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I. Propósitos indeseables
ОглавлениеUna mujer elegantemente vestida lee en la exposición, cuando se fija en la criatura. Da un paso atrás y la observa con atención. La figura que la acecha tiene la piel pálida y cubierta de vello negro y lleva un maillot rojo decorado con pedrería brillante. En el este de Londres sería un tío normal con barba. Pero, esta noche, en la galería, es un gimnasta peludo completando una serie de movimientos rodeado de desconocidos.
Una persona con gafas redondas interrumpe su conversación para observar cómo el artista se agacha sobre las manos y las rodillas, presiona el estómago contra el suelo, estira los pies y luego las manos, reproduciendo la extensión de la línea. Una tira blanca y estrecha pegada al suelo. Mide 16,97056274847714 metros y divide el espacio de la galería. Un par de personas beben de vasos desechables y tratan de ignorar al artista, pero se dan cuenta de que están en su trayectoria y este se mueve en su dirección. El gimasta-criatura parece equilibrarse y ser capaz de integrar los giros, las contorsiones, los pies en punta y las rodillas flexionadas en esa línea.
Se trata de la rutina de un gimnasta, sí, pero también la de un bailarín, la de una actriz sobre el escenario, la de una persona intentando vivir, un alma desesperada por llegar a su marca sobre la línea. La longitud es la misma que la de la diagonal de doce por doce metros sobre suelo acolchado en la que las gimnastas suelen exhibir su destreza. La línea es un corsé para su poder, pero también un canal. La criatura aporta todo este significado a la galería en esta noche, la de la inauguración de una exposición colectiva compuesta, en su mayoría, por fotografías y objetos. Mientras los visitantes hablan entre ellos con las obras de arte como decorado, el gimnasta los penetra vestido de licra brillante y sudorosa. Concentrado, sereno, travieso, el artista es Luis Amália y nos muestra una vida sobre la barra de ejercicios.
Amália concibió esta pieza como parte de su continuo trabajo performático, que se desarrolla en varias disciplinas. Su idea es prestar su cuerpo para encarnar a gimnastas y actrices. Lo que siente por ellas es más que afinidad o admiración. Su trabajo no es satírico, ni drag. Cuando sus obsesiones se fusionan en estas maniobras precisas y ensayadas, ya sea en un plató cinematográfico o en un pabellón deportivo, se mueven siguiendo las emociones de Amália. Nunca lo suficientemente bueno. Desesperado por conectar. Esperando a ser juzgado. Y, aun así, completar esta serie de movimientos sobre la línea elimina de alguna forma los sentimientos negativos. Por un momento se libera de ellos.
Si hay algo queer aquí, es una actitud. Cuando observamos a Luis, nos movemos con él, sobre la línea, seccionando el espacio oficial.
Investigar la historia del popper requiere la misma actitud, y por eso este libro empieza con la actuación de Amália de la pieza que llamó «16.97056274847714», que tuvo lugar en Londres durante la exposición colectiva Queer Art(ists) Now en marzo de 20201. La historia del popper está llena de docenas de personajes como Amália: diferentes, osados, complicados. Cada vez que Amália actúa, algo en él está «mal». Su cuerpo no binario es velludo, pálido, percibido como masculino. Por el contrario, la textura de su alma es otra: luz y oscuridad, todos los géneros y ninguno. La criatura es hipnótica: una utopía del ser, libre de categorías, destruyendo las expectativas puestas sobre él. Ojalá hubiera visto la actuación de Amália en mi adolescencia, aunque probablemente la hubiera rechazado. Durante mi juventud di demasiado poder a las categorías y a las expectativas y no tenía la valentía de Amália para explorarlas artísticamente o tratar de quitármelas de encima. Hubiera visto la libertad implícita en Amália y le hubiera dado la espalda con preocupación adolescente. Pensar en a quién deseaba me llenaba de pánico. Sentía la presión por ser un «hombre», significara aquello lo que significase. Era extraño ver que los cuerpos de hombre que quería para mí eran también los que quería tocar. Sabía que eso significaba que los demás me pondrían en una categoría concreta y eso me molestaba. La gente me ve como «gay» y como un «hombre». Estas categorías se crearon mucho antes de que yo existiera. Las heredé y tuve que ajustarme a ellas a mi pesar. Hoy en día no me siento cómodo con ellas, pero al menos tengo «queer», que es mucho mejor. En este libro quiero rastrear la multiplicidad contenida en esa palabra y cómo esto nos podría ayudar a encontrar nuestro camino hacia un futuro de potencial y cuerpos desinhibidos. Para hacerlo, necesito saber de dónde viene la idea de las etiquetas «gay» y «hombre» y poder hacerles algunas preguntas. La historia del popper tiene unas cuantas respuestas.
