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II. Dos innovadores del cuerpo

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¿Habéis visto alguna vez algo de bromo? Es un líquido antipático, del color de la sangre cuajada. A temperatura ambiente es necesario almacenarlo en un recipiente sellado, como una ampolla de cristal. De esta forma se detiene el proceso que lo convierte en vapor. El bromo es tan volátil que, de verter el fluido marrón rojizo, podrían verse vapores de color naranja elevándose, buscando movida. El bromo es un elemento natural en busca de conexión. Parece estar vivo y lleno de potencial.

El bromo y el popper tienen en común a un hombre llamado Antoine Jérôme Balard. En 1826, Balard descubrió una sustancia en el agua del mar cerca de su pueblo natal en Montpellier, Francia, y tras algunas investigaciones concluyó que esta sustancia era un nuevo elemento, el bromo. (Había sido aislado en Alemania más o menos al mismo tiempo por Carl Jacob Löwig, con quien comparte el título de descubridor). Balard era un científico excéntrico que vivía en un desván desprovisto de calefacción sobre su laboratorio. Comenzó como farmacéutico de pueblo y ascendió hasta la Sorbona, la institución académica más prestigiosa de Francia.

Algunos años después de descubrir el bromo, Balard hizo pasar vapor de nitrógeno a través de alcohol de amilo. Este proceso produjo un curioso líquido del que emanaba un vapor penetrante. Balard debió acercar la nariz a este vapor e inhalarlo. Y se ruborizó. «Nada antes me había producido este efecto», dijo a un colega, según Thomas Dormandy en su libro El peor de los males: la lucha contra el dolor a lo largo de la historia1. «Soy un caradura, no me ruborizo con facilidad».

Era el año 1844. Balard supuso que inhalar el vapor había dilatado sus vasos sanguíneos y disminuido su presión arterial. No se le ocurrió qué uso darle. De eso se encargaría otra persona. Del mismo modo en que compartió la paternidad del bromo con Löwig, también compartiría la del nitrito de amilo, pero esto llegaría más tarde. Mientras Balard codescubría el nitrito de amilo en 1844, un bebé llamado Thomas Lauder Brunton nacía en Escocia. Este bebé crecería hasta convertirse en un médico e investigador que partiría del descubrimiento inicial de Balard.

Brunton es uno de los dos innovadores del cuerpo sobre los que me gustaría reflexionar aquí. No me parece exagerado decir que nos ha dado todos y cada uno de los subidones de popper que tenemos hoy.

En 1866, Brunton era el tipo de estudiante de Medicina brillante e impaciente que simplemente quiere que la gente se sienta bien. En la época de Brunton, el proceso por el que una terapia pasaba del laboratorio al paciente era muy largo y, a menudo, era aplicado por médicos que no tenían claro cuál sería el resultado. Para Brunton, la terapéutica era una ciencia endeble y esto le fastidiaba mientras recorría los pasillos del Edinburgh Royal Infirmary durante su formación médica.

La dedalera, o digital, por ejemplo, fue considerada un remedio casero para las afecciones cardiacas durante mucho tiempo. En 1785, el científico William Withering publicó el primer trabajo sobre esta planta como medicamento. Y aunque los médicos habían usado la digital antes de que Brunton empezara sus estudios, la forma exacta en la que funcionaba aún no se conocía. Tampoco se usaba como tratamiento de forma sistemática. Así que Brunton hizo de la digital el objeto de su tesis y llegó a probarla con él mismo. A la vez que buscaba entender el funcionamiento de la digital aplicada a las afecciones cardiacas, Brunton se buscó problemas con la totalidad de la profesión a la que intentaba unirse. Su tesis afirmaba que la terapéutica avanzaba de forma más lenta que la fisiología o la patología, como podía apreciarse en el ejemplo de la digital. Los médicos se limitaban al sistema de prueba y error administrando medicamentos diferentes a una variedad de pacientes, argumentaba, sin establecer protocolos terapéuticos estandarizados. «Abandonando este método insatisfactorio», escribió Brunton, «nos disponemos a buscar ansiosamente otro de una orden mucho más racional, que estará basado no solo en el conocimiento de los cambios inducidos por la enfermedad, sino en un estudio pormenorizado de la acción de los remedios prescritos para su curación».


