Читать книгу Por qué nos encantan los sociópatas - Adam Kotsko - Страница 7

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Introducción

∼ Mi mayor frustración es no ser un sociópata. Creo que no soy el único. Ya escribí en otro lugar que vivimos en la época de la zozobra, pero podríamos sostener con toda justicia que la nuestra es también la época del sociópata. Son las figuras dominantes de la televisión, por ejemplo, y casi no hay género televisivo que esté a salvo de su presencia. Las series de animación han sentido la fascinación por los padres sociópatas (con grados distintos de cordura) desde el mismo día en que los creadores de Los Simpson se percataron de que Homer era un protagonista más interesante que Bart. En una demostración de que los dibujos para el público infantil también pueden ser vehículos del mal radical, Eric Cartman, personaje de South Park, lleva más de una década escupiendo invectivas racistas y tramando maldades. En el otro extremo del abanico, los buques insignia de los dramas que la televisión por cable ofrece a un público con veleidades intelectuales han sido casi sin excepción sociópatas de toda clase: el mafioso Tony Soprano de Los Soprano, los gánsteres Stringer Bell y Marlo de The Wire, el seductor impostor Don Draper de Mad Men, por no hablar del asesino en serie que da nombre a Dexter. Entre unos y otros, cabría mencionar a los concursantes de realities que se traicionan entre sí para que «la audiencia no los expulse de la isla»; al Doctor House, que persigue diagnósticos con olímpica indiferencia e incluso hostilidad hacia los sentimientos de sus pacientes; al mujeriego personaje interpretado por Charlie Sheen en la comedia de situación Dos hombres y medio; a la abogada malvada y maquiavélica encarnada por Glenn Close en Daños y perjuicios; a Jack Bauer, el invencible cabrón que no se detendrá ante nada en su sociópata obsesión por desbaratar los planes de los terroristas en 24 horas; y por supuesto a los distintos sociópatas animados por el afán de lucro, ya sea en el terreno empresarial o en el político, que abarrotan los telediarios de la noche.

Hasta cierto punto puede parecernos que no se trata de nada nuevo. Podría sostenerse que la mayor parte de las culturas han idolatrado a aquellos individuos despiadados que viven según sus propias reglas, aun a pesar de que en última instancia también se sientan obligadas a castigarlos porque no admiten que vayan por libre. Sin embargo, esta tendencia que observamos en el mundo del entretenimiento plantea cierta novedad que va más allá del comprensible deseo de fantasear con una vida lejos del corsé de la sociedad. El sociópata fantástico se halla, en cierto modo, al margen de las normas sociales —por ejemplo, es en gran medida ajeno a toda forma de compasión humana y suele ser amoral—, y al mismo tiempo es un maestro de la manipulación capaz de instrumentalizar las normas sociales para conseguir cualquier cosa que se le antoje.

Es este dominio magistral del entramado social lo que diferencia a nuestro sociópata fantástico contemporáneo tanto del psicópata como de los sociópatas de carne y hueso. Aunque la mayoría de los personajes que hemos mencionado más arriba son asesinos despiadados, en general no son psicópatas o «locos» que persigan la destrucción por el simple gusto de destruir ni tampoco tienen que lidiar con una compulsión que no son capaces de controlar. En efecto, suelen tener un dominio mucho mayor sobre sus acciones que una persona «cuerda» normal y además son mucho más capaces de concebir planes a largo plazo con objetivos concretos y realizables.

Este grado de autodominio también los aleja de una definición más clínica de la sociopatía. No me apetece ahora indagar en la biblia de las enfermedades mentales ni en cualquier otra fuente autorizada en el ámbito de la psicología, donde la utilidad de la sociopatía como categoría diagnóstica es, en cualquier caso, un asunto polémico. Sin embargo, tal y como yo lo veo, los sociópatas de carne y hueso son criaturas dignas de lástima. A menudo víctimas de graves abusos, son incapaces de conectar con los sentimientos de otras personas, no saben distinguir la verdad de la mentira, se muestran encantadores y manipuladores durante unos minutos a lo sumo, pero son incapaces de fijarse objetivos significativos. La fantasía contemporánea de la sociopatía elige de entre tales rasgos los que más le convienen, otorgando especial énfasis a la carencia de intuición moral, empatía humana y conexión emocional. Lejos de ser los obstáculos que serían en la vida real, estos rasgos son precisamente los que permiten al sociópata fantástico conocer las mieles del éxito.

Es curioso pensar que el poder pueda originarse de un modo tan directo de la falta de conexión social. Después de todo, vivimos en un mundo donde se nos exhorta a todas horas a «hacer contactos» y a vivir según la máxima «hay que conocer a la gente adecuada». Sin embargo, la relación entre poder y desconexión es un rasgo recurrente en la televisión y el cine de los últimos años, y a menudo viene representada de la manera más caricaturesca posible. Tomemos por ejemplo el personaje de Matt Damon en las distintas películas de la serie Bourne (El caso Bourne, El mito de Bourne y El ultimátum de Bourne, a las que algún día seguirá, y la broma es del propio Damon, La redundancia de Bourne). En la primera de las películas, rescatan a Jason Bourne en medio del océano sin que tenga la menor idea de quién es. A medida que se desarrolla la trama, Bourne va descubriendo que domina magistralmente cualquier cosa que intente hacer: desde el combate cuerpo a cuerpo y la conducción acrobática de automóviles hasta hablar, por lo visto, todas las lenguas del planeta. Sus habilidades también funcionan en el terreno interpersonal ya que la primera mujer que conoce (Franka Potente) se convierte primero en su compañera de fechorías y luego de cama.