«16.97056274847714» de Luis Amália.
Durante algunos años y hasta 1976, el año en que mis padres se casaron, el sitio en el que encontrar popper en Londres era la farmacia Roland Chemist, en Praed Street. Esta zona, llamada Paddington por la estación de tren, era un barrio populoso lleno de tiendas, autobuses rojos de dos alturas, Ford Cortinas y Austin Allegros. Grandes carteles anunciaban productos de masas como Guinness y Levi’s. Puedo hacerme una idea de cómo era el consumo de popper en aquellos días si me asomo a la ventana de una farmacia pequeña situada en este barrio. Roland Chemist, como cualquier otra farmacia en el Reino Unido, podía vender nitrito de amilo legalmente. El producto era manufacturado por Burroughs Wellcome y se destinaba a la población con problemas cardiacos. El nitrito de amilo se vendía en ampollas de cristal selladas, y sus usuarios tenían que partirlas para que soltaran los vapores del líquido que guardaban en su interior. Esta acción producía un «pop». Así era como el nitrito de amilo y otras sustancias similares se envasaban y usaban antes de la llegada de las botellitas marrones con cierre de seguridad. También fue así como se llegó al nombre con el que se conocería, «popper».
Mientras Roland Chemist era conocida por vender amilo, la farmacia Boots Chemist, en Piccadilly, almacenaba veinticuatro ampollas de nitrito de amilo, que se agotaban en unas cuatro o seis semanas. Esto supone una venta de doscientas cincuenta ampollas al año2. Por su parte, la cantidad de nitrito de amilo que se vendía a través de Roland Chemist en Paddington era extraordinaria. En un periodo de doce meses entre 1975 y 1976, en el punto álgido del negocio del popper para esta farmacia, vendió ciento ochenta y cinco mil setecientas ampollas de nitrito de amilo3. Debería haber una placa de oro con los nombres de Peter Beaton Lucas y Paul Roland Fletcher, los dueños del negocio, por su contribución a la proliferación de placer.
Fletcher y Lucas tenían dos farmacias más en Earl’s Court Road, cerca de un grupo de pubs gais entre los que estaba el Coleherne, muy apreciado entre algunas tribus gais, incluidos los fetichistas del cuero. Suministraban a sus otros establecimientos desde Roland Chemist en Paddington. El grueso de sus clientes estaba formado por hombres homosexuales. Los farmacéuticos y los dueños no estaban haciendo nada incorrecto al vender nitrito de amilo a quienquiera que lo solicitara. Ninguna ley ni regulación hacía necesario pedir una receta. Uno de los farmacéuticos dijo, algún tiempo más tarde, que «no hacía preguntas» cuando alguien pedía nitrito de amilo y que normalmente solo «se fijaba en quién lo pedía y, si tenía buena pinta», se lo vendía4. Pero sabían quiénes eran sus clientes. Algo después, un auxiliar de uno de los establecimientos, comentó que el nitrito de amilo solía venderse a homosexuales. Una caja de doce ampollas tenía un precio de coste de no más de sesenta y cinco peniques y se vendía por una libra y diez peniques.
Lucas y Fletcher caminaban sobre la misma línea en la que Amália lleva a cabo su trabajo performativo. Nadie les había dicho que no pudiesen hacer lo que estaban haciendo. Pero sus acciones incomodaban a quienes los rodeaban, en especial a aquellos en posiciones de poder. El problema empezó en 1975, cuando dos hombres de visita en Brighton entraron en una farmacia y pidieron nitrito de amilo. El farmacéutico les pidió la receta y los visitantes respondieron que en la farmacia Roland Chemist de Praed Street en Londres se lo vendían sin receta. Bien hecho, caris. Esto desencadenó una denuncia a la policía y una investigación de la Pharmaceutical Society, un organismo industrial. La plantilla de Roland se asustó. Empezaron a preguntar a los clientes que pedían nitrito de amilo si tenían receta. Esto debió ser un engorro para los gais que lo consumían habitualmente. El 29 de diciembre de 1975, un voluntario de Gay Switchboard, una línea telefónica de apoyo, informó a sus compañeros sobre este problema. Lo llevó a las páginas del registro que usaban para comunicarse unos con otros entre los diferentes turnos. El voluntario preguntó: «¿Dónde se puede conseguir Nitrato de Amilo [sic] SIN receta ahora que Roland Chemist la pide?»5.