Thomas Lauder Brunton en 1881 fotografiado por G. Jerrard.

Su atrevimiento fue recompensado. Su universidad premió su tesis con una medalla de oro. Aquello debió disparar la confianza del joven médico. El potencial para convertir hallazgos en tratamientos basados en conocimientos fisiológicos era inmenso. Tras la digital, otra sustancia esperaba a ser explotada. En particular, Brunton buscaba algo que ayudara a los pacientes que sufrían dolores en el pecho cuando la cantidad de sangre que fluía hacia su corazón no era suficiente. El problema recibía el nombre de «angina pectoris» y los médicos carecían de una forma fiable de aliviarlo. En aquellos días, los pacientes de angina eran tratados con sangrías controladas, pero no siempre funcionaban. Brunton escribió lo siguiente acerca de estos pacientes de angina: «Hay pocas cosas más frustrantes para un médico que sentarse junto a un paciente que sufre y lo mira con ansiedad esperando un tratamiento que le alivie un dolor que siente que ya no va a poder soportar»2. Esta frustración lo llevó hasta el nitrito de amilo, que fue producido por Balard en el mismo año en que nació Brunton. Todavía no se había dado con un uso para aquel vapor de olor penetrante, salvo hacer que los químicos se ruborizasen al inhalarlo. Pero Brunton había estado leyendo los trabajos de un químico en concreto, Benjamin Ward Richardson, que había pasado algún tiempo observando su efecto en conejos, ranas, gatos y perros. Incluso en sus amigos.

No todos los que inhalaron el nitrito de amilo de Richardson fueron objetos de estudio por voluntad propia. Un amigo suyo vio la botella con la sustancia sobre la estantería de Richardson, habiéndose ausentado el científico brevemente de la habitación, e inhaló un poquito. Cuando aquel volvió, el amigo seguía inhalando cada vez más profundamente y su cara y su cuello se habían puesto del color de la ternera cruda. Richardson intentó quitarle la botella de las manos. Ese hombre, quizás el primer vicioso de popper de la historia, acabó por ceder, de repente, sin palabras y buscando a tientas una mesa cercana para apoyarse. «Nunca olvidaré cómo galopaba el corazón de aquel hombre», escribió Richardson. «Cuando se apoyó en la mesa, esta vibró y reprodujo visiblemente las pulsaciones». Llevó a su amigo al aire libre y, tras unos instantes de decaimiento y bajón —todos hemos estado ahí—, se recuperó.

Richardson estaba perplejo. Él mismo lo había inhalado más de cuarenta veces; para investigar, supongo. Convenció a sus amigos para que se apuntaran. Y, por supuesto, lo probó con todo tipo de animales. Empezó por meter conejos en cajas saturadas de vapor de nitrito de amilo e incluso inyectó el líquido en gatos. Al administrar la sustancia de diferentes formas a sus objetos de estudio de cuatro patas, advirtió una «excitación temporal» que parecía disminuir en cuestión de minutos. Algunos animales murieron, en especial aquellos a los que les hizo beber el líquido. Y algunas veces volvieron a la vida. Una rana que Richardson había dado por muerta después de administrarle nitrito de amilo se reanimó después de nueve días.

Pero fueron en concreto los efectos en los músculos y en los vasos sanguíneos lo que interesó a Brunton mientras leía el trabajo de Richardson. Este documentó sus observaciones acerca de un gato que había estado atrapado en una campana de cristal junto con una determinada cantidad de vapor de nitrito de amilo. «Su muerte llegó en dos minutos», escribió. Sin embargo, desconocemos cómo definía la muerte. La respiración del animal se había detenido, las pupilas se habían dilatado y Richardson y su colega no esperaron mucho tiempo antes de abrir el pecho de la pobre criatura. «El corazón se contraía vigorosamente», escribió en sus notas. Pronto, los músculos respiratorios empezaron a contraerse de manera espontánea, moviendo las costillas y el diafragma. Un músculo del muslo del animal también se contrajo. Estas señales de vida continuaron durante una hora y veinticuatro minutos.