La justificación narrativa de sus facultades casi de superhéroe es un programa de adiestramiento de la cia para un cuerpo de agentes de élite. Sin embargo, dicho adiestramiento es el responsable directo de la amnesia de Bourne, ya que el objetivo último del programa es crear la versión definitiva del agente «durmiente». Así, el programa culmina con un lavado de cerebro completo tras el cual los agentes no recuerdan que lo son hasta que las instrucciones que les han sido programadas se activan mediante una señal. La vida que la cia le prepara al agente no es más que una fachada que puede desmoronarse en cualquier instante, lo cual concuerda perfectamente con la naturaleza sociópata. Es más, en una película posterior de la serie se revela que los instructores de Bourne solo vieron en él a un agente plenamente operativo después de haberlo inducido a acabar a sangre fría con la vida de una persona a la que creía inocente. Así pues, en estas películas la falta de lazos sociales y una amoralidad rampante encajan sin solución de continuidad con unos superpoderes casi ilimitados.

Este sesgo no se limita a los superhéroes. Don Draper, por ejemplo, protagonista de Mad Men y tal vez el más icónico e ilustrativo sociópata que haya dado la televisión contemporánea, se convierte en un poderoso ejecutivo cuya vida parece limitarse a beber sin parar mientras aguarda a que le llegue algún destello imprevisto de inspiración. Y por si casarse con un trasunto de Grace Kelly fuera poco, este hombre no para de seducir a mujeres interesantes y valiosas, ya que el numerito adocenado de seducir a jóvenes e ingenuas secretarias no es digno de él, al menos en gran parte del desarrollo de la serie. ¿Qué permitió este ascenso milagroso? ¡Robarle la identidad a un hombre que muere ante sus ojos y luego abandonar a su familia!

Muchos de estos personajes son, desde luego, «psíquicamente complejos», especialmente en aquellas series que aspiran a un público más cultivado. Don Draper nunca está seguro de lo que quiere, aunque casi siempre lo consigue, y es bien sabido que Tony Soprano acude a una terapeuta para que le ayude a gestionar el estrés de ser un jefe del crimen organizado. A Dexter se le regala una voz en off para que cavile cómo debe de ser la experiencia de sentir empatía, alegría o tristeza, mientras que House es objeto de un interminable psicoanálisis de pacotilla a cargo de amigos y colegas de trabajo, perplejos ante su grosería y cinismo desaforados.

Cuesta creer, sin embargo, que la exploración per se de la cara oculta de la psique humana explique el atractivo de estos personajes sociópatas. Entonces, ¿qué es lo que impulsa realmente esta tendencia? Mi hipótesis es que los sociópatas que vemos en la tele nos permiten darnos el gusto de embarcarnos en un experimento mental, basado en la pregunta: «¿Y si me atreviera a pasar de verdad de todo el mundo?». ¿Y cuál es la respuesta que nos proporcionan? «Entonces sería poderoso y libre.»

Con objeto de entender el atractivo de un experimento así y, lo que es más importante, por qué nos parece convincente esta respuesta que en cierta medida resulta contraria a la intuición, creo que será de utilidad dar un pequeño rodeo por el concepto de la zozobra.

La sociopatía como zozobra inversa

A primera vista, el sociópata televisivo parece ser el reverso casi exacto del personaje que es presa de la zozobra. Definí en otro lugar la zozobra como la sensación de ansiedad que acompaña a la transgresión de una norma o a la ausencia de normas sociales claras. Puede darse cuando alguien comete un faux pas social, como contar un chiste racista (lo que he denominado «zozobra cotidiana»), o también en situaciones donde no existen expectativas sociales reales como, por ejemplo, en encuentros multiculturales en los que uno no puede apelar a una «metacultura» que opere como tercero mediando en la interacción (lo que he llamado «zozobra radical»). En ambos casos, nos vemos arrojados a una situación en la que no sabemos qué hacer. Sin embargo, el quebrantamiento de las normas sociales o su ausencia no supone sencillamente la disolución del vínculo social. En vez de ello, la zozobra es una experiencia social particularmente poderosa en virtud de la cual podemos sentir la presencia de los demás de manera mucho más aguda; y lo que es más, la zozobra se extiende, haciendo que incluso los espectadores más inocentes se sientan de algún modo atrapados en la sensación de incomodidad. De hecho, la percepción «desnuda» que se da en tales casos de las conexiones sociales puede ser tan angustiante que he llegado a conjeturar que la zozobra precede a cualquier otra sensación y que las normas sociales constituyen en realidad un intento de lidiar con ella.

Así pues, y a diferencia del sociópata, cuya falta de conexión social hace de él o ella un maestro en el arte de la manipulación de las normas sociales, aquellas personas que caen atrapadas en las redes de la zozobra quedan desamparadas precisamente por la intensidad de sus conexiones sociales. Por ello podría sostenerse ahora, después de un segundo vistazo, que el sociópata televisivo es el opuesto exacto del personaje que cae en la zozobra; la correspondencia es demasiado perfecta para pasarla por alto.