Para cuando hubieron pasado seis meses, los voluntarios de Switchboard, extremadamente bien informados, estaban al tanto de lo que estaba ocurriendo. El 7 de junio de 1976, uno de ellos escribió en el registro:
Para aquellos a los que les gusta el «Popper» y les cuesta comprarlo en Chemists, el motivo es que Chemists ha recibido una carta, creo, del Ministerio de Sanidad en la que les informan del uso incorrecto y les piden que empleen su criterio a la hora de dispensarlo. Parece que pronto será añadido a la lista de drogas peligrosas6.
Perlas de nitrito de amilo en el Museo de la Ciencia de Londres.
Los hechos se precipitaron. En septiembre de 1976, un comité de la Pharmaceutical Society evaluó lo que Fletcher y Lucas habían estado haciendo. El comité concluyó que, al vender grandes cantidades de nitrito de amilo, habían decidido hacer la vista gorda con el uso inadecuado del producto. Ambos fueron expulsados del colegio de farmacéuticos. Les costó dos años, pero Fletcher y Lucas consiguieron revocar el veredicto. Los jueces del Alto Tribunal no dictaminaron que el popper fuese fantástico y seguro y debiera ser conseguido con facilidad. En su lugar, aceptaron la apelación de Fletcher y Lucas basándose en que los miembros del comité de la Pharmaceutical Society habían sido injustos al evaluar un caso anterior. Para documentarse sobre el nitrito de amilo, los miembros del comité consultaron la edición de William Martindale de Extra Pharmacopoeia of Unofficial Drug and Chemical and Pharmaceutical Preparations, pero prefirieron no decirlo. Se trata de un libro gigantesco, publicado por primera vez en 1883, que sintetizaba todos los avances recientes en terapéutica7. Es un catálogo alfabético de medicamentos, cada uno de ellos anotado junto a una referencia de evidencia publicada y guía de administración. En esta obra, el nitrito de amilo aparecía como un medicamento muy seguro que se podía emplear para tratar diversos problemas, entre los que se encontraba la angina, pero que podía ser perjudicial para la salud de ser usado de forma incorrecta8.
No era la primera vez que el establishment británico se preocupaba por el nitrito de amilo. En 1956, el ministro del Interior Gwilym Lloyd George había escuchado que «algunos farmacéuticos en el West End de Londres habían estado vendiendo nitrito de amilo en circunstancias que no hacían pensar en usos legítimamente médicos»9. Sin embargo, se abstuvo de tomar ninguna acción al respecto. Lloyd George y un organismo gubernamental encargado de intervenir en asuntos relacionados con sustancias tóxicas llamado Poisons Board acordaron que, en principio, no era correcto hacer uso de las recetas médicas para controlar productos que no eran tóxicos en exceso «solo porque existe la posibilidad de que sean usados para propósitos indeseables». Puede que este fuera el primer episodio en la historia de carta blanca para el popper. (No fue tan indulgente con Ruth Ellis, una asesina cuya sentencia de muerte se negó a conmutar en 1955).
Pero siempre hay alguien en algún sitio que necesita ver el sexo como algo malo. Veinte años después del enfoque progresista de Lloyd George, los miembros del comité de la Pharmaceutical Society que dirimieron el caso de Fletcher y Lucas decidieron que inhalar amilo durante el sexo no era un uso correcto de la sustancia y que quien lo hiciera podría hacerse daño. Al inferir lo que les pareció conveniente del Extra Pharmacopoeia de Martindale sin admitir el texto como prueba, el comité había hecho su propio uso inadecuado del libro. Esto privó a Fletcher y Lucas de la posibilidad de debatir las afirmaciones del comité. De haber tenido la oportunidad, podrían haber argumentado que por «uso inadecuado» los editores del libro de Martindale se referían a su ingesta o a su uso como colirio. Por ese motivo el Alto Tribunal aceptó la apelación de los farmacéuticos en el verano de 1978.