Los vasos sanguíneos y los músculos se veían claramente afectados por el nitrito de amilo, y eran el objetivo que Brunton buscaba: una forma de bajar la presión sanguínea de los pacientes sin recurrir a las sangrías. «Ya que creo que el alivio producido por las sangrías se debe a la disminución que ocasiona en la tensión arterial», escribió, «se me ocurrió que una sustancia con el poder de disminuir [la tensión arterial] en un grado tan considerable como el nitrito de amilo probablemente tendría el mismo efecto y podría repetirse tantas veces como fuera necesario sin perjudicar la salud de los pacientes»3. Por eso las ranas eran tan importantes. La piel de sus ancas membranosas es tan fina como para poder observar los capilares. Quizá las ancas de rana permitieron la observación científica del efecto del nitrito de amilo en los vasos sanguíneos de una criatura viva.

Brunton, el médico que buscaba una forma de aminorar el torrente sanguíneo hasta el corazón de los pacientes con angina, leyó que Richardson vio cómo los capilares de las ancas de rana se dilataban cuando les hacía inhalar nitrito de amilo. «La velocidad a la que la sangre fluye se acelera enormemente», escribió Richardson. Esto debía ser lo que les pasaba a Richardson y sus amigos cuando inhalaban. Se dio cuenta de que la cara de las personas que lo probaban se enrojecía por la acumulación de sangre. Cuando se lo administró a un hombre calvo, pudo ver el mismo efecto prácticamente en la totalidad de la cabeza. Algunos humanos dicen sentir calor; otros, cosquilleo. «Cuando estos síntomas alcanzan su punto álgido se nota una sensación peculiar en la cabeza, una sensación de presión en la frente, de plenitud, de vértigo, un golpe de calor, pero sin dolor agudo», escribió Richardson. Estas palabras le dieron a Brunton la idea para una innovación corporal.

Al describir los efectos del nitrito de amilo, los investigadores victorianos no hicieron mención alguna a la excitación sexual o la repentina necesidad de ser follado. Pese a observar un «golpe de calor» en alguno de los sujetos de estudio humanos, Richardson no amplió sus investigaciones hasta considerar los efectos en los músculos del ano. Dejó un reguero de cadáveres de gatos y conejos espídicos, pero ningún diagrama de bonitos ojetes fruncidos. Brunton tampoco exploró ese camino, al menos a tenor de sus notas. Pero en el invierno de 1866, mientras estudiaba en el Edinburgh Royal Infirmary, conoció a un paciente llamado William H. Este joven solo tenía veintiséis años, pero se había formado como herrero y más tarde había trabajado como cobrador en un peaje. Su primer trabajo debió ser demasiado exigente para él, porque las notas de Brunton revelan que William sufría problemas cardiacos. Cuando Brunton lo conoció, William había padecido recientemente un dolor sordo e intenso cerca del pezón izquierdo que se repetía cada tres días durante al menos media hora. El dolor ocurría tras años de ataques poco frecuentes después de haber sufrido reumatismo de niño. Después de un ingreso hospitalario de tres semanas en la primavera anterior, William había regresado al hospital justo antes de Navidad. Los médicos le administraron aconitum, que ralentiza la frecuencia cardiaca, y digital. Ninguno funcionó, y Brunton le dio brandi. Este remedio, más fuerte, tampoco ayudó, así que ya solo quedaba una opción.

En su experimento, Brunton no dio palos de ciego: actuó de forma coherente con sus deseos de llevar las investigaciones del laboratorio al paciente solo en caso de contar con un entendimiento aceptable de los efectos de dicho tratamiento en el cuerpo. Había leído en el trabajo de Richardson que el nitrato de amilo dilataba los vasos sanguíneos e incluso había debatido sobre sus efectos con su colega de Edimburgo, Arthur Gamgee, que había hecho algunas pruebas sobre ello que no había publicado. Brunton obtuvo el permiso para el experimento por parte del médico supervisor, y Gamgee produjo para él una pequeña cantidad de nitrito de amilo. Así es como Brunton pudo administrar a su paciente, William, nitrito de amilo. El 12 de marzo de 1867, Brunton observó:

El dolor volvió, como de costumbre, a las 03:00. Rocié una toalla con unas gotas de nitrito de amilo y el paciente las inhaló. El primer efecto visible fue enrojecimiento de la cara, y el paciente sintió ardor en la cara y el pecho. El dolor desapareció casi simultáneamente a la aparición de estos fenómenos, pero regresó a los tres minutos. Entonces, inhaló cinco gotas más y el dolor volvió a desaparecer y no regresó4.

