Читать книгу Navegando los ocasos paganos - Abel Gustavo Maciel - Страница 8
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ОглавлениеA poco de sumergirme en sus aguas, la vida se me presentó con la impronta de un viaje que estaba obligado a encarar.
Mi barca, presta a transportarme por estos mares de paisajes cambiantes, fue transmutando su estructura, acompañando la sutileza de las aguas por donde el mapa oculto la obligó a navegar.
Al principio, como nos sucede a todos los visitantes de estos puertos, el cuerpo de mi barca ocupó el espacio determinado por las paredes de mi casa paterna. Vivienda de origen humilde, no escatimaba en proteger a sus navegantes con el cálido calor de una estufa a querosene en los inviernos y un viejo ventilador para paliar las inclemencias de aquellos estíos intensos.
Pisciano de nacimiento, tal vez haya sido esta condición de pertenencia a un signo de agua la que mantuvo mi conexión con los mundos sutiles en este viaje de experiencias en los Jardines Floridos. De todas formas, jamás he sido un seguidor ferviente de la bitácora astrológica. Sin embargo, debo reconocer haber sentido en circunstancias cierta identificación con el arquetipo indicado en ese misterioso tablero cósmico.
Por ejemplo, y solo a título de indicar algunas particularidades de mi niñez, me gustaban realizar algunos experimentos de sutileza sensorial entre los ochos y los once años de edad. Por supuesto, como todo loco en las gateras, realizaba estas acciones en total soledad. El mundo y sus “protocolos de cordura” suelen prestar atención malintencionada con respecto a los actos que no encajan en sus estanterías previamente diseñadas.
Uno de estos “experimentos” consistía en caminar, en forma paralela, a escasos centímetros de la pared que dividía la cocina del baño de casa con los ojos cerrados. A partir de una sensación interior, todavía despierta por entonces, intentaba “sentir” mediante ciertas vibraciones el cambio producido por la discontinuidad de la pared y el inicio de un pasillo que conducía al cuarto paterno. A veces lo percibía con claridad meridiana, en otras un vacío de silencio me embargaba.
Por entonces realizaba las primeras experiencias literarias. A los ocho años comencé a desarrollar mi primera novela con total desparpajo. Rubén, mi hermano mayor, me proveía la trama y situaciones por las que debía transitar el personaje. Él era buen compinche en estas aventuras. Con sus siete años de diferencia en edad, poseía el arte de la comunicación para hacerme sentir un escritor de oficio y, de manera exagerada y noble a la vez, me incitaba a continuar con esas obras infantiles.
A los once años, me atrapó la lectura. Recuerdo que en esos tiempos precisamente Rubén se había suscripto a dos colecciones literarias que se remitían por correo, auspiciadas por una editorial conocida en la época. Una se llamaba “Capítulo” y difundía en sus fascículos el desarrollo de la literatura nacional a través de sus principales exponentes. Llenaban esas páginas las biografías y obras de Manuel Mujica Láinez, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga, Julio Cortázar.
Cada emisión de publicación mensual era acompañada por un libro de uno de los autores. Recuerdo haberme sumergido a pleno en la lectura de aquellos próceres de las letras. Mi barca, entonces, construyó sus velas con el papel de los libros que me transportaban a esos mundos de paisajes paganos y gran atractivo para mi espíritu aventurero.
En aquel período de mi vuelo en los Jardines, emergió desde mi mundo interno un poder fascinante: transportarme en mente y cuerpo (sutil, por supuesto) a los escenarios palpitantes que precipitaban las narraciones, una proyección envolvente que asumí como natural desde mi visión juvenil. Con el paso de los años la fui comprendiendo como cierta particularidad de mi persona.
Simultáneamente comenzaron a llegar los fascículos de la otra colección complementaria, de nombre “Capítulo Universal”. Estas entregas incluían ejemplares de literatura histórica y mundial de los últimos dos siglos de evolución europea y estadounidense. Allí tomé contacto con León Tolstoi, Feedor Dostoievsky, Jean Paul Sartre, Walt Wytman, Edgar Alan Poe, Emile Sola, Emerson y otros nombres por entonces extraños para mí. Ellos fueron adquiriendo cuerpo en la medida en que aprendía a navegar en esas aguas.