Llegados a este punto, el negocio del popper en Estados Unidos era mucho más agresivo. Aunque los dependientes de Roland Chemist sabían que sus clientes eran hombres homosexuales, no publicitaban el producto en esa dirección. En Estados Unidos, sin embargo, las empresas habían empezado a manufacturar, distribuir y anunciar el popper como un producto especialmente dirigido a este nicho de mercado. Algunas de las marcas más famosas de este periodo, Rush y Locker Room, han aguantado hasta hoy bajo el paraguas de una empresa llamada Pacific Western Distributing Corporation (PWD), fundada en 1976. Es el mismo año en el que otras longevas empresas estadounidenses echaron a andar: Microsoft, Apple, Starbucks… Desarrollar estos negocios requirió de mentes obsesivas que se centraron de forma simultánea en el producto y en la experiencia del usuario, incluyendo el marketing del artículo. En el caso del popper, el mérito es de un hombre llamado W. Jay Freezer. Al año de fundar PWD, afirmaba en el Wall Street Journal que Rush, su marca de popper, debería venderse junto al champú y los macarrones. «Si los clientes del supermercado Safeway quieren el producto, no veo por qué no se podría acabar vendiendo allí». La cita es de un artículo del 10 de octubre de 197710.
Freezer fue un pionero de la publicidad del popper en periódicos y revistas gais como Drummer. Con sede en Los Ángeles, esta publicación se dirigía a la comunidad leather (fetichistas del cuero) y, según Jack Fritscher, que se convirtió en su editor jefe en 1977, fue fundada por John Embry simplemente como una forma de promocionar su negocio de venta por correo de popper y pulseras de cuero11. La idea era rodear los reportajes y columnas de opinión sobre la escena leather con anuncios de productos orientados al público gay. Y funcionó. «El popper permite a Drummer volar alto», escribió Fritscher en su historia de la revista, Gay Pioneers12. «Los distribuidores de popper pagaban un porcentaje importante de los ingresos en publicidad, encargando anuncios de una página entera, portadas interiores y contraportadas».
Con Rush, Freezer estaba entre los grandes anunciantes de Drummer y otras revistas gais. El negocio florecía. Cualquier cantidad de ampollas que Fletcher y Lucas vendieran en su farmacia del Reino Unido palidecía frente a lo que ocurría en Estados Unidos, donde el popper ya se vendía en botellas de 10-15 mililitros etiquetadas y con el logotipo de su marca, como Rush. Una fuente da la cifra de cuatro millones de botellas vendidas en 197713. Cuando Freezer habló aquel año con el Wall Street Journal dijo poseer el 60 % del mercado. Pudo ser una fanfarronada, pero sería creíble. Inhalar popper en los setenta era una parte muy importante de la vida gay por lo fácil que era enviar por correo un producto tan pequeño y por la concrentración de consumidores en Nueva York, Los Ángeles y San Francisco. En Nueva York, el activista y escritor Pete Fisher acudía a clubs de sexo gay en los que «el popper perfumaba el aire turbio y espeso»14. La cita es de la novela de Fisher publicada en 1980, Dreamlovers, basada en su relación con su amante Marc Rubin, también activista gay.
Así que el popper llenó el aire que sobrevolaba Estados Unidos, y, como en el Reino Unido, las autoridades se inquietaron. El estado de Connecticut prohibió la venta de popper en base a la presunción de un uso inadecuado. La misma razón por la que los farmacéuticos fueron apartados en Londres. Como emprendedor, Freezer no tenía dudas. Una gran parte de su estrategia era vender el popper como «ambientador de interiores», no como una sustancia inhalable. Y, en paralelo a la publicidad agresiva con imaginería erótica y afirmaciones extrañas sobre masculinidad aumentada, le echó morro y creó una nueva empresa llamada Pharmex Ltd. Lo que ganaba era un nombre con la sonoridad de una empresa médica de verdad sin alejarse demasiado del que había sido su modelo de distribución. A través de Pharmex, Freezer contrató a un puñado de expertos para que redactaran un informe que concluyese que el popper era seguro, y más tarde citó ese mismo informe en sus conversaciones con la prensa.
El informe lo firmaba un equipo encabezado por Mark Nickerson, un profesor del Departamento de Farmacología de la McGill University en Montreal15. De entrada, el informe de Nickerson parece muy científico y razonable en su análisis del nitrito de amilo y sus usos. Pero a lo largo del texto no se menciona a su patrocinador, Pharmex, ni al negocio de Freezer con el popper, salvo por un agradecimiento especial a PWD por colaborar con el estudio suministrando información confidencial sobre sus productos. Esta omisión se pudo deber a que muchas de las afirmaciones de Nickerson sobre la inocuidad del consumo por inhalación de popper se apoyaban en investigaciones llevadas a cabo con los empleados de la planta embotelladora. Los sujetos solo habían inhalado el nitrito de amilo del aire de la planta. La investigación completada con ellos era torticera porque asumía que el popper sí se iba a usar para lo que se estaba vendiendo. Esto es, como «ambientador de interiores».