El remedio no hizo nada por resolver el problema subyacente, pero, sin duda, alivió el dolor. El médico parecía debatirse entre hacer que William inhalara nitrito de amilo y darle unos deditos de brandi. Pero, por supuesto, el nitrito de amilo funcionó. Brunton escribió que el dolor volvía cada noche y que siempre desaparecía cuando William inhalaba el vapor que salía de la toalla empapada en nitrito de amilo. En un mes ya habían encontrado un nuevo método de inhalación. Uno que los viciosos contemporáneos del popper quizá reconozcan. El 10 de abril Brunton observó: «El paciente continúa teniendo el dolor cada noche, y en vez de inhalar el nitrito de amilo de una tela, lo hace de la botella. Dos o tres inhalaciones suelen ser suficientes para aliviar el dolor».

El efecto del nitrito de amilo en el paciente de Brunton parecía magia. Como médico, debió sentir el alivio de su propio sufrimiento al observar las dificultades de su paciente. Y, como científico, debió sentirse satisfecho al ver que la aplicación del cada vez más extenso conocimiento sobre el nitrito de amilo podía mejorar la vida de un paciente. Brunton acudió directo al Lancet con la noticia del tratamiento de William. Su artículo «On the use of nitrite of amyl in angina pectoris» se publicó en 1867.

No había nada gay en el nitrito de amilo en 1867. De hecho, no había nada gay en Edimburgo, donde Brunton vivía y trabajaba. Por supuesto que los hombres follaban entre ellos, y las mujeres también, a pesar de la famosa falta de imaginación de la reina Victoria. Pero hay pocas pruebas de estas actividades privadas. La única señal de lo que hoy llamaríamos vida gay es una pequeña cantidad de acusaciones por sodomía entre hombres. En realidad, faltaban décadas para que algo que se pudiera llamar vida gay floreciera en Escocia, y unas cuantas más hasta que el vapor que William inhaló fuera parte de esa vida.

Y, aun así, Brunton comparte el año del descubrimiento del nitrito de amilo como tratamiento contra la angina con un salto adelante en los derechos de los homosexuales. El artículo de Brunton salió en 1867, el mismo año en que tuvo lugar el momento más importante en la historia de la libertad sexual.

A la vez que Brunton se presentaba ante sus colegas con el avance clínico que acababa de protagonizar, otro hombre, en otro país, también se levantó ante sus iguales. Karl Heinrich Ulrichs era un abogado del reino de Hannover. Ulrichs pensaba que las leyes que regulaban la decencia pública criminalizaban los actos sexuales entre hombres de forma injusta y estaban fundamentadas en prejuicios. Le preocupaba que una eventual expansión de Prusia que se anexionara el reino de Hannover extendiera la prohibición absoluta de la sodomía. Ulrichs llevó su argumento a una conferencia de la Asociación de Juristas, celebrada en Múnich en 1867. Se levantó ante quinientos abogados y, entre abucheos, hizo su declaración. En efecto, dijo: «Soy gay, y la ley es gilipollas».

Lo que une a estos dos notables hombres de nombre triple, Thomas Lauder Brunton y Karl Heinrich Ulrichs, es que en el mismo año ambos vieron el potencial de nuestros cuerpos para ser liberados del sufrimiento y vivir vidas más plenas. Brunton y Ulrichs fueron innovadores que ayudaron especialmente a las almas queer a disfrutar de sus cuerpos, de manera individual y en comunidad. Hemos visto cómo el enfoque experimentalista de Brunton encontró el primer uso para el nitrito de amilo. Así que ahora miraremos atrás para ver cómo Ulrichs llegó a dar su famoso discurso de 1867. A los veintitrés años, Brunton estaba a las puertas de una carrera prometedora. Sin embargo, la carrera que Ulrichs había escogido ya estaba acabada, a pesar de que solo tenía cuarenta y dos años.