Finalmente, en mi adolescencia lo descubrí a Ray Bradbury, el prodigioso escritor de Illinois que me condujo a territorios interplanetarios y misteriosos. Sin mediar causa aparente, a los quince años, mi barca atracó en el maravilloso puerto de la poesía. Fiel al oficio instalado en aquellos años en mi espíritu, escribía encerrado en mi cuarto intentando seguir los consejos de mis maestros bibliográficos.
En esas épocas otro dios pagano se hizo presente en mi vida con furia inusitada: la música. A los doce años, un amigo del barrio, con quien compartíamos afinidades por el rock y el blues instalados en el “under” cultural, me enseñó a tocar una guitarra acústica. No recuerdo bien cómo apareció ese noble instrumento en mis manos, pero lo sentí como maná del cielo.
Deslumbrado por esas nuevas energías recorriendo mi superficie, dediqué gran tiempo en ese entonces a perfeccionarme en el instrumento con gran velocidad. En el año 1970 y recién cumplidos los quince años, junto a compañeros de la escuela secundaria, formé una banda de rock y blues duro que llamamos Menhires, como esas piedras duras y milenarias perdidas en la bruma de la arqueología británica. Nunca supe bien el motivo de ese nombre dado a la banda.
Durante seis años realizamos presentaciones en zona norte del Gran Buenos Aires en colegios, clubes y cuevas “under” bastante abundantes por cierto en la época, antros de atmósferas irrespirables debido al humo de los porros y los sahumerios de aromas variados. Eran frecuentados por los jóvenes de entonces para escaparle al clima social ya impregnado en sangre y fuego a punto de desbordar.
Mi barca navegó las aguas de la poesía en conjunción con la música, siguiendo el llamado de libertad espiritual que los años jóvenes reclaman con gran impunidad. Fue un tiempo delicioso en mi vida de la que los recuerdos, dulcemente, se entremezclan con la psicodelia de las vivencias a borbotones. En paralelo, el país experimentaba con uno de sus períodos más oscuros de la historia: violencia institucional, gobiernos de facto, desaparecidos, torturas y muerte; la intolerancia a flor de piel.
Luego sobrevino el giro mental típico de la edad de la razón, un puerto de connotaciones desérticas y renunciamientos a libertades espirituales. Estudios universitarios y trabajo bajo los protocolos convencionales de horarios y proyectos afines a la materialidad de la vida corpórea. Sin embargo, el duende interior travieso y aventurero permaneció al frente del timón y mi barca, sumergida en aguas ocultas, continuó navegando en la búsqueda de su tesoro.
Algún arcón debía esperar enterrado en una de esas islas perdidas en los océanos de mis mundos interiores. El mapa, por supuesto, se iba construyendo en la medida que los caminos se precipitaban frente a mis ojos inquietos.
Cuando ingresé en los áridos territorios de la razón las aguas de la música se aquietaron por un tiempo, unos veinte años…
Las matemáticas, la física y la electrónica asumieron el comando y me sumergí de pleno al estudio de las ciencias fácticas, intentando descubrir en esos mares el arcano que incentivaba mi navegación. Mi barca enarboló la bandera con la insignia del átomo y el triángulo pitagórico.
Allí me fascinaron la geometría analítica, la interpretación virtual de esta realidad espacio–temporal donde desarrollamos el Juego, las ecuaciones diferenciales, las derivadas e integrales y ese lenguaje simbólico y abstracto donde sentía la presencia de un secreto trascendente a la existencia.
Por supuesto, continué escribiendo furtivamente durante las noches y en mi cuarto, en soledad, como buen practicante del oficio. En esas épocas intentaba experimentar con la novela, un campo literario que requiere paciencia y concentración si se desean logros compactos que satisfagan las expectativas del mismo escritor.
Cuando promediaban mis estudios de Ingeniería, me crucé con el amor de mi vida: Laura. Laurita, mi verdadero complemento. Y supe entonces que todo sueño personal adquiere verdadera trascendencia cuando es genuinamente compartido.