Pero eso es bastante diferente de cómo los usuarios suelen inhalarlo, sosteniendo la botella con el líquido bajo un orificio de la nariz mientras tapan el otro, e inhalando profundamente el vapor que asciende desde la botella. El informe de Nickerson concluye que «es complicado imaginar un producto con un mejor historial de seguridad pública». A Freezer le debió entusiasmar: un informe firmado por científicos respaldados por una empresa de resonancia médica y apariencia benévola que exoneraba su producto. Citó el informe en una entrevista con Jane See White, una periodista de Associated Press, para una pieza que salió en el Desert Sun, el periódico de Palm Springs, el 17 de septiembre de 197916. La percha para el tema de White era la muerte de un hombre de treinta años que falleció después de beber nitrito de isobutilo, otra sustancia con el mismo efecto que el nitrito de amilo. Freezer desaconsejó beber la «droga de la discoteca», como se refería a ella la pieza, diciendo que el estudio de Pharmex describió el dolor de cabeza como único efecto secundario posible. La pieza de White no mencionaba que Freezer había encargado el estudio.
Las prácticas de negocio de Freezer son paradigmáticas de la incipiente industria del popper. Pasaba desapercibido para la mayor parte de la gente, e incluso los consumidores de Rush probablemente no se paraban a pensar de dónde salía lo que les proporcionaba el subidón. En cualquier caso, un activista gay llamado Hank Wilson estaba en ello, autoeditando panfletos contra el popper y Freezer. Ambos se enfrentaron en un artículo publicado en un periódico gay de San Francisco en 198117. Tanto Freezer como Wilson escribieron una pieza corta a favor y en contra, respectivamente. Al equipo de Nickerson también se le dio espacio y de nuevo no se hacía mención a la conexión entre Freezer y el informe de Nickerson. Cuando a principios de la década de los ochenta empezaron a producirse muertes entre hombres homosexuales de un modo que rápidamente se asoció al sexo, Wilson se dedicó incluso más a fondo, publicando más y más trabajos en los que estas muertes se conectaban con el popper. Incluso en la actualidad es posible encontrar los textos de Wilson en páginas web que niegan que el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) cause las enfermedades agrupadas bajo el paraguas del sida (más en el capítulo 4).
Freezer murió a los cuarenta y cinco años, el 27 de marzo de 1985, de una enfermedad asociada al sida18. Fue un empresario grandilocuente, pero el emprendedor que creó un imperio aún más grande basado en el popper tenía, por el contrario, una personalidad más discreta. Joseph Miller empezó a manufacturar popper en la década de los setenta. Llegados los ochenta y noventa, ya se había enriquecido y convertido en una figura poderosa en el ambiente de los negocios de Indianápolis, donde estableció su empresa, Great Lakes Products, que absorbió la empresa de Freezer tras su muerte. Miller incluso registró la empresa inicial de Freezer, Pharmex, en el estado de Indiana.
Miller conocía, y financiaba, a políticos demócratas locales. Se pueden encontrar fotos de Miller junto a Bill Clinton, el presidente estadounidense. Donó dinero al Damien Center, fundado en 1987 para cuidar a personas que vivían con VIH y enfermedades asociadas al sida en Indianápolis. Hoy da servicio a más de cuatro mil personas, muchas de ellas a través del Centro de Pruebas Joseph F. Miller. Podríamos preguntarnos si los miembros del consejo, o incluso Clinton, sabían de dónde salía el dinero de Miller. La verdad es que muchas personas se hicieron esa pregunta. Miller fue objeto habitual de rumores e investigaciones. En la década de los setenta hubo un caso de pedofilia, que fue finalmente desestimado, en el que se le señalaba como sospechoso. Cuando se suicidó, en 2010, era un personaje controvertido en Indianápolis. Tanto los artículos sobre su muerte publicados en blogs como los comentarios que los seguían iban desde los tributos a su calidez, generosidad y consideración con los demás hasta alegaciones sobre pedofilia y la afirmación, algo excesiva: «JOE MILLER FUE UNO DE LOS MEJORES HOMBRES QUE JAMÁS HA EXISTIDO».