Ulrichs nació en una familia conservadora, cristiana y burguesa. De un joven como él se hubiera esperado que se formara como burócrata u hombre de la Iglesia. A los diecinueve años se matriculó en la Universidad de Gotinga. Estudió Derecho y se mostró partidario de la idea de un estado germanófilo unificado que incluyera los distintos reinos, como el suyo, Hannover. Esto le colocó en contra del expansionismo de Prusia. Ulrichs se adentró en este debate en la universidad, donde también descubrió sus deseos:

Me encontraba en un baile, y entre los asistentes había unos doce alumnos de Forestales, jóvenes, bien desarrollados y muy elegantes con sus uniformes. Aunque en otros bailes nadie había llamado mi atención, sentí una atracción tan fuerte que quedé fascinado. Me hubiera lanzado sobre ellos. Cuando me retiré tras el baile, me sentí realmente ansioso en mi habitación, solo, sin ser visto, únicamente preocupado por el recuerdo de aquellos jóvenes tan guapos5.

Ulrichs, sin embargo, seguía centrado en sus objetivos: recibir buenas notas y honores por sus ensayos. Tras la universidad encontró un trabajo respetable como burócrata y empezó a subir en el organigrama. En 1845 ya era un juez auxiliar en el Ministerio de Justicia de Hannover. Y fue entonces cuando se vio obligado a dimitir. «Se dice que a Ulrichs se le ve a menudo en compañía de personas de clase baja en circunstancias que permiten concluir una relación estrecha», rezaba un informe que se hizo llegar a sus superiores. «Se me llamó la atención sobre un rumor que decía que Ulrichs practicaba lujuria antinatural con otros hombres». Las leyes de Hannover permitían la encarcelación de cualquiera que fuera sentenciado culpable de «lujuria antinatural bajo circunstancias que causen ofensa pública». Aunque Ulrichs nunca cometió ningún crimen, un agente de la policía confirmó el informe y esto fue suficiente para preocupar a sus superiores. Las habladurías sobre uno de los suyos cayendo en la lujuria antinatural afectarían a la reputación de todo el ministerio. Su cuerpo era demasiado peligroso; su posición, insostenible.

Ulrichs, que aún no había cumplido treinta años, poseía una mente brillante con potencial para servir al ministerio durante décadas, pero ya había sido expulsado. Durante la siguiente década trabajó un poco como abogado rural y cada vez más como escritor, involucrado en la campaña a favor de la unificación alemana. En privado, comenzó a escribir a miembros de su familia sobre sus deseos sexuales por los hombres, afirmando que se trataba de una parte «inherente» a él. Empezó a publicar panfletos sobre este tema bajo seudónimo. En dos panfletos de 1864 introdujo su idea de categorías distintas: urning, u hombres que desean a otros hombres; dioning, o personas que se sienten atraídas por el sexo opuesto, y urninden, o mujeres que desean a otras mujeres. Durante el año siguiente publicó tres panfletos más, también bajo seudónimo, en los que reclamaba tolerancia y cambios legales. Aunque ninguna ley en Hannover castigaba formalmente el sexo entre personas del mismo sexo, este se veía afectado por leyes sobre decencia pública combinadas con prejuicios, tal y como el mismo Ulrichs había experimentado en el ministerio. Sus atrevidos panfletos indujeron debates y se distribuyeron en Baden y Sajonia, y también en Italia, Francia, los Países Bajos e Inglaterra. Incluso se intercambió correspondencia con Karl-Maria Kertbeny, otro escritor que había empezado a anotar en su diario entradas apresuradas sobre su gusto por los hombres.

Durante los siguientes cinco años, Ulrichs continuó desarrollando su teoría sobre lo innato del deseo entre personas del mismo sexo y la interconexión entre género y sexualidad. Entre sus ideas estaba la noción de un tercer género, formado por el cuerpo de un hombre y el espíritu de una mujer. Dejaba claro que él, el autor anónimo, se identificaba en ese tercer género. Su amigo Kertbeny también siguió escribiendo sobre el asunto y de hecho acuñó los términos y conceptos de homosexualität y heterosexualität como parte de la naturaleza de cualquier persona.