A fin de comprender los posibles motivos de esta conexión, me gustaría estudiar con mayor detenimiento la distinción planteada entre la transgresión de la norma social y la ausencia de normas. La diferencia entre ambas situaciones no es tajante, porque en muchos casos no es evidente de qué modo hay que reaccionar frente a la transgresión de una norma social. Muchas normas sociales funcionan como mandamientos que van directos al grano —por ejemplo, «no te saltarás la cola»—, pero omiten prescribir un castigo o designar un agente que esté autorizado a imponerlo. En consecuencia, cuando alguien se salta la cola, nos quedamos sin saber qué hacer.

De hecho, es muy posible que quien decida enfrentarse al infractor al final termine quedando como el imbécil, porque muchos ámbitos culturales presentan un sesgo muy marcado contra la violencia evitable. La persona atrapada en la zozobra se queda de brazos cruzados, echando pestes, o bien planta cara al listillo pero enseguida recula. Si se pudiera definir al sociópata cotidiano en unas pocas palabras, sería aquella persona que no contenta con tomar atajos es lo bastante caradura para manipular las expectativas sociales y humillar a todo aquel que ose denunciar la infracción.

La transición hacia la fantasía del sociópata televisivo se da cuando la persona presa de la zozobra abandona el «odio a ese tío» en favor de un «ojalá fuera como ese tío». En un contexto cotidiano, dicha transición es improbable. Aunque haya una cola interminable, casi cualquier persona con la cabeza bien amueblada preferiría no desobedecer a sus instintos sociales arraigados y, si se las viera con alguien que se salta la cola, se consolaría pensando que él, por lo menos, no es tan grosero, etc. En otros ámbitos de la vida se dan patrones parecidos; por ejemplo, un hombre podría desear ser un seductor de finos modales, pero en su fuero interno sabe que ese seductor en realidad es un idiota. Es probable que la envidia sea inevitable, pero la sensación de superioridad moral suele bastar para mantener a raya cualquier admiración inmoderada hacia conductas sociópatas cotidianas.

Para trasladarnos del sociópata cotidiano al sociópata de ficción, hemos de incluir en la reflexión una tercera clase de zozobra que planteé en su momento y que denominé «zozobra cultural» pero que tal vez habría hecho mejor en llamar «zozobra pancultural». A medio camino entre la zozobra debida a la transgresión de las normas sociales y aquella que se debe a su ausencia, la zozobra cultural se produce en situaciones en las que las normas sociales se están desmoronando. Del mismo modo que criticar es más fácil que crear, un orden social en estado de zozobra cultural es perfectamente capaz de decirnos qué estamos haciendo mal pero es de todo punto incapaz de trasladar un relato convincente sobre en qué consistiría obrar bien en esa misma tesitura. Mi extracto favorito de esta lógica kafkiana siempre ha sido una frase del personaje de Gene Hackman en The Royal Tenenbaums: «Está mal visto, bueno, como casi todo hoy día».

En Awkwardness,1 sostenía que la respuesta adecuada a nuestra zozobra pancultural consiste sencillamente en abrazar la incomodidad en vez de intentar evitarla. Después de todo, si el vínculo social de la zozobra es más intento que nuestras interacciones sociales sometidas al dictado de las normas, también tiene el potencial de ser más significativo y placentero. Tal estrategia sacrifica la comodidad y la previsibilidad, aunque no está escrito en ninguna parte que éstas sean siempre deseables en nuestras interacciones sociales.

Nuestra fascinación cultural por el sociópata fantástico apunta, sin embargo, al hecho de que el orden social no existe solamente para garantizar la comodidad y previsibilidad de las interacciones interpersonales. Cabría esperar también que brindara alguna forma de justicia o equidad. El fracaso del orden social en este último punto resulta mucho más grave y relevante que su incapacidad para apaciguar nuestras ansiedades sociales, aunque el patrón es parecido en ambos casos. En una sociedad que se está desmoronando, nos vemos obligados a soportar reiteradamente la pesadilla del caradura que se salta la cola a la torera, y cada vez a una escala mayor, puesto que la gente que hundió la economía mundial se borra del mapa con cientos de millones de dólares en «dividendos» y todos nos vemos reducidos a la patética posición de echar pestes sobre el cabrón de turno y cantar a los cuatro vientos lo mucho que lo odiamos. Pero ese cabrón también dispone de la ayuda de un imperio mediático mundial (por no hablar de unas fuerzas policiales cada vez más militarizadas) para hacernos callar a gritos si nos armamos de valor y osamos quejarnos.

Llegados a este punto, la compensación que nos ofrece el sentimiento de superioridad moral ya no puede bastarnos. Reconocemos nuestra flaqueza y patetismo y proyectamos sus opuestos en nuestros conquistadores. Si nosotros sentimos con intensidad la fuerza de la presión social, ellos, en cambio, ni sienten ni padecen. Si nosotros vivimos encorsetados por la culpa y las obligaciones, ellos son completamente amorales. Y si nosotros no sabemos cómo actuar en una determinada situación, ellos siempre saben qué hacer exactamente. Pensamos: «Si no me preocupara una mierda por nada ni nadie, entonces sería poderoso y libre. Entonces sería yo quien tendría millones de dólares, un trabajo prestigioso y con poder, y tantas oportunidades de sexo que no sabría qué hacer con mi tiempo». De ahí a pensar que solo triunfa la gente de esta calaña no hay más que un paso.