El rumor más poderoso sobre Miller, reflejado en la prensa local, afirmaba que murió en un momento en el que su negocio estaba siendo investigado por las autoridades federales, según algunos de sus amigos, que sabían que las instalaciones habían sido registradas. De hecho, la muerte de Miller y las habladurías que la rodearon fueron suficientes para obstaculizar el suministro de popper al mercado en 2010. En apariencia, el negocio de Miller se tambaleaba como un bailarín sobre una barra. Durante algunos meses después de su muerte en agosto de 2010, los consumidores de popper tuvieron dificultades para hacerse con alguna botella de Rush, la marca de Freezer, que para ese momento estaba produciendo la empresa de Miller, además de Quicksilver y Hard Ware. Los vendedores, tanto online como en establecimientos, retiraron los productos que les quedaban y la consiguiente escasez llegó a los foros de internet. Miller ya había sido multado en 1994 por la Dirección General de Consumo de Estados Unidos por exportar popper19 y ahora, al parecer, su negocio volvía a estar amenazado. ¿Cómo saber cuál sería el siguiente objetivo? ¿Los vendedores? ¿Los consumidores?
Es complicado saber si los vendedores actuaron por su cuenta al retirar los productos de Miller o si, además, la empresa se vio en dificultades para continuar con el suministro justo después de su muerte. En cualquier caso, durante un tiempo los vendedores actuaron con cautela. A finales de 2010, el suministro ya había vuelto a la normalidad. La página web de Rush, que incluye enlaces a vendedores autorizados, aún en 2021 anuncia «Las marcas de PWD han vuelto». PWD, recordemos, es el acrónimo de Pac-West Distributing, la empresa original creada por Freezer.
El objetivo de esta breve historia de la industria y las personas detrás del popper es revelar algo sobre la relación entre comercio, regulación y placer. La gran historia del negocio en el siglo XX es cómo el capitalismo y los desarrolladores de productos crearon identidades colectivas a las que poder dirigir su publicidad. De amas de casa a adolescentes, de bebedores de Guinness a conductores de coches Ford. Los emprendedores como Freezer y Miller hicieron lo mismo con los homosexuales y el popper. Quizá empezó siendo un medicamento victoriano (capítulo 2), pero evolucionó hasta convertirse en un elemento perteneciente a una subcultura sexual y, para algunos, una identidad (capítulo 3).
Esta breve historia también sugiere una de las características más distintivas del popper: la forma en la que su identidad, su uso y su categorización existen fuera de la ley. Las botellitas marrones con etiquetas llamativas son de venta libre en sex shops y supermercados del Reino Unido y Estados Unidos. Pero esto es solo gracias a un pacto entre las autoridades y los vendedores. Todo el mundo está de acuerdo en que este producto no es apto para el consumo humano, lo que significa que se etiqueta presumiendo usos ficticios como «ambientador de interiores» o «limpiador de calzado». De esta forma se vende, compra y posee legalmente. Las autoridades miran hacia otro lado ante la evidencia de que cada botella contiene un vapor que es inhalado por los humanos que las compran. Excepto en el caso de los humanos que las compran por error. Debe ser el único producto cuya venta permite el Estado amparándose en una mentira. Quizá Lloyd George inició este secreto a voces en su oficina en Whitehall cuando miró en otra dirección después de enterarse de que se estaba comprando nitrito de amilo con «propósitos indeseables».
Se podría decir que el vapor del popper se adhirió al corpus de la comunidad gay; su omnipresencia influyó incluso en quienes no lo consumían. Igual que los medicamentos, los cosméticos, las hormonas o los alimentos procesados, el popper penetraba en la gente. Como mínimo, los anuncios de las revistas que mostraban a los consumidores de popper como hombres musculosos montados sobre motocicletas se introdujeron en la mente de los lectores y ejercieron una especie de poder biopolítico, afectando a cómo algunos de nosotros nos percibimos como objetos sexuales y como hombres (más en el capítulo 3).
Al igual que en las ilustraciones de Tom of Finland, estos anuncios retrataban a hombres con pectorales como timbales, pantalones de cuero y deseosos de ser follados. Puede parecer una combinación subversiva, pero creó un estándar de hombre homosexual casi tan limitador como el estándar de ser fuerte y heterosexual. «La estructura biomolecular y orgánica del cuerpo es el último escondite de estos sistemas de control biopolítico», escribe Paul B. Preciado en su libro Testo yonqui. «Este momento contiene todo el horror y la exaltación del potencial político del cuerpo»20.