En este periodo, Prusia, que tenía en su legislación leyes contra la sodomía, estrechaba el cerco sobre Hannover. Fue en ese momento de 1867 cuando Ulrichs tomó el estrado en Múnich, durante el sexto congreso de la Asociación de Juristas Antiprusianos. Se trataba de una organización que se encargaba de convocar a los especialistas en Derecho para tratar, entre otros asuntos, la unificación germana, de la que se mostraba a favor. En 1867, la situación era precaria. Prusia acababa de formar la Confederación Alemana del Norte y buscaba seguir expandiéndose. Ulrichs debió tener la esperanza de poder confiar en el sentimiento antiprusiano del auditorio cuando se dirigió al escenario para explicar su audaz punto de vista: los Estados Germánicos tenían leyes que causaban el sufrimiento de personas inocentes, su suicidio, incluso, declaró Ulrichs. Una potencial expansión prusiana introduciría leyes aún más duras contra este grupo de inocentes. Cuando reveló que estaba hablando de las personas que se sentían atraídas por otras personas de su mismo sexo, empezaron los abucheos. Los gritos que llegaban de la multitud formada por quinientos abogados decían cosas como «¡Para ya!» y «¡Crucifixión!». Ulrichs estuvo a punto de abandonar el estrado, pero algunas personas de mente más curiosa le animaron a seguir. Explicó al público que las personas a las que defendía sentían sus deseos como parte de su naturaleza. El discurso causó sensación, pero no llegó a ningún puerto.


Grabado de Karl Heinrich Ulrichs.

Ulrichs echó el resto. En el año posterior a su discurso, publicó un panfleto en el que describía la experiencia de dirigirse a un auditorio tan hostil. «Levanté mi voz en oposición libre y clara contra mil años de injusticia», escribió. Sus palabras, finalmente firmadas con su propio nombre, eran feroces y firmes. «Hasta ahora, un debate desprejuiciado, público y abierto sobre el amor de hombre a hombre ha estado secuestrado. Solo el odio ha disfrutado de libertad de expresión. He atravesado estas barreras con todas mis fuerzas y sin ofender mi deber de respetar la moralidad pública». Tituló su panfleto «Espada furiosa», que sería un nombre estupendo para una marca de popper. El texto concluía con Ulrichs creando una identidad colectiva, usando el pronombre «nosotros» para representar a otros como él. «[Nosotros] no desfalleceremos», prometió. «[Nosotros] nos negamos a que se nos siga persiguiendo».

Los argumentos principales contra Prusia fallaron y esta continuó su expansión y, por tanto, asimilando el país natal de Ulrichs, Hannover. Durante los preparativos para la revisión del código penal, el Consejo Médico Prusiano se mostró contrario a una ley para la sodomía. Muchas de las casi cien peticiones al ministro de Justicia también se oponían (cinco de ellas eran de Ulrichs). Kertbeny también se opuso en dos publicaciones anónimas. Pero, en mayo de 1870, la ley fue promulgada. El párrafo 175 del código legal de la Confederación Alemana del Norte ilegalizaba la sodomía, definida como la penetración de un hombre a otro o la práctica de conductas sexuales entre un hombre y una bestia. Tendrían que pasar ciento veinticuatro años, hasta 1994, para que el párrafo fuera eliminado por completo de la legislación alemana.

La ley antisodomía se aprobó pese a la apasionada campaña de Ulrichs. Observando desde nuestra perspectiva lo que hizo, no puedo evitar pensar que vino desde el futuro. Por supuesto, como Ulrichs teorizaba, el deseo entre personas del mismo sexo es atemporal, forma parte de la naturaleza humana, es mundano por omnipresente. Y, sin embargo, le tocó una época y un lugar en el mundo en los que las actitudes que no lo aceptaban se habían convertido en leyes. Habría que esperar más de un siglo para que la escritora Audre Lorde apuntara que las herramientas del amo no sirven para desmantelar la casa del amo.

Así que, quizá, lo que demuestra que Ulrichs visitó Hannover y Múnich desde el futuro es cómo usó su potencial, y a sí mismo. Estaba familiarizado con el placer del que su cuerpo era capaz y tenía la suficiente confianza en sí mismo como para saber que aquello era natural y no tenía nada de malo. De tal manera que permitió que sus sentimientos permearan sus razonamientos legales. Aguantó frente a la hostilidad e hizo una defensa del placer. En su discurso a sus colegas, y en sus publicaciones, Ulrichs se convirtió en el primer defensor público de la emancipación de los cuerpos queer. En su libro Gay Berlin, Robert Beachy lo describe como «un innovador improbable». La innovación que mostró fue, en realidad, una performance. Cuando subió al escenario en un auditorio repleto de quinientos cuerpos alterados y molestos, Ulrichs era una visión de libertad.