La vida de pareja, los proyectos, los hijos, el desarrollo profesional y las experiencias fruitivas del mundo fueron ocupando la superficie de aquella búsqueda, sumergiendo la pulsión inicial a las profundidades marinas. Allí nos visitaron los otros compañeros de viaje, nuestros hijos: Pablo, Soledad, Sofía y Milagros. Con los años, de ellos emergieron los nietos y la vida continuó sembrando.
Mi barca, entonces, disfrazó su apariencia con ropajes de familia intentando mostrarse consecuente con los requerimientos de la época. Sin embargo, para quienes tenemos activa esa chispa aventurera a flor de piel, resulta imposible sosegar el impulso de recorrer los Jardines tras la llamada interior.
Tal fue el deleite que pude percibir en mis años de docencia. Previamente a ellos, debí navegar las aguas espesas del universo materialista. Como sucede en el océano de la Ignorancia, la impronta fue impuesta por la necesidad de atravesar esa sensación de deseo de poder; ocho años de mi vida viviendo el infierno del ideal capitalista, y a toda máquina, como deben ser las cosas cuando uno se sumerge a la experiencia de aquello que quiere conocer.
En esos tiempos fui director de una sociedad anónima, accionista de otras dos y sometí mi “ego” a distintos tipos de anarquías existenciales. Conocí la hipocresía, la falsedad y el escarnio. Al final de aquel sendero, sentí una enorme sequía espiritual y estaba dispuesto a transgredir la frontera que yo mismo me había impuesto. En medio de la bruma material había un niño clamando por costas impolutas.
La docencia fue el viento que impulsó mi barca renovada, tanto en apariencia como en proyecto de vida. A pesar de aquello que no alcanzamos a comprender y denominamos “pesar” o “mal”, la vida es bella.
Volqué en mi actividad docente el arte que transforma un oficio en una conexión trascendente. Navegué los nuevos paisajes paganos en mares rodeados de costas hermosas y soleadas. Mi barca se disfrazó de alumnos y contenidos pedagógicos que permití me atravesaran buscando derramarme en esa impronta. La poesía, la literatura, la música, las matemáticas, las ciencias físicas, mi pasaje por el materialismo duro, la docencia, todo, amigos míos, “hace obra”…
Recién ingresado en mi década de los cuarenta, tuve la oportunidad de regresar a la actividad musical. Menhires. Los mismos integrantes. Más viejos, por supuesto. Algunas nieves en la azotea, pero el sueño de juventud a flor de piel. Otra oportunidad para cumplir un camino que se sentía trunco.
Mi barca retomó su bandera con el emblema de guitarra. El paisaje dibujó costas de corcheas, acordes y poemas vibrando en los ensayos. Durante ocho años logramos volar alto con la música y sus vestes nobles que te conectan con otra realidad, virtual a los ojos pero tan genuina como palpable a la vez.
En esos años llevamos nuestro rock sinfónico y el blues por distintos escenarios de zona norte del gran Buenos Aires. Realizamos principalmente recitales en teatros y grabamos dos CDs en estudio con nuestros temas. En esa época dedicaba mi tiempo a la docencia, a componer canciones, a la poesía y las narraciones. Mi familia participaba de aquellos sueños y con los viejos amigos logramos entregar eso que esperaba acechando en los corazones. El arte es un oficio que logra su clímax cuando busca un lugar en el mundo.
Y una vez derramado el contenido, la “serpiente emplumada” busca de nuevo refugio en el sosiego de la inacción. Sin ser conscientes de la fuerza que regula los movimientos, Menhires regresó a su ostracismo y cada cual siguió el sendero en su barca personal. Según los alquimistas, el mercurio es una criatura extremadamente lábil como para resistir las jaulas que acostumbramos a construir. Pero la transformación de plomo en oro sigue su curso en el alma de los navegantes.
Mi barca retomó el estandarte de las letras y aquel mercurio despierto a los ocho años de edad me sumergió por completo en los mares tumultuosos de la literatura. La música resignó su trono a un acompañamiento personal de mi guitarra acústica, amiga fiel en la intimidad.
En esos tiempos, mi compañera Laura emprendió un vuelo importante en las artes plásticas. Incursionó en distintos espacios de la pintura, el dibujo, la caricatura, el surrealismo, el cubismo, el hiperrealismo, el arte pop y diferentes territorios donde le permitió a su alma expresarse con libertad. Esta circunstancia nos unió más aún. Y nuestro vínculo encontró una resonancia común.