Esta interpretación tiene muchas bazas a su favor. Los mandamases del mundo hacen un montón de cosas horribles y el máximo remordimiento que exhiben suele ser un gesto de cara a la galería. De hecho, por norma general, los servidores públicos «asumen toda la responsabilidad» de sus acciones sin sufrir ninguna consecuencia aparente. Hay que estar hecho de una pasta especial para ordenar la invasión de un país sin que medie agresión previa, o para recortar los programas de protección social de los que dependen las vidas de millones de personas a fin de satisfacer las exigencias de los tenedores de deuda pública, o para despojar a la gente de sus medios de vida porque un conjunto de cifras no suma la cantidad esperada. Es fácil sostener que los distintos responsables y administradores que controlan nuestras vidas reciben sueldos de escándalo, pero lo cierto es que la insensibilidad que suelen tener a gala es una aptitud de lo más buscada en el mercado de trabajo. Si me comportara como ellos, no podría soportar el peso de la culpa, ¿verdad?

Y, sin embargo, a lo mejor sí podría. Quizá el problema no consista tanto en que nos dirigen monstruos sociópatas, sino más bien personas que son tan vulnerables a las fuerzas sociales como cualquiera de nosotros. Podríamos pensar aquí en ese fenómeno observado hasta la saciedad de personas que son agradables en las relaciones interpersonales pero se vuelven odiosas e insoportables cuando forman parte de un grupo, dinámica que se relaciona a menudo con los grupos de adolescentes segregados según el género.

Los miembros de una fraternidad universitaria o un equipo deportivo, por ejemplo, podrían sentirse incómodos con el modo en que se espera que traten a las mujeres —a lo mejor uno de esos chicos tiene un opinión menos encorsetada de cómo es una mujer «atractiva» o se siente incómodo con la cultura del «aquí te pillo aquí te mato»—, pero se amoldan al grupo para ahorrarse las burlas de los otros chicos. ¿Y por qué iban a burlarse los demás? Porque ellos también serán objeto de burlas si toman partido por el individuo no conformista. La dinámica en virtud de la cual estos jóvenes tienen que demostrar sin descanso que son «hombres de verdad» o de lo contrario verse sometidos al ostracismo no exige que ninguno de los participantes del grupo sea una mala persona. Y si bien la inclusión de una persona genuinamente maligna puede exacerbar el problema, la dinámica se retroalimenta a sí misma sin que sea necesario un aporte exterior de «maldad».

Obviamente, en los ambientes empresariales y políticos se dan dinámicas parecidas, sobre todo si tenemos en cuenta lo impenetrables que pueden llegan a ser dichos círculos sociales. Un político debe estar dispuesto a tomar «decisiones difíciles» (y no deja de ser curioso que dichas decisiones difíciles siempre guarden relación con acumular más cargas en las espaldas de los que ya se hallaban en una posición de desventaja). Desde luego, nadie quiere que lo llamen corazón compasivo, idealista o flojeras, y por lo tanto nadie da un paso atrás. Sin embargo, todos estos conformistas pusilánimes se presentan al mundo, a imagen de John McCain, como inconformistas que no se andan con chiquitas y no temen llamar a las cosas por su nombre.

Así pues, por cada hijo de vecino diciéndose a sí mismo «Ojalá fuera como Tony Soprano», hay un miembro de la clase dirigente pensando para sus adentros: «Ya ves, Tony Soprano y yo no somos tan distintos. No siempre es agradable, pero hago lo que hay que hacer». Lo que ninguno de los dos sabe ver es que las acciones de Tony Soprano no son más admirables o necesarias que la decisión de excluir a un pobre diablillo del grupo de elegidos a la hora del recreo. Si ahondamos un poco más, ninguno de los dos es capaz de ver que lo que en realidad está ocurriendo es un fenómeno social, una dinámica que trasciende y en gran medida determina las acciones de los individuos implicados en ella, y no la consecuencia de que haya algunos individuos más insensibles o amorales (aunque qué duda cabe que algunas personas sí lo son) o bien más objetivos y realistas (y no abundan los que de verdad lo son) que los demás.

El amor y otras fuerzas del mercado

La fantasía del sociópata representa de este modo el intento de escapar a la naturaleza ineludiblemente social de la experiencia humana. El sociópata es aquel individuo que trasciende lo social, que no siente ningún apego visceral por sus dictados y que puede en consecuencia utilizarlo como simple instrumento de sus deseos. Es posible que los dos ingredientes del sociópata fantástico no den para armar un ser humano verosímil desde un punto de vista psicológico, pero están relacionados de manera perfectamente coherente.

Así pues, solazarse en la fantasía del sociópata es exactamente lo contrario de la estrategia de solazarse en la experiencia social atávica de la zozobra. Sin embargo, los dos enfoques obedecen a la misma realidad subyacente, que no es otra que el desmoronamiento de un orden social que plantea exigencias imposibles de satisfacer al tiempo que no cumple sus promesas. Como tales, ambas estrategias dan fe del valor de lo social en tanto que lloran su hundimiento.