Que la afirmación de Preciado de que esto es a la vez horror y exaltación resuene a través de estas páginas. Como cualquier otra droga, el popper es bueno y es malo. O quizá ni una cosa ni la otra, excepto cuando el pensamiento lo hace ser así. El objetivo de este libro no es argumentar a favor o en contra del popper. Mi deseo es trascender esa y otras dualidades. Tal y como veremos en los próximos capítulos, los vapores del popper están presentes en nuestras vidas, nos guste o no, normalmente en forma de algo de diversión. Poca gente se lo piensa dos veces antes de consumir popper. La mayoría no sabe que existe, y sin embargo lo consume. El informe anual sobre el uso inadecuado de medicamentos del Ministerio del Interior británico recogía que en 2016 una de cada doce personas había consumido nitrito de amilo21. (El Ministerio del Interior dejó de preguntar por el nitrito de amilo en los siguientes informes).
Las botellitas marrones están entre nosotros. Quizá las conociste porque Chantelle, la de tu calle, se trajo una a la esquina del patio del colegio y todos inhalasteis y os sentisteis raros y fue gracioso y ya está. O porque trabajabas en un bar gay y el popper te ayudaba a relacionarte con tus compañeros. O porque necesitarás inhalarlo para que se te relaje el ojete y puedan penetrarte esta noche. Puede que lo inhales bailando en una discoteca. Este uso ha estado de moda y en declive cíclicamente durante décadas. Puede que lo hicieras a finales de los noventa cuando el éxtasis perdió protagonismo. Podrías haber estado oliéndolo en un club de sexo en los setenta en San Francisco sin imaginar que el entusiasmo por el popper duraría tanto y que incluso habría un libro al respecto. Podrías haber vertido una botella en un gran vaso de Coca-Cola, haberlo agitado para que burbujeara y después haber inhalado el vapor dulce para aumentar el subidón. O quizá te guste derramarlo en un calcetín que luego enrollas y te metes en la boca. Puede que hagas eso si eres un fetichista de pies y usas el calcetín de alguien después de haberlo llevado durante unos cuantos días. Las personas y sus filias son versátiles. Podrías tragarte el líquido, pero entonces estarías muerto.
Podrías ser una mujer, o una persona no binaria, intersexual o transgénero, queer o asexual, heterosexual, poliamorosa, monógama… o simplemente estar abierta a inhalar tus sentimientos para transportarte a un futuro al margen de descripciones y categorías. Quizá tengas un ritual privado. Guardas tu botellita escondida en el fondo del frigorífico. La sacas unas horas antes de cuando planeas usarla, acumulando las ganas de una noche reservada solo para ti, inhalando y pajeándote. O quizá te encuentres con otros, conectados y haciendo lo mismo, observándolos a través de la pantalla.
Los bares están para beber alcohol, las discotecas para bailar, las gasolineras para repostar. El único momento en el que el popper es el centro de la actividad es en las habitaciones de videochat compartidas entre usuarios que se lo toman en serio (capítulo 7). En la mayoría de las ocasiones, el popper es periférico. Incluso en un sex shop de un país en el que su venta es legal, es discreto: botellitas que se suelen guardar tras un plástico o detrás del dependiente. Las marcas se esfuerzan por gritar a su público potencial con nombres como FIST (puño), BRAIN FUCK (follada mental) y BANG!!. Usan una imaginería estridente o extrema. Pero sus diseñadores gráficos se ven constreñidos a una etiqueta pequeñita que no tiene mucho poder en una tienda llena de dildos desproporcionados y trajes de látex. Estas obras de arte en miniatura se abren paso a través del espacio oficial de la tienda con etiquetas que mienten. Los vendedores confían en que quien tiene que saber, sabe.
El popper es divertido, pero también es una presencia importante en muchas vidas, en la mesita de noche y en el historial de compras por internet. Es sorprendente que el vapor que sale de una botellita pueda convertirse en parte de alguien, pero espero que estos capítulos muestren cómo esto llega a ocurrir. No son una carta de amor al popper, ni tampoco una advertencia. Son solo una recopilación de hechos y pensamientos. Este libro empezó como una charla que di en el sótano del edificio Rose Lipman en Dalston como parte del Fringe! Queer Film & Arts Festival en 2019. El edificio fue concebido como biblioteca, pero yo usé el espacio para contar una historia que aún no era un libro. Seis meses más tarde Amália pegaría su línea blanca en el suelo del mismo espacio, que fue transformado en galería para la exposición de Queer Art(ists) Now. La contribución de Amália fue usar el edificio como escenario y pabellón deportivo. El recinto no es lo único que conecta el trabajo de Amália y este que tienes entre manos. De hecho, es la consecuencia de un espectáculo de una hora que él y yo escribimos juntos y llamamos «Stigma». Es mi compañero y conocer su cuerpo y su alma me hizo pensar. Abrí este capítulo con su performance «16.97056274847714» porque fue una inspiración de lo que sería el tema de este libro.