Sentía una fuerza ejerciendo presión en mi mundo interno. En realidad, siempre había estado allí, más ahora insistía en sus reclamos.
En los últimos quince años tuve la compulsión de navegar aguas que la cultura popular considera separadas. Experimenté la novela, la poesía en sus distintas estructuras, la dramaturgia, el ensayo y el cuento. Desde la periferia de mi círculo existencial fui sumergiéndome a las vivencias interiores sintiendo la correspondencia con aquello que se ofrece a los sentidos. Las pinturas de Laura me ayudaron en ese intento de hacer del mundo externo y del interno una sola Sustancia–Fuerza– Conciencia. Proceso largo, muy largo, donde el arte es el instrumento para tallar esa correspondencia.
En los últimos años acompañaron mi periplo los hermanos de letras —aventureros gentiles en la misma resonancia que me impulsaba en el viaje—, el Movimiento de Autores Locales de Pilar, la ciudad donde recalé hace más de tres décadas y donde la vida fue cobrando lentamente su sentido y propósito. Junto a ellos, los proyectos literarios fueron encontrando su expresión entre la gente y la difusión de nuestras obras adquirió una medida sorprendente.
Y entonces sobrevino la pandemia, con su crudeza movilizadora y proponiendo la necesidad del retiro a nuestros refugios personales. Encerrado junto a Laura en el hogar, ahora sosegado y en estado introspectivo, la búsqueda continuó desplazándose en las aguas virtuales. El encuentro con uno mismo es el propósito de esta espera. El arcón y su tesoro está próximo, como sucede cuando las calamidades llaman a la puerta.
Ahora, mi barca navega aguas tranquilas. Dejé de luchar contra el impulso del viento y la aceptación de las cosas me permite contemplar el sendero recorrido en ese “volver la vista atrás” que mencionaba Antonio Machado.
Veo a ese niño realizando en solitario sus experimentos sensitivos y la extraña fuerza que lo guiaba, el tiempo tempranero donde ese duende literato se introdujo en mi cuerpo, el esfuerzo nocturno en el cuarto por lograr en los dedos los “callos de la guitarra”, los primeros tiempos tumultuosos de Menhires en los escenarios “under”, la visión de Laura y su cabello ensortijado en aquella noche de encuentro, los estudios de Ingeniería, las derivadas, las ecuaciones diferenciales, el sendero materialista destilando las oscuridades de mi alma, la docencia y la vida espiritual, el retorno a los escenarios musicales, la búsqueda homogénea en los géneros literarios dispersos y, en el medio del tumulto, la búsqueda, siempre esa búsqueda de completamiento…
Por supuesto, como todo navegante de puertos disímiles he realizado descubrimientos en este viaje. Mi barca me ha llevado por “lejanas lejanías”. Y las formas diferentes de un universo que se muestra heterogéneo a los sentidos externos encierran una verdad simple y a la vez sorprendente.
Los Muchos existen por la unidad que los sostiene. Y lo Uno se expresa a partir de su diversidad aparente en los Jardines. Cuando contemplamos los paisajes y a los compañeros de viaje, en realidad, contemplamos Aquello que Somos. Y ese es el gran secreto de la Vida en el universo cuya semántica adquiere Forma según el grado evolutivo de la conciencia. El mío, a merced de las tormentas y los días soleados, recién comienza a despertar a esta realidad. La búsqueda tiene un sentido de completamiento y es el de redescubrir esas habitaciones de un hogar que jamás hemos abandonado.
Navegando los ocasos paganos es la forma que esta pandemia tajante y repentina adquirió para abrir nuevamente mi bitácora. En sus versos palpitan estos senderos externos e interiores de mi periplo en el mundo. Y en ellos, esa búsqueda que el arte me ha permitido canalizar en sus aguas.
Más allá del arcoíris, en los Jardines Floridos, espera un arcón con un tesoro escondido. Se trata de un significante personalizado que, cuando lo abrimos, se transmuta en el universal que nos permite ser Uno con la Vida.