Este llanto se hace evidente en las distintas fabulillas que suelen rodear la fantasía del sociópata. Dichas fabulillas reconocen que el principal punto fuerte del sociópata es su desconexión social para convertirlo acto seguido en su principal flaqueza. (Aquí, el género del sociópata suele ser masculino, ya que el lugar todavía subsidiario de la mujer en la jerarquía social la hace depositaria del inevitable conocimiento de las fuerzas sociales que uno adquiere cuando le toca pagar los platos rotos.) La meta termina siendo establecer una conexión social significativa, habida cuenta de que el sociópata no es realmente un ser humano completo. Ante esta aventura, parecen abrirse dos caminos, a saber: que el sociópata logre establecer dicha conexión y se redima atenuando su sociopatía, o bien que fracase en el intento de conectar emocionalmente y viva de este modo su fiasco como una especie de castigo, con lo que su sociopatía parece actuar como una trampa.

La primera opción cuenta con una venerable tradición a sus espaldas, que se remonta al Cuento de navidad de Charles Dickens, e incluso más allá. La segunda opción, empero, se nos antoja más interesante y más característica de la actual fascinación por los sociópatas. Un buen ejemplo de este modelo «punitivo» lo encontramos en la película Up in the Air. En ella, George Clooney interpreta a un hombre totalmente desconectado con el pavoroso trabajo de volar por todo el país poniendo de patitas en la calle a empleados cuyos jefes no pueden soportar la carga emocional de comunicar personalmente los despidos. A este hombre le encanta tener una vida de viajes constantes, las bicocas que consigue acumulando millones de millas en su tarjeta de viajero frecuente, los ligues con otras viajeras y, por encima de todo, la posibilidad de llevar toda su vida a cuestas metida en una sola maleta. Como domina magistralmente el arte de la manipulación emocional, consigue convencer a todos los despedidos de que la pérdida de su empleo es en realidad la mejor oportunidad que les haya regalado la vida, pues ahora podrán perseguir por fin sus sueños. Al demostrar que cree sinceramente en su forma de vida, este hombre incluso se ha ganado una gran reputación como motivador profesional, impartiendo conferencias en las que anima a los asistentes a adoptar su filosofía del «viajar ligero».

El conflicto fundamental de esta historia se produce con la llegada de una joven (Anna Kendrick) que descubre cómo terminar con la necesidad de los constantes viajes administrando los despedidos vía videoconferencia. Evidentemente, este método es más inhumano que el que viene a reemplazar y, por consiguiente, la muchacha parece de entrada incluso más sociópata que el propio George Clooney. La vuelta de tuerca se produce, sin embargo, cuando la chica le convence de que la mujer con la que este tiene un pacto de cama (Vera Farmiga) solo se conforma con la situación y que en realidad —como manda el estereotipo— quiere «algo más». Clooney le hace caso e invita a su amante a la boda de su hermana, en la que paradójicamente, cuando la novia se asusta, se recurre a sus servicios para que la convenza del valor del matrimonio. Aparentemente bebe de su propia medicina y decide empezar una relación más seria con su compañera de cama, pero no tarda en descubrir que ella está casada y tiene hijos.

Después de esta decepción, haber alcanzado por fin los diez millones de millas en su tarjeta de viajero frecuente —hasta entonces la única meta vital que parecía importarle— le deja frío. El único consuelo que encuentra es intentar establecer vínculos sinceros con la gente (escribiéndole, por ejemplo, a Anna Kendrick una fabulosa carta de recomendación o traspasando algunas de las millas acumuladas a su hermana recién casada y su marido, que no pueden permitirse un viaje de novios).

En mi opinión, este final te deja una sensación artificial e insatisfactoria; habría sido más interesante que George Clooney hubiera seguido siendo fiel a sus principios. Al mismo tiempo, empero, este final era necesario desde un punto de vista cultural, ya que parece prácticamente imposible para el entretenimiento de masas (e incluso para gran parte del material destinado a públicos «más cultivados») presentar un personaje sociópata sin escenificar al mismo tiempo algún tipo de antagonismo con la «verdadera humanidad» de las relaciones humanas profundas. Y con muy pocas excepciones, esta relación humana profunda viene representada por el matrimonio y la familia, y no por la amistad íntima, por poner un ejemplo.

De entrada podría parecer que la oposición entre valores familiares y sociopatía es relativamente intuitiva, pero creo que dicha oposición presenta matices más sutiles. La referencia a los valores familiares, lejos de socavar la fantasía del sociópata, la fomenta proporcionando al mismo tiempo la posibilidad de un «desmentido plausible» típico de las moralejas. Donde mejor se aprecia esto es en el modelo punitivo, en virtud del cual el sociópata se aferra irredimiblemente a su sociopatía pese al supuesto y obvio atractivo de la vida familiar. Sin embargo, me inclino a pensar que también opera en el modelo redentor, y ello es así porque las relaciones familiares son perfectamente compatibles con la sociopatía. En efecto, tal y como quedará de manifiesto en los siguientes capítulos, la dinámica familiar abre sendas notablemente productivas para explicar el funcionamiento de la fantasía del sociópata.