Dos años después de la alocución fallida de Ulrichs en Múnich, Brunton llegó a Alemania. Envalentonado por el éxito de haberse licenciado y haber publicado un estudio innovador sobre el tratamiento de la angina, se mudó a Leipzig para profundizar en su investigación en un laboratorio dirigido por un científico llamado Carl Ludwig. Allí, Brunton presenció la forma exacta en la que el nitrito de amilo dilataba los vasos sanguíneos. Otros investigadores, en otros lugares, también estaban difundiendo el conocimiento existente sobre aquella sustancia de olor penetrante.

En los años en los que Ulrichs publicó los panfletos firmados con su nombre para reclamar las reformas legales que los cuerpos queer necesitaban, no muy lejos de allí, Brunton avanzaba en el conocimiento de lo que luego sería el popper. Me gusta imaginarme a Brunton y a Ulrichs cruzándose, quizá en un puesto ambulante de bratwurst durante una escapada de fin de semana a Berlín. Aunque la verdad es que Brunton no se quedó mucho tiempo en Alemania. Volvió a Londres e inauguró su propio laboratorio en el University College. También empezó a trabajar como profesor de Medicina en St. Bartholomew’s Hospital y continuó tratando con pacientes, alternando periodos de atención a una y otra faceta de su carrera. Encarnaba su convicción de que la medicina sería mejor si los médicos tuvieran un entendimiento claro del resultado de las terapias administradas.

A lo largo de su carrera, Brunton sacó partido de su potencial. Se convirtió en experto en terapéutica del Comité de Farmacopea del Colegio Farmacéutico de Gran Bretaña y en profesor habitual en la Asociación de Auxiliares de Farmacia, y en su necrológica de Chemist and Druggist en 1916 se le describió como un «gran médico». «Era maravillosamente encantador con sus pacientes», explicaba, «y, a menudo, sus palabras hicieron tanto bien como la medicina»6.

El nitrito de amilo también continuó sacando partido de su propio potencial. Cuando Brunton presentó la sustancia en una reunión del Colegio Farmacéutico de Gran Bretaña en diciembre de 1888, creó «mucho interés», según un artículo en Chemist and Druggist7. El uso del nitrito de amilo se extendió a lo largo de la profesión médica y otros doctores empezaron a probarlo para tratar todo tipo de dolencias. Uno de ellos era el doctor James Crichton-Browne, ubicado en Yorkshire. Descubrió que el nitrito de amilo era de utilidad para las mujeres, en especial para aliviar los dolores menstruales y también el dolor posparto. Observando los efectos en los pacientes, Crichton-Browne quedó fascinado por el rubor que causaba.

«Experimentando con el nitrito he comprobado repetidamente cómo cada vez que el enrojecimiento remitía los pacientes se mostraban estúpidos, confundidos y desconcertados», escribió en una carta fechada el 16 de abril de 1871. El receptor era un científico que estudiaba los aspectos biológicos de las emociones humanas, como, por ejemplo, por qué nos ruborizamos al experimentar ciertas emociones. Crichton-Browne dijo a su amigo que haría lo que fuera para ayudarle en sus investigaciones, así que le envió un paquete con las notas de sus observaciones. La carta continuaba: «Una mujer a la que administré nitrito de amilo en diferentes ocasiones me aseguró, me aseguró [sic] que tan pronto se le enrojecía la cara, se quedaba atontada». El científico que recibió la carta era Charles Darwin. No está claro, atendiendo al siguiente libro de Darwin, si probó el nitrito en él mismo o en sujetos de estudio, aunque Crichton-Browne le aconsejó: «Pienso que experimentar con esta materia arrojaría una luz valiosa sobre tus investigaciones, pero esto requeriría mucho cuidado y precaución y no estaría exento de peligro».