Me lancé con la historia del popper porque quería saber más sobre su origen, sobre cómo pasó de ser un remedio contra la angina a ser «popper» y para documentar el lugar que ocupa en nuestra cultura. Todo tipo de personas usan popper. Así que esta historia es sobre personas queer, indecisas, intersexuales, lesbianas, transgénero, bisexuales, asexuales y/o gais. Esto es, aquellas que encontramos nuestra comunidad en el QUILTBAGi además de otros humanos e incluso extraterrestres. Pero el popper está especialmente asociado a hombres homosexuales de países ricos de Occidente como el Reino Unido y Estados Unidos gracias a emprendedores como Miller y Freezer. Estas etiquetas también son parte de mi historia, y por eso me centraré en ellas en este libro. Así que mi mirada está puesta en los hombres homosexuales. Si quiero problematizar nuestras etiquetas, tengo que empezar por aquellas que aplico conmigo mismo. Ser un hombre gay es mi linaje, y artistas como Amália me inspiran para salirme de la línea sobre la que se supone que debo caminar. Si puedo estar en aquella galería, como estuve, y observar cómo el alma libre y queer de Amália se manifestaba, quiero ser capaz de hacer lo mismo con la mía. Quiero usar la forma en la que el popper me libera durante cuarenta y cinco segundos de ideas sobre ser «gay» u «hombre». Amália puede encontrar un alma queer atrapada en el cuerpo de una gimnasta que sonríe incluso si aterriza con un dedo del pie fuera de la línea. Quiero encontrar lo mismo en muchos más de nosotros.
Puedo haber sido alguien que ha usado su cuerpo con propósitos indeseables. Si ellos lo dicen… El proyecto tras este libro es pensar en el objetivo de nuestros cuerpos, cómo los usamos y cómo nos situamos en la línea de Amália. El establishment ha pervertido los propósitos indeseables de las personas queer, o los ha excluido. Es por eso que muchos nos sentimos como «cuerpos marcados» suspendidos en la «niebla de popper» descrita por Richard Scott en su poema épico de la vida gay, Oh my Soho:
Estoy atragantado de vergüenza, desgarrado a golpes en callejones oscuros, mapa del tesoro de traumas enterrados. En ti he gastado mi vida — borracho, colocado de popper, mancillado, manchado de [lágrimas, Eros oxidado -como22.
No creo que Scott, su voz poética, esté oxidada cuando da pasos adelante en la historia con este brillante poema. Lo veo lleno de potencial, lleno de su poder biopolítico. Su cuerpo está colocado de popper, presente y dispuesto a conectar. Que sea ese otro tema en estos capítulos. Placer tras placer a través de conexiones insospechadas. Quisiera ofrecer a vuestra mente la experiencia que tantos cuerpos tienen al estar colocados de popper: llenos de potencial, buscando conectar y con la idea del ego alejándose. Las drogas buenas nos ofrecen esta experiencia, por supuesto, como los mejores artistas. Como Amália, avanzando sobre su línea en maillot, incomodando a la gente en la galería. Rechazando la categorización como hacen nuestros cuerpos en sus días de mayor libertad, Amália representó un momento de potencialidad queer. Puede que los emprendedores la hayan comercializado al envasar en botellitas subidones de libertad y utopía momentánea, pero el potencial siempre estuvo en nuestros cuerpos.
Tras la multitudinaria noche de estreno, Amália tendría que haber repetido la serie de ejercicio cada día a las 16:00:09, revelando su alma queer dieciséis veces durante dieciséis minutos. Pero era marzo de 2020 y Londres había empezado a intentar frenar un virus. Apareció a la hora acordada durante unos cuantos días, desesperado por conectar, con cada vez menos visitantes y al final la exposición acabó de forma prematura. Londres se confinó. La utopía queer de Amália se esfumó y cada uno huyó a su compartimento privado. Solo, en el mío, empecé a escribir estas páginas.
iQUILTBAG es una alternativa a LGTBIQ+. Además de jugar con la combinación de las palabras «quilt» y «bag», que permite imaginarlo como una bolsa hecha a mano cosiendo pedazos de diferentes materiales, el acrónimo está compuesto por Queer & Questioning, Unidentified, Intersexual, Lesbian, Transgender & Transexual, Bisexual, Asexual, Gay & Genderqueer. (N. del T.)