El personaje que encarna Bryan Cranston en Breaking Bad, por ejemplo, decide dedicarse a la producción de metanfetaminas cuando se entera de que su decepcionante vida está a punto de acabar como consecuencia de un imprevisible cáncer de pulmón. La explicación oficial es que quiere «mantener a su familia», aunque es obvio que su familia no le habría pedido nunca que se convirtiera en un delincuente y su esposa (Anna Gunn) se queda horrorizada al descubrirlo. La explicación más profunda se hace patente a medida que la trama se desarrolla: este hombre había llegado al límite y el diagnóstico le da la excusa perfecta para hacerse valer después de una vida entera sometiéndose patéticamente a los demás. Sin embargo, estas dos explicaciones no son contradictorias ya que «ser un hombre» —ser orgulloso, ser capaz de abrirse camino en la vida, no depender de nadie, etcétera— está íntimamente relacionado con «mantener a la familia». De hecho, incluso después de haber ganado mucho más dinero del que su familia jamás podría necesitar e incluso después de que su esposa le amenace con divorciarse, un compañero de correrías criminales le convence de que no se retire de ese mundo porque «un hombre tiene que mantener a su familia». Después de ver Breaking Bad y escuchar las continuas apelaciones de Bryan Cranston a «su familia», cada vez que oigo la palabra de marras me cuesta trabajo no percibir también un tonillo siniestro.

Así pues, lejos de socavar la sociopatía, los lazos familiares a menudo terminan siendo la excusa de la conducta sociópata. Tal cosa no solo es válida para los infractores, sino también para los miembros de la familia que se benefician de dicha conducta. Las historias sobre la mafia, por ejemplo, a menudo presentan a mujeres que se enfrentan a una situación en la que el autoengaño acerca de la conducta del marido o el padre ya no se sostiene, lo cual no impide que terminen casi siempre dejándose convencer y olvidando que son cómplices de sus hombres. Incluso en Breaking Bad, el personaje de Anna Gunn al principio rechaza delatar su marido a la policía y al final termina implicándose en sus negocios para cerciorarse de que no lo trinquen, todo con la idea de ahorrar a los hijos el drama de que se enteren que su padre es un delincuente.

En pocas palabras, los lazos familiares proporcionan las racionalizaciones perfectas para el sociópata y abren las puertas de par en par para que el síndrome de Estocolmo se adueñe del resto de la familia. Así pues, los lazos familiares son, al menos en potencia, los lazos más antisociales que existen —el padre tradicional, por ejemplo, ve a su esposa y sus hijos como simples extensiones de su yo, de tal suerte que cuidar de la familia de uno puede convertirse paradójicamente en un acto profundamente egoísta—. Esto puede apreciarse incluso en una serie como Weeds, donde una viuda (Mary Louise Parker) cumple el papel de padre sociópata y empieza a traficar marihuana para mantener a su familia. Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurre en Breaking Bad, donde la familia se las ve y desea para mantenerse a flote económicamente, la unidad familiar de Weeds reside en una urbanización de gente acomodada y la necesidad de mantener las apariencias frente a las otras mujeres de la zona pesa casi más que cualquier necesidad económica real cuando la madre decide meterse en el narcotráfico. Al igual que en Breaking Bad, la primera reacción de la familia es de descontento cuando descubre la heterodoxa estrategia financiera de la madre pero no tarda en echarle una mano, y lo sigue haciendo incluso cuando salta a la luz que la cabeza de familia disfruta de las emociones fuertes de una vida al margen de la ley como un fin en sí mismo. El noble camino de mantener a los suyos a todo trance se vuelve indistinguible de la decisión de convertirse en un delincuente común.

Incluso el momento en apariencia «redentor» que se da cuando el sociópata abraza la vida familiar confirma su total dominio de la situación: es capaz de instrumentalizar las formas más naturales y en apariencia irresistibles de la urdimbre social. El atractivo de esta ficción resulta evidente en una sociedad que depende en gran medida de los lazos familiares como medio de chantaje, por ejemplo en Estados Unidos, donde la necesidad de que los progenitores tengan un trabajo se ve agravada por la relación existente entre empleo y cobertura sanitaria. Aún más insidioso es el uso cada vez más generalizado de la empatía, el altruismo y el deseo de desempeñar actividades creativas, todos ellos instintos humanos naturales, para explotar a los trabajadores, facilitando por ejemplo que las administraciones confíen en que los maestros comprarán material escolar de su bolsillo para suplir las carencias del sistema animados por el deseo de ayudar a sus alumnos, o pedir a la gente que trabaje gratis en los sectores creativos porque saben que estas personas «trabajan por amor al arte» y están dispuestas a todo con tal de hacer realidad su sueño de cobrar (¡algún día!) por hacer un trabajo que les apasiona.

Así pues, la fabulilla que pretende presentar la falta de lazos sociales y moralidad como la principal flaqueza del sociópata ofrece al espectador una recompensa por el hecho de que la solidaridad e inclinaciones del ciudadano medio bien puedan ser en realidad su principal flaqueza en nuestro orden social en descomposición. En una sociedad rota solo una persona rota puede tener éxito, o eso parece.