Inhalara o no, parece claro que Darwin se interesó por el trabajo de Crichton-Browne. Es fácil darse cuenta de por qué a un científico que reflexiona sobre la respuesta emocional que es el rubor le atrajo el enrojecimiento de la cara como respuesta física a la inhalación del nitrito de amilo. Darwin incluso escribió sobre el nitrito de amilo en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre en 1872, citando el trabajo de su amigo al describir cómo el enrojecimiento causado por la inhalación de nitrito de amilo se parecía al rubor «casi en cada detalle».

Los diferentes usos de los que Crichton-Browne dejó constancia probablemente llegaron a oídos de los autores de la edición de Martindale de Extra Pharmacopoeia of Unofficial Drug and Chemical and Pharmaceutical Preparations, en cuya entrada sobre el nitrito de amilo se decía de él que era «un líquido etéreo y amarillento de olor peculiar y no desagradable». El libro recoge su uso para el tratamiento de los dolores menstruales y el sangrado abundante tras el parto, tal y como lo describió Crichton-Browne, pero también para aliviar el asma, la migraña e incluso los mareos al navegar. En 1883, cuando se publicó por primera vez el tratado de farmacopea de Martindale, el nitrito de amilo aún era conocido principalmente por su aplicación en casos de angina y su efectividad ya se había extendido a lo largo de la profesión, llegando a otros países. Un artículo en el Boston Medical and Surgical Journal definía el nitrito de amilo como «el remedio por excelencia para la angina pectoris»8.

Sin embargo, apareció un rival al nitrito de amilo. En 1879, William Murrell describió el éxito obtenido al aliviar el sufrimiento de los pacientes de angina tras administrarles nitroglicerina. De hecho, esta sustancia ya había sido estudiada previamente en animales, pero causó un dolor de cabeza tan intenso al investigador inicial, que no quiso probarla en humanos (aquel investigador era Brunton). Otros persistieron y la nitroglicerina llegó a ocupar el espacio del nitrito de amilo en el tratamiento de la angina. Hoy en día aún se prescribe en diferentes formas. Si alguna vez has jugado al Trivial, sabrás que la nitroglicerina también es un ingrediente clave en la producción de dinamita. Este uso sorprendente lo patentó Alfred Nobel en Alemania en 1867, el mismo año en el que tenían lugar los descubrimientos de nuestros dos innovadores del cuerpo. El trabajo inconexo de Ulrichs y Brunton en 1867 apuntaba a un futuro queer que ninguno de los dos hombres imaginó. No digo que haya una fecha en concreto a partir de 1867 en la que el futuro queer llegase. «Lo queer aún no está aquí», escribió José Esteban Muñoz9. «Aún no somos queer».

Muñoz escribió esto en 2009, pero esa fecha es irrelevante. Lo que afirmaba es que lo queer está para siempre fuera de nuestro alcance. Muñoz está muerto, como Brunton y Ulrichs, y hoy las personas queer persisten en la búsqueda para nuestros cuerpos de nuevas formas de ser, de actuar, de follar. Lo queer es una actitud, un deseo de cuestionar, de experimentar en direcciones sorprendentes. Es desde este espíritu de innovación constante desde el que debemos pensar en el discurso de Ulrichs y el descubrimiento de Brunton.

Pasaron muchos años antes de que la gente empezara a inhalar nitrito de amilo para follar. Seguro que Brunton se hubiera sorprendido al ver pasar las botellas de mano en mano entre gais. Un elemento de tantos en una subcultura que también se nutre de pantalones de cuero y pañuelos de colores. Pero me gusta pensar que hubiera recibido con alegría la experimentación de los hombres homosexuales y su descubrimiento de un uso alternativo para la sustancia que él popularizó. Después de todo, era un científico, y le encantaba estudiar la interacción entre las sustancias y el cuerpo humano.

Ulrichs performó un futuro que todo queer tiene que performar, normalmente, mil veces: declarar «esto es quien soy y no tiene nada de malo». Nadie había completado ese rito antes que Ulrichs. Fue un uso queer de su cuerpo, y me hace pensar en los usos queer de nuestros cuerpos que aún nadie ha experimentado. Pienso en estos dos hombres de la misma forma en la que pienso en el bromo a temperatura ambiente. Es imparable. Es una fuerza de la naturaleza elemental que altera lo que le rodea: apasionado, reactivo, siempre buscando una conexión.

Inhalación profunda

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