infinita oscuridad. La silueta traslúcida caminó con el mismo garbo atravesando el salón. Entonces, se detuvo a escasa distancia del dueño de casa y lo observó en silencio. Un interés peculiar se leía en esos ojos.

Daniel se sumergió en las pupilas de horizontes inacabados y sintió el miedo que produce el vacío, allí donde la ausencia establece dominios. En respuesta al grito silencioso que no lograba emerger de una garganta cerrada, los jazmines eternos volvieron a perfumar el ambiente. Supo reconocer la fragancia. El vértigo provocado por aquellos paisajes, yertos en apariencia, se apaciguó cuando la comprensión ocupó el vacío de su alma que ya no era tal. Por el contrario, la paz interior invadió las fisuras calmando toda sensación de impropiedad que cotidianamente embarga el mundo interno de las personas en su temporalidad.

“Solo percibimos lo superficial de nuestra existencia”, se dijo, intentando mantener la calma frente a la dama que permanecía transparente para el resto de los visitantes de la casa y, sin embargo, era real en su captación fenoménica del entorno. Tan real como las paredes que limitaban aquella mansión de historias encontradas y sentimientos aletargados.

Pensó en el cuerpo de Isabel echado en su lecho mortuorio. La podía ver reflejada en la pantalla mental. Algo había cambiado en su expresión de ángel dormido. La palidez de las mejillas ahora se mostraba apagada y falta de ese vestigio de vida que suele abandonar lentamente los recuerdos condenados al olvido. Ella había entregado su tesoro.

“Somos tan ignorantes…”, repitió para sí mismo. La indiferencia comenzó a gobernar su corazón.

La dama de negro reanudó la marcha rumbo a la puerta de salida. Daniel observó sus espaldas. No eran demasiado anchas ni demasiado angostas. Se deslizaba con pasos suaves e imperceptibles, como una caricia de viento nocturno intentando pasar desapercibida en el juego fruitivo del mundo. A pesar de aquella figura grácil, la percibía soportando una carga adicional, esa que buscara en el cuarto silencioso, ahora gélido y poblado de ausencia.

La vio atravesar la puerta de calle cual si fuera un espectro devenido en aliento de otros mundos. Se desvaneció ante su mirada sin dejar rastro alguno que comprobara real existencia. Los seres esclavos del mundo molecular necesitamos palpar estos vestigios para atestiguar los hechos establecidos. La historia se nutre de ellos. “Ver para creer”. Y, principalmente, una visión colectiva para dar curso a la legitimidad de un suceso. Aquel desvanecimiento de su silueta transparente transformaba a la dama de negro en un recuerdo fantaseado, una creación virtual de las capacidades de la mente para jugar con nuestro sistema de creencias.

Los días se fueron sucediendo como una liturgia mecanizada. La partida de Isabel dejaba tras de sí un sendero de recuerdos que de apoco se diluía con el apilamiento de crepúsculos y amaneceres. Y con el desfile de indiferencias también marcharon los amigos, los criados y la fortuna familiar.

Sumido en el olvido, Daniel también se fue marchitando junto al recuerdo de su amada. El doctor Flores, uno de los pocos amigos que aún lo frecuentaba, intentaba hacer del optimismo el principal instrumento quirúrgico en el tratamiento de sus afecciones, mas no lograba venderle a plenitud aquella impostura. Las noches se sucedían con el letargo de los eventos repetidos. La figura silenciosa se materializaba en sus sueños. Ingresaba al cuarto con la delicadeza de las hadas transgresoras para cumplir la misión, una búsqueda permanente que la mantenía esclavizada a esta tierra donde los viajeros transportan los tesoros en el atanor de sus corazones. Se deslizaba por los rincones oscuros intentando equilibrar el desencuentro cotidiano entre lo que palpita y lo inerte.

No era atracción lo que sentía. Nadie puede amar en verdad a esa dama. Ella proviene de otros territorios áridos, faltos de acequias y humedales. Simplemente, la silueta proyectada en las noches de insomnio era portadora del sosiego que precede a todo epílogo, ese que se escribe con la tinta invisible de los corazones cansados…

Finalmente, la luna escondió su carroza detrás de los nubarrones que cubrieron el cielo en aquel crepúsculo. Daniel permaneció boca arriba en el lecho. La vieja mansión languidecía como lo hacía su dueño, solo y postrado, a la espera de una visita. El calor de Isabel se había evaporado de aquellas sábanas hacía tiempo. Sin embargo, esos ojos parecían observarlo entre las sombras instaladas en los ambientes.

La figura cobró sustento en el umbral de la puerta. Lo hizo de repente. Esbelta, segura de sí misma y silenciosa. Lo miraba con ojos reposados. Una brisa suave acarició el rostro de Daniel, como si fuera la mano delicada de una madre incitando el sueño del pequeño. Supo que era hora de entregarle su tesoro.

Entonces, cuando el sol se volvía crepúsculo, el perfume a jazmines regresó a la habitación para acompañarlo en la liturgia…

La Espera y otros relatos oscuros

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