Las variedades de la experiencia sociópata

Comparto la impresión que motiva la fantasía del sociópata: nuestra sociedad está realmente podrida. Sin embargo, la pregunta que yo haría es con qué la comparamos. Por lo que parece, cualquier norma social, incluso el orden supuestamente «natural» de la familia, puede explotarse con fines sociópatas o quedar atrapado en el círculo vicioso que genera y alimenta las conductas sociópatas. Tal y como sostengo en Awkwardness, ello se debe a que no existe ningún orden social «natural» —todas las normas sociales no son más que pautas de conducta funcionales a las que recurrimos para lidiar mejor con la ansiedad y los conflictos derivados de nuestra naturaleza fundamentalmente social—. Más que caídos del cielo o enraizados en una supuesta ley natural (tal sería la explicación según unos supuestos imperativos biológicos o evolutivos en los que se sustentaría la estructura familiar), nuestros órdenes sociales constituyen estrategias de largo aliento para tratar los unos con los otros, herramientas que son de utilidad en una determinada época y lugar y de las que no existe la menor garantía de que vayan a perdurar en el tiempo.

La paradoja estriba en que puede resultar mucho más difícil identificar esas herramientas sociales en una época en la que se están desmoronando. Puede ser más sencillo rebelarse contra un orden social más estable porque conservamos la autoconfianza que emana de la sensación de dominio sobre las interacciones sociales aun cuando luchemos contra ellas. Y lo mismo cabría decirse de la difusa pero omnipresente ansiedad que acompaña a nuestro estado actual de zozobra cultural. A un paso del abismo de la zozobra, nos aferramos a nuestras normas sociales declinantes y les pedimos más de lo que son o pueden darnos. Permitimos que nos sojuzguen tanto más cuanto más demuestran su inutilidad, ya sea ofreciendo expectativas claras de futuro o acercándonos a alguna forma de justicia o equidad.

Por ejemplo, a medida que las expectativas de una posible relación amorosa se tornan cada vez más inciertas, un muchacho o muchacha puede convencerse gradualmente de que en ese trance hay un paso «correcto» que dar o por lo menos un «mal» paso (por lo general, pedirle salir a la persona de que se trate). En consecuencia, es posible que ambos terminen malogrando la posibilidad de tener una relación feliz (algo que les ocurre a menudo al viajante Andy y a la recepcionista Erin en las últimas temporadas de The Office). De un modo parecido, incluso cuando ven cómo les pasan delante personas menos preparadas, algunos empleados se adhieren al principio de que pedir un aumento de sueldo o una promoción en el trabajo resulta desconsiderado o tal vez incluso podría suponer una ofensa que motivara su despido. Al adherirse a principios que creen objetivos pero en realidad han elegido de manera arbitraria, a estos individuos tímidos les tocan las dos peores cartas de la baraja: por un lado no consiguen lo que quieren, y por el otro no obtienen una sensación genuina de haber cumplido con su deber social ya que la creencia de que están respetando algún tipo de expectativa social es eminentemente ilusoria.

Así pues, además de apuntar al problema, la fantasía del sociópata podría apuntar también a una solución. Si relacionarse con las normas sociales como si se tratara de herramientas es la seña de identidad del sociópata, entonces tal vez todos podríamos beneficiarnos de ser un poco más sociópatas. Quizá no se trate de elegir entre manipular cínicamente las normas sociales u obedecerlas al pie de la letra, sino de elegir los objetivos en virtud de los cuales las manipulamos cínicamente, esto es, y ante todo, abandonar la costumbre de manipularlas para lograr resultados que nos perjudiquen. En efecto, el problema de los sociópatas de fantasía bien pudiera ser que no son lo bastante sociópatas, que sus objetivos finales terminan remando a favor del sistema que ellos mismo creían haber superado o dominado.

Sin embargo, antes de abordar una posible solución, será preciso bosquejar el problema delineando los patrones y dinámicas de la fantasía del sociópata. Con la simple intención de desbrozar un campo casi infinito en ejemplos, me limitaré ahora a personajes de series televisivas relativamente recientes. Avanzaremos desde formas «bajas» de sociopatía a formas «elevadas», con el objetivo final de alcanzar aquellos personajes sociópatas en los que quizá se opere una transformación que los lleva más allá del sociópata ficticio típico.

Empezaré con la forma más baja de sociópata televisivo, aquel punto en el que la sociopatía colinda con la psicopatía. Se trata de aquellos personajes que llamo «maquinadores». Algunos ejemplos son Homer Simpson, Peter Griffin de Padre de familia (y personajes afines de series hermanas), Eric Cartman de South Park, el personaje que da título a la serie Archer, y «la Banda» de Colgados en Filadelfia. Un rasgo que todos estos personajes comparten es la afición a intrigar y, aunque de manera invariable se muestran egoístas, las metas que persiguen consisten o bien en ventajas relativas (como cuando dos personajes de Colgados en Filadelfia compiten por convertirse en el «mejor amigo» de un tercero) o bien, lo que ocurre con mayor frecuencia, en mortificar a alguien (como Cartman cuando libra una guerra contra su amigo judío Kyle motivado por prejuicios racistas). Lo que amenaza con encasillar a estos personajes en la categoría de la burda locura es que sus planes suelen ser muy cortos de miras o ilusos y la atención que son capaces de prestar a sus problemas con frecuencia es risiblemente escasa (como atestiguan los rápidos giros en la trama de los capítulos de Los Simpson). Pero su afición a maquinar intrigas y el objetivo eminentemente social de obtener ventajas relativas o sencillamente «ganar» una disputa los sitúan en los dominios de la sociopatía, aunque sea casi de refilón.

A partir de este grado cero de la sociopatía, abordaremos una categoría de maquinadores más racionales, a los que llamaré «arribistas». Estos sociópatas hacen uso de sus habilidades y artes seductoras y manipuladoras para obtener posiciones de privilegio, a menudo recurriendo a métodos muy bien definidos. Podemos hallar abundantes ejemplos de esta estirpe en los reality shows, en especial en aquellos que, como Gran Hermano o Supervivientes, en realidad son concursos televisivos de larga duración. La sociopatía de los concursantes es un tema tan trillado que existen ya compilaciones en YouTube de participantes de realities proclamando: «No he venido aquí a hacer amigos». Sin embargo, incluso en aquellos realities menos encorsetados existe un elemento «arribista» gracias a la oportunidad de convertirse en una especie de icono cultural de órbita libre. Snookie en Jersey Shore y Sarah Palin en las presidenciales estadounidenses de 2008 son buenos ejemplos de este último fenómeno.

Los arribistas también están bien representados en las series dramáticas, particularmente en aquellas destinadas al público adolescente como Gossip Girl o Glee. Entre las destinadas a públicos más cultivados, destaca Mad Men que ofrece en muchos sentidos el mejor ejemplo del sociópata contemporáneo, un hombre que abandona sus raíces rurales de clase baja enfundándose la identidad de otro soldado y luego trepa y progresa sin cesar hasta alcanzar la cima de la industria publicitaria. De un modo parecido, Stringer Bell, personaje de The Wire, trata de escapar del mundo del hampa invirtiendo las ganancias del narcotráfico para convertirse en un promotor inmobiliario fuera de toda sospecha, aunque no lo consigue del todo. Pese a que ambos personajes son hombres que se han hecho a sí mismos en el sentido estricto de la expresión, la paradoja de sus historias es que, si bien logran hasta cierto punto escapar de sus entornos sociales inmediatos, el precio que deberán pagar es seguir los dictados impersonales de las expectativas sociales.

En esta categoría del arribista también podrían incluirse a otros jefes mafiosos como Tony Soprano o Al Swearingen, de Deadwood, si bien este último también podríamos ubicarlo en la siguiente y más «noble» categoría de sociópatas, la de los «justicieros». Muchos de estos personajes trabajan para las fuerzas del orden en cualquiera de sus variantes. Tal es el caso de McNulty en The Wire, Jack Bauer en 24 horas, la unidad corrupta de policía en The Shield, el personaje que interpreta Kyra Sedgwick en The Closer, o el agente del orden estilo vaquero de Justified. Estos personajes se entregan a sus trabajos con ardor sociópata; de conformidad con el trillado recurso de los dramas policiales, su experiencia profesional les hace perder la fe en la humanidad pero, aun así, están absolutamente enganchados al trabajo, lo cual, a su vez, les lleva una y otra vez a infringir las leyes. Jack Bauer, sin ir más lejos, es conocido por su afición a recurrir a la tortura para prevenir atentados terroristas, y McNulty llega en una ocasión a falsificar la existencia de un asesino en serie como respuesta a los recortes presupuestarios y acto seguido desvía a otras investigaciones los recursos ilimitados que se destinan a la caza del supuesto asesino. Aunque este fenómeno puede observarse también en ámbitos distintos de las fuerzas policiales, como ocurre en Dexter o House, por lo general el agente de policía corrupto es el modelo principal. En todos estos casos, las leyes se infringen a mayor gloria de la ley, para cumplir objetivos que la ley, si se aplicara al pie de la letra, no podría alcanzar. Estos personajes representan el «mal necesario» definitivo y gracias a sus inclinaciones antisociales impiden que el orden social se venga abajo.

El recorrido de mi análisis avanzará, pues, desde el maquinador que se mueve en los estratos más bajos de la sociopatía, pasando por el arribista egoísta, hasta llegar a las más altas cotas del abnegado justiciero, y quizá incluso más arriba, hasta una forma de sociopatía más radicalmente sociópata si cabe. En definitiva, investigaré qué pueden enseñarnos todos estos personajes para que podamos hacer realidad la esperanza que anida en lo más profundo de nuestras fantasías sociópatas: la esperanza de que nosotros también podamos disfrutar de la sociopatía y podamos hacerlo en abundancia.

11. «Awkardness» es un concepto central en la cultura estadounidense. En una aproximación apresurada, ilustra la sensación de incomodidad y desasosiego ante cualquier situación en que se produzca una disonancia entre expectativas sociales y realidad práctica que no se pueda salvar mediante el cinismo. Adam Kotsko le dedicó un ensayo en 2010, Akwardness, en el que indaga en el desarrollo histórico de este concepto y vaticina —filosóficamente— que el día en que presida todas las relaciones sociales habremos inaugurado una nueva fase histórica. Aquí, por comodidad, lo hemos traducido como «zozobra». (N. del trad.)

Por qué nos encantan los sociópatas

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